Quizás convenga comenzar reconociendo que la propia cuestión
que, de manera escueta, aquí, de entrada, se nos plantea condiciona
en buena medida -como es lógicamente habitual- el horizonte temático
correspondiente y también, incluso, sesga la respuesta, toda vez
que la idea de un contexto mediterráneo cohesionado cultural y socialmente
representa, por cierto, un “ideal” tentadoramente atractivo y seductor
de cara al siglo XXI. Y tal hipótesis globaliza y refuerza, aún
más si cabe, no sólo el persistente proyecto de la mediterraneidad
sino asimismo los plurales y numerosos contenidos que se integran en ese
articulado desideratum, entre los que, consecuentemente, habría
que tener muy en cuenta, por supuesto, el versátil papel desempeñado
por las artes plásticas.
De hecho, involucrado paralelamente con todo ello nos viene de manera
directa a las manos, ya desde un principio, el discutido tema de las complejas
relaciones entre las artes y las demás actividades humanas. Sin
duda se trata de una vieja y fundamental diatriba, que históricamente
ha merecido, siempre, dispares planteamientos, a través de las diferentes
teorías y de las plurales prácticas artísticas.
En ese sentido, hablar del posible papel articulador de las artes plásticas,
en el contexto de un proyecto mediterráneo cohesionado, implica
ubicarnos, a ultranza y de manera directa, en el eje axiológicamente
establecido entre arte y vida, es decir entre el arte y el activo conjunto
de los valores humanos. Lo cual debe rememorarnos, al menos, la gama de
respuestas posibles, que como tales cabe plantear ante esa dialéctica,
ya citada, de las relaciones entre el arte y las demás actividades
humanas. Acerquémonos, aunque sea someramente, a ellas.
Dos son los extremos reductivos que, en principio, podrían socioculturalmente
auspiciarse en tal sentido: (1) por un lado, tenemos la sagaz instrumentalización
del arte en beneficio del incremento y potenciación de valores extraartísticos
y (2), por otra parte, nos topamos con el no menos versátil esteticismo,
entendido como drástico sometimiento o transformación del
conjunto de los demás valores al ámbito de los valores artísticos.
Pero frente a dichas opciones liminarmente reductivas -aunque no extrañas
ni tampoco inusuales en una sociedad de consumo- ya en la formulación
del tema, como hemos podido constatar, se apela explícitamente a
un solícito carácter “articulador”, adscribible al propio
quehacer artístico.
Se trataría, pues, de perfilar claramente -como otra opción
fundamental, a tener muy encuenta- el planteamiento de que (3) tanto las
actividades artísticas como aquéllas no artísticas
pueden eficazmente interrelacionarse, teniendo en cuenta que, ya en el
marco interno al propio hecho artístico, los valores artísticos
y los no artísticos explícitamente se dan la mano, hasta
el extremo mismo de poder afirmar que -en la genuina experiencia estética
resultante- no se cumplen ni satisfacen plenamente los primeros sin la
activa copresencia y la resolución paralela de los segundos.
Sin embargo, queremos diferenciar entre esta deseada articulación,
propia de la interna funcionalidad del arte (en su relativa autonomía)
y cualquier posible tipo de sobrevenida o adventícea instrumentalización
artística. No en vano en ese papel articulador, que virtualmente
se asigna a las artes plásticas, en el marco deseado de una mediterraneidad
plural y cohesionada, habría que insistir abiertamente en la necesaria
copresencia de los diferentes valores humanos en el seno mismo del hecho
artístico.
A fin de cuentas, los virtuales y diferentes diálogos existentes
entre el arte y lo sagrado, entre arte y pensamiento, entre arte y utilidad,
entre el arte y la política, o entre arte y moral (por citar sólo
algunas de sus más efectivas modalidades históricas) no se
plantean -al menos aquí- como posibles relaciones externas entre
valores artísticos y no artísticos, sino que se auspician
de manera básica como estrechas vinculaciones siempre internas al
propio quehacer artístico, insertas así intencionalmente
en el núcleo mismo del proyecto, ejercitadas en el fluyente desarrollo
del proceso e incluso certeramente instaladas entre las claves hermenéuticas
de la obra, como singular y planificado resultado.
Dos son los extremos reductivos que, en principio, podrían
socioculturalmente auspiciarse en tal sentido: (1) por un lado, tenemos
la sagaz instrumentalización del arte en beneficio del incremento
y potenciación de valores extraartísticos y (2), por otra
parte, nos topamos con el no menos versátil esteticismo, entendido
como drástico sometimiento o tranformación del conjunto de
los demás valores al ámbito de los valores artísticos. |
En ese complejo marco axiológico -de pleno intercambio de valores,
paradigmáticamente activo en el seno de las propuestas artísticas-
hay, pues, que insistir en el hecho concreto de que se encuentran y articulan
tanto los diferentes valores artísticos como asimismo otros de carácter
no propiamente artístico. Esa es la afirmación básica
y el reconocimiento explícito, que sin duda desearíamos dejar,aquí
y ahora, bien sentados. No en vano, el arte -como le gustaba decir con
cierta socarronería al pragmático John Dewey- siempre es
mucho más que arte. Pero lo es, habría que añadir
cautelarmente, ya desde sus mismos parámetros compositivos y no
por que le venga dado simplemente por influencia o añadidura externa.
Y en ese articulado plus es donde interactúa globalmente la pluralidad
axiológica constituyente de la obra.
Otra cosa totalmente distinta son las frecuentes y versátiles
instrumentalizaciones que del arte puedan hacerse y que a nivel teórico,
como es sabido, suelen calificarse en diversas tipologías, tales
como moralismo, utilitarismo, hedonismo o didactismo. En todos ellos, los
valores del arte se someten y transmutan externamente en beneficio de otras
dimensiones vitales, atendidas operativamente, como ya históricamente
se planteaba, por ejemplo, cuando de la efectiva dualidad de objetivos
reconocidos y asignados retóricamente al arte por Horacio (docere
et delectare//utile dulci) se pasa, sin más, a su clara y explícita
instrumentalización posterior, con la versión propia del
docere delectando astutamente matizada por Scaligero.
Así pues, tras lo hasta aquí dicho, como somera introducción,
podríamos afirmar que en ese complejo horizonte geopolítico,
económico y sociocultural que convencionalmente calificamos y reconocemos
como mediterraneidad, donde ciertamente prevalece la pluralidad, aunque
sea en el marco de un compartido aire de familia, los fenómenos
artísticos (a) podrían caracterizar un fecundo y comprometido
intercambio -internamente a su propio quehacer, sin renunciar a sus exigencias
autonómicas- con las demás actividades humanas, potenciando
a través de las experiencias artísticas el decidido diálogo
entre las diversas modalidades de valores copresentes en la existencia
humana; (b) en su proyección exterior, es decir en su no siempre
fácil encuentro competencial con los demás niveles existenciales,
podría el arte registrar asimismo funciones instrumentales dispares,
aunque disolviendo quizás, con ello, la propia especificidad, en
esa persistente y reiterada extensión utilitaria hacia la vida circundante;
(c) inversamente, podrían también las experiencias artísticas
-como modelos formales de completud e intensidad- insertarse complementariamente
en los diversos ámbitos de intervención humana, pero incidiendo
en ellos como una difusa y homogeneizadora presencia estetizadora.
De esta manera, resumimos y catalogamos en tal trilogía de opciones
dispares -consideradas como otras tantas alternativas globales posibles,
ya previamente comentadas en el desarrollo del texto- el emergente papel
de las artes plásticas en la articulación de un Mediterráneo
-al menos como pauta ideal- cultural y socialmente cohesionado. |