m o n o g r á f i c o
![]() ABISMO DE RUMORES
Tal vez sean infinitas las modalidades del silencio en
el arte. No obstante, estas breves notas explorarán algunas de sus
manifestaciones. Del grito expresionista a la renuncia mística,
suceden innúmeras variaciones del silencio en el ámbito plural
de las artes. Rafael Argullol ha referido, con cierto tono apocalíptico,
que “el arte del siglo XX ha experimentado el silencio, y nosotros vivimos
en un tiempo en que esta experimentación ha sido ya realizada. La
tela ha permanecido en blanco, el bailarín inmóvil y la música
callada. La palabra ha sido comprimida hasta el punto de desaparecer en
el sentimiento de la impotencia. También la fuerza de la imagen
singular ha sido disuelta en el vértigo de las imágenes”
.
Las artes plásticas de modo plural han mostrado, a lo largo del siglo XX, un caudal de imágenes silentes que han quedado anudadas a una larga memoria. Por referirme sólo a algunos casos de la tradición occidental relacionados con lo inefable, mencionaré a Rothko con su pintura que acoge un silencio sublime, como memento mori en medio de las cosas; o las obras de Agnes Martin: pensemos, por ejemplo, en su Azul candente de 1963, ¿acaso no reconocemos una vibración poética, silenciosa, también relacionada con una experiencia sublime? Un silencio de otra índole, que declina más melancólicamente, parece representar Morandi en su pintura: las cosas parecen que están a punto de desaparecer o de enmudecer. Por su parte, José María Yturralde en sus series de interludios y de postludios, así como en otras obras aparentemente monocromas de los años noventa, parece cifrar otras formas del silencio, otras aperturas de la experiencia estética. Oteiza en su trayectoria traza un arco de silencio con su evolución hacia un despojamiento creciente de las formas expresivas —adelantándose a las propuestas minimalistas— que le condujo a sus célebres cajas vacías o metafísicas en 1959, al tiempo que formulaba su concepto de escultura conclusiva. En ese momento detendrá su práctica escultórica. En la escena de artistas emergentes en nuestro contexto
se modula una singular apropiación del silencio. Mencionaré
algunos casos: Javier Alkain, cuya pintura trama un silencio entre líneas
que roba a la realidad, crea unos paisajes suspendidos a través
de unos trazos diminutos y obsesivos como si practicara una letanía.
Francis Naranjo, en cuya trayectoria se ha revelado una atención
especial por el blanco en sus piezas monocromas, en una de sus obras, Vita
beata, modula una puesta en forma del silencio. Varias cajas expuestas
como cuadros contienen un espejo semiopaco. Una franja pintada en la pared
las atraviesa por detrás y las une. De este modo parece enunciar
una sutil línea de sombra sobre los límites de lo visible
(y de lo decible). Si los espejos nos devuelven una imagen irreconocible
a la vez que ocultan el transcurso de esa pintura, si cualquier narración
—como cualquier silencio— porta una sombra ilegible de sentido, el arte
deviene desvío crítico, autoconsciente, que es el momento
de la discrección y el camino más corto de la relación
con el mundo. Iñigo Royo en la serie de fotografías La voz
humana (1999-2000), se plantea como captar la distancia límite en
el que se pueda escuchar la voz humana en un espacio abierto y silencioso.
Y lo hace de un modo diferido, indicial, a través de la distancia
espacial. Aunque a primera vista parecen imágenes de paisajes emparentadas
con una tradición de lo sublime, sus fotografías remiten
a lo que no es directamente visible: los límites de lo comunicable
y la distancia del silencio.
En música, recordemos el recital silencioso de John Cage con su obra conceptual 4’ 33’’. Tacet pour n’importe quel instrument (1952), en la que no se produce ningún sonido con un instrumento, salvo los que surgen del público o del ambiente, mientras dura esa performance. Esa poética conceptual queda muy lejos de otros ruidos y silencios que celebraban los futuristas, como se recoge en El arte de los ruidos, aquel manifiesto futurista elaborado por Luigi Russolo en Milán en 1913, surgido en un contexto de fascinación por las máquinas y su concurrencia de ruidos: “Hay que romper este círculo restringido de sonidos puros y conquistar la variedad infinita de los sonidos-ruidos”, dejó escrito Russolo frente a las armonías de los grandes maestros. Pero esa nueva atención estética a todos los sonidos-ruidos acogía también los ruidos de la guerra, esa otra "orquesta de una gran batalla" como la describía Marinetti desde el frente de Adrianópolis. Pero el ruido del drama de la guerra, de cualquier guerra, tenía su contrapunto de silencio, ese silencio irreductible a una forma concreta, inclasificable, siempre intenso y comunicable, salvo para las miradas y oídos de cualquier aventura totalitaria. Dejemos que el silencio nos proteja del ruido y la furia
del espectáculo del arte. El acto silente puede ser un hacedor de
sinsentidos, pero desde éstos se pueden generar una red otra de
sentidos que están por hacerse. Dice Samuel Beckett en Quiebros
y poemas:
Abismo de rumores, ese silencio metamórfico, tras
los pasos del sentido y del sin sentido, quizá ruina del habla.
Dice Blanchot: «Cuando todo está dicho, lo que queda por decir
es el desastre, ruina del habla, desfallecimiento por la escritura, rumor
que murmura: lo que queda sin sobra (lo fragmentario)» . ¿El
resto es silencio...? Los gatos lo sabrán, contestaría Cesare
Pavese. ¿Qué más? ¿Una sed de silencio creativo
para abismarnos entre lo real, lo imaginario y lo virtual? (...)
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