m o n o g r á f i c o a r t e s     p l á s t i c a s
Fernando Golvano

ABISMO DE RUMORES


«Tantísimas (...) son las razones para escribir. Puedo añadir una más, pero quizás una de menos: la razón para callar»
Gesualdo Bufalino
(En una entrevista realizada un día antes de su muerte accidental)

«¡Silencio, madre de la fantasía!»
Peter Handke. La ausencia

«Que retumbe en el silencio lo que se escribe, para que el silencio retumbe largamente, antes de volver a la paz inmóvil entre la que sigue velando el enigma»
Maurice Blanchot, La escritura del desastre

Tal vez sean infinitas las modalidades del silencio en el arte. No obstante, estas breves notas explorarán algunas de sus manifestaciones. Del grito expresionista a la renuncia mística, suceden innúmeras variaciones del silencio en el ámbito plural de las artes. Rafael Argullol ha referido, con cierto tono apocalíptico, que “el arte del siglo XX ha experimentado el silencio, y nosotros vivimos en un tiempo en que esta experimentación ha sido ya realizada. La tela ha permanecido en blanco, el bailarín inmóvil y la música callada. La palabra ha sido comprimida hasta el punto de desaparecer en el sentimiento de la impotencia. También la fuerza de la imagen singular ha sido disuelta en el vértigo de las imágenes” . 
Palabras y silencios habitan en la incertidumbre del sentido, como gestos nómadas por una geografía posmoderna habitada por la crisis de los grandes relatos (el del progreso, el del sentido teleológico de la historia, el de la razón etnocéntrica...), y por la emergencia de un nuevo nihilismo que cabalga a lomos de esa expansión técnica y también a la sombra de la crisis de significado que acompaña a las artes en la situación actual. El relativismo radical deviene en magnífico compañero de viaje para cualquier deconstrucción nihilista que enuncia el todo es nada. El desarrollo autónomo, descontextualizado, indistinto e ininterrumpido de las imágenes y de los simulacros, que saturan la semiosfera de la creación contemporánea, comporta una culminación del nihilismo que ha recorrido toda la civilización occidental. Mas tal culminación es asimismo su límite, y más allá de la imposibilidad de encontrar una salida general, podemos vislumbrar aperturas para resemantizar el mundo y la experiencia. Ahí se reserva el arte su eterno recomienzo.
Hay silencios en la historia del arte que constituyen un diverso inventario de huellas que han problematizado los discursos y prácticas artísticas dominantes. Desde el feminismo de los años sesenta se han desplegado propuestas artísticas insumisas que han afirmado otra visibilidad, otras rupturas del silencio y otras sensibilidades nómadas. Barbara Krueger, Guerrilla Girls, Martha Rosler, Jenny Holzer en el contexto internacional, o Carmen Navarrete, Eulalia Valdosera, Azucena Vieites, Victoria Gil o Julia Galán en un contexto más próximo, declinan una sensibilidad crítica respecto al silencio padecido por otras opciones e identidades. 

Las artes plásticas de modo plural han mostrado, a lo largo del siglo XX, un caudal de imágenes silentes que han quedado anudadas a una larga memoria. Por referirme sólo a algunos casos de la tradición occidental relacionados con lo inefable, mencionaré a Rothko con su pintura que acoge un silencio sublime, como memento mori en medio de las cosas; o las obras de Agnes Martin: pensemos, por ejemplo, en su Azul candente de 1963, ¿acaso no reconocemos una vibración poética, silenciosa, también relacionada con una experiencia sublime? Un silencio de otra índole, que declina más melancólicamente, parece representar Morandi en su pintura: las cosas parecen que están a punto de desaparecer o de enmudecer. Por su parte, José María Yturralde en sus series de interludios y de postludios, así como en otras obras aparentemente monocromas de los años noventa, parece cifrar otras formas del silencio, otras aperturas de la experiencia estética. Oteiza en su trayectoria traza un arco de silencio con su evolución hacia un despojamiento creciente de las formas expresivas —adelantándose a las propuestas minimalistas— que le condujo a sus célebres cajas vacías o metafísicas en 1959, al tiempo que formulaba su concepto de escultura conclusiva. En ese momento detendrá su práctica escultórica. 

En la escena de artistas emergentes en nuestro contexto se modula una singular apropiación del silencio. Mencionaré algunos casos: Javier Alkain, cuya pintura trama un silencio entre líneas que roba a la realidad, crea unos paisajes suspendidos a través de unos trazos diminutos y obsesivos como si practicara una letanía. Francis Naranjo, en cuya trayectoria se ha revelado una atención especial por el blanco en sus piezas monocromas, en una de sus obras, Vita beata, modula una puesta en forma del silencio. Varias cajas expuestas como cuadros contienen un espejo semiopaco. Una franja pintada en la pared las atraviesa por detrás y las une. De este modo parece enunciar una sutil línea de sombra sobre los límites de lo visible (y de lo decible). Si los espejos nos devuelven una imagen irreconocible a la vez que ocultan el transcurso de esa pintura, si cualquier narración —como cualquier silencio— porta una sombra ilegible de sentido, el arte deviene desvío crítico, autoconsciente, que es el momento de la discrección y el camino más corto de la relación con el mundo. Iñigo Royo en la serie de fotografías La voz humana (1999-2000), se plantea como captar la distancia límite en el que se pueda escuchar la voz humana en un espacio abierto y silencioso. Y lo hace de un modo diferido, indicial, a través de la distancia espacial. Aunque a primera vista parecen imágenes de paisajes emparentadas con una tradición de lo sublime, sus fotografías remiten a lo que no es directamente visible: los límites de lo comunicable y la distancia del silencio. 
Cabría señalar una memoria de fragmentos fílmicos que acogen otras enunciaciones del silencio. Así, en esa disparidad cabe el silencio de la pasión amorosa que se desvanece, filmado por Dreyer en Gertrud (1961): la mirada esquiva de ésta sólo se encuentra indirectamente con la mirada de su ex-amante a través de un espejo; o la secuencia en la que la enigmática Irena que protagoniza La mujer pantera, de J. Tourner, reivindica el silencio y soledad; o el silencio de la no correspondencia entre el lenguaje del arte y el mundo, o el la dimensión espiritual de la experiencia que interroga simbólicamente Tarkovski en sus filmes; o la capacidad narrativa de los silencios que despliegan las películas de Marguerite Duras, y de modo especial Nathalie Granger (1972); o los silencios de los extravíos viajeros que encarnan los personajes de La ausencia filmada por Peter Handke. Pero tal vez sea en el cine japonés de Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu, Mikio Naruse, o Nagisa Oshima donde el silencio de la elipsis logra una excepcional gama de intensidades narrativas. Memorables.

En música, recordemos el recital silencioso de John Cage con su obra conceptual 4’ 33’’. Tacet pour n’importe quel instrument (1952), en la que no se produce ningún sonido con un instrumento, salvo los que surgen del público o del ambiente, mientras dura esa performance. Esa poética conceptual queda muy lejos de otros ruidos y silencios que celebraban los futuristas, como se recoge en El arte de los ruidos, aquel manifiesto futurista elaborado por Luigi Russolo en Milán en 1913, surgido en un contexto de fascinación por las máquinas y su concurrencia de ruidos: “Hay que romper este círculo restringido de sonidos puros y conquistar la variedad infinita de los sonidos-ruidos”, dejó escrito Russolo frente a las armonías de los grandes maestros. Pero esa nueva atención estética a todos los sonidos-ruidos acogía también los ruidos de la guerra, esa otra "orquesta de una gran batalla" como la describía Marinetti desde el frente de Adrianópolis. Pero el ruido del drama de la guerra, de cualquier guerra, tenía su contrapunto de silencio, ese silencio irreductible a una forma concreta, inclasificable, siempre intenso y comunicable, salvo para las miradas y oídos de cualquier aventura totalitaria.

Dejemos que el silencio nos proteja del ruido y la furia del espectáculo del arte. El acto silente puede ser un hacedor de sinsentidos, pero desde éstos se pueden generar una red otra de sentidos que están por hacerse. Dice Samuel Beckett en Quiebros y poemas: 
«qué haría yo sin ese silencio abismo de rumores
jadeante furioso en busca de auxilio en busca de amor
sin ese cielo que se eleva
sobre el polvo de su lastre» 

Abismo de rumores, ese silencio metamórfico, tras los pasos del sentido y del sin sentido, quizá ruina del habla. Dice Blanchot: «Cuando todo está dicho, lo que queda por decir es el desastre, ruina del habla, desfallecimiento por la escritura, rumor que murmura: lo que queda sin sobra (lo fragmentario)» . ¿El resto es silencio...? Los gatos lo sabrán, contestaría Cesare Pavese. ¿Qué más? ¿Una sed de silencio creativo para abismarnos entre lo real, lo imaginario y lo virtual? (...)
 

• Rafael Argullol (1994) Sabiduría de la ilusión, Taurus, Madrid, p. 201
• Luigi Russolo (1996) «El arte de los ruidos» en Sin Título tres, 1996, Taller de Ediciones, Facultad de Bellas Artes, Cuenca.
• Samuel Beckett (1998) Quiebros y poemas, Árdora ediciones, Madrid, p. 11
• Maurice Blanchot (1990) La escritura del desastre, Monte Avila, Caracas, Venezuela. p. 35
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