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por Rafael Cruz
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La historia del arte dramático ha estado siempre dividida por
las localizaciones geográficas. Su historia, siempre, ha estado
basada en la contraposición geográfica, que identifica no
solo las vastas áreas culturales relativamente homogéneas,
sino también en diferencias de tipo fisiológico (se dice
que los japoneses tienen el sentido de la recepción sonora en el
lado del cerebro opuesto a los occidentales). Desde Grecia el discurso
ha oscilado sobre el sistema binario este/oeste, hasta casi nuestros días
en que la contraposición parecía estar en la división
de bloques político-sociales del capitalismo y el comunismo. Hoy,
sin embargo, con la irrupción de Bill Gates en China, ya no sabría
decir dónde está la contraposición. El efecto globalizador
al que estamos siendo sometidos gracias a los media y a las nuevas tecnologías
hace que, desde los 80 caminemos hacia un encuentro inevitable, hacia un
baño del que seguro saldremos todos beneficiados. De alguna forma
el pionero de esta manera nueva de entender el arte y en el caso que nos
ocupa las artes escénicas fue Peter Brook, con experiencias como
la del Mahabarata, o Eugenio Barba (maravilloso su diccionario antropológico
del teatro). Los constantes movimientos migratorios, incontrolables ya,
de población están provocando una cultura mestiza, una cultura
de paso, no sé si propia de fin de milenio. En cualquier caso esta
cultura híbrida lo que intenta es satisfacer el nuevo impulso globalizador
de las nuevas tecnologías. Estamos en disposición de constatar
que los nuevos directores escénicos, dramaturgos, actores, etc.
han iniciado la búsqueda de un lenguaje común que colme las
posibles diferencias de ideologías, de razas, clases, opciones sexuales,
etc. Una cultura "contaminada" que avanza hacia la extraterritorialidad
que ya vaticinó Steiner en su estudio sobre Borges, Nabokov y Beckett.
El profesional de las artes escénicas asiste hoy a la reunión
de contrarios, a identidades mutantes, al nomadismo cultural por norma.
Si no nos exigimos el máximo corremos el riesgo de perder el diálogo
con el espectador que ya está acostumbrado a los bancos de datos,
a magazines on-line, a soportes de internet. Corremos, insisto, el riesgo
de convertirnos en arqueología de un mundo en el que el espectador
no era virtual, de un mundo que vigilaba la relación sociedad-cultura.
El teatro, cada vez más, recuerda a los espectáculos pornográf¦cos
dé los canales de Amsterdam o de Pigalle en París. Solo falta
que el director escénico se asome a la calle y grite aquello de
"pasen y vean actores de verdad, de carne y hueso, en directo".
El enorme abuso de internet produce lo que se ha llamado la soft-generation ("web- generation" en el anuncio televisivo censurado a instancias gubernamentales), individuos que se asemejan al científico encerrado 16 horas en su laboratorio vigilando un viroide. De la misma suerte la soft-generation se ha divorciado de la realidad y se ha casado con la virtual. Se les reconoce por, como su nombre indica, ser lights como la Coca Cola que beben, no fuman, hacer el amor no es una de sus preferencias y cuando lo hacen es previa presentación de análisis sanitario. Con este antecedente el hecho teatral basado en la inmediatez, en lo
efímero pero sobre todas las cosas en la carnalidad que supone tener
a un actor delante de ti al que puedes tocar y oler y al que le pueden
ocurrir cosas -hasta morir- para la soft- generation es pornografía
dura, de mal gusto. La palabra teatro les evoca un espectáculo sórdido.
Algo así como presenciar esos espectáculos circenses en los
que los animales están en condiciones paupérrimas, el presentador
pierde lentejuelas del traje, la trapecista lleva una carrera en la media
y el payaso en vez de maquillaje blanco lleva polvos de talco. A esto hemos
llegado y o le ponemos freno los responsables y nos arremangamos la camisa
o lo dejamos morir plácidamente entre moquetas y terciopelo granate,
dejamos morir a todas las Noras, las Hedas Gabler, los Estragones, las
Cordelias que mueren por un "nada" y las Ofelias que mueren víctimas
de la semántica. Ha llegado el momento de obligarnos mutuamente
en los espectáculos teatrales (el cine parece tenerlo más
claro) a acercar al espectador "virtual" a la dialéctica hegeliana
del HOMBRE frente al desarrollo tecnológico. De nada servirán
las construcciones suspendidas en el vacío, los artificios técnicos,
la realidad virtual si no asumimos que es el hombre el que está
detrás meciendo la cuna, si no le decimos al potencial espectador
que hay un tempo para el arte, que el arte no es verdad como le sucede
en internet y si es verdad lo es en tanto que es arte en sí mismo.
No en tanto que nos remite a la realidad -igual que en la realidad virtual-.
Si buscamos la realidad no debemos hacer arte. El internauta construye
realidades paralelas, el responsable escénico debe construir ámbitos
como quien construye personajes. Sin arte no hay la posible construcción
mágica de nada. Nadie -abogados, médicos, toreros, ¡artistas!-
son capaces de crear nada sin el arte del arte. Demasiadas veces necesitamos
que todo suene de una manera concreta, codificada, que sea bella o fea
pero no contusa como les ocurre a los miembros de la soft-generation. El
arte no se explica como parecen insistir en escuelas, universidades y demás
centros docentes, como no se explica en la realidad -lo que llaman realidad-
el carisma, la "persona". El arte se vive. Hay que tener seguridad de que
estamos elaborando algo como cuando nos elaboramos y mimamos algo de nuestra
"persona" que nos gusta.
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