José Saramago
EL LECTOR NO LEE LA
NOVELA,
LEE AL NOVELISTA
Abordar un texto literario, cualquiera
que sea el grado de profundidad o amplitud de su lectura, presupone, y
me atrevo a decir que presupondrá siempre, una cierta incomodidad
de espíritu. Es como si una consciencia exterior estuviera observando
con ironía la futilidad relativa de nuestros esfuerzos de destape,
ya que, estando ellos obligados a organizar, en el complejo sistema capilar
del texto, un itinerario continuo y una univocidad coherente, al mismo
tiempo abandonan las mil y una vías ofrecidas por otros itinerarios
posibles. Esto, a pesar de que sabemos de antemano, que sólo después
de haber recorrido todos los caminos, aquellos y el que se eligió,
podríamos acceder al significado último del texto, suponiendo
que lo que llamamos texto tenga un último significado, un límite,
un no más allá. Eso sin contar que la lectura supuestamente
totalizada así obtenida, no haría más que acrecentar,
a la red sanguinea del texto, una ramificación nueva, un circuito
nuevo, y por tanto impondría la necesidad de una nueva lectura...
Todos hemos compadecido la suerte de Sísifo, obligado a empujar
montaña arriba una sempiterna piedra que sempiternamente rodará
para el fondo del valle, pero quizá el peor castigo del desafortunado
hombre sea el de saber que no podrá tocar jamás una sola
de las piedras que están alrededor, esas que se quedarán
esperando, en vano, la fuerza que las arrancaría de la inmovilidad.
No preguntamos al soñador
por qué razón está soñando, no requerimos del
pensador las razones primeras de su pensar, pero nos gustaría saber,
de uno y otro, a donde les llevan, o llevan ellos, el sueño y el
pensamiento. En una palabra, querríamos conocer, para comodidad
nuestra, esa pequeña constelación de brevedades que conocemos
por el nombre de conclusiones. Sin embargo, al escritor -sueño y
pensamiento reunidos- no se le puede exigir, y él tampoco sabría
hacerlo, que nos explique los motivos, desvende los caminos y señale
los propósitos. El escritor (igual que el pintor, igual que el
escultor, igual que el músico) va borrando los rastros que dejó,
crea tras de sí, entre los dos horizontes, un desierto, razón
por la que el lector tendrá que trazar y abrir, en el terreno así
alisado, una ruta suya, personal, que jamás coincidirá,
jamás se yuxtapondrá a la ruta del escritor, para siempre
escondida. A su vez, el escritor, barridas las señales que marcaron
no sólo el sendero por el que vino, sino también las dudas,
las pausas, las mediciones de la altura del sol, la resolución de
las hipotéticas bifurcaciones, no sabrá decirnos por qué
camino llegó adonde ahora se encuentra, parado en medio del texto
o ya en el fin de él. Ni el lector puede reconstituir el itinerario
del escritor, ni el escritor puede reconstituir el itinerario del texto:
el lector sólo podrá interrogar al texto acabado, el escritor
tal vez debiese renunciar a decir cómo lo hizo. Pero ya sabemos
que no renunciará.
Cambio de tono. Por experiencia propia,
he observado que, en su trato con autores a quien la fortuna, el destino,
la mala suerte no permitieran la gracia de un título académico,
pero que, a pesar de todo, fueron capaces de producir una obra merecedora
de alguna atención, la actitud de las universidades suele ser
de una benévola y sonriente tolerancia, muy parecida a la que las
personas razonablemente sensibles usan en su relación con los niños
y los viejos, con unos porque todavía no saben, con los otros porque
ya olvidaron. Gracias a tan generoso procedimiento, los profesores
de Literatura en general y los de Teoría de la Literatura en particular,
han acogido con simpática condescendencia -sin que por eso tiemblen
sus convicciones personales y científicas- mi osada declaración
de que la figura del Narrador no existe de hecho, y que sólo
el Autor - repito, sólo el Autor- ejerce real función narrativa
en la obra de ficción, cualquiera que ella sea, novela, cuento o
teatro (¿dónde está, quién es el Narrador
en la obra teatral?), y quien sabe si hasta en la poesía, que tanto
como soy capaz de entender representa la ficción suprema, la ficción
de las ficciones. (¿Podremos decir que los heterónimos de
Pessoa son los narradores de Pessoa? Si es así, ¿quién
les narra a ellos? Entre unos y otros, ¿quién está
narrando a quién?).
Buscando auxilio en una dudosa o,
por lo menos, problemática correspondencia de las artes (véase
Étienne Souriau), algunas veces he argumentado, en mi defensa, que
entre una pintura y la persona que la observa no existe otra mediación
que no sea la del respectivo autor ausente, y que, por tanto, no es posible
identificar, o siquiera imaginar, por ejemplo, la figura de un Narrador
en el Guernica, en La rendición de Breda o en Los
fusilamiento de la Moncloa. A esta objeción suelen responderme,
en general, que, siendo las artes de la pintura y de la escritura diferentes,
diferentes tendrían que ser también, necesariamente, las
reglas que las definen y las leyes que las gobiernan. Tan perentoria
respuesta parece que quiere ignorar el hecho, a mi entender fundamental,
de que no hay, objetivamente, ninguna diferencia esencial entre la mano
que va guiando el pincel o el vaporizador sobre el soporte, y la mano que
va dibujando las letras en el papel o las hace aparecer en la pantalla
del computador. Ambas son prolongaciones de un cerebro, ambas son instrumentos
mecánicos y sensitivos, capaces, ambas, con adiestramiento y eficacia
semejantes, de composiciones y ordenamientos expresivos, sin más
barreras o intermediarios que los de la fisiología y de la psicología.
Esta es mi contestación del
Narrador, claro está, no llego hasta el punto de negar que la figura
de una entidad así denominada pueda ser ejemplificada y apuntada
en un texto, al menos, y lo digo con todo el respeto, según una
lógica deductiva bastante similar a la demostración ontológica
de la existencia de Dios de que S. Anselmo ha sido el autor... Acepto,
incluso, la probabilidad de desdoblamientos o variantes de un presunto
Narrador central, con el encargo de expresar una pluralidad de puntos de
vista y de juicios, considerados, por el Autor, útiles a la dialéctica
de los conflictos. La pregunta que me hago, y esto es lo que verdaderamente
más me interesa, es si la atención obsesiva puesta por los
analístas del texto es tan escuridiza entidad, propiciadora, sin
duda, esa atención, de suculentas y gratificantes especulaciones
teóricas, no estará contribuyendo para la reducción
del Autor y de su pensamiento a un papel de peligrosa secundariedad, siempre
que se trate de llegar a una comprensión más amplia de la
obra. Aclararé que, cuando hablo de pensamiento, no estoy apartando
de él los sentimientos y las sensaciones, los anhelos y los sueños,
todas las vivencias del mundo exterior y del mundo interior sin las cuales
el pensamiento se tornaría quizá (me arriesgo a pensarlo...)
en un puro pensar inoperante.
Abandonando desde ahora cualquier
precaución oratoria, lo que estoy asumiendo aquí, finalmente,
son mis propias dudas, mis propias perplejidades sobre la identidad real
de la voz narradora que vehicula, tanto los libros que he escrito como
en los que hasta ahora he leído, aquello que, definitivamente, creo
que es, caso por caso, y cualquiera que sean las técnicas empleadas,
el pensamiento del Autor. El suyo propio, personal (hasta donde es posible
que lo sea), o, acompañándolo, mezclándose con él,
informándolo y conformándolo, los pensamientos ajenos, históricos
o contemporáneos, deliberadamente o inconscientemente tomados de
prestado para satisfacer las necesidades de la narración: las discursivas,
las descriptivas y las reflexivas.
Y también me pregunto si la
resignación o la indiferencia con que el Autor, hoy, parece aceptar
la usurpación, por el Narrador, de la materia, de la circunstancia
y de la función narrativa, que en épocas anteriores le eran,
todas ellas, exclusiva e inapelablemente imputadas, no sólo como
Autor, sino como persona, no serán, esa resignación y esa
indiferencia, una expresión más, asumida o no, de un cierto
grado de abdicación de responsabilidades más generales.
Quien lee, ¿para qué
lee? ¿Para encontrar, o para encontrarse? Cuando el Lector se asoma
a la entrada de un libro, ¿es para conocerlo, o para conocerse a
sí mismo en él? ¿Quiere el Lector que la lectura sea
un viaje de descubridor por el mundo del Poeta (designo ahora por Poeta,
si me lo permiten, a todo hacedor literario), o, sin quererlo confesar,
sospecha que ese viaje no será más que un simple pisar de
nuevo en sus propias y conocidas veredas? ¿No serán el Escritor
y el Lector como dos mapas de carreteras de países o regiones diferentes
que, al sobreponerse, transparentes hasta cierto punto, uno y otro, por
la lectura, se limitan a coincidir algunas veces en trechos más
o menos largos del camino, dejando inaccesibles y secretos espacios no
comunicacantes, por donde apenas circularán, solos, sin compañía,
el Escritor en su escritura, el Lector en su lectura? Más concisamente:
¿qué comprendemos nosotros, de hecho, cuando procuramos aprehender,
otra vez en sentido lato, la palabra y el espíritu poéticos?
Es común decir que ninguna
palabra es poética por sí misma, y que son las otras palabras,
las próximas o las distantes, que, con intención, pero igualmente
de modo inesperado, la hacen poética. Significa esto que, parejamente
al ejercicio voluntarista de la elaboración literaria, durante el
cual se busca en frío efectos nuevos o se trata de disfrazar la
excesiva presencia de los antiguos, existe también, y esa será
la mayor suerte de quien escribe, un aparecer repentino un situarse natural
de las palabras, atraidas unas por otras, como los diferentes mantos de
agua, provenientes de las olas y energías diferentes, se ensanchan,
fluyendo y refluyendo, en la arena lisa de la playa.
No es difícil, en cualquier
página escrita, sea de poesía, sea de prosa, descubrir las
señales de esas dos presencias: la expresión lograda que
resultó del uso consciente y metódico de los recursos de
una sabiduría de artesano y la expresión no menos lograda
de lo que, sin haber abdicado de aquellos recursos, se encontró
con una súbita y feliz composición formal, como un cristal
de nieve que hubiese reunido, en la perfección de su estrella, unas
cuantas moléculas de agua -y sólo esas-.
¿Qué hacemos, los que
escribimos? Nada más que contar historias. Contamos historias los
novelistas, contamos historias los dramaturgos, contamos también
historias los poetas, nos las cuentan igualmente aquellos que no son, y
no llegarán a serlo nunca, poetas, dramaturgos y novelista. Incluso
el simple pensar y el simple hablar cotidiano son ya una historia. Las
palabras proferidas y las apenas pensadas, desde que nos levantamos de
la cama hasta que a ella regresamos, sin olvidar las del sueño y
las que al sueño intentan describir, constituyen una historia que
tiene una coherencia interna propia, continua o fragmentada, y podrán,
como tal, en cualquier momento, ser organizadas y articuladas en historia
escrita.
El escritor, ese, todo cuanto escribe,
desde la primera palabra, desde la primera línea, será en
obediencia a una intención -a veces directa, a veces oculta-, aunque,
de cierto modo, siempre discernible y más o menos patente, en el
sentido de que está obligado en todos los casos, a facultar al lector,
paso a paso, datos cognitivos suficientes comunes a ambos, para que ese
lector pueda, sin excesiva difilcultad, entender lo que, pretendiendo parecerle
nuevo, diferente, tal vez original, era al cabo conocido porque, sucesivamente,
iba siendo reconocido. El escritor de historias, manifiestas o disimuladas,
es un ejemplo de mistificador, cuenta historias para que los lectores las
reciban como creibles y duraderas, a pesar de saber que ellas no son mas
que unas cuantas palabras suspendidas en aquello a que yo llamaría
el inestable equilibro del fingimiento, palabras frágiles, permanentemente
asustadas por la atracción de un no sentido que las empuja para
el caos, para fuera de los códigos convenidos, cuya llave, a cada
momento, amenaza con perderse.
No olvidemos, no obstante, que, así
como las verdades puras no existen, tampoco las puras falsedades pueden
existir. Porque si es cierto que toda verdad lleva consigo, inevitablemente,
una parcela de falsedad aunque no sea mas que por insuficiencia expresiva
de las palabras usadas, también es cierto que ninguna falsedad llegará
a ser tan radical que no vehicule, e incluso contra las intenciones del
embustero, una parcela de verdad. En ese caso, la mentira podría
contener, por ejemplo, dos verdades: la propia suya, elemental, esto es,
la verdad de su propia contradicción (la verdad no puede ser borrada,
se encuentra oculta en las mismas palabras que la niegan...), y una otra
verdad, la de que, sin quererlo, se tornó vehículo comporte
o no esta nueva verdad, a su vez, una parcela de mentira.
De fingimientos de verdades y de
verdades de fingimientos se hacen, pues, las historias. Con todo, y a despecho
de lo que, en el texto, se nos presenta como una evidencia material, la
historia que al lector más le deberá interesar no es en mi
opinión, la que, en último extremo, le va a ser propuesta
por la narrativa. Cualquier ficción (por hablar ahora apenas de
lo que me es más próximo) no está formada solamente
por personajes, conflictos, situaciones, lances, peripecias, sorpresas,
efectos de estilo, juegos malabares, exhibiciones gimnásticas de
técnica narrativa -una ficción es (como toda obra de arte)
la expresión más ambiciosa de una parcela de la humanidad,
esto es, su Autor-. Me pregunto, incluso, si lo que determina al lector
a leer no será la esperanza no consciente de descubrir en el interior
del libro -mas que la historia que le será contada- la persona invisible,
pero omnipresente del autor. Tal como creo entenderla, la novela es una
máscara que esconde y al mismo tiempo revela los trazos del novelista.
Probablemente
(digo probablemente) el lector no lee la novela, lee al novelista.
Con esto no pretendo responderle
al lector que se entregue, durante su lectura, a un trabajo de detective
o de antropólogo, procurando pistas o removiendo estractos geológicos,
al cabo o al fondo de los cuales, como un culpable o una víctima,
o como un fósil, se encontraría escondido el Autor... Muy
por el contrario: lo que digo es que el Autor está en el libro
todo, que el Autor es todo el libro, incluso cuando el libro no consiga
ser todo el Autor. Verdaderamente, no creo que haya sido para chocar
a la sociedad de su tiempo, por lo que gusta Flaubert declaró que
Madame
Bovary era el mismo. Me parece que, al decirlo, no hizo mas que derrumbar
una puerta desde siempre abierta. Sin querer faltar al respeto que debo
al autor de L´éducation Sentimentale, podría
decir que una tal afirmación no peca por exceso, pero sí
por defecto: a Flaubert se le olvidó decirnos que él era
también el marido y los amantes de Emma Bovary, que era la casa
y la calle, que era la ciudad y todos cuantos, de todas las condiciones
y edades, en ella vivían, casa, calle y ciudad reales o imaginadas,
da lo mismo. Porque la imagen y el espíritu, y la sangre y la carne
de todos ellos, tuvieron que pasar, enteros, por un único ser: Gustave
Flaubert, esto es, el hombre, la persona, el Autor. También yo,
aunque siendo tan poca cosa en comparación, soy la Blimunda
y el Baltasar de Memorial del Convento, y en el Evangelio
según Jesucristo no soy apenas Jesús y María Magdalena,
o José y María porque soy también Dios y el Diablo
que allí están...
Lo que el autor va narrando en sus
libros no es su historia personal aparente. No es eso que llamamos relato
de una vida, no es su biografía linealmente contada, cuantas veces
anodina, cuantas veces sin interés, pero una otra, la vida laberíntica,
la vida profunda, aquella que él difícilmente osaría
o sabría contar con su propia voz y en su propio nombre. Tal vez
porque lo que hay de grande en el ser humano sea demasiado para caber en
las palabras con que a sí mismo se define y en las sucesivas figuras
de sí mismo que pueblan un pasado que no es apenas suyo, y que por
eso se le escapará cada vez que intente aislarlo o aislarse en él.
Tal vez, también, porque aquello en que somos mezquinos y pequeños
es hasta tal punto común que nada de nuevo podría enseñar
a ese otro ser pequeño y grande que es el lector...
Finalmente, quizá sea por
alguna de estas razones por lo que ciertos autores, entre los cuales me
incluyo, privilegian, en las historias que cuentan, no la historia de lo
que vivieron o viven (huyendo así de las trampas del confesionalismo
literario), aunque sí la historia de su propia memoria, con sus
exactitudes, sus desfallecimientos, sus mentiras que también son
verdades, sus verdades que no pueden evitar a su vez la mentira. Bien vistas
las cosas, soy sólo la memoria que tengo, y esa es la única
historia que puedo y quiero contar. Omniscientemente.
En cuanto al Narrador, si después
de esto aún hubiera quien lo defienda, ¿qué podrá
ser sino el más insignificante personaje de una historia que no
es la suya? |