m o n o g r á f i c o
e s c e n a
Juan
Barcala
Las
flores del mal
"Existe una relación estrecha entre las flores y los presidiarios.
La fragilidad, la delicadeza de aquéllas son de la misma naturaleza
que la brutal insensibilidad de éstos. Si tuviera que representar
a un criminal lo adornaría con tantas flores que él mismo,
al desaparecer bajo ellas, se convertiría en otra, gigante, nueva".
Jean Genet, Diario del ladrón.
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... y así es como nos llega la tantas veces mancillada y mayusculada
Estética. Perdida y enriquecida en su inmoralidad. Después
de haber sido ignorada por una Naturaleza excesivamente altiva y egocéntrica;
después de haber sido utilizada como medio de expresión para
mártires y ser musa de fariseos, de reconocerse como parte de un
sentimiento universal y de blandir la bandera de la revolución,
así es como nos llega la tantas veces olvidada e idolatrada Estética.
Y es que a muy pocos sorprende que, hoy en día, se cometan las más
terribles atrocidades en su nombre. No sorprende, porque el arte hace,
ya, tiempo que no se mete en cuestiones de política -y digo esto
en el sentido más literal posible. Cuál sea su función
no es algo de lo que tengamos que dar cuenta aquí. Porque lo que
nos interesa es, precisamente, ese "saber estar" amoral -más acertado
que inmoral- que hace tan atractiva y turbadora su contemplación.
Para mostrar esto que podríamos llamar el "temple" del arte -o personalidad-,
utilizaré como paradigma uno de sus más ilustres e ilustrativos
modos de expresión, a saber, el cine.
Amanece el paisaje tras un vidrio empañado |
Pues bien, del mismo modo vampiriza, a mi modo de ver, el arte a
la realidad otorgándole una perspectiva existencial exenta de eticidad.
Cualquier elemento real que sea expuesto a una mirada artística
-ya se trate de un pintor, un escultor, un poeta o, en nuestro caso, un
cineasta- queda exento de realidad ética. |
En toda filmografía hay ciertos cineastas - "de culto", "outsiders"
o como quiera llamárseles- que destacan por tener un excesivo interés
por la contracorriente, la provocación, por sí mismos o por
las tres cosas juntas. En el caso de la más reciente historia del
cine español, hay un realizador en especial que destaca por esto
y por su ínfima prodigalidad. Me estoy refiriendo al huidizo Iván
Zulueta -bueno, en realidad hay dos, y el otro es Víctor Erice-
quien en 1979 firmó un film catártico y marciano -Arrebato-
en el que el que el protagonista se veía vampirizado por el objetivo
de una cámara de ocho milímetros. A través de ésta,
el exangüe personaje interpretado por Will Moore se iba desnaturalizando
e introduciendo, fotograma a fotograma, en una realidad que podríamos
llamar fílmica. Pues bien, del mismo modo vampiriza, a mi modo de
ver, el arte a la realidad otorgándole una perspectiva existencial
exenta de eticidad. Cualquier elemento real que sea expuesto a una mirada
artística -ya se trate de un pintor, un escultor, un poeta o, en
nuestro caso, un cineasta- queda exento de realidad ética. En este
sentido son muchas las películas que, a lo largo de la historia
del cine, se han encargado de perturbar ciertas moralidades establecidas.
Escenas en las que la danza y la violencia se hablan de tú en un
diálogo lleno de tomas bellas y terribles. Escenarios abandonados
en los que un grupo de jóvenes vestidos de blanco intentan violar
a una joven mientras las notas del gran Ludwig van Beethoven empiezan a
sonar. En La Naranja Mecánica (1971) encontramos un ejemplo perfecto
de cómo nos puede parecer hermoso lo horrible y lo miserable. El
recientemente fallecido genio Stanley Kubrick organizó ante nosotros
una coreografía perfecta, bellísima, utilizando como fondo
la violencia callejera. Si bien, desde entonces, ha habido otros intentos
de vestir al mal de gala -la esteticista e insípida Asesinos Natos
(1994) de Oliver Stone; el prodigio de montaje que es Pulp Fiction (1994)
de Quentin Tarantino- nunca el mal nos ha cautivado tanto como en la adaptación
que Kubrick hizo del best seller de Anthony Burguess. Pero todavía
hay quien pretende ir más allá y mostrar el mal, no como
algo susceptible de convertirse en un objeto bello, sino como algo que,
por sí mismo, es hermoso. Es decir, no se trata de convertir una
pelea o un asesinato en una coreografía, sino de que el mismo hecho
maligno nos parezca bello. Hablo de aquél Teniente Corrupto (1992)
con forma de anticristo con el que el polémico realizador Abel Ferrara
ejemplificara la decadencia del ser humano. Como también ocurría
en el Robert de Niro de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), la belleza
artística de la película se encuentra en la misma inmoralidad
del protagonista. Y este es, a mi modo de ver, el verdadero fondo de la
cuestión: que el mal se identifique en su plenitud con lo infinitamente
bello.
De todos modos no han sido sólo éstas, las formas
en las que el cine ha mostrado lo anteriormente tenido como feo y escabroso.
Ya en 1956, el monstruo británico Alfred Hitchcock frivolizó
con un tema tan delicado como el asesinato -Pero... ¿quién
mató a Harry?-, rodeándolo de comicidad y estupidez -bien
entendida- es uno de los guiones más personales y divertidos de
toda su carrera. Del mismo modo -es decir, con mucho sentido del humor-
también otros temas supuestamente intocables como la religión
católica o las costumbres han sido dejados en ropa interior por
directores como Luis Buñuel -Simón del desierto (1964); Viridiana
(1961)- o John Waters -Los asesinatos de mamá (1996)-, por poner
dos ejemplos alejados en el tiempo. |
Incluso los hay que han establecido discusiones en torno a los problemas
suscitados por los crímenes y los castigos -Delitos y faltas (1989),
Woody Allen; La Ceremonia (1995), Claude Chabrol-, en las que el criminal
siempre ha salido bien parado. En fin. Sea como fuere, no cabe la menor
duda de la belleza que puede llegar a adquirir el pecado en el arte. Y
esto –le pese a quién le pese- seguirá siendo así,
mientras confundamos presidiarios con preciosas flores del mal. |