Este libro trata de la tiranía de los animales humanos sobre
los no humanos, tiranía que ha causado, y aún hoy está
causando, una cantidad de dolor y sufrimiento sólo comparable a
la que originaron los siglos de dominio de los blancos sobre los negros.
La lucha contra ella es tan importante como cualquiera de las batallas
morales y sociales que se han librado en años recientes.
La mayor parte de los lectores pensará que lo que acaba de leer
es una tremanda exageración. Hace cinco años, también
yo me habría reído de semejantes afirmaciones que ahora,
sin embargo, me tomo muy en serio al conocer una realidad que me era entonces
desconocida. Si se lee este libro con atención, especialmente los
capítulos segundo y tercero, se acabará sabiendo tanto acerca
de la opresión de los animales como el tamaño de este libro
lo permite, y entonces, se podrá juzgar si mi parrafo inicial es
una exageración o una estimación moderada de una situación
desconocida casi por completo por la gente en general. Así pues,
no pido crédito de momento para mi párrafo inicial. Lo único
que pido es que se reserve el juicio hasta que se concluya la lectura del
libro.
Poco tiempo después de haber comenzado a trabajar en esta obra
mi mujer y yo fuimos a tomar el té -vivíamos en Inglaterra
por aquel entonces- invitados por una señora que había oído
que yo pensaba escribir un libro acerca de los animales. Se interesaba
mucho por los animales, nos dijo, y tenía una amiga que ya había
escrito un libro sobre el tema a quien le gustaría mucho conocernos.
Cuando llegamos ya estaba ahí la amiga de nuestra anfitriona,
y ciertamente, estaba deseosa de hablar de animales. ìMe encantan los animalesî,
comentó, ìtengo un perro y dos gatos, y se llevan maravillosamente
bien entre ellosî. ¿Conoce a la señora Scott? Dirige una
pequeña clínica de animales domésticos...î, y se disparó.
Hizo una pausa mientras se servían los refrescos, cogió un
sandwich de jamón y entonces, nos preguntó qué animales
domésticos teníamos nosotros.
Le dijimos que no teníamos ninguno. Nos miró sorprendida
y dio un mordisco a su sandwich. Nuestra anfitriona, que ya había
acabado de servir a los invitados, se unió a nosotros e intervino
en la conversación: ìPero ustedes están interesados en los
animales, ¿no es así señor Singer?î
Tratamos de explicarle que estábamos interesados en reducir
el sufrimiento y la miseria; que nos oponíamos a la discriminación
arbitraria, que considerábamos que está mal causar sufrimiento
innecesario a otro ser, incluso si ese ser no pertenece a nuestra propia
especie, y que creíamos que los animales eran despiadada y cruelmente
explotados por los humanos y queríamos que eso dejara de ser así.
Aparte de esto, dijimos, no estábamos ìespecialmenteî interesados
en los animales. Ninguno de los dos habíamos estado excesivamente
apegados a perros, gatos, o caballos del modo en que lo está mucha
gente. A nosotros no nos ìencantabanî los animales. Simplemente queríamos
que se les tratara como seres independientes y sensibles que son, y no
como instrumento para fines humanos, como se había tratado al cerdo
cuya carne estaba ahora en los sandwiches de nuestra anfitriona.
Este libro no trata de animales caseros. Es probable que su lectura
no sea agradable para los que piensan que el amor por los animales no requiere
más que acariciar a un gato o echar de comer a los pájaros
en el jardín. Más bien se dirige a la gente preocupada por
poner fin a la opresión y la explotación dondequiera que
ocurran, y por ver que el principio moral básico de considerar iguales
los intereses de todos, no se restringe arbitrariamente a los miembros
de nuestra propia especie. Partir de la base de que para interesarse por
este tipo de cuestiones hay que ser un ìamante de los animalesî es en sí
una muestra de no tener la más ligera sospecha de que los standards
morales que los humanos aplicamos para nosotros mismos pudieran extenderse
a otros animales. Nadie, salvo un racista interesado en calificar a su
oponente de ìloco por los negrosî, sugeriría que para interesarse
por la igualdad de las minorías raciales oprimidas hay que amar
a esas minorías, o considerarlas una monada y una lindeza. Entonces,
¿por qué presuponer esto cuando se trata de gente que trabaja
para mejorar las condiciones de los animales?
El definir a los que protestan contra la crueldad con los animales
como ìamantes de los animalesî -con clara connotación sentimental
y emocional- ha tenido el efecto de excluir completamente el tratamiento
que damos a los no humanos de toda implicación política y
moral seria. La razón de por qué se hace esto es clara. Si
considerásemos seriamente el tema, si por ejemplo, observáramos
de cerca las condiciones en que viven los animales de las ìgranjas industrialesî
modernas que producen la carne que comemos, podríamos sentirnos
muy incómodos ante los bocadillos de jamón, los filetes,
el pollo asado y todos los otros componentes de nuestra alimentación
a los que preferimos no considerar animales muertos.
Este libro no trata de apelar al sentimentalismo que contempla con
simpatía a los animales ìgraciososî. No me siento más ultrajado
por la matanza de caball*s y perr*s para aprovechar su carne que por la
de cerd*s con el mismo propósito. Tampoco me siento aliviado cuando
el Ministerio de Defensa de los Estados Unidos decide cambiar la utilización
de sabues*s para los experimentos con gases letales por la de ratas, debido
a las olas de protesta levantadas por el uso de l*s perr*s.
Este libro es un intento de reflexión profunda, cuidadosa y
consistente sobre el tema de cómo debemos tratar a los animales
no humanos. Su desarrollo saca a la luz los prejuicios que están
detrás de nuestras actitudes y comportamiento actuales. En los capítulos
que describen el significado de estas actitudes en la práctica -cómo
sufren los animales por la tiranía de los seres humanos- hay pasajes
que conmoverán a algunos lectores, y espero que surjan sentimientos
de cólera y rabia, además de la decisión de hacer
algo para que cambie ese tipo de situaciones. Sin embargo, en ninguna
parte del libro invoco las emociones del lector si no pueden apoyarse en
la razón. Cuando hay que describir cosas desagradables sería
falso intentar describirlas de una forma neutral que escondiera su verdadera
y desagradable naturaleza. No se puede escribir objetivamente sobre los
experimentos de los ìdoctoresî de un campo de concentración Nazi
con aquellos a los que consideraban ìsubhumanosî sin conmoverse profundamente;
y esto mismo se aplica a la descripción de algunos experimentos
realizados con los no humanos en los laboratorios de América,
Inglaterra y cualquier otra parte. Pero la justificación última
para oponerse a este tipo de experimentos en ambos casos no es emocional,
sino que se encuentra en unos principios morales básicos que todos
aceptamos, y la aplicación de estos principios a las víctimas
la impone la razón, no el sentimiento.
El título de este libro esconde una consideración importante.
Un movimiento de liberación exige que se ponga fin al prejuicio
y la discriminación basadas en una característica arbitraria
como la raza o el sexo. El ejemplo clásico es el ìmovimiento de
los negrosî. La instantánea atracciónî que produjo este movimiento,
y su triunfo inicial, aunque limitado, lo convirtió en modelo para
otros grupos oprimidos. Pronto nos familiarizamos con el ìGay Liberationî
y con los movimientos a favor de los indios americanos y de los americanos
hispanoparlantes. Cuando un grupo mayoritario -las mujeres- comenzó
su campaña, algunos pensaron que habíamos tocado fondo. La
discriminación sobre la base del sexo, se decía, constituía
la última forma de discriminación aceptada universalmente
y practicada sin secretos o simulaciones, incluso en los círculos
liberales que tan orgullosos se sienten desde hace tiempo por carecer de
prejuicios con respecto a las minorías raciales.
Es preciso ser precavidos a la hora de decir: ìla última forma
de discriminación existenteî. La lección más importante
que podemos obtener de los movimientos de liberación debería
ser el darnos cuenta de lo difícil que es tomar conciencia de los
prejuicios latentes en nuestras actitudes hacia ciertos grupos, a menos
que nos fuercen a reconocerlos.
Un movimiento de liberación exige un ensanchamiento de nuestros
horizontes morales. Actitudes que previamente se consideraban naturales
e inevitables se convierten en resultado de un prejuicio injustificable.
¿Quién puede decir con sinceridad que todas sus actitudes
y acciones son intachables? Si queremos evitar formar parte de los opresores,
tenemos que reconsiderar todas nuestras actitudes con otros grupos, incluyendo
los más fundamentales. Tenemos que considerarlas desde el punto
de vista de los que son víctimas, y de las situaciones que generan
en la práctica. Si somos capaces de hacer este desacostumbrado giro
mental, es posible que descubramos unas pautas de comportamiento que siempre
benefician al mismo grupo -habitualmente el grupo al que pertenecemos-
a expensas de otros. Entonces, nos daremos cuenta de que hay motivos suficientes
para un nuevo movimiento de liberación.
El propósito de este libro es motivar este giro mental en las
actitudes y las acciones de la gente con respecto a un grupo muy numeroso
de seres: aquellos que no pertenecen a nuestra especie. Mi opinión
es que nuestras actitudes actuales hacia estos seres se basan en una larga
historia de prejuicios y discriminación arbitraria, y considero
que no hay razón -salvo el deseo egoísta de mantener los
privilegios del grupo explotador- para negarse a extender el principio
básico de igualdad de intereses a los miembros de otras especies.
Yo pido que se reconozca que las actitudes para con los miembros de otras
especies son una forma de prejuicio no menos objetable que el prejuicio
sobre la raza o el sexo de una persona.
En comparación con otros movimientos de liberación, la
Liberación de los Animales presenta gran cantidad de obstáculos.
El primero y más obvio es el hecho de que el grupo explotado no
puede auto-organizarse en protesta por el tratamiento que recibe
(aunque puede protestar y lo hace lo mejor que puede de manera individual).
Tenemos que alzar la voz por los que no pueden hablar por sí mismos.
La importancia de este obstáculo se pone de relieve al preguntarnos
cuánto habrían tenido que esperar los negros por la igualdad
de derechos si no hubieran podido levantarse en grupo y exigirla. En la
medida en que un grupo cuenta con menos posibilidades de alzarse y organizarse
contra la opresión, más fácil resulta oprimirlo.
Un hecho aún más significativo en el panorama del movimiento
de Liberación de los Animales es que casi todos los grupos opresores
están implicados directamente en la opresión y consideran
que se benefician de ella. Ciertamente, hay pocos humanos que puedan ver
la opresión de los animales con el distanciamiento que tenían,
por ejemplo, los blancos del norte cuando debatían la institución
de la esclavitud en los estados sureños de la Unión. A la
gente que come a diario trozos de no humanos descuartizados le resulta
tan difícil creer que está haciendo algo malo como imaginar
qué podrían comer a cambio. Todo aquél que come carne
no puede ser neutral en el asunto. Se está beneficiando -o al menos
así lo cree- de la falta de consideración actual por los
animales no humanos. Esto representa una barrera para la persuasión.
¿Cuántos propietarios de esclavos fueron persuadidos por
los argumentos que utilizaban los abolicionistas del norte, y que hoy acepta
la mayoría? Algunos, pero no muchos. Yo pediría que se dejara
a un lado la afición a comer carne mientras se consideran los argumentos
de este libro; pero sé por mi propia experiencia que no es cosa
fácil aún con la mejor voluntad del mundo. Porque detrás
del simple deseo momentáneo de comer carne en una determinada ocasión,
están muchos años de costumbre que han condicionado nuestras
actitudes hacia los animales.
El hábito es la barrera final con la que topa el movimiento
de Liberación de los Animales. Hábitos no sólo en
la alimentación sino del pensamiento del lenguaje que hay que desafiar
y alterar. Los hábitos en nuestra manera de pensar nos hacen pasar
por alto descripciones de crueldad con los animales, tachándolas
de emocionales y ìsólo para amantes de los animalesî; o si no es
así, el problema es tan trivial comparado con los problemas de los
seres humanos que ninguna persona sensible le concedería su tiempo
y atención. Esto es también un prejuicio, porque ¿cómo
se puede calificar un problema de trivial si uno no se ha parado a examinarlo?
Aunque para dar al tema mayor profundidad este libro sólo se ocupa
de dos áreas en las que los humanos causan sufrimiento a otros animales,
no creo que nadie que lea hasta el final piense nunca más que los
únicos problemas merecedores de tiempo y energía son los
referentes a los humanos.
Los hábitos del pensamiento que nos llevan a despreciar los
intereses de los animales pueden desafiarse, como se desafían en
las páginas que siguen, y este desafío tiene que expresarse
mediante una lengua que, en este caso, es la lengua inglesa. La lengua
inglesa, como las otras, refleja los prejuicios de los que la hablan. Por
tanto, un autor que desee atacar estos prejuicios se encuentra en un aprieto
bastante común: o utiliza el lenguaje que refuerza los mismos prejuicios
que desea desafiar, o fracasa en el intento de comunicación con
su audiencia. Este libro ya se ha visto obligado a optar por la primera
vía. Habitualmente, cuando usamos la palabra ìanimalî nos referimos
a los ìanimales no humanosî, lo que implica que nosotros no somos animales,
y todo el que tenga unas nociones elementales de biología sabe que
esto es falso.
En la acepción vulgar, el término ìanimalî mezcla seres
tan diferentes como las ostras y los chimpancés, al tiempo que interpone
un abismo entre los chimpancés y los humanos a pesar de que nuestra
relación con esos simios es mucho más cercana que la de éstos
con las ostras. dado que no existe ningún otro vocablo corto para
designar a los animales no humanos, en el título y en las páginas
del libro he tenido que utilizar la palabra ìanimalî como si no incluyera
al animal humano, un lapsus lamentable desde una perspectiva de pureza
revolucionaria, pero que parece necesario para una comunicación
efectiva. De vez en cuando, sin embargo, utilizaré expresiones más
largas y más adecuadas para referirme a lo que en otro tiempo se
llamaban ìbestiasî, y de esta manera recordar al lector que la confusión
terminológica a la que me he referido antes obedece, exclusivamente,
a una cuestión de conveniencia. En otros casos, también he
rehusado utilizar un lenguaje que tiende a degradar a los animales o a
esconder la naturaleza de los animales que comemos.
Los principios básicos de la Liberación de los Animales
son muy simples. He intentado escribir un libro que sea claro y de fácil
comprensión para personas sin ningún tipo de especialización.
Sin embargo, se hace necesario comenzar por una exposición de los
principios que subyacen a mi desarrollo posterior del tema, que, aunque
no encierra ninguna dificultad, es posible que dé un carácter
abstracto al primer capítulo de este libro si los lectores no están
acostumbrados a un discurso de este tipo. Este arduo comienzo no debe desanimar,
ya que en los capítulos siguientes pasamos a describir en detalle
los modos, poco conocidos, en que nuestra especie oprime a las otras bajo
su control. No hay nada de abstracto en esta opresión ni en los
capítulos que tratan sobre ella.
Si se aceptan las recomendaciones que se hacen en los capítulos
siguientes, se evitará un daño considerable a millones de
animales. Por otra parte, también se beneficiarían millones
de humanos. Como veremos, la gente se muere de hambre en muchas partes
del mundo, y muchos más corren un peligro inminente de muerte por
la misma causa. El gobierno de los Estados Unidos ha declarado que, debido
a las malas cosechas y al escaso volumen de grano almacenado sólo
puede proporcionar una ayuda limitada e inadecuada; pero tal como deja
claro el capítulo 4 de este libro, el enorme énfasis puesto
por las naciones más ricas en la cría de animales como alimentación
base tiene como resultado un despilfarro de alimentos varias veces mayor
a los que se producen. Si cesara la cría de animales y su sacrificio
como fuente de alimento, quedaría disponible una cantidad mucho
mayor para los humanos que, distribuida adecuadamente, eliminaría
la muerte por hambre y desnutrición del planeta. La Liberación
de los Animales es, también, la liberación de los humanos.
Es normal agradecer la colaboración de los que prestaron su ayuda
en la escritura de un libro; pero en este caso, he contraído deudas
de un tipo especial que requieren una breve narración.
En el otoño de 1970 yo era estudiante postgraduado en la Universidad
de Oxford. Aunque me había especializado en filosofía moral
y social, no se me había ocurrido -como le pasa a la mayoría
de la gente- que nuestras relaciones con los animales constituyesen un
serio problema moral. Sabía, por supuesto, que se trataba cruelmente
a algunos animales, pero supuse que eran casos de abusos accidentales y
no una indicación de algo fundamentalmente injusto.
Mi complacencia se turbó cuando conocí a Richard Keshen,
estudiante también en Oxford y vegetariano. En una comida le pregunté
por qué no comía carne, y empezó a contarme las condiciones
en que había vivido el animal cuyo cuerpo estaba comiendo yo. Por
medio de Richard y de su mujer Mary, mi mujer y yo nos hicimos amigos de
Roslind y Stanley Godlovitch, también vegetarianos, que estudiaban
filosofía en Oxford. A través de las largas conversaciones
que mantuvimos los cuatro -especialmente con Roslind Godlovitch, quien
había elaborado su postura ética con bastante detalle- me
convencí de que comiendo animales estaba participando en una forma
de opresión sistemática de mi propia especie sobre las otras.
Las ideas centrales de este libro se derivan de estas conversaciones.
Llegar a una conclusión teórica es una cosa, y otra ponerla
en práctica. Sin la ayuda y el aliento que me proporcionó
Renata, mi mujer, que estaba tan convencida como yo de que nuestros amigos
tenían razón, es posible que aún estuviera comiendo
carne a pesar de que tuviera remordimiento de conciencia.
La idea de escribir un libro surgió de la respuesta entusiasta
a mi reseña sobre Animals, Men and Morals, editada por Stanley y
Roslind Godlovitch, que apareció en The New York Review of Books
(5 de Abril, 1973). Estoy agradecido a los editores de The New York Review
por publicar esta reseña no solicitada de un libro cuyo tema no
está de moda. La reseña, sin embargo, no se habría
convertido en un libro sin el estímulo y la ayuda de las siguientes
colaboraciones:
Eleanor Seiling, de la United Action for Animals, New York, me dio
acceso a los documentos de su organización sobre experimentos con
animales, los cuales son una colección única en su clase;
y Alois Acowitz por medio de sus resúmenes en los reportajes de
los experimentadores, me permitió encontrar lo que necesitaba en
una fracción de tiempo que de otra forma me habría entretenido
bastante.
Richard Ryder tuvo la generosidad de prestarme el material que había
coleccionado para su propio libro, Victims of Science.
Joanne Bower, de la Farm and Food Society, Londres, me proporcionó
información sobre los animales domésticos en Inglaterra.
Kathleen Jannaway, de la Vegan Society of the United Kingdom, me ayudó
a localizar informes sobre las cualidades nutritivas de las plantas alimenticias.
John Norton, de la Animal Rescue League of Boston, y Martha Coe, de
los Argus Archives, Nueva York, me proporcionaron materiales sobre el transporte
de animales y los mataderos en Estados Unidos.
The Scottish Society for the Prevention of Vivisection me prestó
su colaboración ayudándome a obtener fotografías de
experimentos con animales.
Dudley Giehl, de la Animal Liberation Inc., Nueva York, me permitió
utilizar el material que había recogido sobre cultivos intensivos
y vegetarianismo.
Alice Herrington y Joyce Lambert, de Friends of Animals, Nueva York,
me ayudaron de diversas maneras, y Jim Mason, de la misma organización,
me preparó las visitas a las granjas de explotaciones intensivas.
La oportunidad de ocupar una plaza como profesor visitante en el Departamento
de Filosofía de la New York University durante el año académico
1973/74 me proporcionó la atmósfera adecuada y el enclave
ideal para investigar y escribir; mis colegas y estudiantes contribuyeron
al trabajo con sus comentarios y críticas. También tuve ocasión
de someter mis puntos de vista sobre los animales al escrutinio crítico
de los estudiantes y profesores de los departamentos de filosofía
de las siguientes universidades: Brown University, Fordham University,
Long Iusland University, North Carolina State University en Raleigh, Rutgers
University, State University of New York en Brockport, State university
of New York en Stony Brook, Tufts University, University of California
en Berkeley, University of Miami y Williams College, así como en
la Yale Law School y en reunión de la Society for Philosophy and
Public Affairs, de New York. Los capítulos 1 y 6 de este libro se
beneficiaron considerablemente de las discusiones que proseguían
a mis charlas.
Por último, tengo que agradecer a los editores de The New York
Review of Books su apoyo a este libro, especialmente a Robert Silvers,
cuyo sabio consejo editorial ha mejorado considerablemente el manuscrito
original. Sólo me queda por añadir que la responsabilidad
por cualquier defecto es solamente mía.
P. S.
Febrero, 1975
Es posible que la ìLiberación de los Animalesî suene más
a una parodia de otros movimientos de liberación que aun objetivo
serio. La idea de ìLos Derechos de los Animalesî se usó de hecho,
en otro tiempo, para hacer una parodia del tema de los derechos de las
mujeres. Cuando Mary Wollstonecraft, una precursora de las feministas de
hoy, publico su Vindication of the Rights of Woman en 1792, sus puntos
de vista fueron considerados absurdos por una gran parte de la gente, y
antes de que pasara mucho tiempo apareció una publicación
anónima titulada A vindication of yhe Rights of Brutes. El autor
de esta obra satírica (ahora se sabe que fue Thomas Taylor, un distinguido
filósofo de Cambridge) intentó rebatir los argumentos de
Mary Wollstonecraft demostrando que podían llevarse más lejos.
Si había razón para hablar de igualdad con respecto a las
mujeres, ¿por qué no hacerlo con respecto a los perros, gatos
y caballos? El razonamiento parecía también aplicable a estas
ìbestiasî aunque, por otra parte, sostener que las bestias tenían
derechos era obviamente absurdo; por lo tanto, el razonamiento que condujo
a esta conclusión tenía que ser falso, y si resultaba falso
ala aplicarse a las ìbestiasî, también tenía que serlo al
hacerlo con las mujeres, ya que en ambos casos se habían usado los
mismos argumantos.
Para explicar las bases de la igualdad de los animales, sería
conveniente empezar por un examen de la causa de la liberación de
las mujeres. Asumamos que queremos defender el tema de los derechos de
las mujeres atacado por Thomas Taylor. ¿Cómo responderíamos?
Un modo de réplica sería decir que no es válido
extender el argumento de la igualdad entre los hombres y las mujeres a
los animales no humanos. Las mujeres tienen derecho al voto, por
ejemplo, porque son exactamente capaces de hacer decisiones racionales
sobre el futuro como los hombres; los perros, por otra parte, son incapaces
de comprender el significado del voto y por lo tanto, no pueden tener acceso
al mismo. Hay muchas otras formas igualmente obvias de mostrar la gran
semejanza que existe entre los hombres y las mujeres, mientras que los
humanos y los animales difieren enormemente entre sí. Así
pues, podría decirse que los hombres y las mujeres son seres similares
y que deben tener similares derechos, mientras que los humanos y los no
humanos son diferentes y no deben tener los mismos derechos.
El razonamiento que esconde esta réplica a la analogía
de Taylor es correcto hasta cierto punto, pero no llega lo suficientemente
lejos. Hay diferencias importantes entre los humanos y otros animales,
y estas diferencias tienen que dar lugar a ciertas diferencias en los derechos
que tenga cada uno. Sin embargo, reconocer este hecho que es obvio, no
implica que haya una barrera para la extensión del principio básico
de igualdad a los animales no humanos. Las diferencias que existen entre
los hombres y las mujeres son igualmente innegables, y los defensores de
la Liberación de la Mujer son conscientes de que estas diferencias
pueden originar derechos diferentes. Muchas feministas sostienen que las
mujeres tienen derecho a abortar cuando lo deseen. De esto no se infiere
que, puesto que estas mismas feministas hacen campaña para conseguir
la igualdad entre los hombres y las mujeres, tengan que defender también
el derecho de los hombres al aborto. Puesto que un hombre no puede tener
un aborto, no tiene sentido hablar de su derecho a tenerlo. Puesto que
un perro no puede votar, no tiene sentido hablar de su derecho al voto.
No hay ninguna razón por la que la Liberación de la Mujer
o la de los Animales tengan que complicarse con semejantes necedades. la
extensión de un grupo a otro del principio básico de igualdad
no implica que tengamos que tratar a los dos grupos del mismo modo exactamente,
ni tampoco garantiza los mismos derechos a ambos grupos. El que debamos
o no hacer esto, dependerá de la naturaleza de los miembros de los
dos grupos. El principio básico de igualdad no requiere un tratamiento
igual o idéntico; requiere una consideración igual. Igual
consideración para seres diferentes puede conducir a diferentes
tratamientos y derechos diferentes.
Vemos, por tanto, que hay otra manera de responder al intento de Taylor
de parodiar la causa de los derechos de las mujeres, una manera que no
niega las obvias diferencias entre los humanos y los no humanos, pero que
penetra más profundamente en la cuestion de la igualdad y que concluye
sin encontrar nada absurda la idea de que el principio básico de
igualdad se aplique a las llamadas "bestias". Esta conclusión puede
parecernos extraña por el momento, pero si examinamos más
detenidamente las bases sobre las que se apoya nuestra oposición
a la discriminación por la raza o el sexo, veremos que no serían
muy sólidas si pidiéramos igualdad para los negros, las mujeres
y otros grupos de humanos oprimidos y, simultáneamente, les negáramos
a los no humanos una consideración igual. Para clarificar este punto
tenemos que ver primero por qué exactamente son repudiables el racismo
y el sexismo.
Cuando decimos que todos los seres humanos, independientemente de su
raza, credo o sexo, son iguales, ¿qué es lo que estamos afirmando?
Los que desean defender las sociedades jerárquicas no igualitarias
han señalado a menudo que, sea cual fuere el método de demostración
elegido, simplemente no es verdad que todos los humanos son iguales. Nos
guste o no, tenemos que reconocer el hecho de que los humanos tienen formas
y tamaños diversos, capacidades morales y facultades intelectuales
diferentes, distintos grados de benevolencia y sensibilidad para con las
necesidades de los demás, diferentes capacidades para comunicarse
efectivamente y para experimentar placer y dolor. Dicho de otro modo, si
cuando exigimos igualdad nos basáramos en la igualdad real de todos
los seres humanos, tendríamos que dejar de exigirla.
No obstante, uno puede aferrarse a la idea de que la igualdad de los
seres humanos se basa en una igualdad real de las diferentes razas y sexos.
Se podría decir que, aunque los humanos difieren como individuos,
no existen diferencias entre las razas y los sexos en cuanto tales. Del
mero hecho de que una persona sea negra o mujer no se puede inferir nada
sobre sus capacidades intelectuales o morales y ésta, podría
decirse, es la razón por la que el racismo y el sexismo son repudiables.
El racista blanco alega ser superior a los negros, pero esto es falso,
ya que aunque existen diferencias entre los individuos, algunos negros
son superiores en capacidad y facultades a algunos blancos en todos los
aspectos relevantes que puedan concebirse. El oponente del sexismo diría
lo mismo: el sexo de una persona no nos dice nada sobre sus capacidades,
y por lo tanto, es injustificado discriminar sobre la base del sexo.
La existencia de variantes individuales cuya base no sea la raza o
el sexo, sin embargo, nos deja vulnerables frente a un oponente de la igualdad
más sofisticado, uno que proponga por ejemplo, que los intereses
de todas las personas cuyos coeficientes de inteligencia sean menores a
100 merecen una consideración inferior a los de aquellas otras por
encima de 100. Quizás los que no consiguiesen pasar la prueba fueran,
en esa sociedad, esclavos de los que la hubiesen superado. ¿Sería
una sociedad jerárquica de este tipo mejor que otra cuya jerarquía
se basara en la raza o en el sexo? No lo creo, pero si limitamos el principio
moral de igualdad a la igualdad real de las diferentes razas y sexos, consideradas
en su conjunto, nuestra oposición al racismo y al sexismo no nos
proporciona ninguna base para cuestionar este tipo de no igualitarismo.
Hay otra razón importante por la que no debemos basar nuestra
oposición al racismo y al sexismo en ninguna clase de igualdad real,
ni siquiera la que se basa en que las variaciones en las capacidades y
facultades están distribuidas uniformemente entre las diferentes
razas y sexos: no podemos tener una garantía absoluta de que, en
efecto, así sea. En lo que se refiere a las capacidades reales,
parece haber ciertas diferencias objetivamente determinables entre las
razas y los sexos, aunque por supuesto, no se muestran en cada caso individual,
sino sólo en valores medios. Todavía más importante:
no sabemos aún qué proporción de estas diferencias
se debe, de hecho, a las diferentes dotaciones genéticas de las
diversas razas y sexos, y cuál se debe a peores escuelas, peores
viviendas, y demás factores que son resultado de la discriminación
pasada y presente. Es posible que todas las diferencias significativas
se lleguen a identificar algún día como ambientales y no
como genéticas, y todo el que se oponga al racismo y al sexismo
esperará que sea así, ya que esto facilitaría mucho
la tarea de acabar con la discriminación; pero de todas formas,
sería peligroso que la lucha contra el racismo y el sexismo descansara
en la creencia de que todas las diferencias importantes tienen un origen
ambiental. El que tratara de rechazar el racismo por ejemplo, por esta
vía, tendría que acabar admitiendo que si se prueba que las
diferencias de aptitudes tienen alguna conexión genética
con la raza, el racismo podría ser defendible en cierto modo.
Afortunadamente, no hay necesidad de supeditar el tema de la igualdad
a un resultado concreto de la investigación científica. La
respuesta adecuada para los que pretenden haber encontrado evidencia de
diferencias de aptitudes entre las razas o los sexos basadas en la genética
no está en aferrarse a la creencia de que la explicación
genética tenga que estar equivocada, aunque existan pruebas de lo
contrario, sino más bien en dejar muy claro que el derecho a la
igualdad no depende de la inteligencia, capacidad moral, fuerza física,
o factores similares. La igualdad es una idea moral, no la afirmación
de un hecho. Lógicamente, no hay ninguna razón de peso para
asumir que una diferencia real de aptitudes entre dos personas justifique
ninguna diferencia en cuanto a la consideración que debamos dar
a sus necesidades e intereses. El principio de la igualdad de los seres
humanos no es la descripción de una supuesta igualdad real entre
ellos: es una norma de conducta.
Jeremy Bentham, fundador de la escuela de filosofía moral utilitarista
y reformista, incorporó la base esencial de la igualdad moral a
su sistema de ética mediante la fórmula: "Cada persona debe
contar por uno y nadie por más que uno." En otras palabras, los
intereses de cada ser afectado por una acción han de tenerse en
cuenta y considerarse tan importantes como los de cualquier otro ser. Henry
Sidgwich, un utilitarista posterior, lo expresó del siguiente modo:
"El bien de cualquier individuo no tiene más importancia, desde
el punto de vista (si podemos decirlo) del Universo, que el bien de cualquier
otro". Más recientemente, las figuras más influyentes de
la filosofía moral contemporánea están en general
de acuerdo en incluir como un supuesto fundamental de sus teorías
morales, alguna formulación similar que suponga la 1a igual consideración
de todos los intereses; en lo que estos escritores no se ponen de acuerdo
en términos generales, es en cómo debe formularse este requisito.
Este principio de igualdad lleva implícito que nuestra preocupación
por los demás y nuestra buena disposición para considerar
sus intereses, no debe depender de cómo sean los otros o de sus
aptitudes. Lo que esta preocupación o consideración requiera
de nosotros precisamente puede variar según las características
de los afectados por nuestras acciones: el interés por el bienestar
de un niño que crece en América requeriría que le
enseñáramos a leer; el interés por el bienestar de
un cerdo puede requerir tan sólo que le dejemos en paz con otros
cerdos en un lugar donde haya suficiente alimento y sitio para que se mueva
libremente. Pero el elemento básicoóel tener en cuenta los intereses
del ser, independientemente de cuáles sean esos interesesótiene
que extenderse, segun el principio de igualdad, a todos los seres, negros
o blancos, masculinos o femeninos, humanos o no humanos.
Thomas Jefferson, que fue responsable de la inserción del principio
de la igualdad de los hombres en la Declaración de Independencia
Americana, ya tuvo esto en cuenta, lo que le motivó a oponerse a
la esclavitud aún cuando era incapaz de liberarse completamente
de su pasado como propietario de esclavos. En una carta dirigida al autor
de un libro que ponía de manifiesto los considerables logros intelectuales
de los negros para rebatir la entonces generalizada opinión de que
sus capacidades intelectuales eran limitadas, escribió lo siguiente:
Puede estar seguro de que nadie en el mundo desea más sinceramente que yo ver una refutación absoluta de las dudas que he mantenido y expresado sobre el grado de inteligencia con que les ha dotado la naturaleza, y descubrir que son iguales a nosotros. . . pero cualquiera que sea su grado de talento, no puede constituirse en la medida de sus derechos. El que Sir Isaac Newton fuera superior a otros en inteligencia, no le erigió en señor de la propiedad o la persona de otros.
De un modo semejante, cuando a mediados del siglo pasado, en la década
de los cincuenta, surgió el llamamiento en pro de los derechos de
las mujeres
en los Estados Unidos, una extraordinaria feminista negra llarnada
Sojourner Truth dijo lo mismo en terminos más duros en una convención
feminista:
. . . hablan de esto que tenemos en la cabeza; ¿cómo le
llaman? ("Intelecto", susurró al-
guien que estaba cerca). Eso es ¿qué tiene eso que ver
con los derechos de las mujeres o de los negros? Si en mi taza sólo
cabe una pinta y en la tuya cabe un cuarto de galón, ¿no
pecarías de mezquindad si no me la dejaras llenar?
La lucha contra el racismo y el sexisno tiene que apoyarse,en definitiva,
sobre esta base; y de acuerdo con este principio, la actitud que podemos
llamar "especismo", por analogía con el racismo, tiene que ser condenada
también. El especismoóla palabra no es atractiva, pero no se me
ocurre otra mejoróes un prejuicio o actitud cargada de parcialidad favorable
a los intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de
los de las otras. Debería resultar obvio que las objeciones fundamentales
al racismo y al sexismo de Thomas Jefferson y Sojourner Truth se aplican
igualmente al especismo. Si la posesión de una inteligencia superior
no autoriza a un humano a que utilice a otro para sus propios fines, ¿cómo
puede autorizar a los humanos a explotar a los no humanos con la misma
finalidad?
Muchos filósofos y escritores han propugnado de una u otra forma
como un principio moral básico la igual consideración de
intereses, pero no muchos han reconocido que este principio sea aplicable,
también, a los miembros de otras especies distintas a la nuestra.
Jeremy Bentham fue uno de los pocos que tuvo esto por cierto. En un pasaje
con visión de futuro, escrito en una época en que los franceses
ya habian liberado a sus esclavos negros, mientras que en los dominios
británicos se les trataba aún como ahora tratamos a los animales,
Bentham escribió:
Puede llegar el dia en que el resto de la creacion animal adquiera esos
derechos que nunca se le pudo haber negado de no ser por la acción
de la tiranía Los franceses han descubierto ya que la negrura de
la piel no es razón para abandonar sin remedio a un ser humano al
capricho de quien le atormenta. Puede que llegue un día en que el
número de piernas, la vellosidad de la piel, o la terminación
del os sacrum sean razones igualmente insuficientes para abandonar a un
ser sensible al mismo destino. ¿Qué otra cosa hay que pudiera
trazar la linea infranqueable? ¿Es la facultad de la razón,
o acaso la facultad del discurso? Mas un caballo o un perro adulto es sin
comparación un animal más racional, y también más
sociable, que una criatura de un día, una semana o incluso un mes.
Pero, aún suponiendo que no fuera así, ¿qué
nos esclarecería? No debemos preguntarnos: ¿pueden razonar?,
ni tampoco: ¿pueden hablar?, sino: ¿pueden sufrir?
En este pasaje, Bentham señala la capacidad de sufrimiento como
la característica básica para atribuir a un ser el derecho
a una consideración igual. La capacidad de sufrimientoóo más
estrictamente, de sufrimiento y/o goce o felicidadóno es una característica
más como la capacidad para el lenguaje o las matemáticas
superiores. Bentham no está diciendo que los que intentan trazar
"la línea infranqueable" que determina si se deben tener o no en
cuenta los intereses de un ser hayan elegido una característica
errónea. Al decir que tenemos que considerar los intereses de todos
los seres con capacidad de sufrimiento o goce, Bentham no excluye arbitrariamente
ningún interés, como hacen los que trazan la línea
divisoria en función de la posesión de la razón o
el lenguaje. La capacidad para sufrir y disfrutar es un requisito para
tener cualquier otro interés, una condición que tiene que
satisfacerse antes de que podamos hablar de intereses de una manera significativa.
Sería una insensatez decir que se actúa contra los intereses
de una piedra porque un colegial le dé un puntapié y ruede
por la carretera. Una piedra no tiene intereses porque no puede sufrir,
y nada que pudiéramos hacerle afectaría a su bienestar. Un
ratón, sin embargo, sí tiene interés en que no se
le haga rodar a puntapiés por un camino porque sufrirá si
esto le ocurre.
Si un ser sufre no puede haber ninguna justificación moral para
negarse a tomar en consideración este sufrimiento. El principio
de igualdad requiere, independientemente de la naturaleza del ser que sufra,
que su sufrimiento cuente tanto como otro igual --en la medida en que pueden
hacerse comparaciones a grosso modoóde cualquier otro ser. Cuando un ser
carece de la capacidad de sufrir, o la de disfrutar o ser feliz, no hay
nada que tener en cuenta. Por lo tanto, la sensibilidad (entendiendo este
término como una simplificación conveniente, aunque no estrictamente
adecuada, para referirnos a la capacidad de sufrir y/o disfrutar) es el
único límite defendible a la hora de sentirnos involucrados
en los intereses de los demas. Establecer el límite por alguna otra
característica como la inteligencia o el raciocinio sería
introducir la arbitrariedad. ¿Por qué no situarlo entonces
en una característica tal como el color de la piel?
El racista viola el principio de igualdad al dar un peso mayor a los
intereses de los miembros de su propia raza cuando hay un enfrentamiento
entre sus intereses y los de otra raza. El sexista viola el mismo principio
al favorecer los intereses de su propio sexo. De un modo similar, el especista
permite que los intereses de su propia especie predominen sobre los intereses
esenciales de los miembros de otras especies. El modelo es idéntico
en los tres casos.
La mayoría de los seres humanos es especista. Los capítulos
siguientes muestran que seres humanos corrientesóno unos pocos excepcionalmente
crueles o despiadados, sino la gran mayoría de los humanosó participan
activamente, dan su consentimiento y permiten que los impuestos que pagan
se utilicen para financiar un tipo de actividades que requieren el sacrificio
de los intereses más vitales de miembros de otras especies para
promover los intereses más triviales de la nuestra.
Existe, sin embargo, una defensa del tipo de acciones que se describen
en los próximos dos capítulos que debemos descartar antes
de pasar a hablar de las prácticas en sí. Se trata de un
alegato que, si es verdadero, nos permitiría hacer toda clase de
cosas a los no humanos por la razón más insignificante, o
sin ninguna razón en absoluto, sin merecer por ello ningún
reproche fundado. Esta opinión sostiene que en ningún caso
somos culpables de despreciar los intereses de otros animales por una razón
sencillísima: no tienen intereses. Los animales no humanos carecen
de intereses, según esta perspectiva, porque no son capaces de sufrir,
y no es que se quiera decir tan sólo que no son capaces de sufrir
de las múltiples formas en que lo hacen los humanos, por ejemplo,
que una ternera no pueda sufrir por saber que la van a matar en un período
de seis meses. Esto no ofrece lugar a dudas, si bien no libera a los humanos
de la acusación de especismo, ya que no elimina la posibilidad de
que los animales sufran de otras formas: haciéndoles recibir descargas
eléctricas o manteniéndoles entumecidos en pequeñas
jaulas, por ejemplo. La defensa que voy a exponer ahora, consistente en
afirmar que los animales son incapaces de cualquier tipo de sufrimiento,
es mucho más devastadora, aunque menos plausible. Los animales,
según esta opinión, son autómatas inconscientes, y
carecen de pensamientos, sentimientos y vida mental.
Aunque, como veremos en un capítulo posterior, la opinión
de que los animales son autómatas la lanzó el filósofo
francés René Descartes en el siglo XVII, es obvio para la
mayoría de la gente, entonces y ahora, que si clavamos sin anestesia
un cuchillo afilado en el estómago de un perro, el perro sentirá
dolor. Las leyes en la mayoría de los países civilizados
confirman que esto es así prohibiendo la crueldad gratuita con los
animales. Los lectores cuyo sentido común les diga que los animales
sufren, pueden saltarse lo que queda de esta sección y pasar directamente
a la página 40, ya que las páginas intermedias se dedican
exclusivamente a refutar una postura que no comparten. Sin embargo, para
hacer una exposición completa, hay que incluirla a pesar de ser
tan poco plausible.
¿Sienten dolor los animales, que no son humanos? ¿Cómo
lo sabemos? Pues bien, ¿cómo sabemos si alguien, humano o
no humano, siente dolor? Sabemos que nosotros sí lo sentimos por
haberlo experimentado directamente cuando alguien, por ejemplo, aprieta
un cigarrillo encendido contra el dorso de nuestra mano; pero, ¿cómo
saber que los demás también lo sienten? No se puede experimentar
el dolor ajeno, tanto si el "otro" es nuestro mejor amigo como si es un
perro callejero. El dolor es un estado de la conciencia, un "suceso mental",
y, como tal, nunca puede ser observado. Comportamientos como retorcerse,
gritar o retirar la mano del cigarrillo no son dolor en sí. El dolor
es algo que se siente, y no nos queda más alternativa que inferir
que los otros también lo sienten por las diversas indicaciones externas.
En teoría, siempre podríamos estar equivocados al asumir
que otros seres humanos sienten dolor. Es concebible que nuestro mejor
amigo sea, en realidad, un robot muy inteligentemente construído,
controlado por un brillante científico, de forma que manifieste
todas las señales de sentir dolor, pero que de hecho, no sea más
sensible que cualquier otra maquina. Nunca podemos estar completamente
seguros de que no sea éste el caso y, sin embargo, mientras éste
tema resulta complejo para los filósofos, nadie tiene la menor duda
de que nuestros mejores amigos sienten dolor exactamente igual que nosotros.
Se trata de una deducción, pero es una deducción muy razonable,
dado que está basada en observaciones de su conducta en aquellas
situaciones en las que nosotros sentiríamos dolor, y en el hecho
de que tenemos toda la razón al asumir que nuestros amigos son seres
como nosotros, con sistemas nerviosos como los nuestros, que funcionan
de un modo similar y son capaces de generar iguales sentimientos en parecidas
circunstancias.
Si está justificado suponer que los otros humanos sienten dolor
como nosotros, ¿existe alguna razón para que no lo estuviera
en el caso de otros animales?
Casi todos los signos externos que nos motivan a deducir la presencia
de dolor en los humanos pueden también observarse en las otras especies,
especialmente en aquéllas más cercanas a nosotros, como los
diversos tipos de mamíferos y las aves. La conducta característicaósacudidas,
contorsiones faciales, gemidos, chillidos u otros sonidos, intentos de
evitar la fuente del dolor, aparición del miedo ante la perspectiva
de su repetición, y así sucesivamenteóestá presente.
Además, sabemos que estos animales poseen sistemas nerviosos muy
parecidos a los nuestros, que responden fisiológicamente como los
nuestros cuando el animal se encuentra en circunstancias en las que nosotros
sentiríamos dolor: un aumento inicial de la presión de la
sangre, dilatación de las pupilas, transpiración, aumento
de las pulsaciones y, si continúa el estímulo, un descenso
de la presión sanguínea. Aunque los humanos tienen una corteza
cerebral más desarrollada que el resto de los animales, esta parte
del cerebro está ligada a las funciones del pensamiento más
que a los impulsos básicos, las emociones y los sentimientos. Estos
impulsos, emociones y sentimientos están situados en el diencéfalo,
que está bien desarrollado en otras especies de animales, sobre
todo en los mamíferos y las aves.
También sabemos que los sistemas nerviosos de otros animales
no se construyeron artificialmente para remedar las reacciones de dolor
de los humanos, como pudiera construirse un robot.
|