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Los seres humanos compartimos universo, pero cualquiera que nos
oiga
hablar sobre el universo en que vivimos tiene serios motivos
para dudar
de ello. Hay quienes piensan que el universo tiene unos doce mil
millones de años, mientras que otros están convencidos de
que Dios creó el mundo el año 4005 a.C.; hay quienes
creen que los extraterrestres nos observan y, de vez en cuando,
incluso
abducen a algunas personas para investigar con ellas, mientras
que
otros creen que eso son bobadas; hay quien cree que lo mejor que
puede
hacer para reponerse de un cáncer es seguir los consejos de un
curandero, mientras que otros prefieren ir al médico; hay quien
piensa que jugar a la lotería apostando a la combinación
5, 16, 32, 35, 42, 48 es una forma como otra cualquiera de
tratar de
hacerse rico, mientras que apostar a la combinación 1, 2, 3, 4,
5, 6 es tirar el dinero, ya que ésa es imposible que salga.
Otros en cambio, creen que las dos tienen las mismas
posibilidades de
convertirse en ganadoras. Así podríamos seguir
contrastando opiniones y opiniones sobre cómo funciona el mundo
en sus más diversas facetas.
Ante tamaña disparidad, es natural preguntarse si es posible
formarse una concepción del mundo que sea objetiva, en el
sentido de que dependa únicamente de cómo es, de hecho,
el mundo y no de las preferencias, los gustos o la imaginación
de cada cual. Alternativamente: en tal maraña de opiniones
contrapuestas, ¿puede decirse objetivamente que unos tienen
razón mientras que otros se equivocan, o todas las opiniones
gozan de la misma legitimidad?
Si queremos seleccionar una teoría frente a otras, no tenemos
más remedio que elegir un criterio de selección, y el que
a nosotros nos interesa es la racionalidad. Se dice que el
hombre es un
animal racional, y es evidente que esto lo dicen los hombres,
porque si
no, no se explica que alguien lo diga. No cabe duda de que todos
los
hombres son animales, pero sólo algunos son racionales o,
más exactamente, sólo algunos son racionales en ciertas
ocasiones. Hay personas incapaces de seguir un razonamiento
abstracto
mínimamente profundo; algunas pueden ser capaces de comprender
un problema legal de lo más enmarañado, y a la vez ser
incapaces de
entender un sencillo problema de física, o viceversa; otras
tienen la capacidad necesaria, pero reniegan de ella y
consideran que
ser irracional es más divertido, más humano, más
profundo o más cualquier cosa que ser racional; otros no
reniegan de la razón, sino que pretenden pasar por seres
racionales, y al mismo tiempo defienden las teorías más
disparatadas y son incapaces de entender su desvarío.
Es obvio que si admitimos como concepciones del mundo las
generadas
por seres humanos irracionales (confesos o no), nos
encontraremos con
una amplia e imaginativa gama de teorías sin que ninguna pueda
considerarse preferible a otra según criterios objetivos. Cada
teoría estará necesariamente impregnada de la particular
irracionalidad de su autor. La cuestión es: imaginemos que una
persona se pregunta ¿qué
debo pensar sobre el mundo? y
busca sinceramente una respuesta racional y objetiva; no su
respuesta,
no la que más le guste o le convenga, sino una que se ajuste a
los hechos. ¿Existe lo que busca o es sólo una quimera?
Planteado de otra forma: si alguien tuviera a su disposición
millones de años de tiempo libre, así como la posibilidad
de acceder a todos los datos sobre el mundo que considerara
necesarios,
¿podría llegar a formarse una idea objetiva de
cómo es el mundo si tuviera la voluntad de hacerlo honestamente?
La
objetividad podría reformularse de este modo: si dos personas
hicieran lo mismo, ¿llegarían a la misma
concepción del mundo? o, de no ser así,
¿podría una convencer a la otra de que su
concepción es errónea esgrimiendo argumentos racionales?
Naturalmente, hay que suponer que las dos personas tienen
capacidad
y voluntad de usar la razón. Una persona irracional y una pared
tienen en común que ninguna de las dos tiene uso de
razón, por lo que es igual de inútil tratar de convencer
de algo a una persona irracional como tratar de hacer lo propio
con una
pared. A lo sumo, podemos pensar que, a diferencia de una pared,
una
persona irracional puede acabar entrando en razón, pero ello
sólo podrá lograrse con oportunos argumentos subjetivos,
retóricos, no necesariamente racionales, ya que la racionalidad
de un argumento no es una condición relevante para que sea
aceptado por una persona irracional. Por supuesto, no debe
deducirse de
aquí ninguna clase
de menosprecio hacia las personas que, por voluntad o por falta
de
capacidad, son irracionales. Sólo estamos afirmando que, al
igual que nadie tendría en cuenta la opinión de un
matemático (que no sepa de leyes) cuando se trata de buscar
asesoramiento legal, con todo el respeto del mundo para con los
matemáticos, tampoco tiene sentido tener en cuenta la
opinión de una persona irracional cuando se trata de discutir un
problema racional, con todo el respeto para las personas
irracionales.
Lo que produce la razón cuando se enfrenta honestamente al
mundo es lo que llamamos ciencia.
Aquí empleamos el término en sentido amplio, para recoger
todo saber que aporte información sobre el mundo, lo que no
sólo incluye a la física, la química, la
biología, la psicología, etc., sino también la
historia o la geografía. Que Escipión venció a
Aníbal en Zama es una afirmación tan científica
sobre el
mundo como que las cargas eléctricas del mismo signo se repelen.
Es obvio que la ciencia existe en el sentido de que en
cualquier
librería podemos encontrar libros de física, de
química, etc., pero cabe preguntarse si la ciencia existe en el
sentido de ser lo que acabamos de decir que es. Hay quien lo
cuestiona.
Hay quien piensa que la ciencia es sólo una forma más de
ver el mundo, como el budismo es otra, y que no hay ningún
fundamento objetivo para considerar que una sea mejor que otra.
No hay ninguna forma de justificar a priori que la ciencia es
lo que
hemos dicho que es. A veces hay problemas de los que podemos
asegurar
que tienen solución antes de encontrarla, pero, en muchos casos,
la única forma de demostrar que un problema tiene
solución es encontrarla. Como alguien replicó a los
sofistas griegos: el movimiento se demuestra andando. Así, la
única forma de convencerse de que la ciencia es realmente el
único producto posible de la razón cuando ésta se
enfrenta honestamente al mundo es estudiar la historia de la
ciencia y
comprobar que cada teoría científica se ha generado
honestamente y que, siempre que se ha detectado un paso en
falso, se ha
dado marcha atrás. No vamos a hacer eso aquí, pues
nuestro objetivo es otro, pero afirmamos que cualquiera que
niegue la
legitimidad a la ciencia como único producto posible de la
razón honestamente empleada, es irracional o ignorante
(ignorante de la historia de la ciencia, que es su
legitimación). Lo segundo se puede cambiar, lo primero depende
de cada caso.
Lo que sí vamos a hacer aquí es precisar el sentido en
que venimos empleando una y otra vez la palabra "honestamente".
Para
ello debemos profundizar un
poco en lo que entendemos por racionalidad. En el uso de la
razón podemos distinguir dos clases de procesos: deductivos e
inductivos. Deducir es
pasar
de unos datos o premisas a otros que son consecuencias
necesarias.
Ahora bien, sólo un ser racional tiene la capacidad de
distinguir que deducciones son lógicamente válidas y
cuales no. Por ejemplo, si partimos de la premisa
podemos deducir que si no
hace
calor es porque no es verano, pero no es correcto
deducir que si no es verano
entonces no hace calor.
Si alguien no entiende que esto es así, entonces sencillamente
es irracional, y si alguien pasa de no entenderlo a entenderlo,
entonces ha pasado de ser irracional a ser racional (al menos
durante
un instante), pero no es posible convencer mediante
razonamientos a
alguien que dude de estos hechos. A lo sumo, se le podrán
presentar aclaraciones o versiones equivalentes de estos
argumentos,
pero tarde o temprano la persona en cuestión deberá
meditar sobre ellos (en una forma u otra) y admitir
espontáneamente que uno es válido y el otro no. El
estudio del razonamiento deductivo es lo que se llama lógica. La lógica es
para un ser racional lo que la gramática para un hablante nativo
de un idioma, es decir, es una forma de sistematizar lo que ya
sabe, no
una forma de aprender algo que no sepa ya de antemano.
Es importante hacer aquí una aclaración: La
lógica
permite llevar la sistematización del razonamiento deductivo
hasta el punto de reducirlo, al menos en teoría, a un proceso
puramente mecánico. Esto quiere decir que, en teoría, si
un razonamiento se detalla lo suficiente, podríamos incluso
dárselo a un ordenador para que éste decidiera si es
correcto o no. Quizá el lector haya podido pensar que esto
contradice lo que hemos afirmado un poco más arriba, a saber,
que es imposible explicar la diferencia entre una deducción
lógica y una falacia a alguien que no sepa distinguir ambas
cosas por sí mismo. Ciertamente, es fácil enseñar,
al menos en teoría, a cualquiera (incluso a una máquina)
a distinguir qué deducciones son consideradas lógicamente
válidas por los seres racionales y cuáles no. Lo que no
es posible es convencer a nadie de que los razonamientos que la
lógica formal da por buenos deben ser aceptados por cualquiera
que pretenda ser tenido por racional, mientras que los que la
lógica da por falaces deben ser rechazados. Lewis Carroll se
preguntaba maliciosamente si es ilógico desconfiar de la
lógica, señalando indirectamente lo que aquí
estamos destacando: un ser racional es, en particular, lógico,
luego considerará obviamente ilógico desconfiar de la
lógica y, por consiguiente, confiará en la lógica;
pero la consecuencia a la que hemos llegado es precisamente
nuestra
premisa, por lo que no hemos dicho nada relevante. Igualmente,
un ser
irracional puede desconfiar de la lógica, con lo que se define a
sí mismo como ilógico, lo que no es más que una de
las muchas excentricidades que puede abrazar un ser irracional.
Dejando ya de lado lo que pueda pensar sobre el mundo un ser
ilógico, resulta que la posibilidad de analizar detalladamente
(incluso, en teoría, mecánicamente) los argumentos
lógicos hace que los errores lógicos sean rara vez la
causa de que personas distintas tengan creencias contradictorias
sobre
una misma cuestión. En general, cuando alguien con una
mínima vocación de racionalidad comete un error
lógico, es fácil hacérselo ver para que rectifique.
Las divergencias más significativas entre personas distintas
se deben habitualmente a que la capacidad deductiva por sí sola
no sirve de nada, ya que toda deducción lógica (salvo que
lleve a una identidad lógica, como "ahora está lloviendo, a no ser que
no llueva") requiere
unas premisas, que en principio pueden obtenerse como
consecuencias de
otras premisas, y así sucesivamente, pero tarde o temprano un
razonamiento cuya conclusión no sea trivial requiere partir de
unas premisas no deducibles lógicamente de otras anteriores. El
gran problema de la razón es determinar qué premisas son
aceptables y cuáles no.
Observemos que cualquier problema puede resolverse
rápidamente inventándose la solución. Por ejemplo,
si nos encontramos con una inscripción jeroglífica
antigua que no sabemos interpretar, alguien puede decir
rápidamente: Ahí dice "bienvenidos a la ciudad", y ya ha
encontrado la respuesta (o, mejor dicho, "una respuesta"). El
problema
es que, siguiendo la misma receta, cualquier otro podría haber
"leído" cualquier otra cosa, y así tenemos tantas
respuestas como lectores atrevidos. Mejor dicho, el problema es
que las
"soluciones" de este tipo pueden ser defendidas a ultranza sin
violar
la lógica en ningún momento. Por ejemplo, supongamos que
alguien objeta a nuestro Champollion imaginario que el signo que
él ha traducido alegremente por "ciudad" aparece también
en una estatua que representa a una divinidad, donde no hay
razón para suponer que se haga alusión alguna a la
ciudad. El "descifrador" podría contestar con una
explicación muy simple: el dios en cuestión era
considerado protector de la ciudad, por lo que se empleaba el
mismo
signo para referirse al dios y a la ciudad, de modo que el
contexto
permitía distinguir ambas posibilidades: detrás de
"bienvenidos", el signo ha de traducirse por "ciudad", mientras
que
detrás de otro signo que significa (porque lo supongo yo) "loado
sea",
ha de traducirse por el nombre del dios.
Observemos la estructura de estos "razonamientos": primero el
"descifrador" supone arbitrariamente que un signo significa
"ciudad" y,
cuando se le hace una objeción, la sortea suponiendo que el
signo tiene un doble significado según su posición en el
texto, premisa a partir de la cual deduce lógicamente (sin
comillas) que su interpretación original era correcta. De este
modo, cada nueva objeción puede ser neutralizada con una nueva
premisa arbitraria, y así ad
infinitum. Aunque este ejemplo es especialmente
descarado para
mostrar claramente la esencia del problema, lo cierto es que las
discrepancias entre las distintas concepciones del mundo se
deben casi
en su totalidad a que cada cual adopta incontroladamente las
premisas
que considera oportunas. Por ejemplo, alguien dijo una vez que
Dios
hizo el mundo en seis días y creó escuela, pero
¿por qué seis días precisamente? Algunos
dirán que esto es así porque lo dice la Biblia, con lo
que suponen tácitamente la premisa de que todo lo que dice la
Biblia es verdad. Si les preguntamos por qué suponen que todo lo
que dice la Biblia es verdad dirán que se deduce de que es una
revelación de Dios, si les preguntamos por qué suponen
que la Biblia es una revelación de Dios o por qué suponen
que Dios no revela falsedades introducirán más y
más premisas que irán justificando lógicamente
cada una de sus afirmaciones, y así ad infinitum. Quizá algunos
lleguen a un punto en que se nieguen a dar un paso más y
confiesen que han llegado a un dogma de fe. Esto ya los define
como
irracionales y sus teorías dejan de tener valor para todo aquel
que persiga una teoría racional sobre el mundo. Sin embargo, no
son pocos los que nunca llegan a reconocer un principio en sus
argumentos, sino que siempre son capaces de generar una nueva
premisa
de la que deducir cualquier cosa que se les pida que deduzcan,
de modo
que jamás reniegan explícitamente de su condición
de seres racionales.
En general, cualquier afirmación que se introduzca en una
teoría sin justificación racional es lo que se llama un dogma. Se plantea entonces
el
problema de si es posible justificar racional, pero no
deductivamente,
una afirmación, de tal manera que no pueda ser considerada como
un
dogma y sirva de principio legítimo para deducir
lógicamente consecuencias sobre el mundo. Dicho de otro modo,
¿cualquier concepción del mundo es necesariamente
dogmática y, por tanto, subjetiva, o es posible una
teoría sobre el mundo adogmática y, por tanto, objetiva?
Cada vez que más arriba hablábamos de usos honestos de la
razón nos referíamos a lo que ahora podemos llamar
más propiamente usos "adogmáticos", es decir, a usos de
la
razón que no se apoyan en dogmas explícita o
implícitamente. En estos términos, podemos decir que la
ciencia es el producto necesario de la razón cuando
ésta descarta cualquier dogma.
Conviene observar aquí que hay una clase de afirmaciones que
no proceden de ningún argumento deductivo y que no sólo
podemos, sino que debemos tener en cuenta necesariamente a la
hora de
construir una teoría racional sobre el mundo, y son las afirmaciones empíricas, es
decir, las que proceden directamente de la experiencia. Por
ejemplo, si
me despierto antes de que salga el Sol y constato que éste
aparece cuando mi reloj marca las 6:43 de la mañana, puedo
afirmar que hoy ha amanecido a las 6:43 (de mi reloj). No sé
esto porque lo haya deducido en modo alguno, sino simplemente
porque lo
he experimentado. El mundo es, por definición, lo que conocemos
a través de nuestras experiencias, luego todos los hechos que
experimentamos son, por definición, afirmaciones ciertas sobre
el mundo. Cualquier concepción del mundo que niegue algo que la
experiencia confirma es necesariamente irracional, pues estará
describiendo un mundo imaginario, no el mundo que conocemos.
Ahora bien, las afirmaciones empíricas son demasiado
débiles para que de ellas se pueda deducir nada interesante. Por
ejemplo, sé por experiencia que todos los días hasta
donde alcanza mi memoria ha salido el Sol más o menos a la misma
hora; sin embargo, no hay ninguna experiencia que pueda
asegurarme que
mañana también saldrá el Sol. Una
afirmación como "todos los
días sale el Sol" no es empírica, pues no "cabe"
en ninguna experiencia. Ahora bien, que no sea empírica no
quiere decir que no sea racional. A partir de mis experiencias
que me
confirman que todos los días que recuerdo ha salido el Sol,
puedo, no deducir, sino inducir,
que todos los días sale el Sol.
Hay quienes se apresurarán a señalar que, del hecho de
que haya visto salir el Sol a su hora día tras día, no
tengo derecho a deducir que mañana será igual. Quienes
consideran esto importante se llaman escépticos.
Los escépticos tienen razón: esa deducción no es
lógica, pero precisamente por eso hemos dicho que no se trata de
una deducción, sino de una inducción. Si las inducciones
fueran lógicas, no habría que distinguir entre
deducciones e inducciones.
Como ya hemos indicado, todo razonamiento sobre el mundo que lleve a algo interesante necesitará partir no sólo de premisas empíricas, sino también de premisas generales obtenidas inductivamente a partir de diversos datos empíricos. Por ejemplo, si me paro a observar la hora en que sale el Sol cada día, veré que ésta no es siempre la misma, pero que apenas difiere de un día para otro. Así, si me encuentro haciendo turismo en un lugar paradisíaco donde el amanecer es particularmente hermoso y deseo que mañana mi hijo vea el amanecer que yo he visto hoy a las 6:43 mientras él dormía, la razón me dice que tendré que despertarlo unos minutos antes de esa hora. El razonamiento detallado sería como sigue:
El
Sol sale todos los
días casi a la misma hora. |
(Afirmación
racional
obtenida inductivamente) |
Hoy ha salido a las 6:43. |
(Afirmación
empírica) |
Mañana el Sol
saldrá aproximadamente a las 6:43. |
(Deducción
lógica de las premisas anteriores) |
Mi hijo necesita al menos
diez
minutos para despejarse. |
(Afirmación
racional obtenida inductivamente) |
Si mi hijo quiere ver
amanecer,
tendrá que despertarse sobre las 6:30. |
(Deducción
lógica de las premisas anteriores) |
Así pues, si soy racional, pondré el despertador a las
6:25 para mañana y despertaré a mi hijo a las 6:30,
confiando en que mi hijo estará despejado y listo para ver
amanecer unos minutos antes de que salga el Sol. Si, por el
contrario,
soy escéptico, pasaré la noche en vela con mi hijo, no
vaya a ser que mañana salga el Sol tres o cuatro horas antes de
lo previsto y nos perdamos el amanecer. El escepticismo es,
pues, la
forma más radical de irracionalidad, la que niega la legitimidad
de los razonamientos inductivos y, por consiguiente, la
legitimidad de
cualquier consecuencia no trivial que la razón pretenda extraer
sobre el mundo. En el extremo opuesto está el dogmatismo, que se
permite extraer consecuencias lógicas de las premisas más
dispares. Por ejemplo, un dogmático podría pensar que
sólo podré ver amanecer mañana si ésta es
la voluntad de Dios, contra la que no puedo luchar, con lo cual,
es
inútil poner el despertador a ninguna hora: basta encomendarse a
Dios y confiar en que Él nos despertará a la hora
apropiada si nos juzga dignos a mi hijo y a mí de ver amanecer.
Quizá el lector piense que no estamos siendo justos con el
escéptico, pues hemos eludido hábilmente responder a la
pregunta más corrosiva que puede formularnos: ¿en
qué se fundamenta nuestra seguridad de que mañana
saldrá el Sol aproximadamente a la misma hora que hoy?
La respuesta es que la inducción es la alternativa al todo y
a la nada: o me invento premisas arbitrarias para entender el
mundo
(con lo que todo vale, estoy siendo dogmático y no estoy
entendiendo el mundo, sino mi mundo, original y personal, uno
entre
millones de ellos), o no acepto premisas no empíricas de ninguna
clase (con lo que nada vale, estoy siendo escéptico y tampoco
estoy entendiendo el mundo), o bien admito razonamientos
inductivos
como único medio de relacionar racionalmente los distintos
hechos aislados que me proporciona la experiencia, tales como el
amanecer de hoy y el amanecer de mañana. Si quiero entender
racionalmente el mundo, sólo hay un camino posible, y es el de
inducir leyes generales a partir de experiencias particulares.
¿Lleva esto a alguna parte? Ambulando
soluitur: si seguimos ese camino, llegamos a la ciencia
tal y
como la conocemos. Por consiguiente, podemos conceder al
escéptico que la ciencia no nos dice "el mundo es así", sino
más bien "el mundo es
así (más o menos) o bien no tenemos ni idea de
cómo es el mundo", pero esta apostilla es estéril,
ya que si, por ejemplo, he de elegir a qué hora pongo el
despertador para ver amanecer mañana, tengo 24 x 60 = 1440
opciones distintas, pero sólo puedo elegir una y sólo una
de ellas se distingue objetivamente de las demás: la que la
ciencia predice como correcta. ¿Cuál elegiré? La
que me parezca, por supuesto, pero el hecho incuestionable es
que la
humanidad se divide en dos grandes grupos: la formada por los
seres que
eligen la opción racional y los que eligen cualquier otra. Cada
cual puede elegir en qué grupo quiere estar, pero todas las
consideraciones expuestas aquí van dirigidas exclusivamente a
los integrantes del primer grupo, simplemente porque a los del
segundo
grupo, ni les interesará esto, ni tiene sentido decirles nada.
Podemos decir que el razonamiento inductivo es inherente a la
razón, como condición necesaria para que pueda llevarnos
a alguna parte y, como tal, no puede justificarse racionalmente,
al
igual que sucede con la lógica. Sencillamente, es racional quien
deduce bien y quien induce bien, y no lo es quien falla en lo
uno o en
lo otro. Si la lógica es el análisis de los razonamientos
deductivos válidos, el análogo para los razonamientos
inductivos es el llamado método
científico. Si la lógica nos permite distinguir un
razonamiento válido de otro que aparenta serlo pero no lo es, el
método científico trata de distinguir lo que es una
inducción aceptable a partir de unas experiencias dadas de lo
que no es más que un dogma o, a mayor escala, lo que es una
teoría científica seria y rigurosa de lo que es una mera
invención caprichosa.
No vamos a describir aquí el método científico
igual que no vamos a repasar la lógica. Sí diremos, no
obstante, algo sobre su "espíritu", que en el fondo se puede
resumir en la palabra que ya hemos empleado muchas veces:
honestidad.
Por ejemplo, en los hospitales mueren a diario muchas personas,
y hasta
ahora, nunca se ha registrado en ninguno de ellos el caso de un
muerto
que haya resucitado (no contamos aquí los casos en que se ha
diagnosticado la muerte erróneamente). Esto nos lleva a inducir
que la muerte es un proceso irreversible, es decir, que los muertos no resucitan.
Sin
embargo, a partir de esas mismas experiencias, alguien podría
"inducir" una ley ligeramente distinta: los muertos no resucitan salvo que
sean
hijos de Dios o que un hijo de Dios decida resucitarlos.
Ciertamente, de las dos posibles leyes se deduce el
comportamiento que
los muertos exhiben en los hospitales: no resucitan porque es
imposible
que lo hagan (de acuerdo con la primera ley) o porque no son
hijos de
Dios ni ningún hijo de Dios ha visitado nunca ningún
hospital (si es que partimos de la segunda ley). Sin embargo,
aunque
ambas recojan todas las experiencias
conocidas acerca de los muertos y sean coherentes con ellas, eso
no
significa que ambas sean
inducciones válidas a partir de ellas: la segunda no es
"honesta". Quienes la prefieren a la primera lo hacen porque
creen, y
desean creer, que hace dos mil años un hombre resucitó
muertos y resucitó él mismo, y por ello están
modelando unas leyes que digan que el mundo es como ellos desean
que
sea. El método científico exige justo la actitud
contraria: para inducir legítimamente una ley no basta con que
no se pueda refutar su posibilidad (pues casi todas las leyes
dogmáticas son posibles), sino que hace falta que la ley postule
lo estrictamente imprescindible para entender las experiencias
conocidas. No es necesario postular una excepción a la
irreversibilidad de la muerte para entender el mundo, más
aún, es imposible que alguien pueda proponer dicha
excepción a partir del mero análisis de las experiencias
conocidas. Dicha propuesta sólo puede provenir de alguien
interesado en que su concepción del mundo incluya algo
más que lo que muestra la experiencia y, ese "algo más"
es, por definición, un dogma.
Quizá algunos lectores consideren que estos "argumentos" no
son concluyentes. La verdad es que no son concluyentes porque no
son,
ni pretenden ser, argumentos. Ya hemos observado que no se puede
argumentar lógicamente que es ilógico desconfiar de la
lógica y, más en general, no es posible argumentar
racionalmente que la razón es razonable. Si existieran tales
argumentos, ¿a quién irían destinados?: un ser
racional no necesita ningún argumento para entender qué
es racional y qué no, mientras que un ser irracional no
aceptará ninguna clase de argumento racional al respecto, salvo
que irracionalmente quiera hacerlo, lo cual depende de él, no
del argumento. El ejemplo precedente sobre la resurrección no es
un argumento, sino más bien un "test" de racionalidad: si el
lector considera todo lo dicho como evidente, entonces es
racional,
mientras que si lo considera cuestionable entonces es irracional
y,
aunque, por supuesto, es libre de leer lo que considere
oportuno, nada
de lo dicho aquí va dirigido a él.
Los lectores más maliciosos podrían objetar que decir "la razón es esto, lo tomas o lo dejas, porque no hay nada que razonar sobre ello" es dogmático, pero, precisamente, lo que diferencia al dogmatismo de la racionalidad es la arbitrariedad. Lo que estamos diciendo es que ser racional es no admitir arbitrariedades gratuitas, lo cual es una condición necesaria para que pueda existir una concepción racional objetiva del mundo, ya que las arbitrariedades abren la puerta a millones de mundos subjetivos. En suma, nadie puede abrazar la pretensión de formarse una idea objetiva del mundo y, al mismo tiempo, introducir en ella sus preferencias arbitrarias. Uno ha de elegir entre un mundo objetivo o un mundo personalizado, pero no hay término medio. Si alguien no entiende que no hay término medio está violando la lógica, y si opta por el mundo personalizado está violando la razón en un sentido más amplio.
Similarmente, si el dogmático puede acusar de
dogmático a un ser racional por excluir "dogmáticamente"
los dogmatismos, el escéptico también puede acusarlo de
dogmático por admitir "dogmáticamente" los razonamientos
inductivos, pero ambas acusaciones son falaces, ya que excluir
dogmas y
admitir inducciones son condiciones necesarias para construir la
ciencia. Sin lo uno o sin lo otro, no hay ciencia. Es cierto que
si
alguien se niega a justificar racionalmente sus planteamientos
se le
puede acusar de dogmático, pero esta regla tiene una
única excepción: no se le puede pedir a un ser racional
que justifique racionalmente las condiciones necesarias de
la racionalidad. Ello es imposible, pero no por un defecto o
laguna de
la racionalidad, sino por la naturaleza de la irracionalidad,
inmune,
por definición, a las justificaciones racionales.
Ya hemos indicado más arriba que con esto no pretendemos
afirmar que sea imposible hacer que una persona irracional acabe
entrando en razón, pero, si esto es posible o no, es un problema
que corresponde estudiar a la psicología, pues se trata de
dilucidar qué puede y qué no puede hacer un cerebro
humano. Por otra parte, la ética tendría que decir algo
sobre si es bueno o malo hacer entrar en razón a una persona
que, tal vez, sea más feliz en su irracionalidad. También
conviene insistir en que la irracionalidad es una cuestión de
grado: alguien empecinado en creer que un hombre resucitó hace
dos mil años puede ser absolutamente racional en cualquier
cuestión que no sea ésa.
Debemos matizar que puede ocurrir que alguien crea en la
resurrección de Jesucristo sin que por ello se le pueda
calificar de irracional. Esto sucede si esta persona no es capaz
de
imaginar una explicación alternativa al hecho de que se haya
escrito un libro que ha gozado de tanta aceptación y
credibilidad en el que se relata la resurrección de Jesucristo.
Esto no es irracionalidad, sino desinformación. Se han escrito
muchas páginas falaces encareciendo la exactitud
histórica de la Biblia, la evidencia de sus profecías,
etc., páginas que pueden fácilmente engañar a
muchos seres racionales, que sólo pueden controlar por sí
mismos la lógica de los argumentos, pero no los dogmas o los
falsos hechos insertados en ellos. Refutar tales falacias daría
pie a un libro entero o, teniendo en cuenta su abundancia, a
varios
libros, pero no es ése el propósito de este trabajo.
Por otra parte, esto pone en evidencia un hecho que debemos
tener
presente: la racionalidad o irracionalidad de una teoría es
relativa a la información disponible: una teoría
científica seria, construida a partir de unos datos
empíricos, puede ser desestimada a partir del momento en que se
disponga de nuevos datos, y ésta es una de las
características más importantes del método
científico: un ser racional adapta sus teorías a los
hechos, lo que supone sustituir unas teorías por otras si los
hechos así lo requieren; en cambio, un ser irracional que desee
sostener dogmáticamente una teoría, manipulará los
hechos a su conveniencia para asegurarse de que puede seguir
sosteniéndola a cualquier precio o, a lo sumo, la
modificará en aspectos no esenciales para mantener su
núcleo intacto.
En particular, puesto que cualquier teoría científica
puede ser rechazada en un futuro a la luz de nuevas
experiencias, nadie
sensato puede pretender que la ciencia posee la descripción
última y verdadera del mundo. El concepto de verdad, a este
nivel, se vuelve metafísico e inaccesible. La ciencia, en un
momento dado, es la mejor descripción del mundo que la
razón ha logrado destilar hasta ese momento de las experiencias
disponibles, y esto basta para que pueda ser presentada como lo
que
debe creer sobre el mundo cualquier ser que quiera tenerse a sí
mismo, y ser tenido por los demás, como ser racional.
Índice |
La teoría del conocimiento |