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LA METAFÍSICA

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A lo largo de estas páginas hemos imaginado muchas opciones metafísicas. Esto nunca nos ha alejado de nuestro propósito original, que siempre ha sido el de realizar una crítica de la razón pura, es decir, el de determinar qué podemos afirmar sobre el mundo exclusivamente dentro del marco de comprensión que nos proporciona la razón, y denunciar como dogmático cualquier intento de sobrepasar este marco. Por ello, todas nuestras especulaciones metafísicas han de entenderse con una finalidad puramente negativa, en un sentido que ya hemos explicado varias veces: cualquier afirmación que podamos reconocer como metafísica, es decir, que, aunque admitamos que es racionalmente indemostrable, también hayamos de admitir que es racionalmente irrefutable, nos aporta un argumento racional en virtud del cual podemos asegurar que cualquier otra afirmación que niegue la que estamos considerando será igualmente metafísica, e identificará como dogmático a cualquiera que, pese a ello, se obstine en presentarla como racional.

La doctrina filosófica que, siguiendo esencialmente a Kant, hemos venido defendiendo aquí (sin entrar en ninguna metafísica) se conoce como idealismo trascendental, porque considera que poseemos un conocimiento objetivo de una realidad, si bien, dicha realidad sólo puede ser entendida, dentro de los límites de la razón pura (es decir, sin caer en el dogmatismo), como una teoría formal que eventualmente podría describir (o no) una hipotética realidad trascendente. Así, el mundo es ideal, y es objetivo en el sentido débil de que puedo decir que el mundo que conozco yo es el mismo mundo que conoce cualquier otro ser racional, aunque las porciones concretas que cada uno conozca del mismo no sean exactamente idénticas; sin embargo, el idealismo trascendental no es un idealismo objetivo en el sentido platónico, como lo es el idealismo absoluto. Al contrario, es compatible con una amplia gama de metafísicas:

  1. Podría existir alguna clase de realidad trascendente de la que el mundo ideal que la razón ha construido a partir de la experiencia fuera una descripción fiel. Esto es el realismo trascendental, aunque es más habitual llamar realista a quien cree que podemos asegurar que conocemos la "verdadera realidad", en un sentido que no sabríamos explicar al lector sin que quedara patente nuestra convicción de que es imposible dar un sentido a esta afirmación sin caer en el dogmatismo y estar, por consiguiente, haciendo metafísica. El caso es que, de un modo u otro, (dente lupus, cornu taurus petit) los filósofos realistas tratan de negar que la distinción entre la realidad que conocemos y una hipotética realidad trascendente tenga fundamento alguno.
  2. Si al realismo le añadimos la tesis de que la única realidad trascendente es la realidad física, tenemos el materialismo. Así, un materialista niega que existan almas, dioses, etc.
  3. Podría existir una realidad trascendente que, no obstante, fuera muy diferente del mundo que conocemos, en la cual los seres humanos fuéramos otros seres completamente distintos de lo que creemos ser y estuviéramos conectados a un ordenador que nos hiciera ver el mundo que vemos. En tal caso el mundo exterior a nosotros mismos sería una mera idea, pero no en el sentido absoluto de Platón, sino en el sentido de un contenido mental, en este caso de la "mente" de un ordenador.
  4. Podría existir una realidad trascendente en la que todo el mundo que conocemos, incluidos nosotros, no fuera más que la "mente" de un ordenador, tipo el ordenador de Zeus. En tal caso, el mundo también sería una idea, pero relativa a una mente.
  5. Podría existir una realidad trascendente que consistiera tan sólo en una gran mente, la mente de Dios, de la cual el mundo fuera un contenido. La naturaleza ontológica del mundo sería entonces la misma que en los dos casos anteriores.
  6. Podría no existir nada más que el mundo como teoría ideal absoluta, en el sentido platónico, sin que existiera ninguna mente que pensara en ella (sin perjuicio de que existieran en el mismo sentido otros mundos, otras teorías ideales absolutas). Esta posibilidad es la que hemos llamado idealismo absoluto en la página anterior y es, como vemos, la única extensión metafísica del idealismo trascendental (de las que aquí hemos considerado) que es realmente idealista en el sentido de Platón.

Notemos que tanto el materialismo como el idealismo absoluto pueden presentarse como "metafísicas mínimas", en el sentido de que lo que pretende el materialista, al igual que el idealista absoluto, es negar la existencia de todo lo que no es estrictamente imprescindible para explicar nuestras experiencias. Para el materialista, las leyes de la física existen como propiedades de la materia, mientras que para el idealista absoluto la materia existe como un concepto más de la física (entendiendo aquí "física" en el sentido amplio que hemos venido expresando con el nombre informal de Teoría de Zeus). Sin embargo, el materialismo es burdo, en el sentido de que no es más que una conjunción de tesis dogmáticas arbitrarias, mientras que el idealismo absoluto es una posibilidad sobre la naturaleza trascendental del mundo que tiene numerosas repercusiones, como las que enumeramos a continuación:

  1. La hipótesis ontológica es falsa o, lo que es lo mismo, la ilusión ontológica no sólo es una ilusión en el sentido débil de que no podamos asegurar que nuestra descripción racional del mundo sea la descripción de una posible realidad trascendente que podría existir o no existir, sino en el sentido fuerte de que de hecho no existe tal realidad.
  2. La hipótesis psicológica es falsa o, equivalentemente, que la ilusión psicológica es también una ilusión en el sentido fuerte de que no existen almas. (A fortiori, ya que no existe nada trascendente.)
  3. La hipótesis teológica es falsa. Como es fácil suponer, nos referimos a la hipótesis de que el mundo que conocemos ha de tener necesariamente un creador, un diseñador inteligente. Dicho de otro modo, la ilusión teológica es una ilusión en el mismo sentido fuerte que las dos anteriores. Analizaremos esto con más detalle más abajo, pero debería estar claro que si la realidad del mundo es la realidad descrita por una teoría matemática, como los números son la "realidad" descrita por la aritmética, entonces nadie puede haber creado el mundo, del mismo modo que nadie puede haber creado la aritmética. Ningún dios, por omnipotente que sea, puede cambiar que 2 + 2 = 4, como tampoco podría cambiar las leyes de la física. Podría haber una mente que pudiera abarcar el mundo en su totalidad (todos los cálculos del ordenador de Zeus, ya realizados, que son un número finito) como una mente humana puede abarcar, no toda la aritmética, porque es infinita, pero sí una teoría aritmética finita, como la del cuerpo de cuatro elementos. Ahora bien, eso convertiría a dicha mente en un observador externo del mundo, pero no en su creador, ni le daría opción a intervenir en él.
  4. Las leyes físicas son inviolables, del mismo modo que lo son las leyes de la aritmética, porque la existencia del mundo no consiste ni más ni menos que en que pueda ser determinado completa y objetivamente por dichas leyes. En particular, queda respondida la pregunta que formulábamos en la página 14 sobre cómo es posible que la naturaleza siga patrones matemáticos sencillos. En principio podríamos pensar que, al poner fuera de juego al ordenador de Zeus y quedarnos sólo con su teoría, hemos desprovisto a la canica que arrojábamos allí de la forma de saber dónde tiene que ponerse en cada momento, pero no es así. Por ejemplo, puede demostrarse que la densidad de números primos hasta un número natural n es asintóticamente igual al inverso del logaritmo de n, pero a nadie le extraña que los números primos sepan "dónde colocarse" en la sucesión de los números naturales para que su distribución respete dicha ley. La canica está en cada momento donde tiene que estar por el mismo motivo que en la sucesión de los números naturales aparece un primo exactamente cuando tiene que aparecer, y las posiciones de la canica en función del tiempo siguen una pauta regular por la misma razón que la distribución de los primos sigue otra igual de inmutable. Ambos hechos forman parte de las teorías respectivas. Algo sólo puede merecer el calificativo de "sorprendente" si podemos concebir que no suceda, y, si el mundo es el objeto de una teoría matemática que determina cómo ha de comportarse el mundo, es inconcebible que una canica no se comporte como la teoría dice que ha de comportarse, luego el hecho no tiene nada de sorprendente.
  5. El idealismo coincide con el realismo. Admitiendo las tesis del idealismo absoluto, las diferencias entre el realismo y el idealismo trascendental desaparecen: la realidad que conocemos no es de ningún modo un contenido mental de ningún sujeto en particular (la Teoría de Zeus no cabe en ninguna mente, ni podría ser abarcada por el conjunto de todas las mentes de toda la historia), sino que es una realidad independiente de cada sujeto (salvo por el hecho, que reconocerán tanto los realistas como los idealistas, de que el sujeto forma parte de esa realidad, que es una teoría matemática que tiene algo de fractal, es decir, de autorreplicante, ya que reproduce partes de sí misma en partes de sí misma: en efecto, una descripción formal del estado de un cerebro, que es una parte de la Teoría de Zeus, en la medida en que refleje el conocimiento racional del mundo que tenga ese cerebro, coincidirá, al menos aproximadamente, con una parte de la Teoría de Zeus). Antes hemos dicho que la hipótesis ontológica es falsa, pero, desde otro punto de vista, podemos decir que es verdadera. (Esta aparente contradicción se debe a que el concepto de "realidad trascendente" no puede dejar de tener cierto grado de ambigüedad, debido a su carácter metafísico.) En efecto, la Teoría de Zeus, puramente formal, puede considerarse también como una realidad trascendente, en cuyo caso lo que conocemos, en el sentido del idealismo trascendental, es (una parte de) la realidad, tal y como, de un modo u otro, pretenden los filósofos realistas. El conocimiento resulta ser trascendente en el sentido de que, a priori, no queda nada fuera de su alcance (otra cosa es que, a posteriori, no puedo saber el día exacto en que nació un dinosaurio del que sólo puedo estudiar su esqueleto, ni si la mosca que veo ahora es la misma que vi hace cinco minutos o bien es otra distinta, preguntas a las que la Teoría de Zeus da respuesta). Destacamos esta conclusión en el punto siguiente:
  6. La única afirmación metafísica cierta es que toda posible metafísica es falsa. El idealismo absoluto es una metafísica completa, en el sentido de que no deja preguntas abiertas, porque no deja nada en absoluto por lo que preguntar: tal y como acabamos de explicar, no hay nada que quede a priori fuera del alcance de nuestro conocimiento. No queda ninguna duda sobre la realidad trascendente porque, o bien entendemos que no hay realidad trascendente, o bien entendemos (sin dejar de decir lo mismo) que la realidad trascendente es la realidad que conocemos; no queda ninguna duda sobre las almas porque no hay almas; no queda ninguna duda sobre dioses porque no hay dioses (a lo sumo podría haber observadores); podemos explicar por qué, como decía Galileo, las matemáticas son el lenguaje de la naturaleza (porque las teorías matemáticas existen, esto no es metafísica, y no existe nada que no sea una teoría matemática: no hay metafísica); podemos responder a la pregunta de por qué hay algo en vez de nada (porque, desde el momento en que el mundo puede existir, como teoría coherente y autosuficiente, lo que no puede es no existir, no hay nada metafísico que el mundo necesite para existir), etc.

Como consecuencia, el idealismo absoluto nos permite refutar incluso el manido "algo habrá, aunque no podamos saber qué". En efecto, alguien podría pensar que, aunque no podamos asegurar nada sobre una hipotética realidad trascendente, tiene que haber algo, incognoscible, que explique el mundo que conocemos. Por lo tanto, especular sobre distintas opciones metafísicas que podrían explicar el mundo más allá de la descripción formal que proporciona la ciencia, no es baldío, sino que, aunque no pueda proporcionarnos un conocimiento seguro sobre qué hay "ahí fuera", al menos nos da una idea sobre qué posibilidades hay. En suma, alguien podría pensar que la afirmación "ha de haber algo metafísico" no es metafísica, mientras que la existencia del idealismo absoluto como teoría metafísica prueba que incluso esta aparentemente modesta afirmación, "algo habrá", es metafísica.

De este modo, la metafísica queda completamente contra las cuerdas, y se muestra como absolutamente estéril, al menos desde el punto de vista teórico: por si la absoluta falta de fundamento que caracteriza, por definición, a cualquier especulación metafísica no fuera suficiente para disuadirnos de perder el tiempo con ella, ahora podemos añadir que la mera creencia de que ha de haber alguna metafísica, aunque no sepamos cuál, tampoco tiene ningún fundamento teórico. No es aquí el lugar para entrar en las posibilidades prácticas de fundamentar alguna metafísica (como fuente de esperanza de sobrevivir a la muerte, o de que los buenos serán premiados y los malos castigados, etc.), aunque no podemos dejar de apuntar que la tarea de sustentar una afirmación teórica (como si existen almas o dioses) a partir de intereses prácticos (no quiero morirme, no quiero que quienes me hacen daño queden impunes, quiero que algo dé un sentido prefabricado a mi vida que me exima de construírmelo yo, etc.) no parece más viable que conseguir un premio millonario en la lotería a base de endeudarse al máximo para necesitarlo más que nadie.

Dedicamos el resto de la página a particularizar las conclusiones generales que acabamos de exponer al caso de la ilusión teológica, es decir, a la cuestión de la existencia de dioses. Kant afirmó que sólo hay esencialmente tres argumentos racionales que podrían justificar a priori la existencia de Dios, es decir, que podrían hacer que la existencia de Dios pudiera ser aceptada racional y no dogmáticamente, en caso de que alguno de tales argumentos fuera concluyente. Los intentos de Kant por ser exhaustivo suelen ser bastante temerarios, pero, en este caso, no parece que nadie haya aportado nunca un argumento distinto de los que él analizó. El primero es el argumento ontológico, propuesto originalmente por san Anselmo de Canterbury. Kant da una muestra ejemplar de la minuciosidad alemana al armarse de paciencia para escribir unas páginas que lo refuten, ya que se trata de un mero juego de palabras al más puro estilo de los sofistas griegos, que puede despacharse con igual elegancia y no menos eficacia sin más que pasarlo por alto (que es lo que haremos aquí). Si el lector tiene curiosidad, puede consultar mi página de historia. De todos modos, hay que señalar que el argumento ontológico aporta un indicio indirecto de la existencia de Dios, ya que el hecho de que fuera aceptado por filósofos de la talla de Leibniz apenas puede explicarse si no es interpretándolo como un milagro divino.

El segundo argumento es el que Kant llama el argumento cosmológico, que podemos remontar a santo Tomás de Aquino, y que, desprovisto de palabrería y de las carencias científicas de la época, viene a decir que el mundo ha de tener una causa, y que dicha causa ha de ser externa a él. En esta categoría habría que incluir el argumento en que se basa Descartes para asegurar la existencia de Dios, aunque en su caso lo de "cosmológico" le quede grande, ya que Descartes parte de que su propia existencia (no el universo, del que todavía no se fía de que exista) necesita una causa, pero, a efectos de nuestro análisis, es lo mismo. Por completar la ontología cartesiana, de la que expusimos una parte en la página 11, diremos que Descartes concluyó la existencia de una tercera clase de sustancia, la res infinita, de la que está formado Dios.

Por último nos queda el argumento físico, basado en el supuesto de que un mundo tan "bien hecho" necesita sin duda de una inteligencia que lo haya diseñado. Éstos serían los argumentos racionales teóricos a priori; luego hablaremos de los posibles argumentos a posteriori (empíricos), como "Dios existe porque lo dice la Biblia" o "Dios existe porque me habla todos los días", etc. No entraremos aquí en presuntos argumentos de carácter práctico, como "Dios ha de existir porque, si no, yo sería un gusano insignificante", etc.

Obviamente, nuestro propósito es demostrar (si no lo hemos hecho ya) que ninguno de estos argumentos es concluyente, por lo que la aparente necesidad de la existencia de un creador del mundo es la tercera ilusión trascendental, la que hemos llamado ilusión teológica. Equivalentemente, la hipótesis teológica (el supuesto de que exista un dios creador del mundo) es puramente metafísica, en el sentido de que cualquier indicio presuntamente racional de que tenga que ser cierta no es realmente racional ni es un indicio de nada.

En primer lugar, conviene observar que, aunque fueran válidos, los dos argumentos anteriores combinados solo permitirían asegurar que existe algo trascendente que es inteligente y que ha creado el mundo haciendo uso de dicha inteligencia, a la vez que de un cierto poder de creación; ahora bien, nada impediría que ese dios necesario fuera un escolar trascendente de ocho años y que el mundo fuera su trabajo de ciencias, que ha hecho con esmero y dedicación para lograr una buena nota, pero que ha dejado de importarle en cuanto la ha conseguido.

Ante el argumento cosmológico, otra observación que no está de más destacar, pese a su evidencia, es que presentar a Dios como causa necesaria para la existencia del mundo y, a la vez, aceptar que Dios no necesita una causa para existir, no parece una solución muy garbosa del presunto problema, pues sugiere que en la relación Dios-mundo que se pretende establecer hay algo que no aporta nada, así como que ese algo no es el mundo.

Un teólogo racional podría responder que nuestro conocimiento del mundo nos permite afirmar que el mundo necesita una causa, mientras que esto no tiene por qué ser válido para Dios. Esto ya es más fino, pero se puede mejorar: es un error conceptual tratar al mundo como si fuera un objeto del mundo. Por poner un ejemplo trivial: podemos afirmar que cualquier objeto (al menos, cualquier objeto macroscópico) ha de ocupar una posición definida en el espacio y, sin embargo, no tiene sentido afirmar que el mundo mismo ocupa una posición en el espacio. A lo sumo, podría ocupar una posición en otro espacio trascendente, pero no en el espacio (racional) del mundo, que es una de sus características. Por ejemplo, podría haber un dios que hubiera creado dos mundos totalmente disconexos, de modo que no tuviera sentido decir que uno está al lado del otro o encima del otro, etc. Por el mismo motivo, no es lo mismo afirmar que todo suceso en el mundo necesita una causa (lo cual, por otra parte, dicho sea de paso, es negado en ciertos casos por la mecánica cuántica) que afirmar que el mundo necesita una causa. Si el teólogo racional considera ingenuo teorizar sobre si Dios necesita o no una causa, debe plantearse que no menos ingenuo es afirmar irreflexivamente que el mundo necesita una causa.

A este respecto, ya señalamos en la página 14 que, en cualquier caso, sería absurdo entender esta causa como un origen del mundo en el tiempo. Lo que podría discutirse es si la existencia del mundo, con su espacio, con su tiempo, con su energía, etc., requiere o no una causa. Esto, naturalmente, nos lleva a especular sobre qué podría ser el mundo, cosa que ya hemos hecho. Ahora podemos apreciar de nuevo la diferencia entre una metafísica tosca como es la que propone el materialismo y una metafísica fina como el idealismo absoluto. El materialismo se limita a afirmar dogmáticamente que existe la materia y, más dogmáticamente aún, que no existe nada más, con lo que su respuesta a si la materia necesita de alguien que la haya creado es un simple "no, porque no", que deja abierta la puerta a que un teólogo racional afirme que el materialismo es absurdo, ya que no da cuenta seriamente de una objeción racional, a saber, por qué la materia no necesita una causa.

Por el contrario, si el mundo fuera una teoría matemática, como propone el idealismo absoluto, y no hay razón que nos asegure que no lo es, entonces, no sólo no necesitaría, sino que ni siquiera podría tener un creador. A lo sumo, podría tener uno o muchos observadores trascendentes (mentes que conocieran la teoría), pero que no podrían alterarla igual que un matemático no puede alterar la aritmética o la geometría. En suma, al contrario de lo que sucede con el materialismo, la negación de la hipótesis teológica no es un añadido arbitrario, sino una consecuencia de la tesis central del idealismo absoluto: la naturaleza de la realidad podría ser tal que fuera absurdo que pudiera tener una causa. Más concisamente: la posibilidad del idealismo absoluto como teoría metafísica demuestra que Dios podría no poder existir, de modo que una pregunta previa a ¿existe Dios? sería ¿puede existir Dios (como creador del mundo)?, y la respuesta es que tal vez sí y tal vez no, dependiendo de lo que sea el mundo. Esto refuta tanto al argumento cosmológico como al argumento físico. De todos modos, vamos a añadir algo sobre el segundo:

Supongamos, dentro de la libertad pantanosa de la metafísica, que fueran concebibles distintas "Teorías de Zeus", tal vez sin más que alterar parámetros iniciales en una de ellas, en el mismo sentido que podemos tener distintas geometrías alterando el número de dimensiones, o la curvatura del espacio, etc. Supongamos que, de entre todas esas teorías, sólo unas pocas, o tal vez sólo una entre millones de ellas, es capaz de determinar un mundo en el que todo "funcione bien" y surjan seres vivos y seres conscientes, mientras que las otras dan lugar a universos pobres, en los que la materia es incapaz de formar átomos y moléculas estables y no son más que desiertos de polvo. Aun así, es absurdo pensar que tiene que haber un ser inteligente que haya seleccionado "la correcta" entre todas ellas, porque todas ellas serían igualmente reales, unas más aburridas que otras, pero todas reales. De hecho, una teoría estéril en este sentido sería la aritmética, donde no hay personas, ni animales, ni estrellas. Sólo determina números, pero ahí está. Así pues, la alternativa metafísica que estamos enfrentando a la existencia de un dios creador, no requiere de ningún modo que la existencia del mundo deba ser atribuida a un azar increíble. La realidad no se ha "sorteado" entre todas las realidades posibles, sino que afirmamos que todas las realidades posibles son igualmente reales. Lo único cierto es que Zeus tendría que ser un niño muy inteligente para haber encontrado la teoría correcta para programar su ordenador con ella y conseguir un mundo que mereciera la aprobación de su maestro, pero, con ello, Zeus no habría creado el mundo, sino que únicamente lo habría encontrado, igual que los físicos de nuestro planeta han de ser muy inteligentes para encontrar la teoría correcta que describa, si no la totalidad del mundo, sí sus leyes generales, aunque al descubrir esa teoría están encontrándola, no creándola.

En resumen, afirmamos que una posible respuesta a la pregunta ¿por qué hay algo en vez de nada? es que hay algo porque podría ser inconcebible que no hubiera nada, igual que es inconcebible que no exista la aritmética o la geometría de 815 dimensiones (por poner un ejemplo que no tenga, hasta donde hoy sabemos, ninguna vinculación directa con el mundo). Según esta posibilidad, aunque existiera un dios omnipotente y omnisciente, lo máximo que podría hacer sería conocer el mundo, pero no crearlo ni modificarlo.

En otras palabras, afirmamos que la existencia del mundo podría ser equivalente a la mera posibilidad de su existencia, es decir, a su existencia como teoría matemática que lo describa. Nuevamente hemos de recordar que no podemos aplicar al mundo hechos que, en principio, son válidos para objetos en el mundo. Por ejemplo, es evidente que si un ingeniero diseña un nuevo modelo de coche, en el sentido de que dibuja unos planos que lo determinan completamente, esto no es lo mismo que tener ya construido un prototipo. Menos aún podemos decir que el coche existía ya antes de que el ingeniero hubiera terminado su diseño debido a que existía como idea, pero esto es debido a que las leyes de la física implican que, para que en el mundo pueda encontrarse un coche, han tenido que pasar muchas cosas además de que alguien haya diseñado sus planos, a saber, que alguien haya reunido unos materiales y los haya combinado según lo exigen los planos; ahora bien, ¿que materiales hacen falta para construir un mundo?, ¿qué piezas hay que ensamblar? Con esto volvemos al argumento dado en la página anterior: Podemos asegurar que, para que existiera el mundo descrito por una Teoría de Zeus de tal manera que pudiéramos afirmar con pleno sentido que contiene observadores conscientes como nosotros, bastaría programar dicha Teoría de Zeus en un ordenador, con lo que tendríamos un Supermatrix, pero también hemos visto que la necesidad de dicho ordenador es cuestionable, y eso nos devuelve a donde estábamos: no hay razón para suponer que la existencia del mundo requiera algo más que la posibilidad de que exista. No negamos que podría hacer falta algo más. Sólo afirmamos que no hay la más mínima evidencia de que se necesitara algo más. Un mundo no es un coche.

Lo que vamos a discutir seguidamente ya no tiene relación con ninguna ilusión trascendental sino, más bien, con errores trascendentales. La diferencia entre una ilusión y un error es que la primera está motivada por el entorno, mientras que el segundo es atribuible únicamente al sujeto. Por ejemplo, cuando creemos que un palo está quebrado porque está parcialmente sumergido en el agua cometemos un error, pero un error inducido por el efecto de la refracción, que es algo externo a nosotros, por eso hablamos de una ilusión (empírica); en cambio, si confundimos el vinagre con el aceite al aliñar la ensalada es simplemente porque nos hemos equivocado. El vinagre no ha hecho nada para inducir nuestro error.

Los errores trascendentales que pueden llevar a alguien a creerse legitimado empíricamente para afirmar la existencia de un dios (o de varios, ya puestos), son innumerables, pero podríamos clasificarlos como sigue:

El misticismo es claramente un error trascendental: Imaginemos que tengo una determinada intuición a la que puedo llamar "dolor abdominal". A partir de la intuición en sí sólo estoy legitimado a formular juicios que la describan con más o menos detalle: cómo es de intenso el dolor, en qué zona concreta se localiza, etc. Yendo un poco más lejos, puedo tratar de teorizar sobre su comportamiento: en qué momentos aparece y en cuáles desaparece, cuándo es más intenso, etc. Puedo tratar de establecer conjeturas sobre si tiende a aparecer después de realizar un esfuerzo físico, o después de las comidas, etc. Pero cualquier intento de encontrar la causa de dicho dolor (lo que supone considerarlo como fenómeno, y no como mera intuición), exigirá la aplicación del método científico, lo cual en la práctica consistirá en acudir al médico, aunque en teoría esto no es más que relacionar racionalmente mi experiencia con otras similares en otros pacientes y los análisis y los tratamientos a los que éstos fueron sometidos y la forma en que respondieron a ellos. (En realidad, la relación se efectúa de forma indirecta: el médico no comparará, de hecho, mi caso con otros similares, sino que me aplicará una teoría fundamentada racionalmente en experiencias previas.) Sólo entonces estaré en condiciones de saber si mi dolor abdominal corresponde a una úlcera, a una hernia, a una contusión, etc. Sería irracional que alguien tuviera por primera vez un dolor abdominal y, sin conocimiento alguno de medicina, concluyera a priori que se trata de lo uno o lo otro.

Similarmente, si alguien tiene cualquier otra clase de intuición, podrá llamarla Dios, si así lo quiere, pero entonces sólo estará legitimado a usar Dios como concepto intuitivo, es decir, Dios sería, por definición, "esa intuición que tengo". Nuevamente, tendría que ser un médico (en particular, tal vez un psicólogo) el que diagnosticara qué es esa intuición como fenómeno. Afirmar a priori que es Dios en el sentido de un ser trascendente que me está afectando, es tan irracional como autodiagnosticarse una úlcera sin ser médico. Y aquí es crucial comprender que no es legítimo afirmar que, como mínimo, la posibilidad de que sea Dios en ese sentido no es descartable a priori (como no lo es la úlcera). Sería así si no hubiera explicaciones posibles acordes con los principios generales de la ciencia, ya que estos principios establecen que el mundo evoluciona siguiendo las leyes de la física y, si un ser trascendente me hablara, dichas leyes estarían siendo violadas a uno u otro nivel. Más concretamente, cabría la posibilidad de que, mejor que Dios, dicha intuición pudiera ser llamada "la madre de Norman Bates", ya que podría interpretarse racionalmente como una forma atenuada de lo que en casos más agudos se considera una esquizofrenia, aunque, desde luego, sin que normalmente pudiera calificarse de patológica. Más claramente, no hay razón para negar que alguien pueda sentir algo que interprete como Dios, pero sí para negar que su interpretación sea correcta (racional), ya que existen otras interpretaciones posibles, como que su intuición esté generada por su propia mente, con la diferencia de que estas interpretaciones alternativas son coherentes con la ciencia (son racionales) y la interpretación mística no lo es. (Quizá veamos más claramente esto último si pensamos en la posibilidad de que un ordenador consciente hablara interiormente con Dios: esto exigiría que su estado interno se viera modificado de una forma que no pudiera explicarse en términos de las entradas de datos ni del programa que las gestiona, lo cual es absurdo, y lo mismo vale para un cerebro.)

Una vez un mormón me dio el "argumento" siguiente: Yo sé que lo que siento es Dios, porque Dios es omnipotente y, en particular, puede hacer que, al hablar conmigo, yo sepa sin lugar a dudas que es Él quien me habla. Es una interesante versión empírica del argumento de san Anselmo, en esencia equivalente al "argumento" de Smullyan: Dios ha de existir, porque no iba a ser tan malo como para hacerme creer que existe si en realidad no existiera.

En resumen: las experiencias místicas no prueban la existencia de Dios. Ni siquiera pueden considerarse indicios, ya que la psicología puede dar cuenta de ellas perfectamente sin recurrir a intervenciones divinas.

Los errores generados por experiencias ajenas pueden variar en un abanico que va desde los errores místicos aceptados por personas distintas a quienes experimentan la intuición interpretada (de buena fe) dogmáticamente, los meros engaños, las historias deformadas por el boca a boca, hasta la aceptación irracional de mitos antiguos, pasando por toda clase de tergiversaciones de la historia. Insistimos en que, por ejemplo, no es racional considerar como dos posibilidades en igualdad de condiciones que un hombre resucitara hace dos mil años o que se perdiera el rastro de su cadáver de una forma u otra. Hay muchas formas racionales de explicar cómo podría haberse perdido ese cadáver, mientras que cualquier intento de "explicar" cómo pudo resucitar ese hombre será necesariamente irracional, pues la razón está legitimada a concluir, a partir de las experiencias disponibles, que los hombres, una vez muertos, no resucitan. Elegir la versión irracional antes que cualquiera de las versiones racionales posibles es simplemente dogmático: tal y como ya hemos explicado, es inventarse la solución del problema en lugar de buscarla. Remito al lector a mi página de historia si quiere contrastar una posibilidad racional frente a los mitos aceptados por las religiones más comunes.

También sería prolijo enumerar las falacias de todas clases que han llegado a mostrarse como pruebas o indicios de la existencia de dioses, debido a que, presuntamente, el mundo no podría ser como lo conocemos si no estuviera sometido más que a las leyes de la física. Consideremos, no obstante, algunas de ellas:

Es frecuente oír que el hombre, e incluso todos los seres vivos o la naturaleza en general, necesita un creador inteligente, ya que es absurdo aceptar que tanta perfección haya surgido por casualidad. Esto no es exactamente el argumento físico, pues en él se argumenta que la física misma ha debido ser diseñada inteligentemente, mientras que ahora se pretende argumentar que la física en sí no basta para explicar el estado del mundo, sino que es necesario suponer intervenciones milagrosas específicas que hayan creado a los animales y otros prodigios naturales, especialmente al hombre. Más claramente, el argumento es que, del mismo modo que si vemos un televisor damos por hecho que no ha surgido de forma natural, sino que alguien inteligente ha tenido que diseñarlo y construirlo, por el mismo motivo, al ver a los seres humanos, hemos de concluir que alguien inteligente ha tenido que diseñarlos y construirlos.

Imaginemos que ponemos ante un niño una tabla de madera con una cavidad circular, así como varias piezas de formas distintas: una cuadrada, otra triangular, otra en forma de estrella, otra en forma de rombo y otra circular. Supongamos que pedimos al niño que haga encajar una de las piezas en la tabla, el niño las mira todas, elige la circular y la hace encajar. Eso se llama inteligencia. Ha estudiado el problema, ha comprendido que el factor relevante era la forma de la pieza, y ha tomado la pieza con la forma adecuada. Supongamos ahora que logramos explicar a un chimpancé lo necesario para que trate de resolver el mismo problema, el chimpancé coge por casualidad la pieza circular y la encaja también. Eso es casualidad. Ahora bien, supongamos que el chimpancé coge la primera pieza que ve, digamos la cuadrada, intenta encajarla durante un rato y, cuando se cansa, la tira; luego coge otra y hace lo mismo, así hasta que llega a tomar la circular y logra encajarla. Eso, ni es inteligencia, ni es casualidad, es perseverancia. Funciona tan bien (o incluso mejor) que la inteligencia, siempre que se disponga de tiempo suficiente.

La inteligencia es una forma de resolver rápidamente un problema. En muchos casos, ciertas respuestas no podrían encontrarse en un tiempo razonable si no se buscaran inteligentemente, y ello nos lleva a abusar del lenguaje y llamar inteligentes, no ya a los seres que las encuentran, sino también a las respuestas en sí. Por ejemplo, consideremos el soneto siguiente:

Hermosura perfecta no consiste
en dar diversas formas al cabello,
perlas a las orejas, y oro al cuello,
ni en la ropa costosa que se viste;
En traje rico o pobre, alegre o triste,
es uno mismo siempre un rostro bello,
que, en oro o plomo, siempre deja el sello
la forma que grabada en él asiste;
mas esto pocas veces lo concede
Naturaleza, avara con el mundo,
en el cual siempre es raro lo perfecto;
Yo, por mi mal, lo he visto, y sé que puede,
con el traje primero o el segundo,
vuestra hermosura hacer igual efecto.

Cualquiera que lo vea reconoce en él el producto de una inteligencia, en el sentido de que es impensable que esta composición haya podido surgir por casualidad al apretar al azar las teclas de una máquina de escribir; al contrario, está claro que ha tenido que ser compuesto por alguien con un buen conocimiento del castellano y una intención muy concreta. Ciertamente es así, ya que este soneto fue compuesto por Lupercio Leonardo de Argensola, pero no podemos decir que es absurdo plantearse la posibilidad de que hubiera surgido de otra manera.

En efecto, observemos que ninguno de los versos del soneto tiene más de cincuenta caracteres, contando como tales a los espacios en blanco y a los signos de puntuación. Imaginemos que programamos a un ordenador para que vaya enumerando sistemáticamente todas las formas posibles de escribir catorce líneas seguidas de un máximo de cincuenta caracteres. En función del criterio que se elija para ordenar todas las posibilidades, el primer "soneto" que construyera el ordenador bien podría ser éste:

Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

El segundo podría ser igual, salvo que la primera "a" sería una "b", y así sucesivamente. En tal caso, el "soneto" número 817.978.655.262 sería así:

Hermosuraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
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Suponiendo que el ordenador "compusiera" mil sonetos por segundo, habría tardado casi veintiséis años en llegar a este resultado, pero, esperando el tiempo suficiente, aparecería el soneto de Argensola, junto con todos los sonetos de Lope, de Quevedo, de Góngora, de Shakespeare, de Petrarca, etc., y todo ello sin que el ordenador (ni su programador) invirtiera un ápice de inteligencia en el proceso. Ahora bien, para componer todos los sonetos posibles, el ordenador necesitaría más de 101000 años, mientras que la edad estimada del universo es menor que 1011 años. Por eso decimos que el soneto es inteligente. Pero, entre el uso de la inteligencia y la enumeración exhaustiva, hay procesos intermedios que, sin requerir inteligencia, reducen el tiempo necesario para producir algo de apariencia inteligente hasta valores, todavía grandes para la escala humana, pero aceptables para la escala cósmica. La ciencia ha llegado a conocer con cierto detalle dichos procesos, y a mostrar que no requieren ninguna ayuda divina. Negarlo es, simplemente, renegar de la razón y construirse un mundo mítico en el que vivir. No vamos a entrar en ello más a fondo porque estas páginas no están dedicadas a la física o la biología. Digamos únicamente como conclusión que la apariencia de inteligencia en la naturaleza es análoga a la apariencia de inteligencia (ficticia) que muestran los ordenadores cuando juegan al ajedrez, que en realidad no hacen nada más que enumerar muchas jugadas posibles, junto con posibles respuestas del adversario, y posibles respuestas a éstas, etc., y evaluar la conveniencia de cada una de las posibilidades según unos criterios determinados.

Otra falacia estadística frecuente es la de quien dice: mi hijo se estaba muriendo de cáncer, pero yo recé fervorosamente y se curó, luego mi oración surtió efecto, luego Dios existe y me escucha. Se trata de una versión empírica de la misma falacia que origina la ilusión psicológica: creemos ver algo de más cuando en realidad estamos viendo algo de menos. Quien "razona" así no está viendo todos los casos de enfermos de cáncer por los que alguien ha rezado fervorosamente y, pese a ello, han muerto, así como aquellos por los que nadie ha rezado y se han curado igualmente. Si los millones de personas de todo el mundo que tienen un problema grave rezaran fervorosamente a Hitler pidiéndole una solución, no tardarían en surgir testimonios más que suficientes para que la Iglesia Católica añadiera un san Adolfo a su santoral.

Las presuntas profecías de la Biblia se basan en falacias de todo tipo: textos que "profetizan el pasado", pero que se han hecho pasar por más antiguos para que parezca que profetizan el futuro; textos ambiguos interpretados libremente para adaptarlos con calzador a unos hechos futuros, etc. Entre las falacias estadísticas más descaradas está una atribuida al propio Jesús: la forma de distinguir los profetas auténticos de los falsos es viendo si se cumplen o no sus profecías. Así, en cualquier pueblo lleno de iluminados que se dedican ha profetizar todo lo profetizable, contradiciéndose mutuamente, seguro que encontraremos muchos "verdaderos profetas". Si reunimos en un libro sus profecías y descartamos las demás, nos encontramos con un libro profético. En los meses anteriores al nacimiento de la infanta doña Leonor, media España tuvo el don profético de adivinar que iba a ser niña, mientras que hubo otra media España de "falsos profetas" que dijeron que iba a ser niño.

En fin, es inútil extenderse en este tema porque el lector racional se aburrirá y el lector irracional no dejará de serlo (de ser irracional, claro, de ser lector de estas páginas, lo extraño sería que no lo hubiera dejado de ser ya hace mucho).

El idealismo absoluto

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La razón práctica y el libre albedrío