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EL IMPERIO FRANCO
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En la última década del siglo VIII los pueblos escandinavos se lanzaron sobre las islas británicas. En la Europa cristiana, los piratas del norte iban a ser conocidos simplemente como nórdicos, pero ellos se llamaban a sí mismos vikingos (guerreros). No se sabe su procedencia exacta. Al margen de pequeñas incursiones aisladas, su primer paso fue tomar algunas islas del norte y usarlas como base para efectuar desembarcos en territorios pictos o escotos.

El emir de Al-Ándalus Hisam I había apaciguado relativamente a sus nobles y estuvo en condiciones de atacar al reino de Asturias. En 791 envió dos expediciones. Una remontó el Ebro tras haber sometido una revuelta en Zaragoza y llegó hasta Álava. La segunda devastó Galicia y, de regreso, derrotó al ejército de Vermudo I. Tras esta derrota, el rey decidió abdicar en su sobrino Alfonso II, el que ya había sido elegido rey años atrás pero había sido derrocado por Mauregato. Nunca se casó, por lo que fue recordado como Alfonso II el Casto. Instaló la corte en la ciudad de Oviedo, fundada unos años antes por el rey Fruela.

En 792 el emperador Constantino VI hizo volver del destierro a su madre Irene. Posiblemente la decisión se debió a que Irene era su madre y la quería, pero lo cierto fue que Irene no quería a su hijo, e inmediatamente empezó a conspirar contra él. En 793 el emperador tuvo que hacer frente a una revuelta de los que habían sido partidarios suyos. La represión fue encarnizada, con lo que se ganó más enemigos.

Hisam I envió una expedición contra los francos que llegó hasta Narbona, donde fue detenido por el conde Guillermo de Tolosa, nieto por parte de madre de Carlos Martel. Probablemente, la incursión mora fue una respuesta al hecho de que el reino franco había aceptado las peticiones de protección de varias ciudades, como Gerona, que habían escapado así al dominio moro.

Carlomagno estaba proyectando una expedición contra los ávaros, situados entre las fronteras orientales de Germania y el Imperio Búlgaro. Los ávaros tenían sometida a la población eslava, pero los eslavos estaban empezando a rebelarse contra sus debilitados amos. Por ello es probable que Carlomagno hubiera recibido alguna petición de ayuda eslava y además consiguió la típica alianza con "el vecino del vecino", en este caso con los búlgaros. La campaña contra los ávaros le ocupó durante tres años consecutivos.

En 794 el emir Hisam I volvió a atacar al reino de Asturias. Un ejército penetró en el territorio de los vascos, mientras que el otro entró en Oviedo y la saqueó. Sin embargo, el ejército de Alfonso II lo cogió por sorpresa cuando se retiraba y lo aniquiló.

Los vikingos saquearon y destruyeron el monasterio de Jarrow, en Northumbria, donde había trabajado Beda el Venerable.

El emperador japonés Kammu inauguró una nueva capital, construida siguiendo el modelo de Changan, la capital de los Tang. La nueva ciudad se llamaba Heiankyo, la actual Kyoto.

El emperador Constantino VI tenía una esposa llamada María y una amante llamada Teodota. Esto no le importaba a nadie, pero en 795 Constantino VI quiso poner orden en su vida, así que se divorció de su esposa y se casó con su amante. Esto sí que escandalizó a los más puritanos de Constantinopla, y fue lo que Irene necesitaba para privar a su hijo de todo apoyo.

Ese mismo año murió el papa Adriano I y en su lugar fue elegido León III. Por primera vez, la elección no fue notificada al emperador romano, sino a Carlomagno. Como todos los nuevos papas-monarcas, la situación de León III en Roma era precaria y prácticamente insostenible sin el apoyo carolingio. Por ello León III se apresuró a mostrar su absoluta lealtad a Carlomagno.

Mientras tanto los vikingos devastaban el monasterio de Iona y desembarcaban por primera vez en Irlanda.

Hisam I envió un nuevo ejército a Oviedo que constaba de hasta diez mil jinetes, según fuentes árabes. Alfonso II le hizo frente con ayuda de los vascos, pero fue inútil. Los cristianos fueron derrotados tres veces seguidas y Oviedo fue destruida. Sin embargo el reino asturiano subsistió. Alfonso II envió mensajeros al rey Luis de Aquitania, el hijo de Carlomagno, con el que firmó un pacto de amistad y alianza contra los moros. Sin embargo no fue necesario recurrir a él, ya que Hisam I murió prematuramente en 796, y su sucesor, al-Hakam I, tuvo que hacer frente a las pretensiones al trono de sus tíos Sulaymán y Abd Allah, con lo que no pudo continuar la guerra santa. El primero fue vencido y muerto, mientras que el segundo marchó a Aquisgrán para solicitar la ayuda de Carlomagno, pero finalmente aceptó de al-Hakam I el cargo de gobernador de Valencia. Alfonso II no dejó pasar la ocasión y extendió considerablemente hacia el sur las fronteras de su reino.

Ese mismo año murió el rey Offa de Mercia.

Carlomagno capturó el campamento de Khaghán Tudún, el jefe de los ávaros, que vio reducidos sus dominios a un pequeño territorio. Los eslavos recibieron a los francos como liberadores. Teóricamente quedaban ahora bajo dominio franco, pero Aquisgrán estaba muy lejos, por lo que este dominio era mucho más débil que el que habían tenido que sufrir bajo los ávaros.

En 797 Luis, el rey de Aquitania, hijo de Carlomagno, convocó una asamblea de nobles en Tolosa para estudiar la mejor forma de defender los territorios al sur de los Pirineos que estaban bajo la protección franca. Se formó el condado de Ausona y se construyeron numerosas fortalezas. El territorio quedó bajo la custodia del conde Borrell.

Mientras tanto, Irene, la madre del emperador Constantino VI tenía ya el poder necesario para dar su golpe definitivo. Ordenó que su hijo fuera capturado y cegado. Después no se sabe más de él. Irene no consideró necesario buscar un hombre al que poner como emperador-títere, sino que ella misma asumió el título de emperador (no ya emperatriz). Irene ordenó el regreso de un monje al que Constantino VI había exiliado el año anterior por ser uno de los que más abiertamente había denunciado el matrimonio del emperador con su amante. Dicho monje pasó a residir en el monasterio de Stoudios, en Constantinopla, por lo que es conocido como Teodoro Estudita. Fue un acérrimo detractor de la iconoclastia y supo organizar a los monjes contra ella. Reformó la vida monástica y escribió para sus monjes dos Catequesis, y Estudios espirituales. Entre sus obras polémicas destacan tres Discursos contra los iconómacos. Irene contaba con el apoyo de los monjes iconodulos pero no con el de los militares iconoclastas. Por ello el Imperio se debilitó militarmente. En 798 Irene se comprometió a pagar un pesado tributo anual al califa Harún al-Rashid y no hizo nada para impedir que los eslavos atravesaran las fronteras del norte.

Cuando los jutos, los anglos y los sajones invadieron Inglaterra, dejaron un vacío en la península de Jutlandia que fue ocupado por un pueblo escandinavo: los daneses. En 798, Godofredo se convirtió en rey de los daneses y bajo su reinado éstos se lanzaron al mar aumentando el número de los vikingos.

Ese mismo año murió Beato de Liébana. Alfonso II de Asturias llegó hasta Lisboa, la tomó y envió a Carlomagno parte del botín.

La aristocracia romana presionaba al papa, como de costumbre, planteándole cada vez más exigencias. Como éste no se mostró dispuesto a ceder, se urdió una conjuración para mutilarlo e incapacitarlo así para el cargo, lo que obligaría a elegir un nuevo papa (presumiblemente más sumiso). A finales de 799 León III fue encarcelado y tuvo que refugiarse en el palacio del duque de Spoleto. Desde allí pidió ayuda a Carlomagno, pero éste no se movió. Decidió (al parecer, aconsejado por Alcuino) que si el papa quería su ayuda tenía que ir a pedírsela personalmente. En aquel momento Carlomagno estaba nuevamente en Sajonia, tratando de reducir a los sajones mediante deportaciones masivas (ese mismo año Sajonia fue incorporada al reino franco). El papa tuvo que viajar hasta allí, tras lo cual Carlomagno se brindó a escoltarlo de regreso a Roma.

A la llegada, los nobles romanos explicaron su grave preocupación por la dudosa moral de León III y lo acusaron de simonía. Carlomagno podía haber rechazado sin más tales acusaciones, pero hizo algo más provechoso. Convocó una asamblea de autoridades eclesiásticas presidida por él mismo en la que se esclarecerían los hechos. En definitiva, León III tuvo que pasar por la humillación de ser juzgado por Carlomagno. El juicio se celebró el 23 de diciembre de 800 y fue un mero trámite: León III juró su inocencia y su juramento fue suficiente. Pero quedó asentado que el rey franco estaba por encima del papa y no al revés.

Contra todo pronóstico, la última Nochebuena del siglo León III urdió la treta más astuta imaginable para invertir los papeles. Al día siguiente él y el rey franco presidieron una misa de navidad, y en el momento en que Carlomagno estaba arrodillado, tal vez con los ojos cerrados devotamente, León III sacó una magnífica corona que había encargado y la colocó sobre la cabeza del que ahora pasaba a ser proclamado ¡emperador!

Tenía su lógica. Oficialmente, toda la Europa cristiana formaba parte del Imperio Romano. Importaba poco que el emperador no tuviera ninguna autoridad real en Occidente. Todos eran súbditos romanos. El linaje de emperadores romanos se había transmitido desde Augusto hasta Constantino VI, pero ahora el trono imperial estaba vacío. Había una mujer en el trono, Irene, pero para los francos, una mujer emperador no sólo era un atentado contra la gramática, sino que carecía de todo sentido. La vieja ley sálica merovingia no consentía que las mujeres reinaran. Así pues, no había emperador.

Todos los presentes, salvo Carlomagno y sus acompañantes, habían sido prevenidos, y en cuanto León III le impuso la corona prorrumpieron en aclamaciones. Carlomagno era ahora el emperador del Imperio Romano. No pudo rechazar la corona. No había forma razonable de hacerlo. Más adelante confesó que si hubiera podido prever la intención de León III nunca habría ido a Roma. Los historiadores quisieron ver en esto una declaración de modestia, de que no se sentía a la altura del título, pero lo que Carlomagno quería decir es que vio claramente la manipulación de la que fue objeto. Dos días antes tenía al papa a sus pies, y ahora el papa podía hacerlo caer en desgracia ante sus súbditos sin más que excomulgarlo y declarar que no era digno del título de emperador. Además, Constantinopla nunca reconocería la legitimidad del título y a largo plazo eso podía suponer una guerra. El ejército franco estaba acostumbrado a barrer bárbaros germanos y, a veces, moros, pero el ejército romano de verdad (el de Constantinopla) era infinitamente superior. De momento no había peligro, porque Irene no podía dirigir un ejército y, si enviaba a un general y resultaba victorioso, no tardaría en apoderarse del trono. Pero tarde o temprano habría otro emperador en Constantinopla, y entonces los francos tendrían problemas. De hecho, Carlomagno nunca usó el título de emperador romano en abierto desafío a Constantinopla. En su lugar se llamaba a sí mismo Emperador, Rey de los francos y los lombardos.

Pese a las reticencias del nuevo emperador, el fantasmagórico Imperio Romano que había sobrevivido nominalmente varios siglos a su propia caída se volvió algo más real. A pesar de que Occidente llevaba siglos sin ver un emperador, la figura del emperador había conservado su prestigio, sólo recientemente empañado con la crisis iconoclasta. Ahora los súbditos occidentales del Imperio Romano volvían a tener un emperador digno de admiración, designado por Dios para velar por ellos. Constantinopla volvería a nombrar pronto su propio emperador, pero éste, quien fuera que fuese, ya no iba a ser tenido en Occidente por el "auténtico emperador". Finalmente, Occidente iba a admitir lo que era evidente desde hacía siglos: que el Imperio de Constantinopla no tenía nada de romano. Los orientales no eran romanos, eran griegos barbudos y heréticos. A partir de aquí Oriente y Occidente iban a tener un punto más de desencuentro: iba a haber dos líneas de emperadores, cada una de las cuales se consideraba legítima continuadora de la línea iniciada por Augusto. En Occidente, el Imperio de Constantinopla dejó de ser reconocido como Imperio Romano y pasó a ser llamado Imperio Griego. Los historiadores prefieren un término más preciso, que en un principio debería ser Imperio Constantinopolitano, pero como ocho sílabas son demasiadas por muy grande que sea el Imperio, han recurrido al antiguo nombre de Constantinopla para llamarlo Imperio Bizantino. No hay ningún criterio objetivo para fijar en qué momento el Imperio Romano de Oriente debe pasar a llamarse Imperio Bizantino, pues la transformación fue gradual y muy lenta. Hay quien fija el cambio en el momento de la caída del Imperio Romano de Occidente, es decir, cuando Odoacro depuso a Rómulo Augústulo; hay quien mantiene el nombre de Imperio Romano hasta el reinado de Heraclio; y nosotros hemos mantenido el nombre mientras toda Europa estuvo de acuerdo en mantenerlo, por ficticio y equívoco que éste pudiera ser. De todos modos, no debemos olvidar que los emperadores bizantinos se llamaron a sí mismos emperadores romanos hasta el fin del Imperio, pese a que Roma nunca volvió a estar bajo su dominio.

Por otra parte, llamar Imperio Romano al Imperio de Carlomagno no es menos equívoco que llamar así al Imperio Bizantino, así que hablaremos del Imperio Franco, si bien no debemos olvidar que ambos Imperios eran oficialmente el Imperio Romano.

Carlomagno decretó que los años fueran datados a partir del nacimiento de Jesucristo, según la costumbre adoptada ya por algunos historiadores y religiosos, de modo que el año 800 d. C. fue el primero fechado con este sistema de forma oficial.

Si el papa tenía ahora la autoridad de nombrar (y, por consiguiente, deponer) emperadores, no dejaba de ser cierto que los Estados Pontificios eran una donación de los reyes francos, Pipino el Breve primero y Carlomagno después. Esto abría una puerta para que los monarcas francos pudieran recuperar la supremacía frente a los papas, pero en realidad no era así, ya que no tardó en aparecer un crucial documento histórico.

El clero hizo saber al mundo que alrededor del año 330 el emperador Constantino enfermó de lepra. Los sacerdotes paganos le recomendaron que se bañara en sangre de niños pequeños, pero Constantino se negó horrorizado. En un sueño, recibió instrucciones de ver al papa Silvestre I. El papa bautizó a Constantino e inmediatamente la lepra desapareció. El agradecido emperador decretó que el papa tendría la supremacía sobre todos los obispos y le concedió el derecho a la mitad occidental del Imperio. Luego, para no interferir en la dominación del papa sobre el oeste, decidió retirarse a una nueva capital en el este, Constantinopla.

Quien pudiera pensar que esta historia era inventada pecaba de desconfiado, pues no tardó en encontrarse la Donación de Constantino, es decir, la escritura en la que Constantino cedía a Silvestre I el Imperio Romano de Occidente. De este modo, al papa no sólo le correspondía legítimamente el gobierno de los Estados Pontificios, sino de todo el Imperio Romano de Occidente, gobierno que él gentilmente cedía al emperador. Es curioso que el latín en que estaba redactada la donación no era el propio de un romano del siglo IV, sino más bien el de un franco del siglo VIII, más concretamente de la zona de París. Pero no hay razón para buscar explicaciones para todo.

El territorio del norte de África que actualmente ocupan Tunicia y Argelia nunca había aceptado en la práctica la autoridad del Califato, si bien la había reconocido nominalmente. Ahora, el gobernador abasí Ibrahím ibn al-Alglab se independizó definitivamente e inició la dinastía de los Aglabíes. La capital estaba en Keiruán. Ahora ya eran cuatro los territorios musulmanes independientes de Bagdad: Al-Ándalus, el reino de los Idrisíes, el de los Rustemíes y el de los Aglabíes.

Carlomagno
Índice El apogeo de Carlomagno