Adolf Hitler

Mi lucha, Volumen I: Retrospección (Fragmentos)

La figura de Hitler se presenta a menudo demonizada o caricaturizada. No es que no haya hecho méritos suficientes para ambas cosas, pero el Hitler histórico no puede entenderse realmente si uno se queda en la demonización o en la caricatura. Su libro Mi lucha constituye un valioso medio para entender su pensamiento y su trayectoria política futura. Quienes conocieron a Hitler en persona afirmaban que tenía una enorme capacidad de convicción, de conectar con su audiencia y exaltarla e ilusionarla. No es lo mismo un texto meditado que un discurso más o menos improvisado, pero leyendo Mi lucha uno puede constatar que el discurso de Hitler distaba mucho de las simplezas con las que muchos otros líderes carismáticos han cautivado a las masas a lo largo de la historia. A este respecto, resulta interesante comparar el texto de Hitler con los escritos de Lenin, por ejemplo. En cuanto a su contenido, tenemos que el núcleo de sus ideologías respectivas es un cúmulo de necedades más o menos de la misma envergadura, y ambas ideologías han resultado igualmente dañinas para la humanidad, pero, en cuanto a la forma, la retórica de Hitler está muy por encima de la de Lenin, y su argumentación resulta mucho más precisa y meticulosa, frente a las burdas argumentaciones de Lenin. La prosa de Lenin es mucho más fría, en parte porque pretende pasar por "científica" y presenta dogmas necios como "principios marxistas sobradamente establecidos que sería herético cuestionar". A Lenin no parece importarle que un lector no entienda su argumentación siempre y cuando lo interprete como que Lenin entiende mucho y él no, mientras que Hitler trata de que sus lectores le sigan paso a paso y punto por punto en todas sus afirmaciones y se identifiquen plenamente con su línea de pensamiento. Lenin tiende a impresionar mediante el recurso a la pedantería, y Hitler tiende a impresionar apelando a los sentimientos más nobles de su audiencia, aunque sea para inculcar una doctrina que no tiene nada de noble y mucho de lo contrario.

Sin embargo, esta superioridad formal de Hitler y su doctrina frente a Lenin y la suya supone a la larga una debilidad del nazismo frente al comunismo. En efecto, no son necesarias grandes dotes intelectuales para imitar a Lenin, y sus burdos argumentos generales son fácilmente adaptables a toda época y lugar, de modo que desde Corea hasta Cuba han surgido a lo largo de la historia decenas de imitadores capaces de "funcionar" tan bien como el original, y así el comunismo se ha extendido mucho más que el nazismo por el mundo, y allí donde se ha implantado, sus dictaduras han resultado mucho más difíciles, si no imposibles, de erradicar, porque el cuerpo ideológico creado por Lenin puede presentarse fácilmente como unos sólidos principios que resulten incuestionables para el suficiente número de gente, desde los intelectuales dispuestos a aceptar necedades como grandes principios filosóficos hasta quienes quedan impresionados por la pedantería que no entienden. En cambio, si Hitler se prestaba a la caricatura, sus imitadores rara vez han pasado de ser caricaturas. El cuerpo ideológico creado por Hitler estaba cuidadosamente adaptado a la situación política e histórica de su época. Podría, sin duda, traducirse más o menos bien a muchos otros contextos históricos y geográficos, pero para hacerlo haría falta alguien con la talla intelectual y la formación de Hitler y, por fortuna, eso no abunda (aunque sería más afortunado que sí abundaran tales cualidades entre seres humanos con el buen juicio necesario para aplicarlas sensatamente). Por ello, los intentos de resucitar el nazismo siempre suelen quedar en movimientos pintorescos insignificantes y, si alguno casualmente llega a tener algún éxito, una dictadura de estilo nazi rara vez sobrevive a su promotor. El comunismo es más impersonal y, por consiguiente, fácilmente transmisible y heredable, mientras que el nazismo, mucho más "humano" (en el sentido de sustentarse esencialmente en los sentimientos más nobles y la buena voluntad de una masa de necios) no lo es. Pese a ello, es sorprendente que cualquier brote aislado de nazismo cause alarma social hoy en día, mientras que el comunismo, a pesar de que carga en su historia (pasada y presente) con un número mayor de muertos, limpiezas étnicas, represión, presos políticos etc., que el nazismo, sea incluso bien visto en algunos sectores.

En el prólogo del libro, Hitler hace la siguiente declaración de intenciones:

Bien sé que la viva voz gana más fácilmente las voluntades que la palabra escrita y que, asimismo, el progreso de todo Movimiento trascendental en el mundo se ha debido, generalmente, más a grandes oradores que a grandes escritores. Sin embargo, es indispensable que una doctrina quede expuesta en su parte esencial para poderla sostener y poderla propagar de manera uniforme y sistemática.

Sin embargo, su libro es una versión depurada de sus discursos, y resulta tan difícil de propagar uniforme y sistemáticamente como lo era imitar sus discursos. Una prueba de que las técnicas de Hitler eran superiores a las de Lenin está en que Hitler llegó hasta donde llegó esencialmente por sus propios medios, partiendo de la nada, mientras que Lenin parasitó el esfuerzo de muchos otros y aprovechó muchas coyunturas favorables. En cambio, el cuerpo doctrinario de Lenin era lo suficientemente simplista como para ser propagado de manera uniforme y sistemática. Hitler, en cambio, hubiera tenido que añadir a su libro un apéndice con un curso de retórica y una serie de lecturas previas imprescindibles sobre política, historia, etc. para tener una oportunidad de ser imitado exitosamente.

Capítulo I. EN EL HOGAR PATERNO

En este primer capítulo Hitler proporciona algunas pinceladas de su infancia (un tanto maquilladas) que fácilmente resultarán entrañables y suscitarán la simpatía de sus lectores imparciales. Su estilo no está exento de cierto valor literario. Copiamos los primeros párrafos para que el lector se haga una idea de su estilo. Observamos que ya desde el principio inserta la componente nacionalista de su ideario:

Considero una feliz predestinación el haber nacido en la pequeña ciudad de Braunau am Inn; Braunau, situada precisamente en la frontera de esos dos estados alemanes cuya fusión se nos presenta —por lo menos a nosotros, los jóvenes [Hitler tenía 35 años cuando escribió esto]— como un cometido vital que bien merece realizarse a todo trance. La Austria germana debe volver al acervo común de la patria alemana, y no por razón alguna de índole económica. No, de ningún modo, pues aun en el caso de que esta fusión, considerada económicamente, fuera indiferente o resultara incluso perjudicial, debería efectuarse a pesar de todo. Pueblos de la misma sangre se corresponden a una patria común. Mientras el pueblo alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado, carecerá de todo derecho moralmente justificado para aspirar a acciones de política colonial. Sólo cuando el Reich, abarcando la vida del último alemán, no tenga ya posibilidades de asegurarle a éste su subsistencia, surgirá de la necesidad del propio pueblo la justificación moral para adquirir la posesión de tierras extrañas. El arado se convertirá entonces en espada, y de las lágrimas de la guerra brotará el pan diario para la posteridad.

Las cuñas sobre el colonialismo son una crítica a la política alemana que se había preocupado de formar colonias en África más que de incorporar a Austria al Imperio. Hitler era hijo de un funcionario de aduanas y fue educado en la religión católica. He aquí un párrafo significativo sobre su educación:

En el estante de libros de mi padre encontré diversas obras militares, entre ellas una edición popular de la guerra franco-prusiana de 1870-71. Eran dos tomos de una revista ilustrada de aquella época, que convertí en mi lectura predilecta. No tardó mucho para que la gran lucha de los héroes se transformase para mí en un acontecimiento de la más alta significación. Desde entonces me entusiasmó, cada vez más, todo lo que tenía alguna relación con la guerra o con la vida militar.

Algunos pasajes serían juzgados como juiciosos hoy en día por cualquiera que no supiera quién los escribió:

La enseñanza de la Historia Universal en las llamadas escuelas secundarias deja aún mucho que desear. Pocos profesores comprenden que la finalidad del estudio de la Historia no debe consistir en aprender de memoria las fechas y los acontecimientos, o a obligar al alumno a saber cuándo ésta o aquella batalla se realizó, cuándo nació un general o un monarca (casi siempre sin importancia real), o cuándo un rey puso sobre su cabeza la corona de sus antecesores. No, esto no es lo que se debe tratar. Aprender Historia quiere decir buscar y encontrar las fuerzas que conducen a las causas de las acciones que escrutamos como acontecimientos históricos. El arte de la lectura, como el de la instrucción, consiste en esto: conservar lo esencial, olvidar lo accesorio.

Otro pasaje significativo en la formación de Hitler:

Fue quizá decisivo en mi vida posterior el tener la satisfacción de contar como profesor de Historia a uno de los pocos que la entendían desde este punto de vista, y así la enseñaban. El profesor Leopoldo Pótsch, de la Escuela Profesional de Linz, realizaba este objetivo de manera ideal. Era un hombre entrado en años, pero enérgico. Por esto, y sobre todo por su deslumbrante elocuencia, conseguía no sólo atraer nuestra atención sino imbuirnos de la verdad. Todavía hoy me acuerdo con cariñosa emoción del viejo profesor que, en el calor de sus explicaciones, nos hacía olvidar el presente, nos fascinaba con el pasado y, desde la noche de los tiempos, separaba los áridos acontecimientos para transformarlos en viva realidad. Nosotros le escuchábamos muchas veces dominados por el más intenso entusiasmo y otras profundamente apenados o conmovidos. Nuestra aprobación era tanto mayor cuanto este profesor entendía que debían buscarse las causas para comprender el presente. Así daba, frecuentemente, explicaciones sobre los sucesos de la actualidad diaria que antes nos sembraban la confusión. Nuestro fanatismo nacional, propio de los jóvenes, era un recurso educativo que él utilizaba a menudo para completar nuestra formación más deprisa de lo que habría sido posible por cualquier otro método. Este profesor hizo de la Historia mi asignatura predilecta. De esa forma, ya en aquellos tiempos, me convertí en un joven revolucionario, sin que tal fuera el objeto de mi educador. Pero, ¿quién con un profesor así podía aprender la historia alemana sin transformarse en enemigo del gobierno que tan nefasta influencia ejercía sobre los destinos de la Nación? ¿Quién podía permanecer fiel al Emperador de una dinastía que, en el pasado y en el presente, sacrificó siempre los intereses del pueblo germánico en aras de mezquinos beneficios personales? ¿Acaso no sabíamos que el Estado austro-húngaro no tenía ni podía tener afecto por nosotros los alemanes?

Hitler expone a continuación su desprecio por los Habsburgo. En su opinión, cuando se formó el segundo Imperio Alemán, Austria debería haberse incorporado, y las partes no alemanas del Imperio Austriaco deberían haberse desmembrado. Lo único que se oponía a tal cosa era el interés personal de la monarquía de los Habsburgo, cuyos intereses eran, así, opuestos a los intereses del pueblo alemán. No le faltaba razón en esto, ya que el desmembramiento del Imperio Austriaco hubiera sido acogida favorablemente por todos sus miembros, tanto alemanes como no alemanes.

Capítulo II. LAS EXPERIENCIAS DE MI VIDA EN VIENA

Hitler relata el largo conflicto que tuvo con su padre, que pretendía convertirlo en funcionario como él, cuando lo que el joven quería era dedicarse a la pintura. Hitler trata de disimularlo, pero no fue especialmente brillante en los estudios, y por ello tuvo que cambiar de colegio, aunque él trata de justificar el cambio mediante una enfermedad que padeció. El conflicto terminó cuando murió su padre, cuando Hitler tenía trece años. La economía familiar empeoró y a los 17 años, con su madre enferma de cáncer de mama, Hitler realizó el primero de sus viajes a Viena, donde se estableció tras la muerte de su madre. Allí intentó ingresar en la Academia de Bellas Artes, pero no fue admitido. Su segunda opción hubiera sido ingresar en la Escuela de Arquitectura, pero para ello necesitaba la titulación de la enseñanza secundaria que nunca había llegado a adquirir. Aparte de esto, carecía de toda forma de sustento y tuvo que realizar toda clase de trabajos, como cargar maletas en la estación, barrer la nieve, etc. Hitler lo relata con lirismo:

Viena, la ciudad que para muchos simboliza la alegría y el medio ambiente de gentes satisfechas, para mí significa, por desgracia, sólo el vivo recuerdo de la época más amarga de mi vida. Hoy mismo Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de calamidad encierra esa ciudad feacia para mí. Cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como pequeño pintor, para ganar el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca alcanzaba a mitigar el hambre; el hambre, mi más fiel guardián que casi nunca me abandonaba, compartiendo conmigo inexorable todas las circunstancias de mi vida. Si compraba un libro, exigía su tributo; adquirir una entrada para la ópera, significaba también días de privación. ¡Qué constante era la lucha con tan despiadado compañero! Sin embargo, en ese tiempo aprendí más que en cualquier otra época de mi vida. Además de mi trabajo y de las raras visitas a la ópera, realizadas a costa del sacrificio del estómago, mi único placer lo constituía la lectura. Mis libros me deleitaban. Leía mucho y concienzudamente en todas mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo. Pero hay algo más que todo eso: En aquellos tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que constituyó la base granítica de mi proceder de esa época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar.

Esos años de vida en Viena le permitieron conocer las duras condiciones de vida del proletariado:

Algo más me fue dado observar todavía: la brusca alternativa entre la ocupación y la falta de trabajo y la consiguiente eterna fluctuación entre los ingresos y los gastos, que en muchos destruye a la larga el sentido de economía, así como la noción para un modo razonable de vida. Parece que el organismo humano se acostumbra paulatinamente a vivir en la abundancia en los buenos tiempos y a sufrir de hambre en los malos. El hambre destruye todos los proyectos de los trabajadores en el sentido de un mejor y más razonable modus vivendi. En los buenos tiempos se dejan acariciar por el sueño de una vida mejor, sueño que arrastra de tal manera su existencia que olvidan las pasadas privaciones, después que reciben sus salarios. Así se explica que aquel que apenas ha logrado conseguir trabajo, olvida toda previsión y vive tan desordenadamente que hasta el pequeño presupuesto semanal del gasto doméstico resulta alterado; al principio, el salario alcanza en lugar de siete días, sólo para cinco; después únicamente para tres y, por último, escasamente para un día, despilfarrándolo todo en una noche.  A menudo la mujer y los hijos se contaminan de esa vida, especialmente si el padre de familia es en el fondo bueno con ellos y los quiere a su manera.
Resulta entonces que en dos o tres días se consume en casa el salario de toda la semana. Se come y se bebe mientras el dinero alcanza, para después de todo soportar hambre durante los últimos días. La mujer recurre entonces a la vecindad y contrae pequeñas deudas para pasar los malos días del resto de la semana. A la hora de la cena se reúnen todos en torno a una paupérrima mesa, esperan impacientes el pago del nuevo salario y sueñan ya con la felicidad futura, mientras el hambre arrecia. Así se habitúan los hijos desde su niñez a este cuadro de miseria. Pero el caso acaba siniestramente cuando el padre de familia desde un comienzo sigue su camino solo, dando lugar a que la madre, precisamente por amor a sus hijos, se ponga en contra. Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que cuanto más se aparta el marido del hogar más se acerca al vicio del alcohol. Se embriaga casi todos los sábados y entonces la mujer, por espíritu de propia conservación y por la de sus hijos, tiene que arrebatarle unos pocos céntimos, y esto muchas veces en el trayecto de la fábrica a la taberna; y así, por fin, el domingo o el lunes llega el marido a casa, ebrio y brutal, después de haber gastado el último céntimo, y se suscitan escenas horribles. [...]
Todavía hoy recorre mi cuerpo un escalofrío cuando pienso en aquellas tétricas madrigueras, los albergues y las habitaciones colectivas, en aquellos sombríos cuadros de suciedad y de escándalos. ¿Qué no podría salir de ahí, cuando de esos antros de miseria los esclavos enfurecidos se lanzasen sobre la otra parte de la humanidad, exenta de cuidados y despreocupada? Sí, porque el resto del mundo no se preocupa, dejando que las cosas sigan su curso, sin pensar que, por su falta de humanidad, la venganza llegará más tarde o más temprano, si a tiempo los hombres no modificaren esa triste realidad.

He aquí su primer esbozo sobre cómo resolver el problema:

Para no desesperar de la clase de gentes que por entonces me rodeaba fue necesario que aprendiese a diferenciar entre su verdadero ser y su vida. Sólo así se podía soportar ese estado de cosas, comprendiendo que como resultado de tanta miseria, inmundicia y degeneración, no eran ya seres humanos, sino el triste producto de leyes injustas. [...] Ya en aquellos tiempos llegué a la conclusión de que sólo un doble procedimiento podía conducir a modificar la situación existente: Establecer mejores condiciones para nuestro desarrollo, a base de un profundo sentimiento de responsabilidad social, aparejado con la férrea decisión de anular a los depravados incorregibles. Del mismo modo que la Naturaleza no concentra su mayor energía en el mantenimiento de lo existente, sino más bien en la selección de la descendencia como conservadora de la especie, así también en la vida humana no puede tratarse de mejorar artificialmente lo malo subsistente —cosa de suyo imposible en un 99 por ciento de los casos, dada la índole del hombre— sino por el contrario debe procurarse asegurar bases más sanas para un ciclo de desarrollo venidero.

La solución de Lenin era destruir a toda la burguesía, la solución de Hitler era destruir los elementos irrecuperables de la sociedad, los que no fueran capaces de insertarse en un Estado organizado con justicia. Barbaridad por barbaridad, Lenin opta por el hacha donde Hitler sugiere el bisturí. (Naturalmente, todo esto es teoría, pues en la práctica ambos fueron carniceros, y Lenin no dudó en destruir a todos cuantos se opusieron a sus planes, lo que incluyó a burgueses, campesinos y proletarios por igual). Esto suena sensato:

En Viena, durante mi lucha por la existencia, me di cuenta de que la obra de acción social jamás puede consistir en un ridículo e inútil lirismo de beneficencia, sino en la eliminación de aquellas deficiencias que son fundamentales en la estructura económico-cultural de nuestra vida y que constituyen el origen de la degeneración del individuo, o por lo menos de su mala inclinación.

Y esto, aunque duro, tiene su lógica:

Me parecía muy lógico también que tuviese el máximo interés por todo lo que se relacionase con la política. Eso era, en mi opinión, un deber natural de cada ser pensante. Quien nada entiende de política pierde el derecho a cualquier crítica y a cualquier reivindicación.

He aquí otro párrafo que muchos suscribirían si no supieran quién es el autor:

Conozco individuos que leen muchísimo, libro tras libro y letra por letra, y sin embargo no pueden ser tildados de "lectores". Poseen una multitud de "conocimientos", pero su cerebro no consigue ejecutar una distribución y un registro del material adquirido. Les falta el arte de separar, en el libro, lo que es de valor y lo que es inútil, conservar para siempre en la memoria lo que en verdad interesa, pudiendo saltarse y desechar lo que no les comporta ventaja alguna, para no retener lo inútil y sin objeto. La lectura no debe entenderse como un fin en sí misma, sino como medio para alcanzar un objetivo. En primer lugar, la lectura debe auxiliar la formación del espíritu, despertar las inclinaciones intelectuales y las vocaciones de cada cual. Enseguida, debe proveer el instrumento, el material de que cada uno tiene necesidad en su profesión, tanto para simple seguridad del pan como para la satisfacción de los más elevados designios. En segundo lugar, debe proporcionar una idea de conjunto del mundo. En ambos casos, es necesario que el contenido de cualquier lectura no sea aprendido de memoria de un conjunto de libros, sino que sea como pequeños mosaicos en un cuadro más amplio, cada uno en su lugar, en la posición que les corresponde, ayudando de esta forma a esquematizarlo en el cerebro del lector. De otra forma, resulta un bric-á-brac de materias memorizadas, enteramente inútiles, que transforman a su poseedor en un presuntuoso, seriamente convencido de ser un hombre instruido, de entender algo de la vida, de poseer cultura, cuando la verdad es que con cada aumento de esa clase de conocimientos, más se aparta del mundo, hasta que termina en un sanatorio o como político en un parlamento. Nunca un cerebro con esta formación conseguirá retirar lo que es apropiado para las exigencias de determinado momento, pues su lastre espiritual está encadenado no al orden natural de la vida, sino al orden de sucesión de los libros, cómo los leyó y por la manera que amontonó los asuntos en su mente. Cuando las exigencias de la vida diaria le reclaman el uso práctico de lo que en otro tiempo aprendió, entonces mencionará los libros y el número de las páginas y, pobre infeliz, nunca encontrará exactamente lo que busca. En las horas críticas, esos "sabios", cuando se ven en la dolorosa contingencia de encontrar casos análogos para aplicar a las circunstancias de la vida, sólo descubren remedios falsos. Quien posee, por esto, el arte de la buena lectura, al leer cualquier libro, revista o folleto, concentrará su atención en todo lo que, a su modo de ver, merecerá ser conservado durante mucho tiempo, bien porque sea útil, bien porque sea de valor para la cultura general.

Volviendo a la política:

Por eso, la actividad de la socialdemocracia no me era antipática. Además, mi ingenua concepción de entonces me hacía creer también que era mérito suyo empeñarse en mejorar las condiciones de vida del obrero, por lo que me pareció más oportuno hablar en su favor que en contra. Pero lo que me repugnaba era su actitud hostil en la lucha por la conservación del germanismo, la deplorable inclinación a favor de los "camaradas eslavos", los que sólo aceptaban ese apelativo cuando iba acompañado de concesiones prácticas, repeliéndolo arrogantes y orgullosos cuando no veían interés personal alguno. Daban, así, al rastrero mendigo la paga que se merecía. Hasta la edad de los 17 años la palabra "marxismo" no me era familiar, y los términos "socialdemocracia" y "socialismo" me parecían idénticos. Fue necesario que el Destino obrase también aquí, abriéndome los ojos ante un engaño tan inaudito para la Humanidad.

Para entender esto hay que comprender que, aunque Hitler tenía fama de "ser de derechas", lo cierto es que el nacionalsocialismo es una forma de socialismo, que desde un punto de vista económico habría que situar a la izquierda de la socialdemocracia y a la derecha del comunismo. Por eso dice que "socialdemocracia" y "socialismo" le parecían (erróneamente) lo mismo, porque después el se identificó como socialista, pero no como socialdemócrata. La idea de que Hitler y el nazismo eran de derechas surge ingenuamente a partir del hecho de que Hitler detestaba al comunismo, pero eso no significa que su ideología fuera opuesta. Si así fuera, Lenin también sería de derechas por detestar y perseguir a los socialdemócratas, que eran de izquierdas.

El párrafo precedente da la primera pista sobre el motivo de la aversión de Hitler hacia los socialdemócratas y más aún hacia los comunistas, y era su "internacionalismo", el que trataran con la misma consideración a los alemanes y a los no alemanes. Había un segundo motivo, tal vez de más peso, que Hitler ejemplifica con las conversaciones que oía entre sus colegas obreros en los descansos:

Allí se negaba todo: la Nación no era otra cosa que una invención de los "capitalistas" —¡qué infinito número de veces escuché esa palabra!—; la Patria, un instrumento de la burguesía, destinado a explotar a la clase obrera; la autoridad de la Ley, un medio de subyugar al proletariado; la escuela, una institución para educar esclavos y también amos; la religión, un recurso para idiotizar a la masa predestinada a la explotación; la moral, signo de estúpida resignación. Nada había, pues, que no fuese arrojado en el lodo más inmundo. Al principio traté de callar, pero a la postre me fue imposible. Comencé a manifestar mi opinión, comencé a objetar; mas, tuve que reconocer que todo sería inútil mientras yo no poseyese por lo menos un relativo conocimiento sobre los puntos en cuestión. Y fue así como empecé a investigar en las mismas fuentes de las cuales procedía la pretendida sabiduría de los adversarios. Leía con atención libro tras libro, folleto tras folleto. En el local de trabajo las cosas llegaban frecuentemente a la exaltación. Día tras día pude replicar a mis contradictores, informado como estaba mejor que ellos mismos de su propia doctrina, hasta que en un momento dado debió ponerse en práctica aquel recurso que ciertamente se impone con más facilidad que la razón: la violencia. Algunos de mis impugnadores me conminaron a abandonar inmediatamente el trabajo, amenazándome con tirarme desde el andamio. Como me hallaba solo, consideré inútil toda resistencia y opté por retirarme, adquiriendo así una experiencia más.

Así, Hitler coincidía con los demás socialistas en censurar numerosos aspectos de la estructura política, económica y social del país, pero difería de ellos en que, para él, lo que procedía era regenerar las instituciones, y no negarlas y perderles todo respeto. Era este aspecto destructivo del socialismo lo que le repugnaba. Aquí comenta la impresión que le produjo un periódico socialdemócrata:

¡Qué contraste! ¡Por una parte las rimbombantes frases de libertad, belleza y dignidad, expuestas en esa literatura locuaz, de moral hipócrita, aparentando a la vez una "honda sabiduría" —en un estilo de profética seguridad— y, por otro lado, el ataque brutal, capaz de toda villanía y de una virtuosidad única en el arte de mentir, en pro de la "Doctrina Salvadora de la Nueva Humanidad"! Lo primero, destinado a los necios de las "esferas intelectuales" medias y superiores, y lo segundo, para la gran masa.

Parece estar describiendo a Lenin. Aquí, aderezo machista aparte, es totalmente certero:

Conociendo el efecto de semejante obra de envilecimiento, sólo un loco sería capaz de condenar a la víctima. Cuanto más independiente me volvía en los años siguientes, mayor amplitud alcanzaba para comprender las causas del éxito de la socialdemocracia. Por fin capté la importancia de la brutal imposición a los obreros de suscribirse únicamente a la prensa roja, concurrir con exclusividad a mítines de filiación roja y también de leer libros rojos. Vi muy claro los efectos violentos de ese adoctrinamiento intolerante. La psique de las multitudes no es sensible a lo débil ni a lo mediocre. De la misma forma que las mujeres, cuya emotividad obedece menos a razones de orden abstracto que al ansia instintiva e indefinible hacia una fuerza que las reintegre, y de ahí que prefieran someterse al fuerte antes que seguir al débil, igualmente la masa se inclina más fácilmente hacia el que domina que hacia el que implora, y se siente interiormente más satisfecha con una doctrina intransigente que no admita dudas, que con el goce de una libertad que generalmente de poco le sirve. La masa no sabe qué hacer con la libertad, sintiéndose abandonada. El descaro del terrorismo espiritual le pasa desapercibido, de la misma manera que los crecientes atentados contra su libertad. No se apercibe, de ninguna manera, de los errores intrínsecos de ese adoctrinamiento. Ve tan sólo la fuerza incontrarrestable y la brutalidad de sus manifestaciones exteriores, ante las que siempre se inclina.

En la época a la que alude Hitler todavía no se había producido la escisión entre comunistas y socialdemócratas. Si hubiera de emplear un lenguaje más ajustado al momento en que escribió el libro, debería haber dicho "comunismo" en lugar de "socialdemocracia", pero tampoco le interesaba hacerlo, pues la socialdemocracia era entonces su principal rival político.

Y aquí es donde empezamos a liarla:

Si frente a la socialdemocracia surgiese una doctrina superior en veracidad, pero brutal como aquélla en sus métodos, se impondría la segunda, bien es cierto después de una lucha tenaz.

Pero si Lenin no hacía ninguna concesión a cualquiera que no pensara como él, por muy socialista que fuera, Hitler es más comprensivo. Aquí se manifiesta claramente la faceta socialista del nacional socialismo:

Como víctimas deben ser considerados los que fueron sometidos a esa situación corruptora. Cuando me esforzaba por estudiar, en la vida real, la naturaleza interior de esas capas llamadas "inferiores" del pueblo, no podía sacar una conclusión justa, sin la certeza de que también en ese medio se encontraban cualidades nobles, como eran la capacidad de sacrificio, la camaradería, la extraordinaria sobriedad, la discreta modestia, virtudes todas ellas muy comunes, sobre todo en los viejos sindicatos. Si es verdad que esas virtudes se diluían cada vez más en las nuevas generaciones, bajo la influencia de las grandes ciudades, incontestable es también que muchas de ellas conseguían triunfar sobre las vilezas comunes de la vida. Si aquellos hombres, buenos y bravos, en su actividad política entraron a formar parte de las filas del enemigo de nuestro pueblo, sería porque no comprendían y no lograban conocer la villanía de la "nueva doctrina" o porque, en ultima ratio, las influencias sociales eran más fuertes. Las contingencias de la vida a que, de un modo u otro, estaban fatalmente sujetos, les hacían entrar en la órbita de la socialdemocracia.
Hasta el más modesto obrero resultaba impelido por la organización sindicalista a la lucha política, y esto como consecuencia del hecho de que la burguesía, en infinidad de casos, procediendo del modo más desatinado e inmoral, se oponía hasta alas exigencias más humanamente justificadas. Millones de proletarios, interiormente eran sin duda enemigos del Partido Socialdemócrata. No obstante, fueron derrotados en su oposición por la conducta estúpida del frente burgués, al combatir éste todas las reivindicaciones de la masa trabajadora.
El rechazo profundo de toda tentativa hacia el mejoramiento de las condiciones de trabajo para el obrero, tales como la instalación de dispositivos de seguridad en las máquinas, la prohibición del trabajo para menores, así como también la protección para la mujer —por lo menos en aquellos meses en los cuales lleva en sus entrañas al futuro ciudadano— contribuyó a que la socialdemocracia cogiese a las masas en su red. Dicho partido sabía aprovechar todos los casos en que pudiese manifestar sentimientos de piedad para los oprimidos. Nunca podrá reparar nuestra burguesía política esos errores, pues, negándose a dar paso a todo propósito tendente a eliminar anomalías sociales, sembraba odios y justificaba aparentemente las aseveraciones de los enemigos mortales de toda nacionalidad, de ser el partido socialdemócrata el único defensor de los intereses del pueblo trabajador.

Más claramente aún, Hitler, como buen socialista, defiende la necesidad de los sindicatos:

Mientras entre los patrones existan individuos de escasa comprensión social o que incluso carezcan de sentimiento de justicia y equidad, no solamente es un derecho, sino un deber, el que sus trabajadores, representando una parte importante de nuestro pueblo, velen por los intereses del conjunto frente a la codicia o el capricho de unos pocos, pues el mantenimiento de la confianza en la masa del pueblo es para el bienestar de la Nación tan importante como la conservación de su salud. Estos intereses estarán seriamente amenazados por los indignos patrones que no tengan los mismos sentimientos de comunidad. Debido a su actitud condenable, inspirada en la ambición o en la intransigencia, nubes amenazadoras presagian tempestades próximas. Erradicar las causas de tal amenaza es lograr un éxito en relación con la Patria. Lo contrario es trabajar contra los intereses de la Nación. [...] Por ello, es natural que las personas que concentran en sí toda la fuerza de la empresa, tengan al frente a un solo individuo en representación del conjunto de trabajadores. De este modo la organización sindicalista podrá lograr un afianzamiento de la idea social en su aplicación práctica en la vida diaria, eliminando con ello motivos que son causa permanente de descontento y quejas. Si eso no ocurre se debe en gran medida a aquellos que a todas las soluciones legales de las dificultades del pueblo intentan oponer obstáculos e impedimentos, utilizando su influencia política. Mientras la burguesía no comprenda el significado de la organización sindical, o mejor dicho, no quiera entenderlo, e insista en hacerle oposición, la socialdemocracia se alineará junto al movimiento popular.

A continuación Hitler pasa a introducir otro de los pilares fundamentales de su doctrina: el antisemitismo. Su forma de hacerlo es magistral desde un punto de vista retórico, pues empieza declarándose como carente de prejuicios:

En la ciudad de Linz vivían muy pocos judíos, los que en el curso de los siglos se habían europeizado exteriormente, y yo hasta los tomaba por alemanes. Lo absurdo de esta suposición me era poco claro, ya que por entonces veía en el aspecto religioso la única diferencia peculiar. El que por eso se persiguiese a los judíos, como creía yo, hacía que muchas veces mi desagrado frente a las expresiones ofensivas para ellos se acrecentase. De la existencia de un odio sistemático contra el judío no tenía yo todavía ninguna idea, en absoluto.

Hitler afirma que se hizo antisemita en Viena, aunque algunos testigos afirman que ya lo era en Linz. Sin embargo, Hitler insiste en que nadie podría haber hallado en él ningún prejuicio antisemita tras su llegada a Viena:

Yo seguía viendo en el judío sólo la cuestión confesional y, por eso, fundándome en razones de tolerancia humana, mantuve aún entonces mi antipatía por la lucha religiosa. De ahí que considerase indigno de la tradición cultural de este gran pueblo el tono de la prensa antisemita de Viena. Me impresionaba el recuerdo de ciertos hechos de la Edad Media, que no me habría agradado ver repetirse. Como esos periódicos carecían de prestigio (el motivo no sabía yo explicármelo entonces) veía la campaña que hacían más como un producto de exacerbada envidia que como resultado de un criterio de principio, aunque éste fuese errado. Corroboraba tal modo de pensar el hecho de que los grandes órganos de prensa respondían a estos ataques en forma infinitamente más digna, o bien optaban por no mencionarlos siquiera, lo cual me parecía aún más laudable.

A partir de aquí se desvía para opinar sobre la prensa de Viena, censurando su adulación a la corte y su exaltación de Francia. Luego vuelve a la cuestión judía y explica que a medida que empezó a conocer judíos llegó a la conclusión de que no se parecían en nada a los alemanes.

Que ellos no eran amantes de la limpieza, podía apreciarse por su simple apariencia. Infelizmente, no era raro llegar a esa conclusión hasta con los ojos cerrados. Muchas veces, posteriormente, sentí náuseas ante el olor de esos individuos vestidos de chaflán. Si a esto se añaden las ropas sucias y la figura encorvada, se tiene el retrato fiel de esos seres. Todo eso no era el camino para atraer simpatías. Cuando, sin embargo, al lado de dicha inmundicia física, se descubrían las suciedades morales, mayor era la repugnancia.

Aquí, por un momento, la retórica hitleriana desciende al nivel de la leninista (desacreditación por ridiculización). Cuando uno esperaría hechos, argumentos de peso, que explicaran por qué Hitler "despertó" de la inocencia que le hacía ver injusta la persecución a los judíos, ¿qué se encuentra? Un chiste sobre el presunto mal olor de los judíos seguido de una caricatura sobre su físico y aspecto exterior. Y cuando parece que va a fundamentar las presuntas "suciedades morales", sólo llegan vaguedades descaradamente falaces:

¿Es que había un solo caso de escándalo o de infamia, especialmente en lo relacionado con la vida cultural, donde no estuviese complicado por lo menos un judío?

¿Hace falta pensar mucho para comprender que si tiene que precisar "había al menos un judío" es que había muchos otros que no lo eran? Sin más aclaración al respecto, pasa a acusar a los judíos de la decadencia de las artes, y en una espiral creciente, los judíos terminan siendo los amos del partido socialdemócrata, de la prensa, y el capítulo termina con este hiperbólico clímax:

Si el judío, con la ayuda de su credo socialdemócrata, o bien, del marxismo, llegase a conquistar las naciones del mundo, su triunfo seria entonces la corona fúnebre y la muerte de la humanidad. Nuestro planeta volvería a rotar desierto en el cosmos, como hace millones de años. La Naturaleza eterna inexorablemente venga la transgresión de sus preceptos. Por eso creo ahora que, al defenderme del judío, lucho por la obra del Supremo Creador.

Capítulo III. REFLEXIONES POLÍTICAS SOBRE LA ÉPOCA DE MI PERMANENCIA EN VIENA

Este capítulo empieza con algunas reflexiones sobre la historia de Alemania y sobre la política de los Habsburgo, para desembocar en los argumentos que llevan a Hitler a condenar la democracia. Nuevamente emplea la misma técnica que ha empleado con la cuestión judía: se declara inicialmente favorable hacia la democracia:

Siempre había detestado el Parlamento, pero de ningún modo la institución en sí. Por el contrario, como hombre amante de las libertades, no podía imaginarme otra forma
posible de gobierno, pues la idea de cualquier dictadura, dada mi actitud con relación a la Casa de los Habsburgos, sería considerada un crimen contra la libertad y contra la razón. No poco contribuyó para eso una cierta admiración por el Parlamento inglés, que adquirí insensiblemente, debido a la abundante lectura de periódicos de mi juventud, admiración que no se podía perder fácilmente. Me causaba profunda impresión la gravedad con que la Cámara de los Comunes cumplía su misión (como de manera tan colorida acostumbra relatar nuestra prensa). ¿Podría haber una forma más elevada de autogobierno de un pueblo?
Y justamente por eso era yo un enemigo del Parlamento austríaco. Su forma de actuar la consideraba indigna del gran prototipo inglés. Además de esto, sucedía lo siguiente: el porvenir de la causa germana en el Estado Austríaco dependía de su representación en el Reichsrat. Hasta el día en que se adoptó el sufragio universal de voto secreto, existía en el Parlamento austríaco una mayoría alemana, aunque poco notable. Ya entonces la situación se había hecho difícil, porque el Partido Socialdemócrata, con su dudosa conducta nacional al tratarse de cuestiones vitales del germanismo, asumía siempre una actitud contraria a los intereses alemanes, a fin de no despertar recelos entre sus adeptos de las otras "nacionalidades" representadas en el Parlamento. Tampoco ya en aquella época se podía considerar a la socialdemocracia como un partido alemán. Con la adopción del sufragio universal tocó a su fin la preponderancia alemana, inclusive desde el punto de vista puramente numérico. En adelante, no quedaba pues obstáculo alguno que detuviese la creciente desgermanización del Estado Austríaco.

Es decir: empieza afirmando que la genuina democracia le parecía legítima, y la dictadura detestable, pero que la democracia austriaca era una falsa democracia (el problema no estaba en la democracia, sino en su imperfecta realización en Austria), y luego suelta la idea de que por culpa de la democracia los alemanes estaban en minoría ante el parlamento austriaco (aunque, en principio, esto tampoco contradice la legitimidad de la democracia, pues la solución sería que la parte alemana de Austria se incorporara a Alemania para ser gobernada por un parlamento íntegramente alemán). Desarrollando esta primera aproximación ridiculiza al parlamento austriaco:

El contenido intelectual de lo que se discutía era de una "elevación" deprimente, a juzgar por lo que se podía comprender del parloteo, pues algunos diputados no hablaban alemán y sí en lenguas eslavas, o mejor dicho, en sus dialectos. Lo que hasta entonces sólo conocía a través de las páginas de los periódicos, tuve ahora la oportunidad de escucharlo con mis propios oídos. Era una masa agitada que gesticulaba y gritaba en todos los tonos. Un anciano inofensivo se esforzaba, sudando por todos los poros, para restablecerla dignidad de la casa, agitando una campanilla, o hablando con benevolencia, o bien amenazando. No pude contener la risa. mudado hasta el extremo de no reconocerse. La sala estaba completamente vacía. Se dormitaba en los primeros escaños. Algunos diputados se encontraban en sus sitios y bostezaban. Uno de ellos "hablaba". Estaba presente un vicepresidente de la Cámara, el cual, visiblemente enfadado, recorría la sala con los ojos.

Pero a partir de aquí da un paso adelante y empieza a atacar el parlamentarismo en sí, no ya su realización presuntamente imperfecta en Austria. He aquí una afirmación un tanto chocante:

La democracia del mundo occidental es hoy la precursora del marxismo, el cual sería inconcebible sin ella. Es la democracia la que en primer término proporciona a esta peste mundial el campo propicio donde el mal se propaga después.

Cada vez es más evidente que Hitler confunde, ya fuera accidental o intencionadamente, la socialdemocracia con el comunismo. El mero hecho de que hable de marxismo en lugar de comunismo ya indica que no estaba completamente al día en la rápida evolución que había experimentado el socialismo en las últimas décadas. El caso era que Lenin y los comunistas condenaban la democracia con tanta vehemencia o más que él mismo. Lenin necesitaba poco más que calificar de "burguesa" a la democracia para deslegitimarla. Los argumentos de Hitler son más sutiles:

Lo que más me preocupó en la cuestión del parlamentarismo fue la notoria falta de un elemento responsable. Por funestas que pudieran ser las consecuencias de una ley sancionada por el Parlamento, nadie lleva la responsabilidad ni a nadie le es posible exigirle cuentas. ¿O es que puede llamarse asumir responsabilidad el hecho de que después de un fiasco sin precedentes dimita el gobierno culpable, o cambie la coalición existente, o, por último, se disuelva el Parlamento? ¿Puede acaso hacerse responsable a una vacilante mayoría? ¿No es cierto que la idea de responsabilidad presupone la idea de la personalidad? ¿Puede prácticamente hacerse responsable al dirigente de un gobierno por hechos cuya gestión y ejecución obedecen exclusivamente a la voluntad y al arbitrio de una pluralidad de individuos? ¿O es que la misión del gobernante —en lugar de radicar en la concepción de ideas constructivas y planes— consiste más bien en la habilidad con que éste se empeñe en hacer comprensible a un hato de borregos lo genial de sus proyectos, para después tener que mendigar de ellos mismos una bondadosa aprobación? ¿Cabe en el criterio del hombre de Estado poseer en el mismo grado el arte de la persuasión, por un lado, y por otro la perspicacia política necesaria para adoptar directivas o tomar grandes decisiones? ¿Prueba acaso la incapacidad de un Führer el solo hecho de no haber podido ganar en favor de una determinada idea el voto de mayoría de un conglomerado resultante de manejos más o menos honestos? ¿Fue acaso alguna vez capaz ese conglomerado de comprender una idea, antes de que el éxito obtenido por la misma revelara la grandiosidad de ella? ¿No es en este mundo toda acción genial una palpable protesta del genio contra la indolencia de la masa? ¿Qué debe hacer el gobernante que no logra granjearse el favor de aquel conglomerado para la consecución de sus planes? ¿Deberá sobornar? ¿O bien, tomando en cuenta la estulticia de sus conciudadanos, tendrá que renunciar a la realización de medidas reconocidas como vitales, dejando el gobierno, o quedarse en él a pesar de todo? ¿No es cierto que en un caso tal el hombre de verdadero carácter se coloca frente a un conflicto insoluble entre su comprensión de la necesidad y su rectitud de criterio o, mejor dicho, su honradez? ¿Dónde acaba aquí el límite entre la noción del deber para la colectividad y la noción del deber para la propia dignidad personal? ¿No debe todo Führer de verdad rehusar que de ese modo se le degrade a la
categoría de traficante político? ¿O es que, inversamente, todo traficante deberá sentirse predestinado a "especular" en política, puesto que la suprema responsabilidad jamás pesará sobre él, sino sobre un anónimo e inaprensible conglomerado de gentes? Sobre todo, ¿no conducirá el principio de la mayoría parlamentaria a la demolición de cualquier idea de liderazgo? Pero, ¿es que aún cabe admitir que el progreso del mundo se debe a la mentalidad de las mayorías y no al cerebro de unos cuantos? ¿O es que se cree que tal vez en el futuro se podría prescindir de esta condición previa, inherente a la cultura humana? ¿No parece, por el contrario, que ella es hoy más necesaria que nunca?

Siguiendo esta línea de razonamiento, llega a concluir que:

No existe un principio que, objetivamente considerado, sea tan errado como el parlamentario.

Después de una digresión contra el periodismo que condiciona la opinión pública, Hitler sigue argumentando que una elección democrática no garantiza que los parlamentarios elegidos sean genios, los cuales además se ven obligados a decidir sobre cuestiones de todo tipo, sobre muchas de las cuales es imposible que entiendan nada, pues nadie puede saber de todo. En incluso llega a afirmar que la democracia sólo puede ser aplaudida por los judíos. Por el contrario:

En oposición a ese parlamentarismo democrático está la genuina democracia germánica de la libre elección del Führer, que se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos. Una democracia tal no supone el voto de la mayoría para resolver cada cuestión en particular, sino llanamente la voluntad de uno solo, dispuesto a responder de sus decisiones con su propia vida y haciendo entrega de sus propios bienes.

La objeción obvia a todo esto es que quién elije a ese Führer o, mejor aún, qué sucedería si algún fanático lunático militarista llegara a convertirse en Führer y pudiera llegar a desencadenar una segunda guerra mundial o provocar un holocausto, Pero Hitler anticipa la respuesta con un argumento que maravilla por la ingenuidad que tenían que tener sus lectores para tragárselo:

Si se hiciese la objeción de que bajo tales condiciones difícilmente podrá hallarse al hombre resuelto a sacrificarlo personalmente todo en pro de tan arriesgada empresa, habría que responder: "Gracias a Dios, el verdadero sentido de una democracia germánica radica justamente en el hecho de que no puede llegar al gobierno de sus conciudadanos sino por medios vedados cualquier indigno arribista o emboscado moral, ya que la magnitud misma de la responsabilidad a asumir amedrenta a ineptos y pusilánimes". Y si aún, pese a todo esto, intentase deslizarse un individuo de tales características, fácilmente se le podría identificar y apostrofar: "¡Apártate, cobarde, que tus pies no profanen el Panteón de la Historia, destinado a héroes y no a mojigatos intrigantes!".

Una vez más, Hitler confluye con Lenin al argumentar que sus propios planteamientos justifican la negación de toda legitimidad al gobierno establecido, por democrático que sea:

La autoridad del Estado no puede ser un fin en sí misma, porque ello significaría consagrar la inviolabilidad de toda tiranía en el mundo. Si por los medios que están al alcance de un gobierno se precipita una nacionalidad en la ruina, entonces la rebelión no es sólo un derecho, sino un deber para cada uno de los hijos de ese pueblo. La pregunta: "¿cuándo se presenta este caso?", no se resuelve mediante disertaciones teóricas, sino por la acción y por el éxito.
Como todo gobierno, por malo que sea y aún cuando haya traicionado una y mil veces los intereses de una nacionalidad, reclama para sí el deber que tiene de mantener la autoridad del Estado, el instinto de conservación nacional en lucha contra un gobierno semejante tendrá que servirse, para lograr su libertad o su independencia, de las mismas armas que aquél emplea para mantenerse en al mando. Según esto, la lucha será sostenida por medios "legales" mientras el poder que se combate no utilice otros; pero no habrá que vacilar ante el recurso de medios ilegales si es que el opresor mismo se sirve de ellos.
En general, no debe olvidarse que la finalidad suprema de la razón de ser de los hombres no reside en el mantenimiento de un Estado o de un gobierno: su misión es conservar su Raza. Y si esta misma se hallase en peligro de ser oprimida o hasta eliminada, la cuestión de la legalidad pasa a un plano secundario. Entonces poco importará ya que el poder imperante aplique en su acción los mil veces llamados medios "legales"; el instinto de conservación de los oprimidos podrá siempre justificar en grado superlativo el empleo de todo recurso.
Sólo así se explican en la Historia ejemplos edificantes de luchas libertarias contra la esclavitud (interna o externa) de los pueblos. En este caso el derecho humano se impone sobre el derecho político. Si un pueblo sucumbe sin luchar por los derechos del hombre, es porque al haber sido pesado en la balanza del Destino resultó demasiado débil para tener la suerte de seguir subsistiendo en el mundo terrenal. Porque quien no está dispuesto a luchar por su existencia o no se siente capaz de ello es que ya está predestinado a desaparecer, y esto por la justicia eterna de la Providencia. ¡El mundo no se ha hecho para los pueblos cobardes! Cuán fácil es a una tiranía protegerse con el manto de "legalidad", quedó clara y elocuentemente demostrado con el ejemplo de Austria.

A continuación Hitler entra en detalles sobre la situación del movimiento pangermánico en Austria, y del papel de la religión en la política. En este párrafo Hitler muestra sus cartas con claridad:

El arte de todos los grandes conductores de pueblos, en todas las épocas, consiste, en primer lugar, en no dispersar la atención de un pueblo y sí en concentrarla contra un único adversario. Cuanto más concentrada esté la voluntad combativa de un pueblo, tanto mayor será la atracción magnética de un Movimiento y más formidable el ímpetu del golpe. Forma parte de la genialidad de un gran conductor hacer que parezcan pertenecer a una sola categoría incluso adversarios diferentes, por cuanto el reconocimiento de varios enemigos fácilmente conduce a la duda sobre el derecho de su propia causa. Después que la masa vacilante se ve en lucha contra muchos enemigos, surge inmediatamente la objetividad y la pregunta de sí realmente todos están equivocados o sólo el propio pueblo o el propio Movimiento es el que tiene la razón. Con esto aparece el primer colapso de la propia fuerza. de ahí que sea necesario que una mayoría de adversarios sea siempre considerada en bloque, de manera que la masa de los propios adeptos estime que la lucha se dirige contra un enemigo único. Esto fortalece la fe en la propia causa y aumenta la indignación contra el enemigo.

Hay quienes piensan que el antisemitismo era una excentricidad en la ideología de Hitler. Si por "excentricidad" entendemos "locura", era mucho más que eso, obviamente, pero si entendemos algo secundario o prescindible, nada más lejos de la realidad. Los judíos eran para Hitler lo que la burguesía era para Lenin. No se puede poner en acción a una masa sin proporcionarle un enemigo claro. Lenin usó la burguesía como blanco de las iras de sus seguidores, y no se mostró con ella menos brutal y deleznable que Hitler con los judíos. Hitler podía condenar (y lo hacía) la conducta de parte de la burguesía, pero no podía convertirla en el enemigo porque eso sería destructivo, y la vocación de Hitler era constructiva: quería regenerar el Estado asegurando la justicia social (entiéndase que esto es meramente la teoría, claro, pues el paso a la práctica fue tan infame como en el caso del comunismo) así que tenía que buscarte otro enemigo que no le cercenara radicalmente un estrato social de Alemania. La aversión racial a los extranjeros no era suficiente, pues un enemigo lejano sirve de poco. Por el contrario, erradicar a los judíos supondríaa un corte longitudinal en el país, dejando sanos representantes de todos los niveles económicos y sociales, nada que se opusiera a un plan de regeneración nacional. Por supuesto, era necesario incidir entonces en que los judíos no eran alemanes, cosa que Hitler repetía una y otra vez.

Ésta es otra de las razones de la debilidad a largo plazo del nazismo frente al comunismo: el odio a la burguesía es exportable fácilmente a cualquier país y momento histórico (a poco que exista un nivel suficiente de injusticia social), mientras que el odio a los judíos deja indiferente a la población en la mayoría de los contextos. Los neonazis tratan de sustituirlo por el odio a los inmigrantes de otras razas, pero tampoco causa el mismo efecto, porque en la Alemania de Hitler había judíos poderosos que cumplían a la perfección su papel de objeto de las iras, mientras que los inmigrantes que pretenden denunciar los neonazis son pobres gentes que difícilmente pueden despertar otra cosa que no sea compasión, salvo a quienes no tienen otra forma de considerarse superiores fijando un listón muy bajo con el que compararse y, aun así, tratando de rebajarlo aún más con cualquier argumento.

Capítulo IV. MUNICH

En 1912, a los 28 años, Hitler emigró a Alemania, a Munich. Empieza, cómo no, describiendo la satisfacción que le proporcionaba estar en una ciudad netamente alemana, y no en la Babilonia que era para él la Viena de su tiempo. Después pasa a analizar la política alemana del momento, censurando la ingenuidad del gobierno alemán al pensar que podría contar con Austria como un sólido aliado, cuando los intereses de Austria estaban más ligados a contentar a las partes eslavas de su Imperio que a los alemanes. Luego discute distintas posibilidades para el desarrollo económico de Alemania y sus posibles alianzas internacionales, todo ello sazonado con algún toque de antisemitismo, antimarxismo y también otro "-ismo" que a Hitler le provocaba también urticaria: el pacifismo, pero esta idea la desarrolla en el capítulo siguiente:

Capítulo V. LA GUERRA MUNDIAL

La introducción a este capítulo pone de manifiesto el belicismo enfermizo de Hitler:

Nada me había entristecido tanto en los agitados años de mi juventud como la idea de haber nacido en una época que parecía erigir sus templos de gloria exclusivamente para comerciantes y funcionarios. Los acontecimientos históricos daban la impresión de haber llegado a un grado de aplacamiento que bien podía creerse que el futuro pertenecía realmente sólo a la "competencia pacífica de los pueblos" o, lo que es lo mismo, a un tranquilo y mutuo engaño con exclusión de métodos violentos de acción. Los Estados iban asumiendo cada vez más el papel de empresas que se socavaban recíprocamente y que también recíprocamente se arrebataban clientes y pedidos, tratando de aventajarse los unos a los otros por todos los medios posibles y todo esto en medio de grandes e inofensivos aspavientos. Semejante evolución no solamente parecía persistir, sino que por recomendación universal debía también en el futuro transformar al mundo en un único y gigantesco bazar, en cuyos halls se colocarían, como símbolos de la inmortalidad, las efigies de los especuladores más refinados y de los funcionarios de administración más desidiosos. De vendedores podían hacer los ingleses, de administradores los alemanes y de propietarios no otros, por cierto, que los judíos, puesto que, como ellos mismos confiesan, siempre lucran, nunca les toca "pagar" y, además de eso, hablan la mayoría de las lenguas. ¿Por qué no nací cien años antes, verbigracia, en la época de las guerras libertarias, en que el hombre valía realmente algo, aun sin tener un "negocio"?

Luego comenta con admiración algunas de las guerras más recientes y enseguida pasa al asesinato del archiduque Francisco-Fernando. En primer lugar trata de exonerar a Austria de la responsabilidad de la guerra:

¡No! Evidentemente que no es justo atribuirles a los círculos oficiales de Viena el haber instado a la guerra, pensando que quizá se la hubiera podido evitar todavía. Esto ya no era posible; cuanto más, se habría podido aplazar por uno o dos años. Pero en esto residía precisamente la maldición que pesaba sobre la diplomacia alemana y también sobre la austriaca, que siempre tendían a dilatar las soluciones inevitables, para luego verse obligadas a actitudes decisivas en el momento menos oportuno. Puédese estar seguro de que una nueva tentativa para salvar la paz habría conducido tan sólo a precipitar la guerra, seguramente en una época todavía más desfavorable. Quien no quisiese esta guerra debería tener el valor de cargar con las consecuencias. [...] ultimátum, en nada habría cambiado la situación. Cuanto mucho habría sido barrido del poder por la indignación popular. Ante los ojos de la gran masa del pueblo, el tono del ultimátum todavía era demasiado blando, y de ningún modo le parecía brutal. En él no se contenían excesos. Quien hoy procure negar eso, o es un desmemoriado o un mentiroso consciente.

Teniendo en cuenta que Hitler escribió esto años después de que la guerra hubiera acabado, esto es escalofriante:

Aquellas horas fueron para mí una liberación de los desagradables recuerdos de juventud. Hasta hoy no me avergüenzo de confesar que, dominado por un entusiasmo delirante, caí de rodillas y, de todo corazón, agradecí a los cielos haberme proporcionado la felicidad de haber vivido en esa época.

La deformada imagen de la guerra que tenía Hitler iba por esta línea:

Estalló una gigantesca lucha libertaria, gigantesca como ninguna otra en la Historia. Apenas se hubo desencadenado la fatalidad, cundió en la gran masa del pueblo la convicción de que esta vez no iba a tratarse de la suerte aislada de Serbia o de Austria, sino de la existencia de la Nación alemana. [...] Mi criterio personal en cuanto al conflicto era claro y sencillo: Austria no se empeñaba por obtener una satisfacción de parte de Serbia, sino que al arrastrar consigo a la Nación alemana la obligaba a ésta a luchar por su existencia, por su autonomía y por su porvenir. La obra de Bismarck debía ponerse a prueba: aquello que nuestros abuelos habían alcanzado en las batallas de Weissenburg, Sedán y París a costa del heroico sacrificio de su sangre, tenía que lograrlo ahora de nuevo el joven Reich alemán. Coronada victoriosamente la lucha, nuestra Nación habría vuelto a colocarse por virtud de su pujanza exterior en el círculo de las grandes potencias. Sólo entonces podía Alemania constituirse en un poderoso baluarte de paz, sin tener que restringir a sus hijos el pan cotidiano por amor a la paz universal.

Hitler se alistó inmediatamente, pasó por un periodo de entrenamiento, y fue destinado al frente en Flandes. Tras describir el romántico encanto de la guerra, dedica un momento de atención a los políticos:

Hasta hoy soy de la opinión que el chofer más humilde prestó al país servicios mayores que el primero, digámoslo así, de los "parlamentarios". Nunca odié tanto a estos charlatanes como en aquel tiempo, en que cada individuo decidido que tenía algo que decir, o gritaba en la cara de sus enemigos o se callaba oportunamente y cumplía silenciosamente su deber, fuese donde fuese. De hecho, en aquella época, odiaba a esos "políticos", y, si hubiese sido por mí, los habría mandado inmediatamente a formar un batallón parlamentario de zapadores. Sólo así ellos podrían, completamente a voluntad, expandir entre sí su verborrea, sin incomodar o perjudicar al resto de la Humanidad honesta y decente.

También arremete contra la prensa:

Después de las primeras noticias de las victorias, un sector de la prensa comenzó a dejar caer, sobre el entusiasmo general, algunas gotas de embrutecimiento, y eso lenta e imperceptiblemente para muchos. Actuaba, esa misma prensa, bajo el disfraz de buena voluntad, de buenas intenciones y hasta incluso de celo por la muerte del soldado. Recelaba en festejar las victorias con exceso. Además de eso, existía el pensamiento de que esa forma de celebrar los éxitos militares no era digna de una gran Nación. Se
pensaba que la bravura y el heroísmo del soldado alemán deberían ser naturales, sin espectacularidades. Los alemanes no se debían dejar arrastrar por manifestaciones de
alegrías irreflexivas que repercutirían en el extranjero, el cual apreciaría la manera tranquila y digna de la alegría, más que una exaltación desmedida. Nosotros mismos, añadían, no deberíamos olvidar que la guerra no estaba dentro de nuestro programa, y, por eso, no deberíamos avergonzarnos de confesar abiertamente que, en cualquier momento, contribuiríamos con nuestro esfuerzo a la confraternización de la Humanidad. No era, pues, conveniente empañar la pureza de las acciones del Ejército con un griterío demasiado espectacular. El resto del mundo acogería muy mal esa manera de reaccionar. Nada es más admirado que la modestia con que un verdadero héroe olvida, silenciosa y calmadamente, sus mayores hazañas. En vez de agarrar a esas personas por las orejas y colgarlas de un árbol con una cuerda, para que la Nación en fiesta no pudiese ofender la sensibilidad estética de tales escritores, se comenzó a proceder en realidad contra la manera "inadecuada" de celebrar las victorias. No se tenía la menor idea de que el entusiasmo, una vez apagado, nunca más puede ser provocado cuando se desee. Es una embriaguez y debe ser mantenido en ese estado. ¿Cómo, por el contrario, se podría mantener una lucha sin esa fuerza de entusiasmo, principalmente tratándose de una lucha que iba a poner a prueba, de una manera inédita, las cualidades morales de la Nación?

Luego le toca al turno al "marxismo" identificado con el "judaísmo" (se ve que Hitler aplica su propia receta, confesada un poco antes, de hacer que dos enemigos parezcan el mismo):

El marxismo, cuyo supremo objetivo es y será siempre la destrucción de todo Estado nacional no judío, debió de ver con horror que en el mes de julio de aquel año el proletariado alemán, al cual tenía cogido en su red, despertó para ponerse hora por hora, con creciente celeridad, al servicio de la Patria. En pocos días quedó desvanecida toda la apariencia de ese infame engaño al pueblo y de un momento a otro la banda de dirigentes judíos viose sola y abandonada, como si no existiera huella del absurdo y del desvarío que infiltraron en la psicología de las masas durante sesenta años. Fue un instante sombrío para los defraudadores de la clase obrera del pueblo alemán; pero tan pronto como esos dirigentes se percataron del peligro que corrían, cubriéronse hasta las narices con el manto de la mentira y fingieron participar de la exaltación cívica nacional. Había llegado el momento de arremeter contra toda la fraudulenta comunidad de estos judíos envenenadores del pueblo. Se debería haber actuado sin consideraciones para con las lamentaciones que probablemente se desencadenarían. En agosto de 1914 habían desaparecido, como por encanto, las ideas huecas de solidaridad internacional y, en su lugar, pocas semanas más tarde, llovían, sobre los cascos de las columnas en marcha, las bendiciones fraternales de los shrapnel americanos.

Hitler opina que en ese momento se daban las circunstancias idóneas que podrían haber permitido al gobierno acabar definitivamente con el marxismo:

¿Qué debió hacerse? A los dirigentes del Movimiento detenerlos, procesarlos y librar de ellos a la Nación. Debieron emplearse, con la máxima energía, todos los medios
de acción judicial para aniquilar a esa plaga. Los partidos debieron disolverse, y el Reichstag llamado a razón por la fuerza convincente de las bayonetas. Lo mejor hubiera sido incluso disolverlo. De la misma manera que la República hoy tiene medios para disolver los partidos, en aquella época, con más razón, se debería haber echado mano de tal recurso, pues se trataba de una cuestión de vida o muerte de toda una Nación.

Sin embargo, él mismo encuentra un obstáculo a la puesta en práctica de su idea:

Las ideas, igual que los movimientos que tienen una determinada base espiritual, sea cierta o equivocada, sólo pueden, después de alcanzado un cierto período de su
evolución, ser destruidos por procesos técnicos de violencia cuando esas armas son en sí portadoras de un nuevo pensamiento encendido, de una idea, de un principio universal. El empleo exclusivo de la violencia, sin el estímulo de un ideal preestablecido, no puede conducir nunca a la destrucción de una idea o evitar su propagación, excepto si esa violencia tomara la forma de exterminio irreductible del último de los adeptos del nuevo credo y de su propia tradición. Eso significa, por tanto, en la mayoría de los casos, la segregación de un organismo político del círculo de las actividades, a veces por tiempo indefinido e incluso para siempre. La experiencia ha demostrado que un sacrificio tal de sangre alcanza de lleno a la parte más valiosa de la nacionalidad, pues toda persecución que tiene lugar sin previa preparación espiritual, se revela como moralmente injustificada, provocando vehementes protestas de los más eficaces elementos del pueblo, protesta que redunda generalmente en adhesión al Movimiento perseguido. Muchos proceden de esta manera por un sentimiento de repulsa al combate de las ideas por la fuerza bruta. El número de adeptos crece entonces proporcionalmente a la intensidad de la persecución. Entre tanto, el exterminio sin descanso de la nueva doctrina sólo podrá ser posible a costa de la grande y el creciente diezmo de los que la aceptan, diezmo que, en última instancia, conducirá al pueblo o al gobierno al empobrecimiento. Tal proceso será, desde el principio, inútil, cuando la doctrina a combatir ya haya sobrepasado cierto círculo restringido.
Es por eso que aquí, como en cualquier proceso de crecimiento, el período de infancia es el que está más expuesto a la destrucción, en cuanto que, con el correr de los años, la fuerza de resistencia aumenta, para sólo ceder el sitio a la nueva infancia con la aproximación a la debilidad senil, si bien bajo otra forma y por diferentes motivos. De hecho, casi todas las tentativas de, por medio de la fuerza, y sin base espiritual, destruir una doctrina, conducen al fracaso y no raras veces al contrario de lo deseado, y ello por los motivos siguientes:
La primera de todas las condiciones para una lucha por la fuerza bruta es la persistencia. Esto quiere decir que sólo hay posibilidades de éxito en el combate a otra doctrina cuando se emplean métodos de represión uniformes y continuos. Por el contrario, si, con indecisión, se alterna la fuerza con la tolerancia, sucederá que no solamente la doctrina a destruir conseguirá fortalecerse más sino que quedará en situación de sacar nuevos provechos de cada persecución, puesto que, superada la primera ola de represión, la indignación por el sufrimiento le reportará nuevos adeptos, en tanto que los ya existentes permanecerán cada vez más fieles. Incluso aquellos que hayan abandonado las filas, pasado el peligro, volverán a ellas. La condición esencial del éxito es la aplicación constante de la fuerza. La continuidad es siempre el resultado de una convicción espiritual determinada. Toda fuerza que no provenga de una firme base espiritual se vuelve indecisa y vaga. Le faltará la estabilidad que sólo podrá reposar en cierto fanatismo. Emana de la energía y decisión del individuo. Está, además, sujeta a modificaciones de acuerdo con la personalidad que la adopta. Esto es, con la fuerza y el modo de ser de cada uno. [...]
Cuanto más me preocupaba con la idea de una modificación de actitud del gobierno en relación a la socialdemocracia —partido que en aquel momento representaba al marxismo—, tanto más me apercibía de la falta de un sucedáneo para esa doctrina. ¿Qué se ofrecería a las masas en la hipótesis de la caída de la socialdemocracia? No existía un Movimiento del cual fuese lícito esperar que pudiese atraer a las masas obreras, en ese momento más o menos sin jefes. Sería rematada ingenuidad imaginar que
el fanático internacional, que ya había abandonado el partido de clase, se decidiera a entrar a formar parte de un partido burgués, por tanto en una nueva organización de clase.

Hitler termina dejando caer que estas reflexiones lo llevaron a pensar que tal vez algún día se dedicaría a la política para llenar ese vacío.

Capítulo VI. PROPAGANDA DE GUERRA

Este breve capítulo contiene reflexiones diversas sobre la guerra. Si los pasajes precedentes muestran la frialdad casi leninista con la que Hitler podía hablar del exterminio de las ideas opuestas a las suyas, aquí su inmoralidad y su degradación se muestran abiertamente con toda claridad:

En el momento en que los pueblos de este planeta luchan por su existencia, esto es, cuando se les hace inminente el problema decisivo de ser o no ser, quedan reducidas a la nada las consideraciones humanitarias o estéticas. Porque esas ideas se originan más bien en la imaginación de los hombres con seguridad existencial. Con su marcha de este
mundo, desaparecen también esas ideas, pues la Naturaleza las desconoce. Incluso entre los hombres ellas son propias sólo de algunos pueblos o, mejor, de ciertas razas, en la medida que éstas provienen del sentimiento de esos mismos pueblos o razas. El sentimiento humanitario y estético desaparecería, hasta incluso de un mundo habitado, una vez que desaparecieran las razas creadoras y portadoras de esas ideas.

Vamos, que los que pongan objeciones de índole humanitario (o ético, aunque Hitler prefiere decir "estético") a su proyecto de exterminar a la socialdemocracia, también deben ser exterminados, y una vez hayan desaparecido ya no habrá que preocuparse por la molesta ética, que habrá desaparecido con ellos. Un poco de cinismo no viene mal para reforzar esta tesis:

Por lo que al humanitarismo respecta, ya Moltke dijo que en la guerra lo humanitario radicaba en la celeridad del procedimiento; es decir, que estaba en relación directa con el empleo de los medios de lucha más eficaces.

Y algunos juegos de palabras (basados en la intencional confusión entre "ética" y "estética") también quedan bien:

A aquellos que procuran argumentar en esos temas con palabras tales como estética y otras, se les puede responder de la siguiente manera: las cuestiones vitales de la importancia de la lucha por la vida de un pueblo anulan todas las consideraciones de orden estético. La mayor fealdad en la vida humana es y será siempre el yugo de la esclavitud. ¿Será posible que esos decadentes de Schwabing consideren "estética" la suerte actual del pueblo alemán? Es verdad que, con los judíos, que son los modernos inventores de esa "cultura perfumada", no se debe discutir sobre esos asuntos. Toda su existencia es una viva protesta contra la estética de la imagen del Supremo Creador.

A continuación vuelve a centrarse en el tema principal del capítulo y da una lección magistral a todo aspirante a dictador (aunque es una lección que todos los gobiernos dictatoriales y algunos que no lo son conocen bien):

El fin de la propaganda no es la educación científica de cada cual, y sí llamar la atención de la masa sobre determinados hechos, necesidades, etcétera, cuya importancia sólo de esta forma entra en el círculo visual de la masa. El arte está exclusivamente en hacer esto de una manera tan perfecta que provoque la convicción de la realidad de un hecho, de la necesidad de un procedimiento, y de la justicia de algo necesario. La propaganda no es y no puede ser una necesidad en sí misma, ni una finalidad. De la misma manera como en el supuesto del cartel, su misión es la de llamar la atención de la masa y no enseñar a los cultos o a aquellos que procuran cultivar su espíritu; su acción debe estar cada vez más dirigida al sentimiento y sólo muy condicionalmente a la llamada razón.
Toda acción de propaganda tiene que ser necesariamente popular y adaptar su nivel intelectual a la capacidad receptiva del más limitado de aquellos a los cuales está destinada. De ahí que su grado netamente intelectual deberá regularse tanto más hacia abajo, y cuanto más grande sea el conjunto de la masa humana que ha de abarcarse. Mas, cuando se trata de atraer hacia el radio de influencia de la propaganda a toda una Nación, como exigen las circunstancias en el caso del sostenimiento de una guerra, nunca se podrá ser lo suficientemente prudente en lo que concierne a cuidar que las formas intelectuales de la propaganda sean simples en lo posible. Cuanto más modesta sea su carga científica y cuanto más tenga en consideración el sentimiento de la masa, tanto mayor será su éxito. Esto, sin embargo, es la mejor prueba de lo acertado o erróneo de una propaganda, y no la satisfacción de las exigencias de algunos sabios o jóvenes estetas. El arte de la propaganda reside justamente en la comprensión de la mentalidad y de los sentimientos de la gran masa. Ella encuentra, por la forma psicológicamente adecuada, el camino para la atención y para el corazón del pueblo. Que nuestros sabios no comprendan esto, la causa reside en su pereza mental o en su orgullo. Comprendiéndose la necesidad de la conquista de la gran masa, por medio de la propaganda, se saca la siguiente conclusión: es errado querer dar a la propaganda la variedad, por ejemplo, de la enseñanza científica.
La capacidad receptiva de la gran masa es sumamente limitada y no menos pequeña su facultad de comprensión; en cambio, es enorme su falta de memoria. Teniendo en cuenta estos antecedentes, toda propaganda eficaz debe concretarse sólo a muy pocos puntos y saberlos explotar como apotegmas hasta que el último hijo del pueblo pueda formarse una idea de aquello que se persigue. En el momento en que la propaganda sacrifique ese principio o quiera hacerse múltiple, quedará debilitada su eficacia por la sencilla razón de que la masa no es capaz de retener ni asimilar todo lo que se le ofrece. Y con esto sufre detrimento el resultado, para acabar a la larga por ser completamente nulo

Un ejemplo práctico muy certero (Hitler suele ser muy sensato cuando trata cuestiones eminentemente prácticas):

Fue un error fundamental ridiculizar al adversario como lo hacía la propaganda de las hojas humorísticas de Austria y Alemania. Error fundamental, porque el individuo, cuando llegaba el momento de verse cara a cara con el enemigo, cambiaba por completo la idea que tenía, lo cual debió, por cierto, traer muy graves consecuencias. Bajo la impresión inmediata de la resistencia que oponía el adversario, el soldado alemán se sintió defraudado por aquellos que hasta entonces habían ilustrado su criterio, y en lugar de experimentar una reacción de mayor espíritu combativo, o por lo menos una consolidación del mismo, se produjo el fenómeno contrario, sobreviniendo un momentáneo desaliento.
Opuestamente a esto, la propaganda de guerra de los ingleses y de los americanos era psicológicamente adecuada, porque al pintar a los alemanes como a bárbaros, como si fuesen hunos, disponían a sus soldados a los horrores de la guerra y contribuían así a ahorrarles decepciones. El arma más terrible que hubiera podido emplearse contra ellos
no les habría entonces parecido más que una comprobación de lo ya oído, acrecentándose de este modo su fe en la rectitud de las apreciaciones de su gobierno y ahondando por otra parte su furor y su odio contra el enemigo maldito. El cruel efecto del arma del adversario que comenzaba a experimentar le parecía, al poco tiempo, una prueba de la brutalidad feroz del enemigo "bárbaro", del que ya había oído hablar, sin que, por un instante, hubiese sido inducido a pensar que sus propias armas fuesen, muy posiblemente, de acción más devastadora.
Así fue como el soldado inglés jamás tuvo la impresión de haber sido falsamente informado en su país, muy al contrario de lo que por desgracia ocurría con el soldado alemán, que acabó por rechazar en general como "embustes" las informaciones de propaganda que recibía desde retaguardia. Todo ello era la resultante de encomendar ese servicio de propaganda al primer burro que se encontraba, en vez de comprender que para este servicio era necesario un profundo conocedor del alma humana.

No detallamos más por brevedad, pero la teoría hitleriana sobre la propaganda no tiene desperdicio y su lucidez es incuestionable.

Capítulo VII. LA REVOLUCIÓN

Este capítulo trata del final de la guerra, que Hitler presenta envuelto en la teoría conspiratoria de la puñalada por la espalda:

Cuando ya se esperaba oír el rodar uniforme de las divisiones de ataque del Ejército alemán en marcha, y cuando se pensaba en el juicio final, es cuando se enciende en Alemania una luz roja que proyecta su esperanza hasta el último agujero de la trinchera enemiga. En el momento en que las divisiones alemanas recibían las esperadas instrucciones para la gran ofensiva, estalla la huelga en Alemania. El mundo quedó estupefacto en el primer momento, pero, en seguida, como librándose de una pesadilla, la propaganda antialemana se lanzó a explotar aquella ventaja en la hora suprema. Súbitamente se había encontrado el recurso capaz de levantar el ánimo deprimido de las tropas aliadas, de presentar la probabilidad de victoria como una certeza y de transformar la pavorosa depresión, con relación a los acontecimientos venideros, en confianza absoluta. Se podía ahora inculcar a los regimientos, hasta entonces en la expectativa del ataque alemán, la convicción, en la mayor batalla de todos los tiempos, de que la decisión final de esa guerra no dependería del arrojo de la ofensiva alemana y sí de su persistencia en la defensa. De nada les servirá a los alemanes —se decía— obtener cuantas victorias quieran, puesto que en su país no habrá de ser el Ejército vencedor el que haga su entrada triunfal, sino la Revolución. Ésta es la creencia que comenzó a inculcar en el alma de sus lectores la prensa inglesa, francesa y americana, mientras la acción de una habilísima propaganda levantaba la moral de las tropas aliadas en el frente. "¡Alemania en vísperas de la Revolución!" "¡La victoria de los Aliados inevitable!". Éste fue el mejor remedio para poner al indeciso tommy y al poilu de nuevo firmes sobre las piernas. Podían ahora hacer funcionar de nuevo los fusiles y las ametralladoras, y en lugar de una fuga en pánico, se estableció una resistencia llena de esperanzas.

Hitler resultó herido dos veces durante la guerra (tras su primera visita al hospital había solicitado su regreso al frente lo antes posible), la segunda a causa de las bombas de gas empleadas por los británicos, y fue en el hospital donde recibió la noticia del fin de la guerra. Su descripción del momento es digna de admiración:

El 10 de noviembre vino el pastor del hospital para dirigirnos algunas palabras. Fue entonces cuando lo supimos todo. Estuve presente y quedé profundamente emocionado. El venerable anciano parecía temblar intensamente al comunicarnos que la Casa de los Hohenzollern había dejado de llevar la Corona Imperial Alemana, que el Reich se había erigido en "República", y que sólo quedaba pedir al Todopoderoso que diese su bendición a esa transformación y no abandonase a nuestro pueblo en el futuro. Él no podía dejar de, en pocas palabras, recordar a la Casa Imperial; quería rendir homenaje a los servicios de esa Casa en Prusia, en Pomerania, en fin, en toda la Patria alemana y, en ese momento, el buen anciano comenzó a llorar. En la pequeña sala había un profundo desánimo en todos los corazones y creo que no había quien pudiese contener sus lágrimas. Pero cuando el pastor siguió informándonos que nos habíamos visto obligados a dar término a la larga contienda, que nuestra Patria, por haber perdido la guerra y estar ahora a la merced del vencedor, quedaba expuesta en el futuro a graves humillaciones; que el armisticio debía ser aceptado confiando en la generosidad de nuestros enemigos de antes, entonces no pude más. Mis ojos se nublaron y a tientas regresé a la sala de enfermos, donde me dejé caer sobre mi lecho, ocultando mi confundida cabeza entre las almohadas. Desde el día en queme vi ante la tumba de mi madre, no había llorado jamás.
Cuando en mi juventud el Destino me golpeaba despiadadamente, mi espíritu se reconfortaba; cuando en los largos años de la guerra, la muerte arrebataba de mi lado a compañeros y camaradas queridos, habría parecido casi un pecado el sollozar. ¡Morían por Alemania! Y cuando finalmente, en los últimos días de la terrible contienda, el gas deslizándose imperceptiblemente comenzara a corroer mis ojos y yo, ante la horrible idea de perder para siempre la vista estuviera a punto de desesperar, la voz de la conciencia clamó en mí: ¡Infeliz! ¿Llorar mientras miles de camaradas sufren cien veces más que tú? Y mudo soporté mi Destino. Ahora, sin embargo, no podía más. Ahora era diferente, porque todo sufrimiento material desaparecía ante la desgracia de la Patria.
Todo había sido, pues, inútil; en vano todos los sacrificios y todas las privaciones; inútiles los tormentos del hambre y de la sed durante meses interminables; inútiles también todas aquellas horas en que, entre las garras de la muerte, cumplíamos, a pesar de todo, nuestro deber; infructuoso, en fin, el sacrificio de dos millones de vidas. ¿Sería que no se iban a abrir las tumbas de los cientos de miles que antaño habían partido con fe en la Patria para no regresar? ¿No se abrirían esas tumbas, para enviar a la Nación a los
héroes mudos llenos de barro y ensangrentados, como espíritus vengativos, por la traición del mayor sacrificio que un hombre puede ofrecer en este mundo? ¿Acaso habían muerto para eso los soldados de agosto y septiembre de 1914 y, luego, seguido su ejemplo, en aquel mismo otoño los bravos regimientos de jóvenes voluntarios? ¿Acaso para eso cayeron en la tierra de Flandes aquellos muchachos de 17 años? ¿Pudo ésa haber sido la razón de ser del sacrificio ofrendado a la Patria por las madres alemanas, cuando con el corazón sangrante despedían a sus más queridos hijos, para jamás volverlos a ver? ¿Debió suceder todo eso para que ahora un montón de miserables se apoderase de la Patria? ¿Fue para eso que el soldado alemán había resistido, al sol y a la nieve, sufriendo hambre, sed, frío y cansancio en las noches sin dormir y en las marchas sin fin? ¿Fue para eso que él, siempre con el pensamiento en el deber de proteger a la Patria contra el enemigo, se expuso sin retroceder al infierno del fuego de las baterías y a la fiebre de los gases asfixiantes? En verdad, aquellos héroes merecen una lápida en la que se escriba: "Caminante que vas a Alemania, cuenta a la Nación que aquí reposan los fieles a la Patria, obedientes al deber."

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