TRÁGICO

Cuando al redactor jefe le anunciaron que el cajista Johannes estaba esperando desde hacía una hora en la antesala y no había manera de hacerle desistir o de que aplazase la visita, aquél asintió con una sonrisa algo melancólica y resignada y giró sobre su redonda silla oficinesca para recibir al visitante, que venía hacia él con un andar suave. Sabía de antemano qué clase de asuntos traía entre manos el fiel cajista de blanca barba, sabía que era asunto irremediable, a la vez que sentimental y aburrido; sabía que no podía cumplir los deseos de aquel hombre y que la única satisfacción que podía proporcionarle era escucharle con talante cortés. Y como por otra parte el peticionario - un escritor que había colaborado muchos años en el periódico - no sólo era persona simpática y respetable, sino también un hombre culto, que en el período premoderno había sido escritor muy apreciado, casi famoso, el redactor experimentaba en sus visitas, que tenían lugar una o dos veces por año, siempre con el mismo tema y el mismo resultado - más malo que bueno - un sentimiento mezclado de compasión y perplejidad, sentimiento que se le exacerbó en fuerte malestar cuando el visitante entró calladamente y con toda la cortesía cerró tras de sí la puerta sin producir el menor ruido.

    - Siéntese, Johannes - dijo el redactor jefe en un tono estimulante (casi el mismo tono que empleara con los jóvenes literatos cuando era redactor literario y empleaba actualmente con los jóvenes políticos) -. ¿Qué tal? ¿Trae alguna queja?

    Johannes le miró tímido y triste con sus ojillos cercados de innumerables pequeñas arrugas, ojos infantiles en el rostro de un anciano.

    - Siempre el mismo cantar - contestó con voz suave y dolorida -. Y esto cada vez irá a peor, esto se hunde rápidamente. Últimamente he detectado unos síntomas alarmantes. Lo que hasta hace pocos años al lector medio le ponía los pelos de punta, hoy no sólo se lo traga el lector, en la sección de sucesos y en las páginas deportivas - por no hablar de los anuncios -, sino que se tolera en los folletines, hasta en el artículo de fondo. Estas faltas, enormidades y degeneraciones resultan hoy algo normal, algo que se ha convertido en regla incluso entre literatos de valía. Incluso en usted. Prefiero no hablar ya de esto, pero nuestro lenguaje escrito ha degenerado en una jerga del arroyo, empobrecida y miserable; aquellas formas bellas, selectas, cultas, han desaparecido; desde hace años no es posible hallar en un artículo de fondo un futuro perfecto, y nada digamos de la frase exuberante, amplia, de noble porte y ritmo elástico, un período bien desarrollado, que se recrea en su propia estructura, de bella progresión y grata musicalidad. Todo ha desaparecido. Al igual que en Borneo y en todas aquellas islas han exterminado el ave del paraíso, el elefante y el tigre real, ellos han destruido y aniquilado todas las frases bien torneadas, todas las inversiones, todos los juegos y matices delicados de nuestra bienamada lengua. Sé que la cosa no tiene remedio, pero las faltas directas, los crasos errores, la total indiferencia ante las reglas fundamentales de la lógica gramatical... Ay, señor jefe; se incoa una frase, al estilo tradicional, con un "si bien" o un "por una parte", y a los dos renglones ya se han olvidado los  compromisos, nada complicados por cierto, que han contraído con tal comienzo y giran hacia otra construcción; menos mal que los mejores aún procuran disimular el escándalo con un guión o sofrenarlo tras los bastidores de unos puntos suspensivos. Usted sabe, señor redactor, que este uso del guión forma parte de sus propios recursos gramaticales. Hace unos años, este guión me caía fatal, me repugnaba; pero hoy he llegado al trance de acogerlo con emoción cuando tropiezo con él y de quedarle a usted profundamente agradecido por él, pues siempre es un resto de lo antiguo, un signo de cultura, de mala conciencia, una confesión abreviada y en cifra del escritor, un reconocimiento de sus obligaciones para con las reglas del lenguaje, una señas de que siente remordimiento y deplora el que, con harta frecuencia, forzado por las circunstancias, tenga que delinquir contra el sagrado genio del lenguaje.

    El redactor, que durante este discurso había proseguido, con los ojos cerrados, los cálculos que la visita vino a interrumpir, posó lentamente su mirada sobre Johannes, sonrió con benevolencia y le replicó bondadoso, esforzándose visiblemente por buscar, en atención al viejo, una fraseología correcta:

    - Mire, Johannes, usted tiene toda la razón en lo que dice, y yo se la he dado siempre. Es verdad: aquel lenguaje de otros tiempos, aquel lenguaje culto, de bella factura, que hace dos o tres decenios conocían y dominaban, al menos aproximadamente, nuestros autores, aquel lenguaje pertenece al pasado. Pertenece al pasado, al igual que las construcciones de los egipcios y los sistemas de los gnósticos, al igual que Atenas y Bizancio pertenecen al pasado. Esto es triste, querido amigo, es trágico... (ante esta palabra el cajista se estremeció y abrió los labios como para proferir una exclamación; mas se contuvo y volvió a sumirse en su anterior actitud), pero es nuestro destino dejar que lo fatal se cumpla, aunque sea triste. Como le decía en otra ocasión, es hermoso guardarle una cierta fidelidad al pasado, y en su caso de usted yo no sólo comprendo esta fidelidad, sino que la admiro, pero el apego a cosas y a situaciones que están condenadas a morir debe tener sus límites, y si nos salimos de ellos, si nos aferramos al pasado con demasiada obstinación, nos enfrentamos con la vida, que es más fuerte que nosotros. Yo le comprendo a usted perfectamente, me lo puede creer. Usted, que es un egregio cultivador de aquel lenguaje, de aquella hermosa tradición, usted, el poeta de otros tiempos, tiene que sufrir, naturalmente, más que otros en la situación de decadencia o de transición en que se encuentra nuestro lenguaje y toda nuestra cultura heredada. El hecho de que usted, como cajista, tenga que asistir diariamente a esta decadencia e incluso tomar parte  y, en cierto modo, colaborar en ello, tiene algo de amargo, de trág... (ante esta palabra Johannes volvió a estremecerse, con lo que el redactor automáticamente buscó otro término), tiene algo de ironía del destino. Pero ni usted, ni nadie puede ponerle remedio. Tenemos que adaptarnos y dejar que las cosas sigan su curso.

    El redactor contempló con simpatía el rostro infantil y preocupado del viejo cajista. Había que reconocer que aquellos representantes, ya agónicos, del viejo mundo, del período premoderno, de la época llamada "sentimental", tenían un algo, eran personas agradables, pese a su talante quejumbroso. En el mismo tono bondadoso prosiguió:

    - Usted sabe, querido amigo, que hace alrededor de veinte años se imprimieron en nuestro país los últimos poemas, parte en forma de libros, cosa que ya entonces se iba haciendo muy infrecuente, parte en los folletines de los periódicos. Entonces tuvimos todos la súbita impresión de que algo no rimaba con aquellos poemas, de que eran superfluos, de que no tenían sentido. Entonces advertimos algo, afloró a nuestra conciencia algo que se había consumado hacía tiempo y de pronto apareció ante nosotros como un hecho evidente: la época del arte había pasado, el arte y la poesía habían muerto en nuestro mundo, y era mejor licenciarlas que llevarlas a rastras con nosotros, muertas como estaban. Esta toma de conciencia fue para nosotros, también para mí, algo muy amargo, pero hicimos bien en ajustarnos a ella. El que quiere leer a Goethe o algo por el estilo, puede hacerlo igual que antes, no ha perdido nada por el hecho de que ya no aparezca a diario una montaña de poesía nueva, endeble y sin vida. Todos lo hemos aceptado. También usted se adaptó a los tiempos, Johannes, cuando dimitió de su vocación poética y buscó un empleo remunerador. Y puesto que ahora, en su vejez, sufre grandemente por el hecho de que, como cajista, se siente tantas veces en conflicto con la tradición y la cultura lingüística que para usted sigue siendo sagrada, he pensado, querido amigo, hacerle la siguiente propuesta: Renuncie a esta labor penosa y poco grata... Un momento, déjeme hablar. ¿Teme perder su sustento diario? No, seríamos unos bárbaros. No, ni hablar de pasar hambre. Usted tiene seguro de vejez, y aparte de eso nuestra casa le garantiza - le doy palabra - una pensión vitalicia, de forma que tendrá los mismos ingresos que actualmente disfruta.

    El redactor se sintió satisfecho de sí mismo. Lo de la pensión fue un expediente que se le ocurrió sobre la marcha.

    - Bueno, ¿qué dice a esto? - preguntó sonriendo.

    Johannes no pudo contestar en el acto. Con las últimas palabras del buen señor, su viejo rostro infantil había tomado la expresión de una tremenda angustia, los labios marchitos se volvieron totalmente exangües, los ojos miraban fijos y desconcertados. Sólo lentamente se fue serenando. El jefe le contemplaba decepcionado. Y el viejo comenzó a hablar; habló muy suavemente, pero con enorme y angustiosa vehemencia, esforzándose patéticamente en exponer su causa de forma correcta, convincente, irresistible. Pequeñas manchas rojas surgían y se diluían en su frente y mejillas, sus ojos y la posición oblicua de su cabeza imploraban audiencia, gracia, el arrugado y reseco pescuezo se dilataba suplicante, ansioso, desde el ancho alzacuello. Johannes habló así:

    - Señor redactor jefe, le ruego me perdone por importunarle. No volveré a insistir. Lo he hecho en favor de una buena causa, pero comprendo que le resulto importuno. También comprendo que usted no pueda ayudarme, que la rueda pasa por encima de todos nosotros. Pero por el amor de Dios, no me quite usted mi trabajo. Usted me tranquiliza diciendo que no voy a pasar hambre... pero yo nunca he temido eso. Yo quiero trabajar, aunque sea por un pequeño salario; mi capacidad de trabajo ya no es muy grande, pero déjeme realizar mi servicio, o máteme.

    Y en voz muy baja, con los ojos ardientes, tenso y ronco prosiguió:

    - No tengo otra cosa que este servicio, es lo único que me ayuda a vivir. Ay, señor jefe, ¿cómo ha podido hacerme esta terrible propuesta, usted, el único que aún me conoce, que aún sabe lo que yo fui un día?

    El redactor trató de calmar la angustiosa excitación del hombre, dándole golpecitos en el hombro entre frases de benevolencia. Johannes, sin acabar de calmarse, pero adivinando la buena disposición y simpatía del otro, reanudó, tras breve pausa, su discurso:

    - Señor redactor jefe, yo sé que usted leyó en sus años juveniles libros de Nietzsche. También yo los leí. A mis diecisiete años, un atardecer, en mi querida buhardilla de escolar, leyendo Zaratustra llegué al pasaje de la canción nocturna. Nunca, en los casi sesenta años que hace desde entonces, he olvidado aquella hora en que por vez primera leí la frase: "Es de noche, ahora hablan más claro todos los manantiales... " Fue en aquella hora cuando mi vida cobró un sentido, cuando inicié la labor en que me mantengo hasta hoy; en aquella hora se me apareció como en un fogonazo el milagro del lenguaje, la magia inefable de la palabra; miré deslumbrado hacia un ojo inmortal, sentí una presencia divina, que me asignó el lenguaje como mi destino, mi amor, mi dicha y mi fatalidad. Después leí a otros poetas, tropecé con frases aún más nobles, más sagradas que la canción nocturna; descubrí, como atraído por un imán, a nuestros grandes poetas, que ya nadie conoce, descubrí al dulce y soñador Novalis, cuyas mágicas palabras saben a vino y a sangre, y al fogoso Goethe joven y al viejo Goethe de misteriosa sonrisa, descubrí al oscuro, arrebatado y difícil Kleist, a Brentano el ebrio, al raudo y pulcro Stifter, y a todos, todos los magníficos: Jean Paul, Arnim, Büchner, Eichendorf, Heine. A ellos me aferré, mi aspiración fue llegar a ser su hermano menor, mi sacramento saborear su lenguaje, mi templo el gran bosque sagrado de aquella poesía. En su mundo he vivido, durante una época me consideré casi como uno de ellos, experimenté hondamente la maravillosa delicia de mecerme en la materia dúctil de las palabras como el viento en tierno follaje estival, hacerlas danzar, crepitar, estremecerse, inmovilizarse. Hubo personas que reconocieron en mí un poeta, sus corazones fueron arpas de mis melodías. Pero no quiero seguir con tales evocaciones. Llegó la época a la que usted se ha referido antes, cuando toda nuestra generación le volvió la espalda a la poesía, cuando todos barruntamos, con un escalofrío otoñal, que se cerraban las puertas del templo, que llegaba la noche y los bosques sagrados de la poesía quedaban envueltos en sombra y que ningún contemporáneo descubría ya las sendas embrujadas de la interioridad divina. Se hizo el silencio, enmudecimos los poetas y nos perdimos en el país desencantado, donde el gran Pan había muerto.

    El redactor movía sus hombros con una sensación de profundo malestar, una sensación ambigua, atormentada. ¿A dónde iba a parar aquel pobre viejo? Le lanzó una mirada subrepticia en la que podía leerse: "Bueno, déjalo estar, ya lo sabemos." Pero Johannes aún no había terminado.

    - Entonces - siguió hablando suave y tenso -, entonces me despedí también yo de la poesía, cuyo corazón ya no palpitaba. Pasé una temporada como paralizado y perplejo, hasta que la reducción y, finalmente, la total desaparición de los ingresos habituales que me proporcionaban mis escritos me obligaron a ganarme el pan de otra manera. Me hice cajista, porque casualmente había practicado como meritorio con un impresor. Y no me arrepentí, aunque los primeros años el trabajo manual me resultó muy duro. En este oficio encontré lo que necesitaba, un sentido de mi existencia. Distinguido jefe, también el cajista sirve en el templo del lenguaje, también su labor manual es un servicio a la palabra. Ahora que ya soy viejo, puedo confesárselo: a lo largo de todos estos años he corregido calladamente millares y decenas de millares de faltas lingüísticas y he rehecho miles de frases mal construidas en artículos de fondo, en información parlamentaria, en la sección de tribunales, en el noticiario local y en los anuncios. ¡Qué satisfacción me producía! ¡Qué hermoso era cuando daba unos pocos toques mágicos al dictado frenético de un redactor sobrecargado de trabajo, a la cita truncada de un orador parlamentario seudointelectual, a la sintaxis deformada y paralítica de un reportero, y el sano lenguaje reaparecía en su ser auténtico! Pero con el tiempo se me fue haciendo esta labor más difícil, se acentuaba la diferencia entre mi lenguaje y el lenguaje de moda, y las fisuras en la construcción se ensanchaban. Un editorial que hace veinte años podía subsanar aceptablemente con diez o doce pequeños retoques, hoy me exigiría cientos y miles de correcciones para dejarlo legible según mis criterios. Ya no podía ser, poco a poco he tenido que resignarme. Ya ve usted que no soy totalmente rígido y reaccionario; también yo he aprendido, por desgracia, a hacer concesiones, a no oponer resistencia al mal.

    Pero ahora viene lo otro, lo que antes he denominado "pequeño servicio" y que desde hace mucho es el único que presto. Compare, señor jefe, una columna preparada por mí con otra de cualquier periódico: la diferencia salta a la vista. Los cajistas actuales, sin excepción, se han adaptado a la corrupción del lenguaje, incluso la apoyan y aceleran el proceso. Apenas sabe ya nadie que existe una ley muy sutil y tácita,  una ley estética, no escrita, según la cual aquí debe haber una coma, allí dos puntos y más allá punto y coma. ¡Y de qué forma más atroz y hasta asesina son tratadas, primero en los originales mecanografiados y luego en los textos impresos, aquellas palabras que se encuentran al final de una línea y padecen la desgracia, sin culpa por su parte, de ser demasiado largas y tener que ser partidas en dos! Es algo horrible. En nuestro propio periódico he tropezado, cada vez más frecuentemente, con cientos de miles de esas pobres palabras, estranguladas, mal separadas, dilaceradas y ultrajadas: circu-nstancias, cons-ideraciones... Actualmente éste es mi campo de acción, aquí puedo seguir librando mi diario combate, hacer el bien en pequeña escala. Y no puede figurarse, señor, qué hermosa es esta tarea, con qué buenos ojos, con qué gratitud mira al cajista una palabra liberada del potro, una frase clarificada gracias a la correcta puntuación. No, por favor, no me vuelva a pedir que arroje todo por la borda y lo deje correr.

    El redactor, que conocía a Johannes desde hacía algunos decenios, nunca le había oído hablar en un tono tan vivo y personal, y aunque en su interior hacía por defenderse contra lo descabellado y extremista de su postura, adivinó el humilde e íntimo valor de aquella confesión. Tampoco se le pasó por alto hasta qué punto es merecedora de encomio en un cajista tanta finura y tanto amor al trabajo bien hecho. Mientras su rostro inteligente recobraba la expresión de gran afabilidad, le habló así:

    - Bueno, Johannes, usted me ha convencido plenamente, con sus razones. En vista de ello retiro mi propuesta - nacida, por supuesto, de la mejor intención -. Siga usted de cajista, continúe en su trabajo. Y si puedo servirle en algo, me tiene a su disposición.

    Se levantó y le estrechó la mano, convencido de que por fin se iría. Pero Johannes, apretando efusivamente la mano que el jefe le tendía, abrió de nuevo su corazón para decir:

    - Muchas gracias, señor jefe, es usted muy amable. Pero, ay, aún tengo que pedirle algo, un pequeño favor. Si pudiera ayudarme...

    Sin volver a sentarse y con una mirada de cierta impaciencia, el redactor jefe le invitó a hablar.

    - Se trata - dijo Johannes -, se trata del término "trágico". Usted sabe, señor jefe, que hemos tratado ya frecuentemente este punto. Conoce el abuso, por parte de los reporteros, de calificar cualquier accidente de "trágico", cuando trágico... bueno, voy a abreviar. Los casos del ciclista que sufre una caída, del niño que se quema en el hogar, del recolector de cerezas que se cae de la escalera, se adjetivan con la palabra consagrada "trágico". A nuestro redactor anterior llegué casi a deshabituarle; no le dejaba en paz, cada semana iba donde él; era buena persona, se reía y muchas veces me hacía caso; posiblemente comprendía, en parte, mi punto de vista. Pero el nuevo señor redactor de sucesos... no quiero juzgarle, pero apenas exagero si digo que una gallina atropellada es para él buena ocasión para echar mano del gran epíteto. Si usted me ofreciera la posibilidad de hablarle algún día en serio, de rogarle que al menos una vez me escuche de verdad... El redactor jefe se fue al intercomunicador, apretó un botón y pronunció unas frases por el micrófono.

    - El señor Stettiner estará aquí a las dos y podrá dedicarle unos minutos. Yo hablaré previamente con él. Pero sea breve en la entrevista.

    El viejo cajista se despidió agradecido.

    El redactor le vio deslizarse por la puerta, observó cómo sobresalía por encima de la vieja y curiosa chaqueta el blanco y ralo cabello, contempló los hombros cargados del fiel servidor y no le pesó haber fracasado en su intento de convencerle para que se jubilara. Se alegró de que siguiera en su puesto. Con mucho gusto repetiría una o dos veces al año tales audiencias. No le resultaba un tipo molesto. Le comprendía muy bien. De esto no era capaz el señor Stettiner. Johannes se entrevistó con él hacia las dos, pero el jefe había olvidado, en el barullo de los asuntos, ponerle al corriente de su caso.

    Stettiner, un joven colaborador muy capacitado, que de informador local había ascendido rápidamente a miembro de la redacción, no era una persona insensible, y como reportero había aprendido a tratar con toda suerte de gentes. Pero el fenómeno de Johannes le resultaba absolutamente extraño y frente a él se sintió desconcertado; de hecho jamás había sospechado siquiera que pudieran existir personas así. Como redactor tampoco se creyó obligado, y no le faltaba razón, a aceptar los consejos y adoctrinamientos de un cajista, aunque fuera un anciano de cien años y por mucho que en la "época sentimental" hubiera gozado de fama, o aunque hubiera sido el propio Aristóteles. Así ocurrió lo inevitable: que a pocos minutos de conversación el señor redactor, encendido en cólera, le señaló la puerta, y Johannes tuvo que abandonar el despacho. Ocurrió, además, que a la media hora el viejo Johannes, tras haber compuesto un cuarto de columna plagado de faltas increíbles, se desplomó con un quejido lastimero y una hora más tarde era cadáver.

    El personal de la sala de composición, súbitamente huérfano de su decano, acordó, tras breve deliberación, depositar una corona común sobre su féretro. Y al señor Stettiner le correspondió informar en un pequeño suelto sobre el óbito, pues al fin y al cabo Johannes había sido, treinta o cuarenta años atrás, un literato de cierta notoriedad.

    Escribió: "Trágico fin de un poeta". Luego recordó que Johannes le había tenido manía a la palabra "trágico", y la extraña finura del anciano y su muerte repentina tras la entrevista le habían impresionado tanto, que se sintió en la obligación de mostrar una deferencia hacia el difunto. Movido de este sentimiento tachó el encabezamiento de su crónica y lo cambió por el título "Pérdida lamentable"; pero al poco lo encontró insuficiente y trivial. Se enfadó, procuró calmarse, y escribió definitivamente como encabezamiento de la nota: "Uno de la vieja guardia".

Hermann Hesse (1922)