Hace ya muchos años el suplemento semanal del diario El País tenía una sección titulada El País Imaginario, que era una parodia de periódico con noticias ficticias. Algunas eran meros titulares, como uno que decía algo así como:
Severiano Ballesteros: Yo no soy racista. Estoy convencido de que un caddie negro puede hacer su trabajo tan bien como uno blanco.
Ignoro si el golfista hizo alguna vez alguna declaración que sonara a racista y que justificara esta pequeña sátira, pero lo que me interesa aquí no es el personaje, sino la ironía del "titular". Dejando de lado que lo natural hubiera sido declarar que un negro puede jugar al golf exactamente igual que un blanco, porque, si no, el ficticio Ballesteros está dando a entender que considera que jugar al golf es cosa de blancos, y que un negro, a lo sumo, puede aspirar a ser un buen caddie, el mero hecho de enfatizar la convicción de que un negro puede hacer lo mismo que un blanco da a entender que el que habla no se cree lo que dice o, por lo menos, que no lo tiene interiorizado. En el mejor de los casos, suena como si alguien dice: Según Einstein, al moverse a velocidades cercanas a las de la luz, el tiempo pasa más despacio. No puedo entender cómo es posible algo tan absurdo, pero si Einstein lo dijo, no dudo de que será verdad. Nadie enfatiza obviedades conscientemente, por lo que si alguien enfatiza una obviedad, está dando a entender inequívocamente que —aunque crea sinceramente lo que dice— no lo ve como una obviedad, sino más bien como algo que requiere un cierto esfuerzo para ser aceptado.
Pongo este ejemplo con la esperanza de que ayude a delatar una forma de machismo en el lenguaje que, tristemente, está cada vez más extendida en los ámbitos más diversos sin que parezca preocuparle a nadie. Es verdad que las palabras son sólo palabras, pero no hay que subestimar la capacidad que tiene el lenguaje de condicionar el pensamiento, por lo que tratar de erradicar los dejes machistas en el lenguaje puede contribuir significativamente a largo plazo a erradicar el machismo en sí, que es un fin en el que todos deberíamos involucrarnos en la medida de nuestras posibilidades y para el que ninguna contribución está de más. Sirva este escrito como un pequeño grano de arena en el plato feminista de la balanza.
Me refiero al uso que se hace a menudo hoy en día con total
impunidad de expresiones como "todos y todas", "alumnos y
alumnas", "alumn@s" o incluso de formas más sutiles, como
son los usos espurios de nombres colectivos como "alumnado".
Por ejemplo, hace un tiempo recibí un escrito en el que decía que
para examinar a alumnos que no habían podido examinarse el día que
correspondía a causa de la covid-19 se podría fijar una fecha
alternativa "previo acuerdo entre el profesorado y el
alumnado", así que entendí que tenía que escribir un e-mail
a todos los profesores y alumnos de mi universidad para
preguntarles si tenían algo que objetar en que examinara a
"fulanito" en tal fecha. Afortunadamente, me explicaron a tiempo
que no era eso, sino que el autor del escrito no sabía lo que
significa realmente "profesorado" y "alumnado" y
que en realidad quería decir "entre el profesor y el alumno".
Es habitual que quienes usan estas expresiones no tengan reparos
en confesar el machismo que albergan en su subconsciente y que les
mueve a distorsionar la lengua castellana con su jerigonza.
Confiesan, digo, que cuando oyen "alumnos" piensan —al parecer,
inevitablemente, pese a todos sus esfuerzos— en alumnos varones. A
mí, que llevo varias décadas entrando en aulas llenas de alumnos
de ambos sexos mezclados a partes iguales, me resulta imposible
ponerme en la mente de quienes oyen "alumnos" y se imaginan —según
parece— un aula llena de varones. Y yo me pregunto: ¿Cuándo
habrán visto un aula sin alumnas?, porque yo jamás he visto
tal cosa en mis décadas de profesor, así que se me antoja que uno
tiene que tener el machismo muy arraigado en su interior para oír
"alumnos" e imaginarse instintivamente algo que
probablemente no han visto nunca. A quienes carecemos de ese deje
machista nos resulta tan obvio que —al menos en un país
progresista como España— un alumno puede tener cualquier sexo, que
la necesidad que sienten algunos de enfatizarlo con la jerigonza
inclusiva nos suena igual que la declaración antirracista del
ficticio Ballesteros: no podemos entenderla más que como una
ironía involuntaria que pone de manifiesto la dificultad que
tienen algunos, tal vez no en reconocer, pero sí en interiorizar,
que las mujeres tienen las mismas capacidades que los hombres.
Parece que necesiten recordárselo a sí mismos en todo momento y
que los demás se lo recordemos también.
Podría argüirse que si estas personas necesitan hablar así para combatir su machismo subconsciente, hablarles en su jerga es una forma de ayudarlas y, por lo tanto, una forma de contribuir a combatir el machismo, por lo que usar el llamado "lenguaje inclusivo" es positivo. No obstante, cualquiera que lo piense fríamente comprenderá que ésa no es la solución. Por una parte, es como si alguien que entiende que el tabaco es malo, pero no tiene la fuerza de voluntad necesaria para dejarlo, se dedicara a explicárselo una y otra vez a todos los desdichados con los que se topara a su paso, aunque fueran no fumadores, y nos pidiera a todos que se lo recordáramos a su vez constantemente. Si alguien realmente comprende que el tabaco es malo pero no puede vencer por sí mismo su deseo de fumar, no es buena idea que vaya repitiendo machaconamente a diestro y siniestro que el tabaco es malo, sino que lo mejor que puede hacer es acudir a un psicólogo para que le ayude a superar la adicción a la nicotina. Hay que vencer el prejuicio de que a los psicólogos sólo acuden los enfermos mentales. Uno puede ir a un psicólogo para "perfeccionar su mente" igual que otro puede ir a un gimnasio —estando perfectamente sano— para "perfeccionar su cuerpo". Por eso digo que sería más razonable que quienes sienten la necesidad de decir "todos y todas", "alumnos y alumnas", etc., acudieran a un psicólogo que les ayudara a interiorizar que un alumno, o un profesor, o un juez o un modista puede tener cualquier sexo. Estoy seguro de que la psicología podría proporcionar técnicas efectivas que les ayudarían a superar esa forma de machismo subconsciente que les embota su imaginación hasta el punto de incapacitarlos para imaginar más que alumnos, profesores, jueces o modistas varones, pero sin necesidad de volverlos adictos al equivalente a los "parches de nicotina" que es para ellos el lenguaje inclusivo.
Pero, al margen de cuál es la mejor terapia para los adictos al
lenguaje inclusivo, hay que tener en cuenta que éste no es una
opción porque es un atentado a la esencia misma del feminismo. El
objetivo del feminismo no es demostrar la igualdad de los hombres
y las mujeres, como si la NASA se marca el objetivo de llegar a
Marte. El objetivo del feminismo es mostrar de que la igualdad
entre los hombres y las mujeres es una obviedad. El
objetivo del feminismo es que llegue el día en que a alguien que
afirme categóricamente que una mujer es a todos los efectos igual
a un hombre le miren con el mismo estupor — o con la misma
lástima, o con la misma condescendencia, según el carácter de cada
cual— con el que cualquiera de nosotros miraría hoy a alguien que
nos asegurara con aplomo y solemnidad su convicción de que la
Tierra es esférica. Y es por eso que plagar el lenguaje de
construcciones que se mueven entre lo ridículo y lo pedante con el
fin de enfatizar que un alumno, o un médico, o un juez, o un
dentista puede ser perfectamente una alumna, o una médica, o una
juez o una dentista es un disparo —verbal, pero disparo al fin y
al cabo— a la línea de flotación del feminismo: es negar que lo
que defiende el feminismo es y debe ser obvio para
cualquiera que quiera mirarse al espejo y no avergonzarse de lo
que ve, es como decir: aunque parezca inconcebible, debéis
creer que los hombres y las mujeres son iguales. Es verdad
que hay machistas que lo niegan, igual que hay terraplanistas,
creacionistas, etc., e incluso —a juzgar por la cantidad de gente
que usa lenguaje inclusivo— debemos admitir que hay muchos cuyo
intelecto les muestra que, en efecto, la mujer es igual al hombre,
pero no pueden dejar de concebir este hecho igual como algunos
encajan la teoría de la relatividad: como una teoría extraña cuyo
valor científico no cuestionan aunque no sean capaces de
interiorizarla y de verla como algo natural; pero fomentar el
lenguaje inclusivo es como repartir parches de nicotina entre
todos los fumadores asumiendo que es imposible que abandonen la
adicción a la nicotina, es dar patente de corso a todos que son
incapaces de interiorizar que no tiene nada de insólito encontrar
mujeres entre los alumnos, profesores, jueces, etc. y tranquilizar
sus conciencias convenciéndolos de que usando el lenguaje
inclusivo como penitencia ya se les perdona el machismo
subconsciente que evidencian con ello.
Digo "penitencia" porque se nota que, al menos para muchos, usar
el lenguaje inclusivo es como llevar un cilicio, sobre todo en el
lenguaje oral: se les ve esforzarse por emplearlo, pero, en cuanto
bajan la guardia o necesitan pensar en lo que quieren decir más
que en cómo lo dicen ya les sale inevitablemente el "lenguaje
normal" o, peor aún, les salen disparates como "buenos días a
todos y todos" o "tenemos una tarea urgenta" o "fuerzos
y cuerpas de seguridad" o "mis alumnados" —los
cuatro ejemplos son reales—, fruto de la tensión que les produce
el esfuerzo constante de "autoincorrección".
Aunque en general los defensores del lenguaje inclusivo suelen afirmar abiertamente que "la gente piensa en varones cuando oye palabras como alumnos" (piensa el ladrón, etc.) es posible que algunos afirmen que ellos están libres de ese defecto y no necesitan ayuda psicológica, pero que están dispuestos a sacrificarse y hacer el ridículo con su modo de hablar "inclusivo" para "visibilizar" a las mujeres entre "quienes no las ven". Eso me suena como si alguien fuera por la calle pegando parches de nicotina a cualquiera con el que se le cruza por si acaso es fumador y lo necesita. Que en un paquete de tabaco se pongan obviedades como "Fumar mata" es razonable, porque se supone que eso lo va a leer quien compra el paquete, que presumiblemente es un fumador y que, por consiguiente, no tiene clara esa obviedad. Pero decir obviedades a quienes tenemos claro que algo es obvio roza el insulto. (De hecho, si alguien, por un motivo justificado, se ve en la necesidad de recordar una obviedad, suele acompañarla de una disculpa del estilo de "perdón si digo una obviedad, pero...") Es como si a uno lo invita un amigo a cenar y al llegar a su casa éste le dice: "La cubertería es de plata, no me robes ninguna pieza cuando te vayas". La respuesta que procede ante tal impertinencia es la misma que estaría pidiendo alguien que me dijera: "¿qué tal los alumnos y alumnas que tienes este cuatrimestre?" Es para responderle: ¿y qué te hace pensar que soy un ladrón / machista para que consideres necesario hablarme así?
Lo más inquietante de todo esto es que estos usos machistas del
lenguaje no tengan prácticamente ninguna contestación genuinamente
feminista. Es fácil encontrar críticas a lo inculta, incoherente y
ridícula que resulta la jerga inclusiva, pero a nadie parece
importarle el machismo que delata, que es lo que realmente
importa. Es como si la única crítica a un chiste malo machista
fuera que es malo (no por machista, sino por ser poco inspirado).
El lenguaje inclusivo es como un chiste malo machista, pero, al
parecer, sólo están los que se fijan en que es torpe y
desafortunado, mientras que su machismo subyacente parece quedar
completamente desapercibido. Se dice que un rasgo machista típico
—yo no lo he visto personalmente, pero no digo que no se dé— se
produce cuando un hombre da a una mujer explicaciones obvias no
pedidas porque da por hecho que es tonta y las necesita. Sin
embargo, preguntarle a una mujer por sus hijos e hijas, como si
fuera tan tonta como para no saber cuál es el sexo de sus hijos, o
como si al preguntarle por sus hijos no se fuera a acordar de sus
hijas, no se suele incluir en esta categoría de "micromachismo".
El lenguaje inclusivo no es más que enfatizar una obviedad, por lo
que supone tratar de tontos (o de machistas) a aquellos a quienes
se dirige.
Cuando los feministas decimos "alumnos" estamos pensando en
alumnos de cualquier sexo, y presuponemos en quienes nos leen o
escuchan la calidad humana necesaria para entenderlo igualmente.
Llamar "alumnos y alumnas" a los alumnos es como llamar "personas
de color" a los negros. Un negro con la cabeza bien amueblada no
quiere que lo llamen "persona de color" o "negrito". (En cierta
ocasión, alguien hablando conmigo se refirió a un alumno negro
como "negrito" con su mejor intención de no resultar ofensivo.) Un
negro sin complejos quiere que lo llamen "negro", porque lo
contrario es comprar la tesis racista de que "negro" es un término
denigrante. Igualmente, llamar "alumnos y alumnas" a los alumnos
es comprar la tesis machista de que "no es normal" que una mujer
estudie, es un remilgo memo, una evidencia de un complejo mal
curado. Tratar de transmitir la igualdad entre hombres y mujeres
retorciendo el lenguaje hasta el esperpento es lo que se conoce
como una "idea de bombero", es decir, una idea drástica y
poco elaborada que sólo está justificada en las condiciones de
extrema urgencia en las que trabajan los bomberos, pero que
resulta ridícula e insensata cuando existen alternativas mucho más
razonables y efectivas para conseguir el mismo fin, y no hay duda
de que en esta "sociedad de la información" existen otros medios
mucho más razonables y efectivos para difundir cualquier mensaje.
Es como combatir el terraplanismo proponiendo que se diga "Tierra
esférica" siempre que un hablante normal diría simplemente
"Tierra" y acusando de terraplanismo a todos los que no aceptamos
ideas de bombero gratuitas.