Publicado en Claves de razón práctica, núm. 120 (2002), págs. 58-62.

                                   

 

                                    LA TELEVISIÓN Y EL MAL

                                    El caso de Pierre Bourdieu

                                                                                                                        Justo Serna

 

 

Pierre Bourdieu, Sobre la televisión. Barcelona, Anagrama, 1997.   

                                                                                                                                        

                                                                        "La sociología es una teoría que puede ofrecer el mayor                                                                número de métodos y el menor número de resultados" 

                                                                                                                                  Henri Poincaré

 

"La letra impresa y la imágenes eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo.

                                                                                                     Jorge Luis Borges

 

La televisión y sus descontentos

 

Pierre Bourdieu es un distinguido sociólogo, un célebre estudioso al que el  lector reconoce por la variedad y la calidad de sus ensayos. Bourdieu es alguien cuyo prestigio internacional se debe en parte a la posición alcanzada, a la posición parisina y académica que ha sellado una carrera profesional. En principio, este hecho no es extraño y se repite  entre los maîtres à penser que Francia exporta desde antiguo. Ahora bien, ese dato es distintivo y relevante si tenemos en cuenta el origen provinciano, excéntrico, en suma, de un joven que debió conquistar París, que tenía un marcado acento rural, aldeano, y que se llamaba Pierre Bourdieu.  Tanto es así que ese éxito podemos tomarlo como un especie de compensación por el maltrato que París le infligió, por el maltrato que se le dispensó al acceder a la École Normale Supérieure, según él mismo revela a Loïc J.D. Wacquant. Este suceso intelectual ha sido tan grande que para muchos de sus lectores y seguidores, decir sociología francesa y decir Bourdieu es una y la misma cosa. Para éstos, para sus deudos intelectuales, una amplísima bibliografía lo respalda, una gran variedad de objetos (la familia, el sistema educativo, el arte, etcétera) lo confirma, un  léxico característico, con acepciones propias, que se extiende y que aplica a diversos dominios, lo identifica, y, en fin, una contribución original, que atraviesa corrientes sin que pueda tomarse la suya como exclusivamente deudora de una u otra, lo reafirma. 

 


De él puede decirse que trata lo fundamental, que aborda las cuestiones básicas de nuestro tiempo y que, en sus textos más felices,  llega a concepciones perspicaces y convincentes. Por los temas que aborda,  pero, sobre todo, por el lenguaje artificial con que los enfrenta y por la índole académica de sus libros, los análisis que emprende no suelen sobrepasar las barreras de un público culto o universitario. Sin embargo, hay al menos una excepción:  la última de sus obras publicada en castellano ha roto ese límite y, de hecho, en su versión francesa logró auparse hasta la lista de los best sellers. Lleva por título Sobre la televisión. Tal vez el objeto o, mejor, el tono crítico con que lo trata justifiquen ese éxito. Pero, mejor aún, muy probablemente ese suceso comercial se deba al efecto multiplicador del propio medio: al fin y al cabo, las páginas de esa obra fueron concebidas y dictadas originariamente como una intervencion oral ante las cámaras de la televisión; y eso, que siempre es un espléndida publicidad que predispone a su favor, hace de este caso una mercadería autorreferencial. Pues bien, si nos atenemos a su contenido y al producto finalmente resultante, ese libro es enfático, fallido. Recientemente, y como respuesta a una pregunta hecha por una revista mensual,  Félix de Azúa sugería el volumen de Bourdieu como el libro menos acertado de la temporada cultural. No sé si yo mismo sostendría un juicio tan expeditivo, tan tajante, a la hora de establecer el primer premio de un ránking de desatinos. Ahora bien, de lo que sí estoy seguro es del profundo disgusto que Sobre la televisión me ha provocado. En mi opinión, hay en él un tratamiento desenfocado del objeto; hay, además, un lenguaje inadecuado; y, hay, en fin, unas intromisiones autoriales muy fastidiosas, intromisiones hechas en nombre de propósitos críticos y emancipatorios  y  que sólo parecen revelar arrogancia académica.

 

¿Quién es su autor? ¿Cuál es el objeto que aborda? ¿A qué género pertenece ese volumen?  Pese a lo que pueda parecer, ninguna de las respuestas posibles a esos interrogantes es evidente y esa falta de obviedad frustra el resumen, dificulta el análisis o, mejor aún, nos incomoda justamente hasta el punto de interpelarnos. Aventuremos, no obstante, una primera respuesta general e inmediatamente aceptable, una respuesta que sería resultado de la mera descripción: Pierre Bourdieu es uno de los sociólogos franceses más afamados y de obra más extensa y reconocida; el libro que comentamos tendría por tema la televisión, la influencia social de la televisión y la extensión de su dominio; y, en fin, este volumen en concreto sería uno más de los estudios sociológicos a los que nos tendría acostumbrados el analista académico. ¿Es ciertamente así? Creo que no podemos darnos por satisfechos y, más aún, rotular así la obra es engañoso, es liquidar expeditivamente su peculiaridad. Conjeturemos,  pues, otra  descripción que explique mejor la índole del volumen y que fundamente la razón por la cual no aceptamos esa primera descripción de datos supuestamente evidentes.

 


¿Quién es el Pierre Bourdieu que firma? ¿Es el sociólogo al que todos identificamos como autor de volúmenes diversos? ¿Es el mismo o, por el contrario, hay algo de impostura en esa inmediata identificación? La evidencia nos hace decir que sí, pero, en mi opinión, esa respuesta es perezosa. Un autor al que llamamos Pierre Bourdieu es sólo un nombre que sirve de rótulo a obras diversas. Hay, en efecto, numerosos Pierres Bourdieus y sólo una "ilusión biográfica", por decirlo con sus propias palabras (¿sus?, ¿de quién?) contenidas en Razones prácticas, nos hace aceptar una misma identidad estable y coherente para productos que son diferentes, con metas variadas y elaborados en épocas distintas. Por tanto, si aceptamos aquello que alguna vez dijo uno de esos autores que adopta el nombre de Pierre Bourdieu a propósito de la ilusión biográfica, deberíamos preguntarnos quién es este Pierre Bourdieu autor de Sur la télévision. Si aclaramos este punto, revelaremos la peculiaridad de este libro y la incomodidad irritante a la que hacía alusión. Según puede leerse, aquel que es el sujeto de la enunciación es alguien que imparte lecciones en el Collège de France y que ahora (¿ahora?) rebasa "los límites de la audiencia normal de un curso" de dicha institución, y los rebasa porque tales lecciones son  ahora (¿ahora?) dos conferencias retransmitidas por televisión. Dicho en otros términos, el orador es alguien que emplea un medio, la televisión, para hablar justamente de la misma. Y, en efecto, es así, el libro impreso, al menos el libro español, que recoge ambas lecciones seguidas por otros textos de complemento y de apoyo,  tiene un evidente tono oral que incluye frecuentes  referencias espacio-temporales reveladoras del acto mismo de la enunciación. Ahora bien, esas conferencias no fueron dictadas de cualquier manera o de acuerdo con lo que parece ser la práctica compositiva habitual del medio (intervenciones breves, muy breves, con ilustraciones que acompañen y aligeren la exposición), sino que, por contra, se pronunciaron de otro modo: particularmente, haciendo uso de un discurso "argumentativo y demostrativo".

 

Si efectivamente fue ése el tono, la exposición  habría sido canónicamente académica, es decir, habría reproducido para un medio distinto y en un soporte diverso una enunciación inhabitual, habría sido probablemente la exposición de un sociólogo dictando una lección al modo característico. Sin embargo, y según admitía el  propio conferenciante, el discurso no dependía tanto o sólo del medio como del público al que se dirigía, del destinatario que perseguía. Es por eso que tuvo que esforzarse para expresarse "de forma que pudiera  ser entendido por todos", sacrificio que le obligó "en más de un caso, a simplificaciones o a aproximaciones". Más aún, el discurso dejaba de ser estrictamente una conferencia típica del Collège de France y se convertía en "una intervención", esto es, se distanciaba del modelo de lección que resume investigaciones propias o ajenas y que compendia saberes.  Una intervención, según lo recogido por el diccionario, tiene dos acepciones principales: la primera alude a la intromisión político-militar de un Estado en la esfera privativa de otro, llegando incluso a la ocupación; la segunda se refiere, por contra, a la operación quirúrgica, a la cirugía. Cuando se emplea metafóricamente la voz intervención, y en particular éste es el caso, se hace con el fin de subrayar la idea de participación ofensiva, de actuación práctica, pero sobre todo se hace para justificar el acto mismo: es en virtud de una autoridad o de un saber que se ocupa o se opera.  Sin embargo, una intervención de un autor (sociólogo) llamado Pierre Bourdieu en un medio al que es ajeno (la televisión) para abordar un objeto que no le es común (la televisión misma) es o puede ser visto como una forma de entrometerse. Precisamente por eso, y consciente de los equívocos que ese acto provocará,  el interventor misma se defiende de una  posible acusación de  hostilidad: su intervención no debe verse como una andanada corporativa de un académico contra el medio y sus creadores, sino que estos textos son "análisis" y no "``ataques´´ contra los periodistas y contra la televisión". Esa declaración explícita tal vez nos pueda servir ya para respondernos acerca de  la autoría del texto.

 


El Pierre Bourdieu que aquí habla es un conferenciante del Collège de France, un académico que resuelve hablar ante las cámaras para fines didácticos, divulgativos y críticos; el Pierre Bourdieu  que aquí habla  y del que se recoge la transcripción de sus palabras es un sociólogo y un intelectual que analiza la televisión, pero sobre todo es un sociólogo e intelectual que se pone literalmente entre paréntesis para hablar de sí mismo, de su competencia y de su quehacer.  En efecto, una de las cosas más llamativas del volumen es cierto uso del paréntesis, un uso que es evidente sobre todo a partir de la mitad del volumen, en la segunda conferencia, y que le confiere su particularidad al propio libro. De hecho,  esas anotaciones marginales, esos paréntesis informativos, se solapan con el objeto explícito del libro (la televisión) para revelar a la postre su auténtica índole, su verdadera peculiaridad, en fin, su objeto implícito.  Como se sabe, esta forma gráfica, el paréntesis, se emplea entre otras cosas para desarrollar  una digresión, para interrumpir un discurso principal. ¿Cuál sería el discurso principal del libro? Obviamente, aquel que enuncia su título: la televisión. Ahora bien, la reiteración del paréntesis --la evidente frecuencia de su uso, en suma-- nos advierte de una intromisión autorial. ¿Por qué autorial? Pues porque el objeto de esas digresiones es la figura del sociólogo, la figura del sociólogo como académico y como intelectual. Por un lado, se nos indica una y otra vez, la seriedad, el rigor analítico y expositivo al que aquél está obligado, y, sobre todo, la tarea iluminadora que le compete. El sociólogo Pierre Bourdieu sería así, si hemos de creerle, alguien que no se atiene a las simplificaciones habituales de los  medios de comunicación y, además, sería alguien ocupado de revelar lo que el vulgo no ve, lo que el sentido común o la estructura social ocultan. Por otro, el Pierre Bourdieu que de ese modo  se expresa no sería,  sin embargo, un cómodo y sedentario académico, sino un intelectual que saldría de su "torre de marfil (según el modelo inaugurado por Zola)" justamente para denunciar. Por tanto, el Pierre Bourdieu que habla reuniría  competencia e intervención, saber y acción. Hay académicos, añade, que se abstienen de los medios por el contagio que temen, temor que los vuelve depositarios de un saber inútil, sin efectos prácticos; y hay intelectuales que a fuerza de comparecer en los medios se banalizan y se eternizan en lo irrelevante deviniendo fast thinkers. Pierre Bourdieu, por el contrario, no sería  el pensador que se adapta a las tiránicas condiciones que impone la televisión,  sino aquel que estando dotado de pensamiento y de palabra ahorma el medio y lo somete a un discurso argumentativo. Ese discurso revelaría sus  reglas de funcionamiento, destaparía y, en ese ejercicio de iluminación, serviría de instrumento potencial de emancipación.

 

Lo que Bourdieu dice y no dice

 


¿Y qué es lo que averiguamos después de la lección impartida? Que la televisión se extiende más allá de su campo, que se solapa sobre otros campos y que, además, somete toda producción cultural (principalmente) al despotismo de los índices de audiencia, despotismo al que contribuirían la ceguera, la miopía o el cinismo de los periodistas y del público en general. Si Bourdieu no peca de ese colaboracionismo indolente o culpable --deberíamos concluir--, es porque se distancia del sentido común que nos hace tomar por evidentes datos del mundo real que sólo son convenciones o ilusiones; si Bourdieu no incurre en la pereza intelectual sería, sobre todo, por cumplir fielmente el dictado deontológico del oficio de sociólogo que él mismo aprendiera de la lección impartida por Émile Durkheim: el descubrimiento de las reglas que marcan y delimitan los campos sociales en los que nos movemos y la revelación del código práctico, del habitus, a partir del cual actuamos, un código de restricciones, de tradiciones y de experiencias al que nos atenemos para resolver nuestras necesidades eficazmente.  Ahora bien, si Bourdieu no se muestra cicatero con ese hallazgo, si pretende comunicarlo al mismo público televisivo que no suele frecuentar sus lecciones  en el Collège de France, es porque asume un papel activo que corresponde al intelectual, un papel activo que equivale a la conciencia explícita de una colectividad. Dice nuestro autor que su investigación, hecha a la manera del sociólogo,  exhuma y extrae del inconsciente aquello que la mayoría no ve,  rechaza o niega. A él, sin embargo, como intelectual le correspondería salir de su cómodo academicismo  para hacer público un nuevo J'accuse. Quisiera someter a crítica esos argumentos para relacionarlos con su análisis de la televisión o, mejor, con lo que le falta  a su análisis de la televisión.

 

En efecto, he de admitir que esta  declaración de Pierre Bourdieu, que se contiene en la introducción y en los paréntesis meta y autorreferenciales,  me es muy antipática, al menos por dos razones. La primera, porque refleja una posición olímpica, elitista y paradójicamente populista, intolerable, posición que es un rasgo reiterado de cierto tipo de intelectual à la francesa. La segunda, porque, al solaparse sobre el objeto, al adueñarse del asunto que trata, lo arruina  a pesar de contener ideas acertadas y análisis adecuados. Pero, más aún que este cargo, el principal reproche que cabe imputarle al volumen es aquello que parece descartar. Esto es, no es que no contenga intuiciones y observaciones atinadas, es que deja fuera una parte, el comportamiento del público, cuyo significado es crucial, ahora sí, en el cultivo de la responsabilidad, en la autorrealización y en la ilustración que Bourdieu profesa  y a la que se dedicaría la sociología, el saber. De hecho, el público como figura a la que atender,  o, mejor, los ciudadanos operando como espectadores, sólo son objeto de alusión explícita al final, en el posfacio que añade a la versión castellana. Si hay esta carencia tan evidente en su libro es justamente por la índole misma de la sociología de Bourdieu. Para él, la atención que como estudioso presta a los destinatarios de los productos culturales sólo se da porque le permite confirmar el habitus que mancomuna a un individuo con su grupo, con su época.  Eso lo pudimos ver, por ejemplo, en una de sus obras más célebres y ya antiguas:  La distinción. En aquel volumen, analizaba la esfera y las determinaciones sociales del gusto, del juicio estético: los sujetos  que constituían las clases carecían finalmente de encarnadura y sólo eran interesantes y relevantes en la medida en que eran portadores de atributos extraindividuales. Con ello, Bourdieu reitera datos comunes y certidumbres aceptadas por cierta tradición sociológica francesa, en especial aquella que al debelar el postulado antropocéntrico reúne a Durkheim, el estructuralismo y, en su caso particular, un cierto marxismo. Por eso no debe extrañarnos que los más feroces críticos de Bourdieu hayan sido Raymond Aron y uno de sus discípulos más eximios, Jon Elster. Profesándose ambos seguidores del individualismo metodológico, el primero se muestra verdaderamente acerbo en las alusiones que le dedica en sus Memorias, mientras el segundo, que le censurara el enfoque de La distinción, es objeto de un avinagrado vilipendio por parte de Bourdieu: lo llama, sin más, "héroe desgraciado" de "un paradima insostenible": la teoría de la elección racional, último bastión del humanismo  que Bourdieu abatiría siguiendo la lección antinarcisista emprendida por Freud.

 


Efectivamente, uno de los latiguillos más reiterados de Bourdieu es el de ofrecerse él mismo como solución a las antonomias clásicas de la sociología (estructura y acción, etcétera).  Para  ello, añade, habría inaugurado una forma de análisis en la que lo relevante del actor es su encuadramiento en campos de fuerza en los que la estrategia no es exactamente una decisión, una elección, sino el efecto inintencional de las estructuras objetivantes. Por eso, la figura  que puebla las páginas de La distinción  es  anónima, sin identidad irreductible e irrepetible. Por eso, la figura ausente de Sobre la televisión  es la ciudadanía que ejerce de público, un público al que suponemos inerme y manipulable. ¿Cómo es posible dicho olvido? La clave de esa ausencia y, más en general, del propio volumen podemos hallarla en otro texto. En efecto, si repasamos la bibliografía de Bourdieu inmediatamente anterior, descubrimos que una de sus obras recientes y capitales, pomposamente titulada Las reglas del arte y fechada en 1992, contiene un post-scriptum que es la base estricta de la tesis sostenida en el último libro. Leyéndolo  se entiende mejor la lógica de Sobre la televisión. Las conferencias dictadas en el Collège de France no son propiamente un estudio del medio, sino una defensa del  intelectual (autónomo y con autoridad en el espacio público-político) frente a la amenaza cierta a la que lo sometería la televisión: su subordinación mediática o su expropiación funcional. Así, las víctimas y adversarios del intelectual oracular, del intelectual universal,  serían los periodistas y los fast thinkers: dictarían la agenda de la representación pública estando  sometidos ellos mismos a la lógica infernal del campo televisivo. En ese análisis quedaría abolido el espectador, o mejor el ciudadano concreto ejerciendo de espectador, al que deberemos concebir, supongo, como autómata maleable y sobre el que Bourdieu no se pronuncia. En Las reglas del arte se estudiaba a los productores culturales (novelistas, pintores, etcétera), sus relaciones y sus luchas dentro del campo estético renunciando a la idea (¿humanista?) de la creatividad. Algo similar había emprendido, por ejemplo, en La ontología política de Martin Heidegger, obra en la que la especificidad del alemán quedaba reducida a la condición de gran sublimador.  Con uno y otro libro se hacía mofa de la noción de genio creador y se desatendía de paso el análisis pragmático de los lectores y de sus actualizaciones. Del mismo modo, en el volumen dedicado a la televisión se estudiaría a sus productores, sus determinaciones extrasubjetivas y el habitus del que serían portadores, pero no a los espectadores, instancia irrelevante del medio. Por ser un intelectual desprendido y comprometido, ejemplo de ese tipo de intelectual seriamente amenazado, el distinguido sociólogo Pierre Bourdieu no atesoraría el descubrimiento y lo haría público con énfasis. Quisiera, para acabar, mostrar la debilidad de esa tesis.

 

En primer lugar, de ser cierto su diagnóstico, de ser cierto el declive del intelectual oracular que denunciaba en Las reglas del arte  y en Sobre la televisión, no sé francamente de qué deberíamos lamentarnos con tanto aspaviento. Como nos recordaba hace poco Hans Magnus Enzensberger, muchos  intelectuales del siglo XX han sido unos celosos productores de odio y, como asimismo nos advertía, sus errores se habrían mantenido con denuedo, con porfía.  Eso, por ejemplo, es lo que parece olvidar el propio Bourdieu cuando en Las reglas arremete contra Sartre: éste no merece una crítica sería por sus desatinos políticos, sino por ser la  última (¿la última?) encarnación del intelectual humanista hechizado por el embeleco del genio creador. En segundo lugar, el espectador sobre el que no se detiene Bourdieu no es alguien evidente sometido a la tutela anónima del medio.  El espectador no es sólo espectador: es siempre alguien de vida compleja y de biografía inestable que se dota de fuentes diversas y de actitudes cambiantes. ¿En qué página de este libro hay una línea dedicada a la resistencia o a la descodificación aberrante, a la ironía descreída del espectador? La resistencia, concluye enfáticamente Bourdieu, no es el zapping. De acuerdo, podemos convenir, pero a condición de que no olvidemos que el zapping lo hacemos porque contamos  con un telemando, y con el telemando podemos apagar la televisión. Más aún, ¿por qué los apocalípticos del medio olvidan con tanta frecuencia que contamos también con otro instrumento o prótesis, como es el magnetoscopio?

 


Si de verdad aprendiéramos a ver televisión, el vídeo sería el recurso principal: dictaríamos la  agenda televisiva de acuerdo con nuestros gustos infames o elevados, y éstos no los atribuiríamos a los programadores, al Gran Programador. Ahora bien, admito que ese uso de la televisión nos empeña en un costoso aprendizaje del gusto, de la libertad y de la soledad: como señalaba Gabriel Tarde a propósito de la prensa de hace un siglo, nos entusiasma sentirnos acompañados en soledad, nos entusiasma compartir al mismo tiempo una misma agenda o un mismo medio, unos mismos contenidos. ¿De qué podríamos hablar, si no, entre nosotros? Pero, si hacemos ese aprendizaje, la difusión de lo infame no cabría imputarlo a esos  programadores dolosos, sino a nosotros mismos, a nuestras propias inclinaciones. Si de lo que se trata, como parece insistir Bourdieu, es de crear  horizontes emancipatorios, ¿no hubiera sido más razonable ilustrar e ilustrarnos para la autorrealización o, mejor, para la responsabilidad? En vez de imputar al medio la mercantilización y la manipulación, ¿no hubiera sido más razonable superar la parálisis de esa jeremiada apocalíptica proponiéndonos ver televisión de otro modo o, mejor aún, aprendiendo a apagarla? Pero si propongo apagar la televisión, no es porque sea nociva, mala o manipuladora, porque la imagen anule el pensamiento o porque sus productos sólo se conciban y se difundan según una lógica mercantil,  sino por todo lo contrario, por la riqueza, por la calidad y por la variedad que contiene. Mientras el espectador no pague por la televisión que ve, mientras no le duela el dinero que cuesta, mientras sigamos pensando en el medio como algo gratuito, el espectador se abandonará a la irresponsabilidad de una programación dictada. Para evitar esa parálisis, y hasta que las cosas cambien, hasta que los usos de la televisión cambien, tal vez convendría contraprogramar con el magnetoscopio. No es el medio, sino su uso aquello que dicta los contenidos de los que nos servimos.

 

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

 

Las alusiones explícitas e implícitas a Pierre Bourdieu son las de las siguientes obras: La distinción. Madrid, Taurus, 1988; Cosas dichas. Buenos Aires, Gedisa, 1988; La noblesse d'État. París, Minuit, 1989; La ontología política de Martin Heidegger. Barcelona, Paidós, 1991;  Razones prácticas. Barcelona, Anagrama, 1997; Las reglas del arte. Barcelona, Anagrama, 1997 (segunda edición); (Pierre Bordieu,) Jean Claude Chamboredon y Jean Claude Passeron, El oficio de sociólogo. Madrid, Siglo XXI, 1994 (décimosexta edición); (Pierre Bourdieu y) Loïc J.D. Wacquant, Per un sociologia reflexiva. Barcelona, Herder, 1994.

 

La posición que adopto en torno a los intelectuales debe mucho las lúcidas contribuciones de Fernando Savater, frecuentes en varias de sus obras; y las referidas a la televisión son deudoras sobre todo de las mantenidas por Umberto Eco, a quien debemos, en efecto, reflexiones antiguas, constantes y estimulantes. Otros textos mencionados o deliberadamente empleados son: Raymond Aron, Memorias. Madrid, Alianza, 1985; Émile Durkheim, Las reglas del método sociológico. Madrid, Morata, 1982; Jon Elster, "Marxismo, funcionalismo y teoría de juegos. Alegato en favor del individualismo metodológico", Zona abierta, núm. 33 (1984), pp. 21-62; Hans Magnus Enzensberger, "Los intelectuales y el odio", Letra internacional, núm. 53 (1997), pp.  14-18; José Enrique Rodríguez Ibáñez,  "Un antiguo chico de provincias llamado Pierre Bourdieu", Revista de Occidente, núm. 137 (1992), pp. 183-187; Gabriel Tarde, La opinión y la multitud. Madrid, Taurus, 1986.