Fragmentos de interior

La imagen de la Valencia burguesa

Justo Serna / Anaclet Pons

 

La ciudad soñada

En julio de 1842, un distinguido jovencito de apenas trece años emprendía un viaje por Francia e Inglaterra que habría de durar hasta octubre de ese mismo año, es decir, semanas y semanas, kilómetros y kilómetros, en vapor, en diligencia e incluso en ferrocarril. Respondía al nombre de José Inocencio de Llano y era el único hijo varón de uno de los más señalados patricios de la Valencia del siglo XIX. Su padre, Francisco de Llano, había sido alcalde en 1835 y  en 1838 y lo sería de nuevo años después, en 1859, además de diputado a Cortes en la segunda mitad de los años cuarenta, prior del Tribunal de Comercio, numerario de la Real Sociedad Económica de Valencia, impulsor de una de las principales sociedades de Banca  y fundador de la Compañía ferroviaria de Valencia al Grao, entre otras muchas actividades.

Durante aquellos cuatro meses, en los que contó con la compañía inseparable de su tío y mentor, Juan Bautista White, no se reparó en gastos. En Francia, se alojaron en los hoteles más finos, visitaron los destinos más celebrados, frecuentaron los monumentos más conocidos, asistieron a numerosas funciones teatrales, contemplaron las obras de arte atesoradas en sus museos, comieron en los restaurantes más exquisitos, tomaron las aguas en los balnearios más selectos y acudieron  a las consultas de los médicos de mejor reputación. Durante esa estancia, todo lo francés le pareció magnífico, según las palabras que el jovencito anotó en su propio diario, y París se le mostró como una ciudad moderna, confortable, embriagadora, un espectáculo de distinción y de  joie de vivre. En Inglaterra, en cambio, lo que le deslumbró fue el bullicio de la City: “Entre cuatro o cinco de la tarde –anota el dos de septiembre-- se ha despejado el tiempo y ha salido un poco el sol. Me he quedado admirado de la mucha gente y carruajes que hay aquí, sobre todo en la City, donde para cruzar la calle es preciso aguardar un rato entre los ómnibus y hackney waches”. Tras sus fastos franceses, la comida inglesa le pareció “muy fastidiosa”, pues a su juicio consistía invariablemente “en un plato o dos de carne, un pudding o plumpudding y postres” y tampoco halló otras distracciones placenteras y comparables a las parisinas, quizá porque siempre parecía apesadumbrado y molesto por la persistente niebla que todo lo cubría. Sin embargo, admiró sus ferrocarriles y los ingenios técnicos con que se adornaban, la puntualidad y celeridad con que llegaban a sus destinos, la ajetreada vida comercial de Londres y la intensidad del tráfico portuario. Pero no acabó ahí su impresión. Sus viajes se repitieron conforme fue creciendo y madurando, y sus notas registraron, además, la admiración que la despertaba la Inglaterra industrial y el esplendor del París de Haussman, con sus galerías, sus grandes avenidas, y la gran transformación urbanística que por entonces experimentaba.

Lejos de ser una impresión particular, ésta era también la ciudad soñada, la que los burgueses valencianos deseaban encontrar cuando salieran de sus moradas, la que los cronistas reclamaban en sus guías y manuales, la que abogados y publicistas predicaban para el inmediato futuro. En parte llegaría serlo. Y avanzada la década de los años cuarenta, pocos años después de que José Inocencio emprendiera aquel viaje inicial, los primeros signos de aquel progreso incontenible empezaban a ser visibles, haciendo de Valencia una ciudad más confortable, como se decía con un galicismo bien expresivo, una ciudad más moderna. La urbe y su entorno, en efecto, experimentaban su acomodación material al tiempo que se daban pasos para frenar la confusión popular, la mezcla del vulgo, la amenaza de las “clases peligrosas”: menos libertinaje, menos vida licenciosa, y mayor contención burguesa y morigeración de las costumbres o, dicho en otros términos, esa Valencia burguesa se edificaba tomando como cimientos el higienismo, la salubridad, el bienestar y la distinción. La Valencia de mediados de siglo, esa Valencia que se miraba en el espejo parisino, se vio salpicada de fuentes, relojes, mecheros de gas y adoquines, sus calles empezaron a ser alineadas y las fachadas de las casas comenzaron a mostrar el lujo contenido de los nuevos vecinos, de aquellos comerciantes, patricios, propietarios y banqueros que rivalizaban en buen gusto. Pero se vio también prologada hacia fuera, con las nuevas vías de comunicación que le ofrecían el tendido ferroviario y un puerto habilitado. 

 

Confort y malestares ordinarios

Fueron obras municipales, gubernativas, y fueron obras privadas, trabajos con las que parecía cumplirse en Valencia el sueño hecho realidad en aquellas capitales europeas que visitara Llano. Incluso los admirables trenes y el espectáculo portuario que José Inocencio tanto celebró acabaron por llegar a esta ciudad. Entre los años cuarenta, en que empiezan a concebirse estas iniciativas, y los cincuenta, en que algunas se materializaron, la Valencia extramuros e intramuros fue objeto de una acelerada transformación. Empecemos con el ingenio mecánico que más sorprendió a Llano, el tren.

Como es sabido, fue en febrero de 1851 cuando las autoridades pusieron la primera piedra de lo que habría de ser uno de los mayores progresos del siglo. A partir  ese mismo instante, hubo otros muchos actos para festejar los avances de su implantación, agasajos continuados en los que se dieron cita  potestades de toda índole, patrocinadores diversos, socios de la empresa y técnicos que aseguraban su progresión, amén de un público bullicioso que daba vítores y mostraba su asombro ante tamaña gloria. El propio José Inocencio fue testigo principal en varias de esas inauguraciones y relató con lujo de detalles sus pormenores. Estuvo presente cuando se hicieron las pruebas de la primera locomotora, llamada significativamente “La Valenciana”, y asistió también, por ejemplo, a la  celebración de 1859 con motivo de su llegada a Almansa. En todas estas ocasiones, la reunión se convertía en una fiesta, expresando la identificación entre el nuevo ingenio humeante y el bienestar de los naturales que habrían de recibirlo y disfrutarlo. De ahí que sus promotores entendieran como actitud desagradecida e ignorante cualquiera de los muchos actos de resistencia que tuvieron que afrontar. El desacuerdo que provocaban las expropiaciones, el descontento con el trazado, la sustracción de materiales, las múltiples imprudencias o la simple destrucción festiva y adolescente eran vistas como hostilidad vandálica. Ante el avance irresistible de la civilización, cualquier obstinación debía atribuirse a gente falta de luces y de instintos salvajes. Sin embargo, no se trata de una oposición cerril a uno de los logros de la modernidad, sino más bien de resistir algunos de los cambios que se avecinaban y algunas de las actitudes que sus promotores mantenían. Había pareceres enfrentados en el justiprecio de las tierras que ocupaban, había grave discrepancia sobre sus efectos en la canalización de las aguas de riego y ante posibles inundaciones o riadas, había disensión sobre el uso de los puentes que cruzaban el Xúquer, pero sobre todo carecían de experiencia. El nuevo tendido era una irrupción inesperada en la vida y las costumbres de aquellas gentes, y sobre él circulaba un monstruo metálico jamás pensado ni imaginado que alteraba la rutina de siglos.

Y si  en febrero de 1851 se ponía la primera piedra del tendido ferroviario, impulsado por el financiero y político José Campo,  poco tiempo después le llegaba su turno al puerto de la ciudad. Las obras del muelle de Valencia, tan reclamadas durante décadas, se materializaban finalmente gracias a las iniciativas de la sociedad bancaria que dirigía otro de los grandes patricios de entonces, Gaspar Dotres, uno de los industriales y comerciantes sederos de mayor nombradía. No fue ésta tampoco una obra cómoda, sin dificultades, puesto que los empresarios hubieron de afrontar dos obstáculos bien distintos. Por un lado, la oposición siempre insidiosa, según afirmaban los adjudicatarios, del círculo financiero de José Campo, que había aspirado infructuosamente a esa misma contrata. Por otro,  los impedimentos naturales, pues el mar no proporcionaba un abrigo natural y el río aterraba continuamente los sedimentos que en su discurrir iba arrastrando. Pero vencer esas mismas dificultades no eran sino el precio a pagar por los logros del progreso. Era necesario que las cosas cambiasen: un puerto sin calado y abrigo no sólo dificultaba el atraque  de los navíos de gran tonelaje, y más con la llegada del vapor, sino que hacía imposible su acercamiento con la mar embravecida. Además,  el coste del desembarco era siempre elevado e incómodo, con barcazas que habían de traer y llevar pasajeros y mercaderías. Un testimonio excepcional, el del célebre escritor Hans Christian Andersen, bastará para dar la medida de esos aprietos. En el mes de septiembre de 1862 se embarcaba hacia Valencia y lo hacía bajo el prejuicio de lo que le habían relatado otros que le habían precedido. Nos dice, por ejemplo, que le han prevenido de que el buque no entraría en el puerto, de que tendría que saltar a un vacilante bote en alta mar y de que quizá a fines de verano el tiempo fuera tan malo que ninguna barca osase salir a buscar a los desamparados pasajeros. Cierto es que el viaje terrestre era aún peor, pero esas condiciones podían desalentar a cualquier viajero previsor.

            Pero las mejoras no se planearon exclusivamente en el transporte, en el espacio que envolvía a la ciudad  y la comunicaba con otras urbes del ochocientos. Tanto o más importantes fueran aquellas otras que miraban por el confort, la salubridad y la felicidad de los vecinos de aquella Valencia. Así, la primera de las prosperidades hecha intramuros fue el alumbrado a gas. Hasta entonces funcionaban los llamados faroles de reverbero, que utilizaban el aceite como combustible y que encendían los serenos a determinadas horas. Éstos cuidaban, además, de la seguridad en las calles, con sus continuas rondas, aunque ello no evitaba actos vandálicos más o menos reiterados. Se sabe, por ejemplo, que en alguna ocasión la ciudad amaneció con un buen número de faroles inutilizados. Si la iluminación era ya escasa con este sistema, su deterioro agravaba la nocturnidad y hacía felices a rateros de todo tipo que podían así despistar y sortear la imaginaria de los serenos. La sustracciones, los hurtos, las violencias contra las personas formaban parte del orden cotidiano y ni siquiera los ciudadanos más opulentos podían estar seguros de no ser objeto de alguno de esos latrocinios. La iluminación a gas, por tanto, fue considerada una mejora de indudable utilidad y preservación, no sólo por su economía, sino sobre todo por la claridad que proporcionaba frente a los vetustos quinqués, sin olvidar la eliminación de las pringosas manchas y los mefíticos olores. Sería obra de José Campo: se inauguró a mediados de los años cuarenta y la primera de las más de trescientas farolas que se instalaron inicialmente se encendía en la Glorieta, ese recinto de la paz burguesa, y con ello la urbe veía atenuada su dependencia del horario solar.  Ésa habría de ser, pues, la nueva ciudad próspera y resplandeciente, aunque para algunos esos mecheros que ahora se diseminaban por el callejero producían molestas emanaciones y claros riesgos de incendio. Sin embargo, los rateros y los ladrones continuaron aprovechando la noche para ejercer su oficio. Un ejemplo bastará. Precisamente, una de las violencias que mayor escándalo ocasionaron fue la sufrida por Gaspar Dotres, aquel sedero tan distinguido de mediados de siglo. A principios de 1851, un tal Tiburcio Anselmo, expósito del Hospital General y con graves antecedentes, sustrajo del domicilio de Dotres dos cuarenta mil reales y cuatro pistolas. La notoriedad del delito fue grande, tanto por la víctima como por el procedimiento. Una cuadrilla de cinco rateros auxiliados por más de dieciocho familiares y amigos se habrían aprovechado de la nocturnidad, como expresamente se indica, para irrumpir en ese hogar, alterando así la tranquilidad burguesa. 

Por las mismas fechas, en esos años vertiginosos y prósperos, se acometió también el empedrado. La ciudad había sido tradicionalmente un lodazal intransitable, sobre todo en la estaciones lluviosas. Al agua caída del cielo se añadían, además, los excrementos que dejaban bestias de todo tipo, pero también los desperdicios que los vecinos arrojaban sin ningún miramiento. Por esta razón, enlosar parte del callejero fue desde antiguo una preocupación gubernativa. Una ciudad tan opulenta –decían--, que gozaba de inmuebles tan vistosos y de gente tan principal, no podía tener vías tan desaseadas y de tan incómodo tránsito. De nuevo sería José Campo, en este caso como alcalde, quien emprendería su ejecución y así, tras probarse en las calles circundantes del Teatro Principal, se implantaría a partir de la plaza de Santa Catalina, en dirección a la plaza del Mercado por la calle de San Vicente. Es decir, adecentando la parte más comercial y distinguida de la urbe. La calidad de fábrica y su instalación no fueron óptimas, a juzgar por los serios reproches que se le hicieron a Campo, pero su necesidad estaba fuera de toda duda. Sólo quienes disponían de un carruaje o se permitían alquilar un coche de punto podían evitar el fango que arruinaba el firme de las calles durante un buen número de meses. Y aun así la paz no estaba garantizada. La prensa informaba regularmente de altercados que tenían como origen la difícil marcha de esos coches por sus estrechas calles. Había heridos e incluso algún viandante dejaba su vida bajo las ruedas de una tartana, un faetón o un berlina, por ejemplo. Tampoco era extraño que dos de esos vehículos se vieran paralizados al confluir en cualquier angosto callejón y que los respectivos conductores, tras acaloradas discusiones, empuñaran sus fustas o sus látigos y acabaran desencadenado una grave reyerta.

Finalmente, otra de las mejoras intramuros, otro de los avances con que Valencia se engalanaba, era la canalización del agua potable. La ciudad se había abastecido históricamente de los pozos que cada casa tenía y sobre todo del caudal que traía la acequia de Rovella, que entraba por el portal de la Corona y que se distribuía a través de quince rollos. Según denunciaban en la época los cronistas, el agua de Valencia era de un sabor ingrato y de penosa digestión, selenitosa y calcárea, un agua que endurecía las legumbres y disolvía mal el jabón. Además, este sistema era poco saludable, dado que los pozos y la acequia recibían todo tipo de filtraciones insalubres, siendo así causa de enfermedades. Por tanto, el paso del pozo a la fuente se convirtió en una urgencia modernizadora, urgencia que se materializó a principios de los años cincuenta. Para ello, se construyó una presa en el Turia y desde allí se canalizó el agua hacia la ciudad. Entrando por la puerta de Quart, y continuando por el antiguo centro histórico, se tomó la dirección de Santa Catalina, la plaza que daba acceso a esa Valencia mercantil que rodeaba la calle de San Vicente y a esa Valencia financiera y burguesa que se asentaba en el cuartel del Mar. La inauguración, que se debió a la iniciativa de patricios y munícipes como el barón de Santa Bárbara y José Campo, tuvo lugar a finales de 1850 en la llamada fuente del Negrito y desde aquel momento el agua empezó a fluir por la ciudad y a brotar en sus numerosas fuentes, unas pocas monumentales y de adorno, y otras muchas de pilón. Con todo, y como en otras mejoras de este tipo, el servicio benefició sólo a una parte muy menguada de la población, una población invadida periódicamente por brotes coléricos y que siguió padeciendo los perniciosos efectos de las enfermedades infecciosas que el agua transmitía. De hecho, los más pobres, a quienes era difícil costearse ese lujo, seguían abasteciéndose de pozos, por lo general insalubres. Por si estos inconvenientes fueran pocos, las filtraciones le dieron al agua una apariencia terrosa de aspecto y sabor desagradables.

No obstante, más allá de las comodidades y de la bondad de esta mejora, las obras emprendidas para su ejecución se vieron envueltas en un rosario de incidentes. Como en otros casos, en los que era necesario expropiar tierras, removerlas y acometer trabajos de envergadura, no todos se mostraron conformes con los resultados. Aparte de los litigios originados por la siempre disputada cuestión del justiprecio del suelo enajenado, los labradores mostraron una resistencia tenaz a la realización de este proyecto. Muchos de ellos creían que peligraba el caudal de agua preciso para irrigar sus tierras, y los arrendatarios en particular su medio de subsistencia con las expropiaciones. Además, las interrupciones provisionales en el riego, los daños en las acequias y en los caminos y los hurtos contribuyeron a que el clima de tensión se agudizara en esos años, en concreto en 1848. No es extraño, pues, que se profirieran amenazas, que se apedreara a algunos técnicos y operarios, que se asaltara la casa del ingeniero y que, en último extremo, hubiera algún herido e incluso algún muerto. Conviene recordar que todo ello sucedía en plena oleada revolucionaria, cuando los sucesos parisinos de 1848 habían  enrarecido el ambiente político en toda Europa. Por eso, los patricios locales fueron muy cuidadosos a la hora de afrontar esta violenta resistencia, aunque sin ahorrarse el uso de la fuerza cuando lo estimaron conveniente. Así, al tiempo que nombraban un nuevo ingeniero e intentaban minimizar el impacto de las obras, no dudaron en enviar a los fusileros para garantizar el avance de los trabajos.

En suma, pues, todas estas mejoras, esos adelantos que adecuaban la ciudad a las necesidades que los buenos vecinos sentían y que los políticos patrocinaban ventajosamente, daban forma material a la gran transformación urbana. Pero  esos avances, que se pregonaban como suerte inexorable de un siglo de progreso, no eran conquistas universales, sino que eran logros de cuyo disfrute no se beneficiaban todos por igual. El empedrado, la luz y el agua, que habían sido proclamados bienes públicos, adornaron en principio sólo la Valencia en la que residían las buenas familias, dejando en un estado más precario aquella otra angosta que se hacinaba en sus barrios artesanales y obreros. Eran, además, los arrabales menesterosos y sus calles en donde también se concentraban los talleres. Aparte de la industria tradicional de la seda, en ciertos parajes de la ciudad se instalaron fábricas más o menos modestas que hacían de Valencia una ciudad humeante, que hacían de esta urbe una localidad obrera y popular. Un caso notable, por ejemplo, fue el que tuvo como protagonista a Antonio Jánner. Este industrial empezó como calderero en 1857, dedicándose a trabajos de fundición en los talleres de la Calle Corona. Su actividad transcurrió sin ningún contratiempo notable hasta que en 1862 decidió introducir el vapor. Ese fue el principio de una larga serie de quejas elevadas a la superioridad que denunciaban incomodidades de todo tipo, insalubridades asfixiantes y eventuales peligros. Los vecinos señalaban que sus máquinas producían humos, ruidos literalmente infernales y alguna que otra explosión. El abogado de Jánner opuso firme resistencia esos hechos. De atender tales reclamaciones, argumentaba, se seguiría que ninguna de las grandes ciudades industriales habría podido erigir sus chimeneas, símbolo del progreso material, perdiéndose, pues, la riqueza que producían.  Pero hay más. Si en algunas calles intramuros existía un evidente malestar por los ruidos y las emanaciones de estos y otros talleres, a eso debe añadirse el hacinamiento, la concentración de las llamadas ‘clases peligrosas’ que tanto asustaba a los propios industriales y a los patricios de la localidad.

 

La ciudad de las miserias

            El ferrocarril y el puerto permitían a los naturales viajar con mayor celeridad,  desplazarse cómodamente para pasar unos días de descanso o para atender los negocios, así como recibir puntualmente noticias y mercancías. El gas, el agua potable, el empedrado, la alineación de las calles y otras tantas mejoras parecían crear una ciudad limpia y ordenada, acorde con las aspiraciones de José Inocencio de Llano y de otros tantos burgueses coetáneos.  Pero ese mundo ordenado tenía amenazas que se le oponían: entre ellas, por ejemplo, la de las clases peligrosas y la de la enfermedad y la muerte.  La ciudad de los paseos, la de los jardines, la del teatro, la de los vistosos carruajes, la de la luz, la del agua corriente, la urbe empedrada es sólo, otra vez, un fragmento de la vida que las murallas encierran.

La Valencia del ochocientos era una ciudad burguesa, pero era también varias ciudades a un tiempo. Estaba la ciudad caótica, llena de colorido, la de los mercados, la de los vendedores ambulantes que gritaban sus ofrecimientos de  café y aguardiente de corro en corro o que proclamaban ante esos mismos transeúntes las bondades de sus refrescos de cebada.  Pero estaba asimismo la urbe de calles estrechas y barrios insalubres, la ciudad de pedigüeños, la de los que pordioseaban con insistencia e importunidad,  la de los que acosaban lastimeramente, la de los que mendigaban con sus penas y sus pústulas, con sus llagas, sus estigmas y sus úlceras, reales o fingidas.  El espectáculo de la miseria y de la enfermedad estaba, pues,  en la calle y los vecinos acomodados se apiadaban y se protegían, erigían barreras de defensa o acogían al pobre. Esa pobreza no era exclusiva del siglo: la mendicidad era un lastre que la urbe soportaba desde antiguo, aunque sería en aquella centuria cuando se ensayasen nuevos modos de atajarla. Como se sabe, desde finales del setecientos, la industria tradicional valenciana, la sedería, experimentaba una situación crítica que, con el tiempo, se fue agravando. Una de sus consecuencias más evidentes fue el desempleo y la proletarización de tantos y tantos operarios que hasta entonces se habían ganado el sustento con aquel oficio. Así pues, muchos velluters se vieron expulsados por la reconversión y por las quiebras de bastantes de las sociedades que se dedicaban a aquel negocio. Esta situación agravó, pues, la suerte de muchos menesterosos y les situó en la condición de tener que pedir por su sustento. Los patricios locales afrontaron desde épocas bien tempranas esta situación. Sirviéndose de las ideas ilustradas pero también de las prédicas del viejo humanismo se plantearon una doble respuesta. Por un lado, expulsar a todas clases peligrosas de las calles, al menos de ciertas calles. Por otro, disciplinarlos, enseñarles un oficio sobre todo a los más jóvenes. Veamos, pues, algunas de esas soluciones dadas o ensayadas.

Una de las más antiguas fue la limosna benéfica y el legado testamentario para establecimientos píos. Era ésta una tradición secular que los burgueses, los comerciantes y financieros, los industriales y los emprendedores locales mantuvieron y aumentaron, si cabe. Ahora bien, el destino de esas cantidades era acorde con aquella voluntad de reclusión y adiestramiento del pobre. Así, la ya antigua Casa de Misericordia y la más reciente Casa de Beneficencia (1826) eran las más favorecidas en los testamentos. Ambas eran centros destinados al socorro de la pobreza permanente, pero eran igualmente instrumentos de control social, en la medida en que trataban de poner contención entre los desempleados. Un recorrido por los pabellones de la Casa de la Beneficencia, por ejemplo, nos permitiría observar cómo el grueso de los allí acogidos correspondía a jóvenes cuyas edades estaban comprendidas entre los once y los quince años. Su perfil social era claramente representativo. Así, eran mayoritariamente huérfanos o abandonados, procedentes de familias de asalariados o del servicio doméstico sumidas en la indigencia. Cuando a temprana edad ingresaban en los centros de acogida, una parte de esos muchachos declaraban haber tenido un oficio previo que, por lo común, había estado vinculado a los subempleos de la industria local de la sedería. Así pues, estas casas asistenciales se constituyen como instituciones de control y disciplina de una mano de obra poco especializada. No hay que olvidar, además, que hubo otras iniciativas particulares que perseguían los mismos objetivos. Burgueses tan señalados como José Campo o Juan Bautista Romero, que perdieron en fecha temprana a sus propios herederos, crearon sendos asilos para párvulos con el fin de enseñar un oficio mecánico a los hijos de la clase obrera a la par que se les educaba en el buen orden y en el comportamiento arreglado.

A pesar de todo, no eran éstos los únicos medios de protección social por cuanto los problemas de miseria, desempleo y hambre no podían ser resueltos o atajados desde estos centros, dado el elevado coste que suponía acoger a tan gran número de menesterosos. Existía también la asistencia domiciliaria a los miserables, evitándose con ello tanto la exposición pública de la enfermedad y su espectáculo indecoroso, como el traslado innecesario y costoso del pobre que disponía de domicilio propio o de los indigentes vergonzantes. Este auxilio intentaba remediar un infortunio que se juzgaba temporal, y así se le suministraban víveres y fármacos, e incluso la asistencia de un facultativo en ciertos casos. En la ciudad de Valencia, el ejemplo máximo de esta práctica fue el de la Gran Asociación de Beneficencia Domiciliaria de Nuestra Señora de los Desamparados, fundada en 1853, y que se dedicó al reparto de las llamadas sopas económicas. Sin embargo, nada de eso contuvo o atajó la miseria y los periódicos azotes del hambre, con los peligros públicos que tales desdichas ocasionaban. Así que, además de reprimir cualquier altercado cuando fuera necesario, no es extraño que los burgueses allegaran considerables sumas para remediar o al menos mitigar situaciones especialmente críticas que no podían afrontarse con los recursos habituales.

Probablemente, uno de los momentos más significativos y más desgraciados de este período fue el que tuvo lugar en el verano de 1854, pues fue entonces cuando coincidieron las pérdidas de las cosechas sederas, la mortandad provocada por el cólera y la especulación arrocera. La muerte y el desempleo fueron los azotes que dejaron desolada Valencia durante aquellos meses. La calamidad fue de tal magnitud que los poderes públicos se mostraron inermes para hacerle frente. Se creó una comisión de subsistencias, integrada por los miembros más sobresalientes de la ciudadanía, y se abrieron suscripciones que ellos mismos cubrieron inmediatamente. Y si esto fue así se debía al temor que tal situación les infundía. El resultado final fue la organización de un socorro de sopas económicas y el ofrecimiento de trabajo provisional en alguna de las obras públicas entonces en construcción. A finales de aquel años, por ejemplo, la práctica totalidad de quienes recibían estas raciones eran velluters,  sederos que trabajaban en taller ajeno y que residían en los barrios más miserables de la ciudad.  Esta crítica situación se reproduciría, no obstante, en años sucesivos.

Es significativo constatar, pues, cómo para tratar de solucionar estas calamidades repetidas, los patricios locales emplearon el recurso de las obras públicas, por otra parte algo ya ensayado décadas atrás. De ese modo, se suponía, las mejoras que daban confort a las familias distinguidas proporcionarían un salario digno a los menesterosos. En ese sentido, resulta igualmente llamativa la figura del barón de Santa Bárbara. Hemos visto que fue uno de los promotores de la conducción de las aguas potables, pero fue también director de la Casa de Beneficencia durante largo tiempo y, asimismo, alcalde de la ciudad, sin olvidar su activo papel en la Sociedad Económica. En esta corporación fue, precisamente, en donde emprendió o apadrinó uno de los proyectos más celebrados, la Caja de Ahorros, en los años treinta. Conviene recordar que aquel plan temprano tenía sobre todo una vertiente moral, una definición de la pobreza material, para así condenar el despilfarro o el gasto desmedido, y para legitimar también  la bondad histórica de la previsión y de la contención. La idea que está en la base de este proyecto es la de que la miseria suele ser producto de la falta de ahorro, y la imagen que se condena es aquella del asalariado que malbarata su jornal acudiendo a las riñas de gallos o que se deja sus cuartos en las tabernas. Era una manera, en fin, de predicar la autocontención, esa autocontención de la que más arriba hablábamos y que se fundaba en el control del gasto, en la morigeración de las costumbres y en la austeridad recatada del burgués.