EN ocasiones
coinciden en un artista una amplia y dilatada trayectoria (es decir, una obra
madura) y la posibilidad, sin embargo, de ser considerado todavía un
autor en el ojo del huracán, un autor polémico, entendiendo por
este término la preeminencia de una creación constantemente
renovada y, por ello, difícil de encasillar. Artistas que no han resuelto el estadio de la crítica
unánime, o el de haber accedido al sentido de clásico contemporáneo que un éxito
puntero en su carrera y la adscripción inequívoca a algún
"ismo" parecen proporcionar. Y, sin embargo, precisamente por esta
carencia de unanimidades amparadoras, dichos artistas parecen poseer la
libertad necesaria para que su obra, incluso en plena madurez, sea una obra
abierta, destinada cada cierto tiempo a la originalidad. El escultor valenciano
Andreu Alfaro es un ejemplo de ello. Fue el primer escultor en Valencia que
vinculó decididamente su creación a las vanguardias
históricas, convirtiéndose así en referencia inevitable
cuando hoy se trata de buscar los precedentes de la joven escultura valenciana.
En esta
exposición del Instituto Valenciano de Arte Moderno el visitante
tendrá oportunidad de contemplar cuales son sus últimas apuestas
plásticas y descubrir así hacia donde camina la más reciente
producción de Alfaro; pero también se le presenta la
ocasión de entroncar estas últimas obras con otras de etapas
anteriores que se encuentran representadas en la muestra con una cualificada
selección.
Pero este ejercicio
—permítaseme decir— de degustación estética,
no está exento de dificultades que tal vez convenga advertir. Estas surgen, en primer lugar, de la
propia obra de Alfaro, de su multiplicidad, de su trayectoria caracterizada por
la constante y renovada experimentación. Esta imagen necesariamente
plural y cambiante a lo largo de los años, hace que sea especialmente
complejo presentar una selección de obras unívoca, que
ejemplifique todas las etapas de su producción en un número
pertinente de piezas y que al mismo tiempo no deje territorios oscuros ni
hiatos insalvables entre unas obras y otras. Y por ello puede desconcertar a
más de un espectador habituado a grandes artistas cuya
experimentación se agotó tras producir una ruptura original en la
que perpetuarse sucesivamente.
En segundo lugar,
celebrándose esta exposición en Valencia, cabe señalar
que, contra lo que pudiera pensarse, no se encuentra el público de la
patria del artista especialmente pertrechado para soslayar los
obstáculos que terminamos de mencionar; y esto por la sencilla razón
de que han sido muy escasas las oportunidades que ha tenido de seguir la
evolución de su obra. Baste
recordar que la última muestra personal abierta en Valencia (la titulada
"El cos humà") tuvo lugar en 1985, si bien abarcaba obra de
tan sólo los dos últimos años. Algo más amplias
fueron las individuales de 1973 en la Galería Temps y la del año
anterior en el Colegio de Arquitectos, así como la primera
exposición de escultura en esta capital que se organizara en la
Librería Concret Llibres en año 1965. Pero ya ha transcurrido
demasiado tiempo desde entonces y Alfaro no ha dejado de crear.
Este desconocimiento
real de la obra de Alfaro en su país, además de ser -por
principio- especialmente adverso para una cabal valoración de su
personalidad artística, ha propiciado la difusión de
imágenes muy sesgadas del mismo. Por una parte la reducción de su
obra a la escultura urbana (idea originada casi exclusivamente en las tres
piezas monumentales instaladas en la ciudad a mediados de los ochenta). Por otro, su imagen de personalidad
pública ligada, no primordialmente a su actividad artística, sino
al eco de determinadas polémicas al hilo de sus inequívocas
posturas nacionalistas. Es tiempo
ya de conocer de forma más ajustada al artista y sus más de
treinta años de producción escultórica.
Hombre
mediterráneo, obsesionado por la luz que recorta con nitidez las formas
y por la razón, goza de una proyección exterior que le ha servido
para hacer dialogar su experiencia estética con la cultura europea y
algunos de sus emblemas artísticos y literarios. Alfaro, dibujante en el
espacio, ha encontrado en la escultura su definitivo lenguaje para explicar una
realidad que considera transformable, aunque nunca totalmente comprensible. Con
ella ha ocupado el espacio urbano y ha contribuido a una idea solidaria de la
identidad valenciana. Con ella persigue aún la plenitud de la unanimidad
que, tal vez, se encuentre tras su última apuesta de renovación
pendiente siempre de ser formulada.
El dibujo: una
lección bien aprendida
ANDREU Alfaro
Hernández nace en Valencia el 5 de agosto de 1929, en la planta baja de
un edificio de fines del
ochocientos de la calle de Pascual y Genís. En un lugar, precisamente,
en el que la familia tenía instalado el negocio de una próspera,
al menos en aquel momento, carnicería. Alfaro proviene pues de una capa
social de perfiles confusos en lo que se refiere a su definición
histórica, pero de decisivo interés, por constituir, a la postre,
el más claro marco de clase media de una burguesía comercial
netamente valenciana, inserta en el tejido urbano, con un alto sentido del
trabajo y la iniciativa personal como activos indiscutibles en su
relación con la historia y que adopta sin prejuicios una
educación abierta y laica para sus hijos e, incluso, un progresismo en
la cultura por una convencida tradición liberal que permitirá a
sus padres asumir como natural formar una pequeña pinacoteca como signo
de distinción social. Con la misma naturalidad tendrán que
resignarse, con el tiempo, a que el varón primogénito, llamado a
heredar el pulcro y acomodado establecimiento, encontrara los papeles para
envolver la carne más útiles para abocetar sus primeros dibujos
que para ajustar las cuentas del negocio de unos cualificados botiguers de la capital.
En la franja
histórica de los años veinte y treinta, antes de que la guerra
civil anquilose a ese estrato social en actitudes pragmáticas y
conservadoras, esta burguesía urbana que acompaña la
escenografía familiar de los primeros años del escultor,
será en Valencia, sin duda, un núcleo social que participa de los
ideales de progreso y de autoafirmación que entonces significaba el
republicanismo blasquista. La prosperidad familiar, además, facilita a
Alfaro un acceso temprano a la educación (a los tres años ya
asiste al Colegio Colón), educación de privilegio que continua en
la Escuela Cossío y en el Instituto Escuela de Segunda Enseñanza,
el núcleo pedagógico valenciano de la Institución Libre de
Enseñanza, y que determinan los rasgos de sincera curiosidad, la sensibilidad
y las inagotables inquietudes del futuro artista.
La
formación integral del individuo, según este concepto moderno de
la pedagogía, permitía aceptar con un sentido del alta dignidad,
el aprendizaje del arte, de la música o del deporte y, por descontado,
las prácticas artísticas como el dibujo. Aunque éste
seguirá siendo durante mucho tiempo una simple habilidad sin posibilidad
o necesidad de formación académica alguna. De hecho, ni siquiera
le tienta el camino de la formación universitaria. La urgencia y la
falta de estímulos le atan, de momento, a la empresa familiar, tras
concluir el Bachillerato en un ambiente mucho más restrictivo y de menor
empuje intelectual. Alfaro, integrante de esa generación cuya capacidad
para ilusionarse y afirmar cualquier vocación se vio perturbada por las
consecuencias de la guerra, será, en el sentido literal de la
expresión, un artista de vocación tardía. Todavía
recientemente el escultor recordaba, lamentando el tiempo perdido, aquellos
años de aparente indecisión, de fuerte influencia del entorno y
de lo que él mismo llama "el imperio de sus decisiones": la
incansable dedicación a múltiples trabajos absolutamente alejados
de la creación plástica.
La década de
los cincuenta, tan decisiva en España para la formación de los
primeros frentes de coherencia intelectual y artística tras la
devastadora posguerra, será decisiva para la definitiva
maduración de Alfaro. En 1954, casado y ya independizado del
círculo familiar, redescubre la antigua afición por el dibujo
durante un viaje a Italia, cuyos paisajes y monumentos refleja en su cuaderno,
primer ejercicio del patente autodidactismo al que se pliega un hombre cuya
trayectoria vital le ha alejado ya de la posibilidad de recibir una
formación académica tradicional en la Escuela de Bellas Artes de
San Carlos.
La sordidez y
mediocridad de los planteamientos pedagógicos de la obsoleta
institución, desvinculada de cualquier atisbo innovador, incluso del
entonces ya venerable impresionismo, hacen poco lamentable esta carencia. Aunque
Alfaro siempre reconoció la utilidad de una formación que le
hubiera proporcionado los conocimientos básicos de las técnicas
artísticas y su dominio. Su trayectoria real, empero, obviará
incluso esta supuesta dificultad. Libre de prejuicios y hábitos en el
uso de los medios tradicionales, cuando se sitúe en el campo de la
escultura como medio de expresión estética personal, lo
hará de manera sorprendentemente valiente, incorporándose con
admirable agilidad a la experimentación, asumiendo la dureza incluso de
una evolución en principio casi en solitario, intuyendo planteamientos
escultóricos de vanguardia y llegando al conocimiento de los temas por
la vía directa del estudio de los hechos y no de la teoría o de
la literatura crítica.
Allí estaban,
sin embargo, su infatigable curiosidad por conocer, por relacionarse con la
generación artística e intelectual que por aquel entonces se
reunía en Valencia y con quienes establecerá relaciones de
amistad en algunos casos decisivas. Conoce a Joaquín Michavila, Monjalés,
Nassio Bayarri, Doro Balaguer, Salvador Soria, Vicent Ventura, Aguilera Cerni y Joan Fuster, entre
otros. De unos adquiere la capacidad dialéctica de reflexionar sobre el
hecho artístico, dando un salto desde las intuiciones a la vanguardia.
De otros, especialmente de Fuster, la toma de conciencia de un hecho vinculante
con su compromiso con el entorno: la defensa de la identidad nacional del
País Valenciano, que reflejará con altura cívica en su
posterior producción como escultor, al entender siempre el nacionalismo
como una cuestión de cotidianidad y de libertad que posibilita el lento
pero necesario cambio cultural.
Pero paralelamente a
ello y mientras la antigua predisposición para el dibujo le encamina
hacia su realización como artista, experimenta asimismo con la pintura,
en realizaciones que traducen su dispersión estilística, desde la
semejanza con el fauvismo hasta la pintura matérica. Sus pinturas y
dibujos comienzan a menudear en exposiciones colectivas como los Salones de
Otoño de Valencia de los años 1956 al 1958, la de los Jardines de
la Generalitat de marzo de 1957, el Premio Senyera del Ayuntamiento de 1958 o
el II Salón de Mayo de Barcelona. Será en 1957 cuando en la
Sala Mateu de Valencia tenga lugar
su primera exposición individual de dibujos realizados con trazos
continuos de tinta azul, que parecen indicar ya la permanente resistencia de la
forma y el cultivo fiel de la línea, como demostrará su
exposición de 1958 en el Centro de Estudios Norteamericanos, en la que a
las pinturas acompañarán una serie de particulares dibujos con alambre en forma de pequeños
relieves murales. Estos dibujos serán recibidos positivamente por la
mayor parte de la crítica del momento: se alaba su trazo firme, su
resolución comunicativa y, sobre todo (un rasgo que casi profetiza la
evolución global del artista) su peculiar predisposición para
arrancar propuestas artísticas de la habilidad para el diseño.
Andreu Alfaro que
por el momento no se plantea una dedicación profesional al arte ni se
siente vinculado a una identidad personal en tal sentido recibirá en
1958 dos experiencias determinantes para su evolución. En julio de ese
año, en compañía de unos amigos, visita en Bruselas la
exposición "50 ans d'Art Moderne". La contemplación
conjunta de 350 obras que agrupaban desde el arte alemán anterior a la
guerra, los vanguardistas rusos (de Malevitch a Kandinsky, de Chagal a Pevsner)
hasta la producción de pintores y escultores norteamericanos
incorporados así al desarrollo del arte occidental, es una lección
absoluta e inolvidable para el neófito y hasta ese momento audazmente
autodidacta Alfaro. Convierte en sus referentes habituales a Picasso, Gris,
Miró y Julio González, cuya escultura La Montserrat
ayudará a determinar no mucho después su progresiva meditación
sobre el paso de la pintura y el plano al volumen; pero son los cinco
óleos de Vasili Kandisky las obras que de forma inmediata más le
impresionarán.
A su regreso a
Valencia no se conforma con unos
gouaches abstractos que
interpretan a Kandisky; construye sus primeras esculturas de
alambre y hojalata y, probablemente, adquiere la conciencia de una cierta
orfandad y una falta de construcción solidaria, en grupo, de las ideas
artísticas tan súbita como firmemente adquiridas. Es entonces
cuando decide incorporarse oficial y activamente al Grupo Parpalló,
núcleo de artistas y críticos de signo renovador que actuaba en
la capital.
En
el otoño de 1958, al incluirse entre sus miembros (junto a Doro Balaguer
y Eusebio Sempere), Alfaro contribuye a crear una nueva imagen del grupo,
tomando las riendas del diseño de algunos de los catálogos y de
Arte Vivo (su publicación
periódica) y provocando, con su característica personalidad
inconformista, una reorientación ideológica hacia la
radicalización de los planteamientos artísticos del
Parpalló.
La osadía de un
autodidacta
TRAS años de
vacilación, de un aprendizaje en solitario, de una orientación
personal, intuitiva, carente de márgenes teóricos
explícitos, la trayectoria artística de Alfaro encuentra su cauce
definitivo. Ya no es sólamente un más que hábil dibujante
o un pintor vinculado a la curiosidad de las formas de vanguardia al que el
plano se le va quedando estrecho: con su adscripción al Grupo
Parpalló encuentra la posibilidad de construir su propio lenguaje
plástico en solidaridad con una generación renovadora que, como
siempre, será para él espacio de libertad e impulso y no una
etapa de anclaje en la seguridad al fin adquirida.
En efecto, Alfaro
ayuda a configurar la segunda etapa del Grupo que desde 1956, se hallaba conectado con la actividad
artística y la crítica europea mediante Vicente Aguilera Cerni,
abrigaba una abultada heterogeneidad de tendencias y bebía del ejemplo
de la experiencia estética comprometida de, entre otros, el escultor
Oteiza. En enero de 1959 el grupo se reduce, se centra ideológicamente y
se transforman los intereses y preocupaciones del colectivo que, desde ese
momento, defiende un arte experimental, en equipo y con capacidad y posibilidad
de intervención social. Los críticos Aguilera Cerni y
Giménez Pericás o artistas (junto a Alfaro) como Sempere, Labra,
Monjalés o Balaguer intentaban, en palabras del propio Alfaro,
"comenzar una modernidad sin concesiones a la sociedad que les
rodeaba". La gestación de una postura ético-moral del arte
como compromiso y como hecho colectivo que llega incluso a la impronta
romántica de justificar la heterogeneidad de tendencias en virtud de la
superior importancia de un arte útil socialmente y producido desde la
solidaridad de un grupo humano, explicarán seguramente que la apuesta
estética del Parpalló, sobre todo a partir de 1959 (año
cero casi de la evolución artística de Alfaro) se conduzca por un
camino intermedio en el que sus creadores intentan una flexible
dialéctica entre el desbordamiento instintivo del informalismo y el
lúcido -incluso frío- arte concreto o constructivista.
La convivencia de
ambas tendencias (convertidas en otros lugares en "trincheras
filosóficas" o "barricadas ideológicas"
según el crítico Giménez Pericás) explican la
solidaridad creativa de Alfaro con artistas como Monjalés, éste
informalista y él mismo dentro de una regla neoconstructiva. Si esta
pluralidad de ópticas (reducidas siempre con el propósito de un
arte necesariamente vinculado con lo social) se percibe en una serie de
exposiciones como las de la Sala Gaspar de Barcelona (octubre de 1959), la del
Club Urbis de Madrid (febrero de 1960) o la Sala Mateu de Valencia (febrero de
1961), llega a su máxima expresión en la decisiva "Primera
exposición conjunta del Arte Normativo Español" organizada
por el Grupo Parpalló, en marzo de ese mismo año. Con ella las
obras de Alfaro se integran conscientemente en el marco del normativismo, esto
es, el movimiento alentado por Aguilera Cerni que intentaba poner orden en
ideas influídas por Gropius, Giedion y Zevi, pero sobre todo, de Giulio
Carlo Argan. En síntesis, el normativismo intentaba hacer coherentes, en
un planteamiento estético, la norma y la racionalidad, pero planteaba
también la necesidad de una integración de las artes entre
sí y de éstas con la vida. Dicho de otro modo, y por lo que
atañe especialmente a Andreu Alfaro, el normativismo permitía la
reflexión sobre un nuevo lenguaje plástico conectado con las
corrientes constructivistas y analíticas, un lenguaje que llevara a un
contenido de compromiso y de tranformación de la realidad incluso
más allá de la posición individual. Posición que en
esta primera etapa no se revela en una determinada opción política
sino en un generoso sentido del arte como parte del mundo y de la comunidad
próxima. Ya entonces, en 1959, precisamente por ese sentido integrador
de las artes plásticas bajo el signo de la arquitectura, Alfaro mostraba
su admiración por los arquitectos y los diseñadores, que
"descubren, inventan formas industriales". Parece ir así
desplegando el futuro programa de su escultura a la que se irá dedicando
en estos años "no para mirarla como espectador sino para participar
en ella".
Lo cierto es que
Andreu Alfaro permanece fiel, en lo fundamental, a este lenguaje fundacional de
su evolución artística durante toda su producción. Una
producción que va encarándose con el público y con la
crítica en sucesivas exposiciones colectivas desarrolladas durante 1959
y en las que se presenta por vez primera como escultor. Una de ellas (la que se
presenta en el Hotel Formentor con motivo de las "Conversaciones
Poéticas") reviste el significado simbólico de situarse en
el enclave de la expresión colectiva de una generación literaria
y crítica (la de Barral, Gil de Biedma, Goytisolo o Bousoño) que
coincide en el tiempo con los intentos de un nuevo lenguaje estético
comprometido con la cultura española del momento.
En 1961 realiza en
la Sala Darro de Madrid su primera exposición individual como escultor y
en 1963 se presenta al II Certamen Nacional de Artes Plásticas. Alfaro
no es todavía un artista consagrado por el éxito pero, en poco
tiempo, ha logrado un singular y coherente respaldo crítico, comenzando
por Aguilera Cerni que en 1959, en Arte Vivo ,
recurría al ejemplo de Alfaro y a
su escultura integradora del espacio y del tiempo a través de la fuga y
el encuentro de elipses y espirales para volver al centro teórico del
Parpalló: el arte realizado colectivamente y abierto a la sociedad. Jose
M.ª Moreno Galván, en 1961, destacaba su ordenación
arquitectónica del espacio y la huella generacional que la
máquina dejaba en su escultura como síntoma positivo y no
degradante de la acción humana.
En
1963, en fin, Valeriano Bozal elogia sin reservas el equilibrio que surge de la
perfecta resolución de una escultura cuya belleza no proviene de una
adición de elementos sino del hecho de poseer una unidad anterior a
cualquier composición.
Poco a poco la
crítica va añadiendo elementos teóricos a la
poética de una escultura que parte del precepto constructivista de dar
nueva forma a los fenómenos de la realidad. Primero casi como una
transformación utópica; después, como veremos, mediante un
simbolismo esencialista más evidente. Pero, en cualquier caso, intuyendo en su obra la crisis del
informalismo y la necesidad, por tanto, de que un arte moderno (es decir,
abstracto) con intervención de razones claramente artísticas,
pudiera ponerse, al mismo tiempo, al servicio comprometido de la realidad. En
su primera etapa Alfaro elabora conscientemente una experimentación
constructivista ("Busco formas nuevas ." -contesta en una entrevista
de1959- "El espacio ha dado lugar a las formas; yo quiero dar formas al
espacio"). Dicha búsqueda compromete al escultor con el espacio,
mejor dicho, le lleva a modelarlo y dirigirlo hacia la belleza de la
simplicidad, alineándose Alfaro en la vanguardia que descubre en la
escultura no el efecto del volumen sino el del vacío, el de la
negación de la masa. Títulos bien expresivos de sus obras de esta
época revelan esta voluntad: Espacio libre , Proyecto para un espacio
libre , Expansión múltiple
o La recta y la curva
(todas de 1959).
La materia
primordial será el alambre, la varilla de acero y, sobre todo, las
planchas de latón, aluminio y acero inoxidable de una sola pieza, con
cortes limpios, flexibles y plegados; formas muy sencillas, con muy pocos
puntos de contacto con la base, produciendo un particular dinamismo (Plano
curvo, 1959; Forma en desarrollo
I , 1960; Caminos de libertad, 1961). Posteriormente, en 1961 y 1962, será
más común que algunas tengan soldaduras y las formas de las
planchas coincidan no con curvas sino con rectas y ángulos (Homenaje
a Joan Fuster, 1961; Homenaje a
Jorge de Oteiza, 1961; Victoria
de la Bahía de Cochinos,
1962). Aparte de ello, merece la pena anotar que ya en esta época Alfaro
advierte el germen de una de sus más notables características
posteriores: la pretensión monumental de sus esculturas respondiendo
tanto a una posibilidad real de realizarlas en grandes tamaños como a su
poca fe en la escultura de museo o de mero coleccionismo. El propio José
Hierro lo mencionaba en 1963 con motivo de su exposición en la Sala
Neblí de Madrid: "Cualquiera de estas piezas que expone son
maquetas de monumentos".
Debido
a ello muchas de las obras de esta época no pasan de meros bocetos y
sólo un tiempo después de realizarse, para ser expuestas o en
razón de un encargo, se realizaban de forma definitiva. La admirable
ecuación y el diálogo entre el metal y el medio sobre el que se dibuja,
el control racional de las relaciones entre forma y espacio y la habilidad de
resolución pudieron llevar a Alfaro, desde el principio, a la
tentación manierista, a la realización repetitiva o de recetario.
Pero también desde el principio Alfaro se instaló en la
disciplina de evitar tal peligro. Su experimentación nunca fue nihilista
sino comprometida con su tiempo, comprometida con un contenido y con un mensaje
vital y específico. Su ideal confesado era el de un arte como mensaje de
un hombre a los otros hombres, un arte, por tanto, en el que la forma
desempeña un papel secundario, de envoltura, frente al contenido
intencional de la obra; y lo mismo cabría decir de los materiales que,
excepto en obras muy posteriores, ya en los años ochenta, no
tendrán más función que la de medio esencial de
expresión.
Un lenguaje para un
escultor
LA
comunicación, la intención y el contenido, la supremacía
de estos aspectos sobre la forma y la materia exigen a Alfaro un constante
ejercicio de la libertad, la palabra que posiblemente mejor simboliza su
vocación plástica y su profunda preocupación intelectual
por ser, sobre todo, entendido; por transmitir sus experiencias tras un periodo
de reflexión que las acerquen a la sencillez de lo accesible. Esta es la
causa por la que paulatinamente, desde 1963, manifiesta haber superado el
interés por la expresión constructiva o por el espacio si no se
supeditan a un fin. Fin que no podría ser otro que la conexión
con la realidad cultural y social. De ahí que alrededor de 1963 ó
1964 su repertorio formal se simplifique, se haga incluso más austero,
pero se enriquezca en contenido simbólico independiente, en muchos casos
orientado hacia cristalizaciones de actitudes colectivas, reivindicativas o
históricas. La forma y la materia, en fin, como veremos enseguida, se
dotarán asimismo de un concepto nuevo de la técnica y de la
industria como conquista humana.
Por entonces (entre
1964 y 1969) Andreu Alfaro compatibiliza su creación con el trabajo en
la antigua carnicería y con el diseñador de campañas
publicitarias en una agencia (actividad que dejará huella en su
trayectoria posterior, pues entre otras cosas, será una buena escuela
para su formación visual). De este modo compartía posiblemente la
posición de artistas anteriores que, como Julio González, se
esforzó por subvencionar su arte con una dedicación profesional
ajena que, al menos durante una larga etapa, hasta la madurez artística,
fortaleciera la libertad creativa salvaguardándola de los imperativos
comerciales de una demanda, por lo demás, prácticamente
inexistente para el arte de vanguardia en la España de entonces. La
misma libertad le conducirá a un replanteamiento de su quehacer
artístico, a una crisis ideológica que le quitará fardos
de prejuicios. Si su arte quiere comunicar ha de incluirse necesariamente en el
circuito de exposiciones y galerías. Es un hombre práctico cuyo
contacto con el mundo comercial de la publicidad le convencerán, a
mediados de los sesenta, de la posibilidad de mantener su libertad e
inconformismo al tiempo que poder exponer sus obras en algunas galerías
capaces de soslayar la pura tentación comercial del arte convencional y
antirrevolucionario.
Tal es la
importancia de su exposición individual en la Sala Gaspar de Barcelona
en 1965, tras la participación el año anterior en el Salón
Internacional de Marzo de Valencia donde obtendría la Medalla de Oro.
Está creando paulatinamente su nuevo lenguaje plástico que, por
un lado, usa para sus primeras esculturas de orden ideológicamente
reivindicativo y por otro le empuja al salto definitivo al exterior, al
participar, en 1966, en la Bienal de Venecia y, en varias ocasiones, en el
Salon de la Jeune Sculpture de París. En 1967 realizará una
importante muestra en la Dirección General de Bellas Artes de Madrid.
La crítica,
una vez más, acoge positivamente su trabajo definiéndolo en las
dos coordenadas que son ya la base esencial de su trayectoria artística.
Así Alexandre Cirici, en 1964, se refería a su habilidad para crear
puras situaciones plásticas pero siempre como respuesta a situaciones
históricas y sociales y a
partir de elementos extraídos de un contexto tecnológico. La
síntesis produce un artista que Cirici califica de "no
figurativo-realista", término que caracteriza con gran
precisión tanto la época que comentamos como la evolución
posterior de Alfaro. Víctor M. Nieto Alcaide, en 1966, vuelve a recordar
su apartamiento del sentido esteticista de la abstracción
geométrica, y su concepción de la escultura dentro de una nueva
estética industrial, cuyo sentido dinámico correspondería
no a trucos móviles ni dispositivos mecánicos sino a una eficaz
estructura que dialoga con la curiosidad activa del espectador que las
contempla.
Tomàs
Llorens, uno de los teóricos con cuya amistad contará a lo largo
de su carrera, percibirá claramente (en el texto que
acompañará el Catálogo de su exposición en la
Galería Concret Llibres de 1965) su propensión al lirismo
comprometido, eso sí, con el entusiasmo temperamental y ético de
cuestiones que definen la identidad de su comunidad.
Dos
años depués, en el catálogo de la Exposición de la
Dirección General de Bellas Artes, considera la obra de Alfaro un
adecuado marco para ilustrar algunos de los problemas de la revolución
entre las teorías del diseño y las doctrinas estéticas y
vincula las formas y contenidos de Alfaro con el planteamiento de la Bauhaus.
De
este modo la crítica, en especial Llorens, relata la transición
desde la época constructivista como el paso desde la poética de
la experimentación espacial a la del simbolismo conceptual, inventando
en dicho paso un nuevo lenguaje plástico o, más bien,
depurándolo a partir de la reducción de los medios expresivos que
conserva, sin embargo, su máxima eficacia.
Tres son pues los
elementos definidores de la segunda etapa de la escultura de Andreu Alfaro. El
primero la necesidad de incidir en la búsqueda de un conceptualismo cada
vez más esencial pero perfectamente percibido y comprendido en su
capacidad de concretar símbolos. Entre 1963 y 1964, como ya vimos, se
impone una especie de reflexión y autocrítica que le lleva a
perseguir casi obsesivamente lo inteligible: "No me fío de mis
obras, no me fío de los demás. Uno pasa el tiempo -su vida-
intentando un lenguaje. Quiero hablar a los demás hombres,
enseñándoles objetos hechos en nombre de la libertad, del amor,
de la esperanza. Cuando estos objetos han sido cuidados por la experiencia
adquirida día a día en la vida, para determinar una forma de
expresión, descubre de pronto que su lenguaje no es apto, peor
todavía, no es inteligible".
Se
trataría entonces de buscar un nuevo lenguaje a partir de complicidades
emotivas y éticas (nunca de trampas o señuelos) con el
público. Signos primarios, primitivos si se quiere, iconos que parecen
usar un lenguaje natural como puede serlo la risa, los movimientos de cabeza o
los gestos de las manos. Alfaro crea su propia gramática, su propio
léxico plástico: "Relaciones mínimas, dos cosas se
juntan, es el amor; dos elementos juntos al final de su recorrido se separan
largamente y es la libertad".
Pero
el espectador que las contempla ha de mirar más allá del aparente
juego o del experto trabajo de diseño brillante aunque severo: son nudos
significativos. No se trata sólo de una ágil sintaxis sino de una
apasionada semántica, de una vehemente simbología que se
empeña en incluir su sentido definitivo en los propios títulos de
las obras (La veu d'un poble,
1964; Inici al càntic ,
1966; La nostra victòria
, 1966). Tiempo después, en la Bienal de Venecia de 1976, algunas de
estas obras (y otras como Monument a l'amor, 1963, Dos pobles, dues veus, 1964 ) se incluirán en una sección
titulada “Giochi emblematici”. Alfaro arranca desde sus principios
el afán de comunicar y el derecho a utilizar para ello la
abstracción.
Por eso el segundo
elemento definidor de esta época será precisamente ese repertorio
ajustado y de carácter minimalista del lenguaje plástico de las
obras, favorecido por sus elementos estructurales, es decir, las sencillas
barras industriales. No es, claro está, y por lo que queda dicho, un
minimalismo puramente geométrico. Ni siquiera la crítica llega a
percibir netamente este entronque con el arte minimal que estará en su apogeo en 1968, aunque la
visión actual de aquellas realizaciones no deja lugar a dudas. En todas
se observa un proceso de desmaterialización y una búsqueda del
máximo orden con el mínimo de elementos, entroncando así
con el arte europeo y mundial de la segunda mitad de los años sesenta
que preparaba el terreno para el triunfo del arte planteado tan sólo
como idea o concepto. El minimal
de Alfaro ofrece dos vertientes. La primera consiste en las piezas que
han reducido su materialidad al extremo de pletinas o delgadas barras
metálicas simples (Monument a
l' amor,1963; Adan y Eva, 1964; My black brother, 1965 ) o de tipo repetitivo (Tothom, 1964; El árbol de la vida, 1965; Un poble en marxa, 1967). La segunda (que se observa a partir de
1966) consiste en intentar obtener el contenido expresivo en el volumen, en la
masa contenida en formas geométricas recortada en el espacio. Son piezas
en madera, simples (Los amantes,1966)
o también repetitivas (Módulos 3 A, 1967; Composición de cubos, 1967; La fábrica del silencio, 1967), cuyo estilo reaparecerá aisladamente
en 1973 y, ya en nuestros días, en su serie de kouroi. La forma triunfa
de nuevo sobre la materia. Las obras se crean a partir de la consciente
pérdida de elementos, del efecto transparente, de la línea
dibujada, sensaciones visuales que -como escribía Antonio Bonet Correa-
niegan la opacidad de la escultura tradicional.
El tercer elemento
caracterizador de esta época se deriva tanto de los aspectos formales
que hemos resaltado como de esa vinculación que la crítica
percibe tempranamente en su trabajo: el haber recogido la tradición de
la Bauhaus y del diseño industrial, de la utilización de la
máquina. En 1966, Nieto Alcaide escribe: "Frente a un mundo de
cosas halladas el hombre opone una realidad construida por él. Alfaro
nos da el testimonio de la técnica, el elemento más definidor de
la época en que vivimos. Sus esculturas se hallan integradas en el mundo
de realizaciones técnicas de nuestra edad".
El
artista, como el hombre del Renacimiento, ha adquirido la posisición de
dominador de la tejné. Los materiales y hasta el método de
producción industriales se incorporan a la experimentación
artística como conquista humana, con una vehemencia nunca vertida hacia
los objetivos del llamado realismo social de la nueva figuración. Su
espacio de trabajo se aproxima a la literalidad y no al sentido tradicional o
metafórico del taller del artista: la técnica, la maquinaria,
corte de la madera o del acero se constituyen en nuevos vínculos de
Alfaro con la sociedad a la que quiere hablar. Y esto posibilita también
un diálogo múltiple con el público mediante la
seriación de algunas de sus obras que comienzan a ponerse a la venta,
por este procedimiento, a partir de 1965. Un hombre tan perdurablemente ligado
a todos los hechos del arte y de la vida ofrece así también, en
sus esculturas, la posibilidad de reflexionar sobre uno de los últimos
fenómenos del arte contemporáneo: su integración en una
sociedad masificada, urbanizada, consumista, que accede ávidamente a los
circuitos exhibidores de la obra de arte y que, en el caso de Alfaro, halla,
además, el motivo trascendente de acceder muchas veces a un
pequeño símbolo reivindicativo de su identidad o a un reducido
emblema de un concepto ambicioso del amor, la esperanza o la libertad.
La emoción de la
técnica
CON la década
de los setenta Andreu Alfaro va a madurar su producción con una doble
experiencia: confrontar su concepto de la creación plástica con
el mercado artístico y asumir definitivamente su compromiso intelectual
respecto al momento histórico que le toca vivir.
En 1971 acude al
Simposio de Escultura de Nüremberg y es seleccionado para realizar una
escultura en aluminio de nueve metros de altura (Un árbol para el
año 2000 ) que supone su introducción en el mercado
alemán. En este país
presentará muestras individuales con asiduidad a partir del año
1974, en el que realiza su primera individual en la Galería Dreiseitel
de Colonia, a la que seguirán frecuentes participaciones en las ferias
de Colonia, Basilea y Düsseldorf. Comienza así una
dedicación cada vez más profunda a la actividad artística
que se convierte en su única ocupación a partir de 1974. Hasta
ese momento Alfaro ha contado con el respaldo bastante unánime de la
crítica. Ahora, una vez que su obra puede ser identificada por el
público de manera clara y evidente, el artista es consciente de que sus
creaciones, sin supeditarse a ningún dictado estrictamente comercial, es
susceptible de las ventajas de la promoción de las galerías. El
escultor, que siempre intentó defenderse de las habilidades manieristas,
no niega, sin embargo, un afán por hacerse entender desde su propia
gramática de formas y simbolizaciones: que éstos lleguen a una mayoría significativa sin
entreguismos populistas va a constituir ahora otro de sus objetivos. Pero en
esta época parace claro su total reconocimiento y su notable
éxito entre el público. Es un público interesado en la
vanguardia, renovador y de extracción progresista que se siente
atraído por el elegante y sobrio esteticismo de unas esculturas
susceptibles de revalorización comercial. Cuando a finales de los
setenta exponga su importante retrospectiva en el el Palacio de
Velázquez del Retiro madrileño, Andreu Alfaro puede ser
calificado de artista consagrado.
Pero es
también un artista comprometido. Su grado de compromiso se ha
profundizado con la madurez de su obra pero sin la absurda pretensión de
poner su arte al servicio de una ideología. Ahora más que nunca
(coincidiendo con la transición política española) su
compromiso social se deriva hacia un compromiso nacional e intelectual con el
País Valenciano para que éste asumiera definitivamente su
identidad histórica y cultural. En este sentido Alfaro no ha regateado
su reconocimiento público de esta defensa expresada en un respaldo a
entidades cívicas y en la significación emotiva de buena parte de
sus obras de los años setenta y ochenta. Catalá Power (1976), La unitat de la llengua / Homenaje a
Carles Salvador (1976) y D'un
pais que ja anem fent (1978)
serían ejemplos de todo lo dicho. Y, en consonancia con una de las
características determinantes de su evolución vital y artística,
Alfaro, un hombre valenciano, no ha dejado de ser en este sentido un
combatiente por hacer de la cultura el medio más activo para la
revolución ideológica y para la revolución de la calidad
que precisa el pueblo al que pertenece, demasiado lastrado por interesados o
incompetentes tópicos folkloristas.
Las dos experiencias
a las que nos hemos referido (recuperación de un arte posible dentro de
la sociedad de consumo pero con un grado crítico y de compromiso lo
suficientemente explícito como para entender las emociones
estéticas equivalentes a un fermento de cambio social) parecen abonar en
Alfaro una actitud activa y práctica frente al uso de la técnica
industrial. No serán ya solamente sugerencias simbólicas como en
la etapa constructivista. La preocupación por el diseño, la
repetibilidad, la utilización de materiales industriales ya no se
aplican únicamente en la producción sino también, como
sugerirá Tomàs Llorens en 1974, en el aspecto del consumo de la
cultura industrial.
Alfaro
se plantea hacer equivaler comunicación y despertar de nuevas
sensibilidades, técnica moderna y significados emotivos. El artista debe
rozar y ser rozado por la realidad y ésta pasa por el reto de la
tecnología, del progreso científico y de la máquina como
instrumento emancipador (que no dominador) del hombre. Es esta nueva actitud
frente a la creación la que conduce el nuevo planteamiento de Alfaro en
los setenta hacia los principios (siempre aproximados ya que el escultor nunca
se entrega a los dogmatismos) del llamado arte programado: la
desmitificación del sentido puramente romántico de la
creación, la importancia de la percepción, la
simplificación de los medios compositivos, el uso de la
tecnología contemporánea y la invitación a convertir al
espectador en un partícipe activo de la obra adquiere (real o
virtualmente) movimiento. Recoge así la herencia de los artistas de De
Stijl, de los constructivistas rusos, de la Bauhaus y de los abstractos
geométricos de la posguerra.
Alfaro se adscribe a
todo ello, como siempre, aplicando su flexible personalidad artística en
la que se equilibran el imperativo racional y una innegable emotividad
comunicativa. Su arte es óptico más que cinético en el
sentido de que el movimiento o dinamismo que imprime es más virtual que
real. Influido o, al menos, interesado por Vasarely se entrega a una más
profunda valoración de la técnica haciendo énfasis en el
montaje y, por consiguiente, dando paso a los sistemas complejos de formas, de
dimensiones o de ángulos. Así nacieron sus obras concebidas como
secuencias regidas por alguna ley formal (irradiación, ascensión,
penetración, generación), obras que permiten al espectador que
circula a su alrededor observar
como su morfología se transforma ante sus ojos a lo largo del
espacio pero también de un tiempo que transcurre. Como dijo Cirici,
sería convertir en sensaciones ópticas, en experiencias vividas,
la misma idea o concepto de cambio.
Este dinamismo, este
impulso que se manifiesta en el dominio de la forma, incide también en
la capacidad lúdica de estas obras, en su prodigiosa claridad y
transparencia, en su relajada luminosidad y orden. Cirici llega a comentar esta
invitación al impulso vitalista y social: "Cuando realiza una obra
la piensa convencido de que situada en la puerta de la fábrica
podrá ayudar al trabajador a desear hacer el trabajo bien hecho. Que
puesta en la puerta del hospital, ayudará al enfermo a reforzar su
voluntad de recuperarse [...] Quiere ser una recuperación de la
esperanza. Un estímulo a la felicidad".
Ciertamente
esculturas como Un sol para Mülhem
(1978), La força de viure (1979) o Suau-suau
(1974) no son puro experimentalismo formal o una fría cadena
geométrico-científica: en cierto modo es una utópica
resistencia lúdica y gozosa frente a un cinetismo rigurosamente
programado. Es un arte que da libertad al artista, pero también al
espectador que puede hacer cambiar la obra a voluntad con su propia
posición. Se engendran nuevas formas por intersección visual de
la generatriz. Y todo descansa finalmente en la perfección de haber
creado un impulso de comunicación lírica, pero haberlo resuelto
dentro de un dominio mesurado de las proporciones, recuperando, por ellas, el
equilibrio. Alfaro pasa por el cinetismo, de nuevo, como un lenguaje puesto al
servicio de su carga emotiva personal. Sobre una base que otros artistas han
asumido para realizaciones maquinales, analíticas o puramente
manieristas, él despliega una dialéctica tensional que le
llevará, como veremos enseguida, a la fase de sus esculturas
monumentales. Le llevará, en fin, a compartir su creación con el
espectador cuyo punto de vista cambiante matiza y descubre nuevos efectos de
belleza y, en consecuencia, nuevas o probables significaciones subjetivas en la
obra. Alfaro descubrirá que la escultura también puede ser un
viaje.
Sus trabajos no se
limitan a las comentadas generatrices . Hay que recordar igualmente las obras
realizadas en plástico de distintas coloraciones y densidades (Triángulos.
naranja, 1973; Cuadrados
perpendiculares azules, 1976; Convergencia
de cuadrados azules y verdes,
1977). O sus esculturas basadas en la repetición de elementos siguiendo
formas geométricas como las escaleras (Escala dels teuladins, 1976; Escala de la vida, 1976), los biombos (Biombo de Rocafort , 1978), o las piezas de 1973 realizadas en madera (El silenci de
les quatre barres o La mort es
perfecta) que son una muestra
más de la diversidad de este creador.
El vehemente
convencimiento que Alfaro muestra en esta etapa por los procedimientos
industriales se refleja, lógicamente, en el uso de materiales y
elementos en la misma línea: tubos redondos o cuadrangulares de aluminio
o acero inoxidable o incluso la madera, que se ajustan con depurada
precisión ajena a los prejuicios o mitos culturales de considerarlos fríos,
poco cálidos o de inferior nobleza artística. El propio Alfaro
confesaba en 1978: "Jo vull guanyar-me'l [...] sense cap càrrega
sentimental ni històrica, ni cientifica. Quan més agrada una
peça de les que jo faig, és quan els materials estan menys modificats.
Es, quasi, el mateix tub que em donem a la indústria i jo no he de fer
res més que ordenar-lo".
Pero del mismo modo
que Alfaro siempre se resistió a ceder a los materiales el papel de
protagonistas de sus esculturas, el modelo programado, matemático de sus
estructuras geométricas hubiera resultado un puro esfuerzo
experimentalista vacío de no haber mediado, como hemos venido
insistiendo, un vocacional sentido de la trascendencia comunicativa. De
ahí que sea en esta década cuando Andreu Alfaro incluya en su
producción artística las grandes esculturas monumentales que
suponen la parte más espectacular y quizá conocida de su obra.
Los prodigios de un mago
público
DESDE su
recepción del legado constructivista, durante los década de los
sesenta, Andreu Alfaro evoluciona constantemente desde un sutil linealismo
estético a la progresiva racionalización de la obra como
estructura en el espacio. Los años setenta y su nueva y sorprendente
alineación con un geometrismo dinámico y casi lúdico,
pero, al mismo tiempo, profundamente ordenador de la materia y del espacio,
suponen no sólo el comienzo de la gran fidelidad a las series de
generatrices sino el de una fase de comunicabilidad con el público. Es
el momento de la definitiva salida a la calle desde el taller y las
galerías. En adelante el nombre de Alfaro se vinculará a una
experimentación de cómo intervenir el espacio con grandes
esculturas. Sin embargo, como en toda su obra artística, este trabajo no
es producto de una repentina reorientación de su estética.
Arranca ya de su primera etapa como escultor, cuando realiza en 1959 su primera
escultura monumental para el patio del Colegio Alemán de Valencia. Como
ya indicamos en su etapa inicial, la pretensión de monumentalidad está
presente desde sus primeras realizaciones y el propio Joan Fuster aseguraba en
1965 el caracter de maquetas que
ofrecían sus piezas, "esquemes per a encarnar-se, en tamany i en
utilitat, a la mesura d'una plaça, d'un jardí, d'un
descampat".
Pero ahora por vez
primera la escala de lo real se impone de verdad a su innegable obsesión
por delinear, con el rigor de la más pura esencialidad, la idea y la
forma. La cotidianeidad, lo útil (una fuente, el agua), la
consideración de un lugar representativo son elementos que se adicionan,
desde el origen, a la escultura del artista. Por la misma época, miembro
aún del Grupo Parpalló, realiza la maqueta de Cosmos 62 , una obra abierta al espacio,
identificada con la esencia del paisaje natural. A ese momento pertenece
también Al vent (1963), realizada posteriormente a mayor tamaño
para su instalación frente a una sucursal del Banco Atlántico de
Barcelona. Esta obra se integra en un espacio urbano (el cruce de las avenidas
Diagonal y Balmes) cuestionando la relación tradicional entre
éste y la escultura .
Pero es en esta
etapa de los setenta cuando Alfaro accede con mayor voluntad y consciencia a
esa cualidad del escultor moderno que Herbert Read calificaba de mago
público capaz de manipular las imágenes características de
una civilización tecnológica. Como si el homo faber que siempre se había impuesto en
las relaciones de Alfaro con la materia se condujeran ahora a un sentido
superior del arte, a una exigencia ética y cívica y, como tal,
situado en un emplazamiento público, como referente simbólico no
tanto de una urgencia social como de principios atemporales. Si otros
escultores han experimentado en la intimidad de sus talleres, Alfaro ha
esperado siempre el último refrendo en un diálogo arriesgado y
abierto con el entorno urbano y arquitectónico y, sobre todo, con la
comprensión de significaciones colectivas. Dicho en síntesis, las
grandes esculturas de Andreu Alfaro, precisamente por constituir una de las
constantes de su producción, experimentan sobre tres principios: la
intervención y el diseño dentro de una escala urbana y
arquitectónica; la reflexión sobre los problemas
tecnológicos de los materiales y su disposición; y, sobre todo,
la participación del espectador en el significado defintivo de la obra
al ser el intérprete último de su expresión
simbólica, dentro, siempre, de una un profundo margen de libertad
creativa.
Alfaro parte de una
gran curiosidad por la realidad en donde va a situar lo que acabará
siendo monumento. Es esa referencialidad específica la que
levantará la escultura y participa, sin rodeos, del ideal de Goethe
según el cual el lugar de la escultura es la plaza, el jardín, la
fachada: metida en la vida de la gente e irradiando sobre ella. Se trata de
rivalizar con la arquitectura en su realidad material porque, en el fondo,
desde el principio, Alfaro concibe sus esculturas como emblemas de aspiraciones
colectivas que pueden materializarse, y en su afán estético, ya
no concibe la belleza sino como el resultado de reconocerla a través de
la totalidad del entorno. No es de extrañar que uno de los momentos
culminantes de este vocacional apropiamiento del espacio fuera su
exposición "Im Dialog mit dem Barock" en el Palacio de
Brühl (1985), donde realiza su propia interpretación de las formas
barrocas, imitando -según sus palabras- a Neumann, Bernini, Borromini,
en una interpretación intencionalmente escenográfica,
"dibujando el aire, señalando la pasión por el poder".
De
hecho esto no será sino la continuidad, mucho más densa, de su
preocupación por provocar al espectador con las esculturas convertidas
en espectáculos, tendencia inaugurada en 1977 cuando realiza la primera
exposición de grandes esculturas en el Parque Cervantes de Barcelona.
Una cuestión sobre la que volveremos al referirnos a la exposición
del antiguo Mercat del Born de la misma ciudad en 1983.
No parece casual ni
la ansiedad esconográfica ni la impronta barroca. Ambas cosas convergen
en un nuevo sentido, moderno, de cómo acercar el hombre a su ciudad,
como hacerla transparente y procurar que su espacio sea habitable. Para hacerlo
también comprensible, cercano, construido con materiales avanzados pero
insertos en lo cotidiano. Alfaro
se inclina por una escultura pública capaz de encontrar las soluciones
materiales que precisa: su visibilidad (y, por tanto, su fácil
identificación y conexión con la perspectiva y el movimiento,
aunque sea subjetivo), su fuerza emanada de una contemplación cercana y
su dimensionamiento adecuado desde el ensayo del boceto o maqueta.
Lo más
interesante que se deriva de estos planteamientos es que, de este modo, un
artista puede integrar sus esculturas-monumento incluso en una
planificación de la ciudad, mermando el gigantismo y las megaestructuras
urbanísticas del declive del desarrollo industrial y, por tanto, produciendo
un nuevo sentido del ágora urbana o una nueva imagen que recoja
aspiraciones colectivas aunque sean meramente las de mejorar su entorno
ecológico. Merece la pena recordar la imponente Puerta de la
Ilustración de Madrid, dinámico cruce de fuerzas diagonales en
vertiginosa aceleración espiral que produce el efecto de una red de
nervios metálicos, una malla fluida que se integra en el boulevard o
bosque urbano del planeamiento urbanístico previo. Sobre la
hipotética figuración ornamental de aparentes arcos o surtidores
de agua, o la impresión subjetiva del artista (que ha confesado la
imaginaria influencia de la columnata de Bernini en la Plaza de San Pedro de
Roma), esta escultura, que ha sugerido desde la imagen de un laberinto hasta la
gigantesca osamenta de un animal prehistórico, representa
fundamentalmente la perfecta adaptación de la libertad de diseño
en el espacio y del espacio, de la apertura a la vanguardia desde la fidelidad
a la razón, el deseo, en fin, de sugerir una nueva puerta para el Madrid
del final de siglo.
Pero también
se pone en evidencia la valentía de Alfaro para aceptar las leyes de la
escultura-monumento: sus elementos de anclaje e instalación, el uso de
materiales que resistan el tiempo atmosférico, desde la tosquedad del cemento
(Cruz de cemento, 1968) hasta al
liviana fortaleza del aluminio ("Como mediterráneo que soy me
interesa la vida, quiero que mi escultura se eche a
volar"-expresará el artista). Algunas obras se llamarán
exactamente así: Veinticuatro tubos de aluminio de 1978, que se encuentra en el
claustro del antiguo Convento de San Francisco de Cáceres.
También puede tratarse de la sobria presencia del hierro (Agulles de
Santa Agueda, 1965/66) o de la
brillantez del acero inoxidable plasmado en grandes obras como El mundo (1985)
o Simetría
asimétrica (1980/82). Sin embargo el material quedará siempre en
segundo plano, prevaleciendo la forma y con ello lo aparentemente inteligible
del significado.
Y es que Alfaro
parte del sentido conmemnorativo tradicional del monumento urbano; por eso
desecha la pura abstracción y, como ya anunciaba Moreno Galván en
1963, armoniza la voluntad escultórica (esto es, el intento de problematizar un espacio e incluso
crearlo) y la voluntad estatuaria
de neutralizar el paso del tiempo, fijando sus gestos mutables en el
deseo de convertirlos en memoria, en razón de algo, en impulso, por
tanto, de algo. La monumentalidad es así algo más que pura
escenografía, es poner la obra de arte al servicio de la comunidad. Es
elevar el espectáculo a la categoría de símbolos
socialmente significativos.
La mayor parte de
estas obras ofrecen un título revelador: Un árbol para el
año 2.000 (1971), Bon
dia, llibertat (1976), La
força de viure (1977), Homenaje
a Ausias March (1977/84)...
mostrando así una voluntad rememorativa en común contra la
acción del tiempo y, sin duda, la forja también en común
de emblemas plásticos cuyo simbolismo muestra un sobrio compromiso por
la modificación de la realidad histórica. Un esfuerzo que, como
dijo Joan Fuster, contiene en el tamaño su razón de ser.
Hasta su obra
más reciente está impregnada de esta afición por el
dominio de la naturaleza que ha de transformarse e incorporarse a nuestro haber
colectivo, como un proyecto vital y social que trasciende al propio artista; y
en cuya forma se contienen referencias de signo muy variado a la imagen
simbólica de la función del lugar en que se enclavan, como
resulta evidente en las obras situadas en la estación madrileña
de Aluche (1986) o en la fachada del Palacio de Justicia de Colonia (1988). La sorpresa, la novedosa
escenografía y el atractivo de los materiales empleados -que explican el
éxito popular de sus obras- aparecen sin embargo como consecuencia del
profundo sentido racional del arte de Alfaro, seguidor de este modo de la
cultura racionalista en donde se yuxtaponen coherentemente el sentido de la
memoria y el sentido de lo civil. Con este criterio ha levantado sus esculturas
dentro y fuera del País Valenciano y al lograr ser el artista contemporáneo
que más monumentos, en el sentido dicho, ha diseminado en la ciudad de
Valencia, se propone algo así como retradicionalizar (según Fuster) nuestra escultura
liberándola de sus rémoras tópicas y más obsoletas.
Alfaro ha comentado
algunas veces como su vocación de situar sus esculturas en espacios
vivenciales y, por tanto, su inclinación a considerarlas siempre
proyectos de otras mayores le
llevaron desde sus inicios a fotografiar los bocetos, como auténticos
monumentos a escala real, en el pretil de una terraza, exactamente de la
terraza de su casa en la calle del Maestro Palau. Parece participar así
del sentido poético, es decir creador, de Henry Moore, cuando comentaba
que el fondo más infalible para una escultura era, sin lugar a dudas, el
cielo. Pero al añadir la dimensión rememorativa, colectiva,
Alfaro convierte además el espacio en lugar ; como si sus esculturas
dieran nombre y sentido a la trama, a veces laberíntica y desordenada,
desprovista de coherencia cívica, de la ciudad.
La ruptura de los
ochenta: entre la naturaleza y la historia
ANDREU Alfaro, a lo
largo de una densa trayectoria como escultor ha preferido siempre la
contracorriente al éxito fácil. Se ha permitido el lujo de
confesar: "He roto en muchas ocasiones con mis propios postulados cuando
creía que éstos me ataban: siempre he procurado estar del lado de
la libertad". Cuando llegamos a los últimos diez años de su
obra, su contante empeño de revisión de sus presupuestos, en
función de los cambios sociales y de la renovación de las
situaciones, se instala en una conquista más: la que supone replantearse
de manera radical su concepción del arte y de la escultura. Como si de
un nuevo comienzo se tratara o de un nuevo aprendizaje frente a la realidad y a
la naturaleza. Seguramente Alfaro suscribiría la afirmación de
Henry Moore según la cual "la observación de la naturaleza
forma parte de la vida de un artista; aumenta su conocimiento de la forma, le
permite conservar su frescura, le preserva de trabajar únicamente a
partir de fórmulas y alimenta su inspiración".
La retrospectiva
celebrada en 1979 en el Palacio de Velázquez del Retiro madrileño
supuso el telón de todas las etapas anteriores. Algunos críticos
hablaron ya entonces de su espléndida madurez y en 1981 recibe el Premio
Nacional de Artes Plásticas. A partir de ese momento su trabajo creativo
no sólo mantiene su tensionalidad inconformista sino que, hasta fecha
reciente, se aventura en una serie de muestras ciertamente memorables si hemos
de atender a su valiente voluntad de construir un nuevo lenguaje
empeñado en olvidar toda huella repetida del tiempo anterior, todo
recuerdo de lo identificable, hasta entonces, con Alfaro.
El camino recorrido,
claro está, no había sido inútil. Su búsqueda de la
esencialidad, de lo que identificará con su manera de ver o expresar lo
clásico, los mitos, se ha producido a través de una compleja
investigación formal. En este momento (comienzos de los ochenta) siente,
con todo, que su evolución anterior ha sido una etapa de ejercicio, de
preparación hacia algo nuevo. Como si debiera descartar los borradores
hasta ahora realizados para comprender de verdad conceptos como el contenido o
la materia. Para ello reconoce el límite o la imposibilidad de avanzar
más en el seguimiento de la vanguardia (neoconstructivismo, arte
minimal, arte óptico..., fugas permanentes de la figuración,
resistencia en una abstracción con la que siempre intentó
comunicar cosas). Alfaro no duda en recuperar el pasado de la escultura y del arte del que quiso
separarse. Ahora volver, por ejemplo, a la figuración del modo que vamos
a ver, no será una vuelta atrás sino un avance con el imperativo,
una vez más, de su libertad.
Ahora bien
¿cuáles son los elementos que constituyen esta nueva etapa y el
cuál es su alcance significativo? Nos parece que José Francisco
Yvars ha dado recientemente con la clave al apuntar dos aspectos: por un lado
la persistencia en una escultura ligada al dibujo, a la línea continua;
y, en segundo lugar, la implicación en esa misma escultura de una
reflexión sobre la historia del arte, una especie de viaje a un
clasicismo nuevamente teorizado que -como afirma Yvars- se ve en cierto modo
impulsado por una consideración crítica de las vanguardias. La
opción por una escultura lineal
certifica la consciente aproximación al género del dibujo
practicado en una línea sólida y sin difuminados,
ciñéndose siempre a
la segmentación evocativa -ya en esta etapa incluso figurativa- de
rectas y curvas en un marcado esfuerzo por la sencillez. El segundo aspecto
aludido consolida lo que Alfaro había manifestado implícitamente
a o largo de su producción anterior: su preocupación por unir al
quehacer plástico un querer decir teórico que ahora se concreta en una
reflexión sobre la historia del arte en su conjunto, es decir, en la posibilidad
de conocer en su propia práctica artística las diferencias
cualitativas, técnicas y estéticas de determinados periodos
estilísticos o géneros artísticos particulares (el
retrato, por ejemplo). La gran oferta que Alfaro realiza en su escultura de los
últimos años es una especial apropiación de las soluciones
figurativas de un pasado cultural que trae hasta la modernidad.
Sigue sin importar
la expresividad de los materiales, aunque la comunicación exigirá
siempre una especial sintaxis para cada medio empleado. En los años
ochenta Alfaro descubre la piedra cuya masa trata premeditadamente para lograr
sensaciones de ingravidez y de fuertes contenidos conceptuales (amor, muerte).
Por otra parte vuelve al uso de las planchas de hierro en forma de láminas
que, dispuestas en planos que se cortan, ofrecen volúmenes aproximados,
al menos conceptualmente, a obras constructivistas. Es una manera de unir de
nuevo los procedimientos de su primera etapa con la recuperación de un
figurativismo, que deriva del preciso dibujo de los contornos de las planchas.
Otra vez el dibujo, su gran aliado técnico, le permite plantearse el
proceso creativo como observación del natural y de la forma humana. A
partir de esta observación y de este modelo Alfaro busca con infatigable
obsesión someter ese modelo a la abstracción o a la
síntesis, a la esencialización de los contornos, casi a la pura
silueta. El origen puede estar en el cuerpo humano, en el género del
retrato, en grabados antiguos, en cuadros clásicos o en conceptos estéticos
de una época concreta.
Alfaro descubre
así en la naturaleza y en la historia los dos medios del hombre para
encontrar la razón de si mismo en y frente a la modernidad. El proceso
que acabamos de describir se percibe ya en las exposiciones de la primera mitad
de los ochenta. En la de 1981 en la Universidad Complutense de Madrid, supone
todavía encontrar restos de su producción anterior, aunque el
catálogo editado para tal ocasión constituye la aportación
crítica más completa hecha hasta el momento sobre el escultor. En
noviembre de ese mismo año inaugura en la Sala Gaspar de Barcelona la
exposición "Ferros i pedres" donde la voluntad figurativa se
vierte, por una parte, en la necesidad de evocar las relaciones entre los cuerpos
humanos produciendo volúmenes marmóreos macizos (De la
potencia al acte) o estilizaciones
del tipo Germinar o Filar prim. Por otra parte juega con referencias a condiciones
de estabilidad o dinámica que reproducen la lógica de formas
vivas, vegetales y animales (Una palmaera, un ocell, el Misteri d'Elx ) o humanas (La dansa, La dama del mar). Esta es la primera exposición de "El
nou Andreu Alfaro", modo con el que Cirici titulará, precisamente,
el texto del catálogo; en él escribe: "Aquest Andreu Alfaro
de 1981 ens interessa vivament. En una època de gran crisi de
l'escultura, es destaca per la seva força interna. Perquè
té quelcom que la majoria dels escultors han perdut, que és la
possessió d'uns motius poderosos per a fer allò que fa."
En 1983 abre en la
Galería Theo de Madrid una exposición cuyo catálogo
contiene un texto muy significativo de Julián Gallego: "La fiera,
el rayo y la piedra". La muestra, que coincide en el tiempo con otra de
dibujos en la Galería Cellini de la misma ciudad, supuso un
acontecimiento importante en la carrera profesional de Alfaro. En junio
presenta en el Born de Barcelona una magna exposición de 34 obras
realizadas todas ellas ya en su nueva etapa. Son piezas de gran formato en su
mayoría con las que Alfaro parece plantearse otra forma ambiciosa de
creación: la que se deriva, no de la observación de una sola
pieza singular sino de la voluntad de integrar todas ellas en una unidad
objetual y creativa. No se trataba sólo de reflexionar sobre una
disposición en el espacio, sino de investigar la movilidad lírica
de cada una de ellas en un concepto amplio y ambicioso de instalación.
El antiguo Mercat del Born se convierte en una bosque animado de esculturas. El
método aplicado sería la dramatización de la perspectiva:
un juego de voluntad escenográfica en la que algunos críticos
como Eugenio Trías han reconocido el Barroco. Es así como Alfaro
se aproxima por vez primera a la preocupación teórica y
humanística del Barroco, reforzada por la doble exposición que
presenta en Palma de Mallorca en 1984 (en el Palau March y en el Parc de la
Mar).
El artista confiesa
apreciar un paralelismo entre su sociedad y la del Barroco, fundamentado
probablemente en la pérdida de la seguridad del individuo, lo que el
arte comprendía precisamente como la ausencia de canon, de la
estabilidad frente a un mundo en movimiento que requiere actos de
invención. No hay duda que las esculturas de Alfaro, incluso las
anteriores a este periodo, jugaban ya con el efecto cambiante de la
mutación del punto de vista. Surge de este modo la idea de establecer un
abierto diálogo con el Barroco como arte y como escenario al modo,
quizá, de Bernini o enfrentando sus esculturas a los palacios de los
siglos XVII y XVIII. Sueña con la balaustrada del Palacio Brühl
llena de bustos, con una galería de retratos de personajes
históricos hechos de varillas de hierro, con las superficies verdes de
los jardines de la entrada con grandes círculos y cuadrados de tubos de
acero "dibujando el aire, señalando la pasión por el
poder". Materializó, al menos en parte, ese sueño en su
exposición Andreu Alfaro im
Dialog mit dem Barock con 17
majestuosas obras en las que el círculo y el cuadrado, la pasión
atrapada por la concepción platónica y la ingravidez
poética de gráciles ángeles logran un espléndido trabajo
escenográfico en el Palacio de Augustusburg, residencia de los
príncipes de Colonia durante el siglo XVIII.
En la segunda parte
de los ochenta Alfaro da un paso más en la investigación de su
arte: no sólo lo ve como la creación de un conjunto de obras
concebidas y realizadas unitariamente sino que cada exposición
será un punto de vista con el que abordar el ser y el estar de la
escultura. Por eso algún crítico como Calvo Serraller ha dicho
que, a partir de 1985, sus exposiciones "ponen en pie mundos ".
Con
"El cos humà" (muestra realizada en Valencia, Madrid,
Barcelona y en la Galería Dreiseitel de Colonia) da fe de su
adscripción al modelo natural. No está interesado simplemente en
ilustrar o describir la figura humana sino en sugerir ideas o, incluso,
sentimientos. Se trata de un planteamiento espacial o formal, no simplemente
anatomista. Este reencuentro con el dibujo se verá confirmado con su
exposición en la Galería Dreiseitel de Colonia en 1988 que
recogerá su obra en papel incluyendo trabajos retrospectivos desde 1958
y 1975 hasta 1980 y 1984.
Si en 1985 Alfaro
había investigado el Barroco en su dimensión lineal y
escenográfica, en 1989, en su exposición "Columnarium"
en la Galerie de France (París), se entrega a la morbidez de los
volúmenes, al claro homenaje clásico del mármol blanco de
Carrara en Las tres Gracias, al
diálogo con las curvas o al dibujo que se materializa en el aire de La
seducción o a las planchas
recortadas de la Columna de Venus
(las tres de 1988). El cuerpo femenino y su sensualidad, como una
extensión de ésta estética de la masa lírica y
barroca, se había presentado ya a principios de ese año en las 17
piezas de pequeño o mediano tamaño expuestas en la edición
de ARCO de 1989. La comprensión del mármol "visto con ojos que
sienten, sentido con manos que ven" (expresado con los versos de Goethe
que se reproducen en el catálogo) llega a su misma expresión
trascendente, intemporal, en la muestra que el mismo año expone en la
Galería Gamarra y Garrigues de Madrid ("De la vida y la muerte, la
memoria") que incluye piezas realizadas entre 1987 y 88.
Parten estas
esculturas en forma de estela o en forma de líneas quebradas
voluntariamente en una plenitud serena de la conciencia histórica o,
mejor dicho, de la conciencia del devenir histórico del arte y de su
origen en lo humano. De algún modo la etapa voluptuosa, el barroco
escenográfico se contiene y refrena con la fuerza espiritual de la
estela conmemorativa, con cierta influencia de Oteiza y, también, con
cierto retorno al comienzo de las formas del Stilj. Alfaro cierra así un
círculo y pretende, sea en la ordenación del espacio, sea en la
masa, dominar la naturaleza dándole forma, como si la piedra desnuda
simbolizara la utópica fuga del tiempo.
Sin embargo Alfaro
aspira, en este importante año de 1989, a vivir más que nunca
pendiente de su realidad, deseando encontrar a un interlocutor en el pasado que
ilumine el presente y lo haga entendible desde la escultura. Tal será el
sentido de la exposición "De Goethe y nuestro tiempo"
(Fundación Mapfre, Madrid), un ciclo que se completará en 1990
con su Walpurgisnacht exhibida en
la Feria de Arte de Colonia y en la Galería Dreiseitel, pero que incluye
obras iniciadas muy al principio de los ochenta (como, por ejemplo, Charlotte
von Stein, 1981-87; El Olimpo de
Weimar, 1982; o El Werther, 1882-86). Alfaro usa la vía del retrato
para perseguir la biografía pasional del escritor alemán,
experimentado de nuevo, a partir de la iconografía del propio Goethe,
con la referencia naturalista, al límite de la reducción
abstracta. Propone de este modo una personal lectura del problema de la
tradición escultórica contemporánea a través de una
mirada, que al decir de Huici,
comprende ecos de Brancusi o Modigliani
o del propio Julio González al que llega a homenajear en su
Montserrat de 1987. En Johan
Wolfgang Goethe encuentra Alfaro el autorretrato del artista maduro que se sabe
seguro de haber acertado en el camino de elegir el riesgo de la libertad.
Sentido vital colmado que indica una fase de clasicismo sereno pero
constantemente renovado, equivalente a la luz de la razón por la que la
contemporaneidad debe, necesariamente, transitar. Goethe, en efecto, presta a
Alfaro la comprensión por la continuidad histórica de la escultura
y le abona teóricamente su camino hacia un concepto del clasicismo que
si por una parte puede expresarse en su esfuerzo de equilibrio entre la
fidelidad a la apariencia y la línea abstracta, por otra puede
significarse por la fortuna con la que se ha enfrentado, al mismo tiempo, a los
grandes temas y programas iconográficos y teóricos de la historia
del arte, a la sensibilidad por la representación visual y
plástica y a la lucidez por aceptar todo tipo de materiales, incluidos
los de mayor exigencia técnica e industrial, con tal de resaltar la
afirmación de la creación en el presente.
Y ya en nuestros
días, como si de un sabio artista adolescente se tratara, manteniendo la
flexibilidad del eterno curioso y la disciplina del ejercicio de los
años, Alfaro ha encontrado en un tema, los kouroi , la perturbadora
ejemplaridad de las realidades más arcaicas. El dibujo en el espacio, el
trazo de láminas y varillas, la perdurable serenidad de la masa
marmórea, le han convencido de la vida interior propia del arte, de su
capacidad de neutralizar el acoso del tiempo y de que esa conquista, que pasa
por el experimentalismo y la comunicación, por el vitalismo barroco,
supone comprender, con Brancusi, que la sencillez no es la meta final del arte
pero que la alcanzamos, a pesar nuestro, al acercarnos al significado real de
las cosas. Ese significado está en esa forma ágil, vertical,
elevada, primitiva y concisa, completa y madura de los kouroi , caminantes del
pasado hacia el futuro del arte, columna a la medida de la finitud gozosa del
hombre.
Alfaro, en 1991, a
sus sesenta y dos años, ha aprendido que la historia ya está
escrita, que nadie la puede volver a escribir, aunque quizá el
privilegio de la creación incita a vivirla, a hacerla cotidianamente.
Desde los dibujos en el papel de la carnicería de la calle Pascual y
Genís a la actual reflexión sobre la propia escultura ha
insistido en la lección que sólo pueden dar los auténticos
creadores: que todo puede ser nuevo si el método para buscarlo es
experimentar sobre la medida de lo clásico. En el último Alfaro
hemos visto cómo la escultura puede hablar también de sí
misma desmontar así la aseveración de Baudelaire sobre el
carácter esencialmente aburrido de la escultura; en sus Venus , en sus
kouroi , la modernidad se lee en las referencias o, mejor, en las
autorreferencias de una exploración incansable sobre motivos nodales de
la escultura. De este modo, nos encontramos ante un artista que se niega a
dejar las puertas cerradas tras de sí y que, por tanto, las tiene todas
abiertas en su futura creación. Sus palabras, las que usó para
comunicarnos su encuentro con la
presencia de los
kouroi, su última
fascinación, nos explican ese hombre felizmente inacabado, al inicio
siempre del libre camino de un principio: "Me vuelvo a encontrar lleno de
dudas en medio de un camino desconocido, sin saber dónde me va a
conducir pero con el deseo y la ansiedad de continuar, de intentar llegar a
alguna parte, de comprender lo que no se sabe. Será que tal vez el
hombre de nuestros días no tiene ya la seguridad de su protagonismo y, a
pesar de su progreso tecnológico, no está tan convencido de ser
la medida y norma de todas las cosas. El gran manipulador de la naturaleza, en
su perplejidad, solo y sin respuesta, quizá necesite volver su mirada
atrás para apoyarse en aquella totalidad perdida".
Joan Fuster, con
quien ha cultivado durante años el arte del diálogo y de la
amistad, ha escrito su descripción más concluyente y más
esperanzada: "Andreu Alfaro va por otro camino. O quizá
mañana salte a otro. ¿Por qué no? El Alfaro actual no
sabemos lo que podrá ser, lo que querrá ser, lo que
conseguirá ser".