EN ocasiones coinciden en un artista una amplia y dilatada trayectoria (es decir, una obra madura) y la posibilidad, sin embargo, de ser considerado todavía un autor en el ojo del huracán, un autor polémico, entendiendo por este término la preeminencia de una creación constantemente renovada y, por ello, difícil de encasillar.  Artistas que no han resuelto el estadio de la crítica unánime, o el de haber accedido al sentido de  clásico contemporáneo que un éxito puntero en su carrera y la adscripción inequívoca a algún "ismo" parecen proporcionar. Y, sin embargo, precisamente por esta carencia de unanimidades amparadoras, dichos artistas parecen poseer la libertad necesaria para que su obra, incluso en plena madurez, sea una obra abierta, destinada cada cierto tiempo a la originalidad. El escultor valenciano Andreu Alfaro es un ejemplo de ello. Fue el primer escultor en Valencia que vinculó decididamente su creación a las vanguardias históricas, convirtiéndose así en referencia inevitable cuando hoy se trata de buscar los precedentes de la joven escultura valenciana.

         En esta exposición del Instituto Valenciano de Arte Moderno el visitante tendrá oportunidad de contemplar cuales son sus últimas apuestas plásticas y descubrir así hacia donde camina la más reciente producción de Alfaro; pero también se le presenta la ocasión de entroncar estas últimas obras con otras de etapas anteriores que se encuentran representadas en la muestra con una cualificada selección.

         Pero este ejercicio —permítaseme decir— de degustación estética, no está exento de dificultades que tal vez convenga advertir.  Estas surgen, en primer lugar, de la propia obra de Alfaro, de su multiplicidad, de su trayectoria caracterizada por la constante y renovada experimentación. Esta imagen necesariamente plural y cambiante a lo largo de los años, hace que sea especialmente complejo presentar una selección de obras unívoca, que ejemplifique todas las etapas de su producción en un número pertinente de piezas y que al mismo tiempo no deje territorios oscuros ni hiatos insalvables entre unas obras y otras. Y por ello puede desconcertar a más de un espectador habituado a grandes artistas cuya experimentación se agotó tras producir una ruptura original en la que perpetuarse sucesivamente.

         En segundo lugar, celebrándose esta exposición en Valencia, cabe señalar que, contra lo que pudiera pensarse, no se encuentra el público de la patria del artista especialmente pertrechado para soslayar los obstáculos que terminamos de mencionar; y esto por la sencilla razón de que han sido muy escasas las oportunidades que ha tenido de seguir la evolución de su obra.  Baste recordar que la última muestra personal abierta en Valencia (la titulada "El cos humà") tuvo lugar en 1985, si bien abarcaba obra de tan sólo los dos últimos años. Algo más amplias fueron las individuales de 1973 en la Galería Temps y la del año anterior en el Colegio de Arquitectos, así como la primera exposición de escultura en esta capital que se organizara en la Librería Concret Llibres en año 1965. Pero ya ha transcurrido demasiado tiempo desde entonces y Alfaro no ha dejado de crear.

         Este desconocimiento real de la obra de Alfaro en su país, además de ser -por principio- especialmente adverso para una cabal valoración de su personalidad artística, ha propiciado la difusión de imágenes muy sesgadas del mismo. Por una parte la reducción de su obra a la escultura urbana (idea originada casi exclusivamente en las tres piezas monumentales instaladas en la ciudad a mediados de los ochenta).  Por otro, su imagen de personalidad pública ligada, no primordialmente a su actividad artística, sino al eco de determinadas polémicas al hilo de sus inequívocas posturas nacionalistas.  Es tiempo ya de conocer de forma más ajustada al artista y sus más de treinta años de producción escultórica.

         Hombre mediterráneo, obsesionado por la luz que recorta con nitidez las formas y por la razón, goza de una proyección exterior que le ha servido para hacer dialogar su experiencia estética con la cultura europea y algunos de sus emblemas artísticos y literarios. Alfaro, dibujante en el espacio, ha encontrado en la escultura su definitivo lenguaje para explicar una realidad que considera transformable, aunque nunca totalmente comprensible. Con ella ha ocupado el espacio urbano y ha contribuido a una idea solidaria de la identidad valenciana. Con ella persigue aún la plenitud de la unanimidad que, tal vez, se encuentre tras su última apuesta de renovación pendiente siempre de ser formulada.

 

El dibujo: una lección bien aprendida

 

         ANDREU Alfaro Hernández nace en Valencia el 5 de agosto de 1929, en la planta baja de un edificio  de fines del ochocientos de la calle de Pascual y Genís. En un lugar, precisamente, en el que la familia tenía instalado el negocio de una próspera, al menos en aquel momento, carnicería. Alfaro proviene pues de una capa social de perfiles confusos en lo que se refiere a su definición histórica, pero de decisivo interés, por constituir, a la postre, el más claro marco de clase media de una burguesía comercial netamente valenciana, inserta en el tejido urbano, con un alto sentido del trabajo y la iniciativa personal como activos indiscutibles en su relación con la historia y que adopta sin prejuicios una educación abierta y laica para sus hijos e, incluso, un progresismo en la cultura por una convencida tradición liberal que permitirá a sus padres asumir como natural formar una pequeña pinacoteca como signo de distinción social. Con la misma naturalidad tendrán que resignarse, con el tiempo, a que el varón primogénito, llamado a heredar el pulcro y acomodado establecimiento, encontrara los papeles para envolver la carne más útiles para abocetar sus primeros dibujos que para ajustar las cuentas del negocio de unos cualificados botiguers de la capital.

         En la franja histórica de los años veinte y treinta, antes de que la guerra civil anquilose a ese estrato social en actitudes pragmáticas y conservadoras, esta burguesía urbana que acompaña la escenografía familiar de los primeros años del escultor, será en Valencia, sin duda, un núcleo social que participa de los ideales de progreso y de autoafirmación que entonces significaba el republicanismo blasquista. La prosperidad familiar, además, facilita a Alfaro un acceso temprano a la educación (a los tres años ya asiste al Colegio Colón), educación de privilegio que continua en la Escuela Cossío y en el Instituto Escuela de Segunda Enseñanza, el núcleo pedagógico valenciano de la Institución Libre de Enseñanza, y que determinan los rasgos de sincera curiosidad, la sensibilidad y las inagotables inquietudes del futuro artista.

         La formación integral del individuo, según este concepto moderno de la pedagogía, permitía aceptar con un sentido del alta dignidad, el aprendizaje del arte, de la música o del deporte y, por descontado, las prácticas artísticas como el dibujo. Aunque éste seguirá siendo durante mucho tiempo una simple habilidad sin posibilidad o necesidad de formación académica alguna. De hecho, ni siquiera le tienta el camino de la formación universitaria. La urgencia y la falta de estímulos le atan, de momento, a la empresa familiar, tras concluir el Bachillerato en un ambiente mucho más restrictivo y de menor empuje intelectual. Alfaro, integrante de esa generación cuya capacidad para ilusionarse y afirmar cualquier vocación se vio perturbada por las consecuencias de la guerra, será, en el sentido literal de la expresión, un artista de vocación tardía. Todavía recientemente el escultor recordaba, lamentando el tiempo perdido, aquellos años de aparente indecisión, de fuerte influencia del entorno y de lo que él mismo llama "el imperio de sus decisiones": la incansable dedicación a múltiples trabajos absolutamente alejados de la creación plástica.

La década de los cincuenta, tan decisiva en España para la formación de los primeros frentes de coherencia intelectual y artística tras la devastadora posguerra, será decisiva para la definitiva maduración de Alfaro. En 1954, casado y ya independizado del círculo familiar, redescubre la antigua afición por el dibujo durante un viaje a Italia, cuyos paisajes y monumentos refleja en su cuaderno, primer ejercicio del patente autodidactismo al que se pliega un hombre cuya trayectoria vital le ha alejado ya de la posibilidad de recibir una formación académica tradicional en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos.

         La sordidez y mediocridad de los planteamientos pedagógicos de la obsoleta institución, desvinculada de cualquier atisbo innovador, incluso del entonces ya venerable impresionismo, hacen poco lamentable esta carencia. Aunque Alfaro siempre reconoció la utilidad de una formación que le hubiera proporcionado los conocimientos básicos de las técnicas artísticas y su dominio. Su trayectoria real, empero, obviará incluso esta supuesta dificultad. Libre de prejuicios y hábitos en el uso de los medios tradicionales, cuando se sitúe en el campo de la escultura como medio de expresión estética personal, lo hará de manera sorprendentemente valiente, incorporándose con admirable agilidad a la experimentación, asumiendo la dureza incluso de una evolución en principio casi en solitario, intuyendo planteamientos escultóricos de vanguardia y llegando al conocimiento de los temas por la vía directa del estudio de los hechos y no de la teoría o de la literatura crítica.

         Allí estaban, sin embargo, su infatigable curiosidad por conocer, por relacionarse con la generación artística e intelectual que por aquel entonces se reunía en Valencia y con quienes establecerá relaciones de amistad en algunos casos decisivas. Conoce a Joaquín Michavila, Monjalés, Nassio Bayarri, Doro Balaguer, Salvador Soria, Vicent Ventura,  Aguilera Cerni y Joan Fuster, entre otros. De unos adquiere la capacidad dialéctica de reflexionar sobre el hecho artístico, dando un salto desde las intuiciones a la vanguardia. De otros, especialmente de Fuster, la toma de conciencia de un hecho vinculante con su compromiso con el entorno: la defensa de la identidad nacional del País Valenciano, que reflejará con altura cívica en su posterior producción como escultor, al entender siempre el nacionalismo como una cuestión de cotidianidad y de libertad que posibilita el lento pero necesario cambio cultural.

         Pero paralelamente a ello y mientras la antigua predisposición para el dibujo le encamina hacia su realización como artista, experimenta asimismo con la pintura, en realizaciones que traducen su dispersión estilística, desde la semejanza con el fauvismo hasta la pintura matérica. Sus pinturas y dibujos comienzan a menudear en exposiciones colectivas como los Salones de Otoño de Valencia de los años 1956 al 1958, la de los Jardines de la Generalitat de marzo de 1957, el Premio Senyera del Ayuntamiento de 1958 o el II Salón de Mayo de Barcelona. Será en 1957 cuando en la Sala  Mateu de Valencia tenga lugar su primera exposición individual de dibujos realizados con trazos continuos de tinta azul, que parecen indicar ya la permanente resistencia de la forma y el cultivo fiel de la línea, como demostrará su exposición de 1958 en el Centro de Estudios Norteamericanos, en la que a las pinturas acompañarán una serie de particulares dibujos  con alambre en forma de pequeños relieves murales. Estos dibujos serán recibidos positivamente por la mayor parte de la crítica del momento: se alaba su trazo firme, su resolución comunicativa y, sobre todo (un rasgo que casi profetiza la evolución global del artista) su peculiar predisposición para arrancar propuestas artísticas de la habilidad para el diseño.

         Andreu Alfaro que por el momento no se plantea una dedicación profesional al arte ni se siente vinculado a una identidad personal en tal sentido recibirá en 1958 dos experiencias determinantes para su evolución. En julio de ese año, en compañía de unos amigos, visita en Bruselas la exposición "50 ans d'Art Moderne". La contemplación conjunta de 350 obras que agrupaban desde el arte alemán anterior a la guerra, los vanguardistas rusos (de Malevitch a Kandinsky, de Chagal a Pevsner) hasta la producción de pintores y escultores norteamericanos incorporados así al desarrollo del arte occidental, es una lección absoluta e inolvidable para el neófito y hasta ese momento audazmente autodidacta Alfaro. Convierte en sus referentes habituales a Picasso, Gris, Miró y Julio González, cuya escultura La Montserrat ayudará a determinar no mucho después su progresiva meditación sobre el paso de la pintura y el plano al volumen; pero son los cinco óleos de Vasili Kandisky las obras que de forma inmediata más le impresionarán.

         A su regreso a Valencia no se conforma con unos  gouaches  abstractos que interpretan a  Kandisky;  construye sus primeras esculturas de alambre y hojalata y, probablemente, adquiere la conciencia de una cierta orfandad y una falta de construcción solidaria, en grupo, de las ideas artísticas tan súbita como firmemente adquiridas. Es entonces cuando decide incorporarse oficial y activamente al Grupo Parpalló, núcleo de artistas y críticos de signo renovador que actuaba en la capital.

         En el otoño de 1958, al incluirse entre sus miembros (junto a Doro Balaguer y Eusebio Sempere), Alfaro contribuye a crear una nueva imagen del grupo, tomando las riendas del diseño de algunos de los catálogos y de Arte  Vivo  (su publicación periódica) y provocando, con su característica personalidad inconformista, una reorientación ideológica hacia la radicalización de los planteamientos artísticos del Parpalló.

 

La osadía de un autodidacta

 

         TRAS años de vacilación, de un aprendizaje en solitario, de una orientación personal, intuitiva, carente de márgenes teóricos explícitos, la trayectoria artística de Alfaro encuentra su cauce definitivo. Ya no es sólamente un más que hábil dibujante o un pintor vinculado a la curiosidad de las formas de vanguardia al que el plano se le va quedando estrecho: con su adscripción al Grupo Parpalló encuentra la posibilidad de construir su propio lenguaje plástico en solidaridad con una generación renovadora que, como siempre, será para él espacio de libertad e impulso y no una etapa de anclaje en la seguridad al fin adquirida.

         En efecto, Alfaro ayuda a configurar la segunda etapa del Grupo que  desde 1956, se hallaba conectado con la actividad artística y la crítica europea mediante Vicente Aguilera Cerni, abrigaba una abultada heterogeneidad de tendencias y bebía del ejemplo de la experiencia estética comprometida de, entre otros, el escultor Oteiza. En enero de 1959 el grupo se reduce, se centra ideológicamente y se transforman los intereses y preocupaciones del colectivo que, desde ese momento, defiende un arte experimental, en equipo y con capacidad y posibilidad de intervención social. Los críticos Aguilera Cerni y Giménez Pericás o artistas (junto a Alfaro) como Sempere, Labra, Monjalés o Balaguer intentaban, en palabras del propio Alfaro, "comenzar una modernidad sin concesiones a la sociedad que les rodeaba". La gestación de una postura ético-moral del arte como compromiso y como hecho colectivo que llega incluso a la impronta romántica de justificar la heterogeneidad de tendencias en virtud de la superior importancia de un arte útil socialmente y producido desde la solidaridad de un grupo humano, explicarán seguramente que la apuesta estética del Parpalló, sobre todo a partir de 1959 (año cero casi de la evolución artística de Alfaro) se conduzca por un camino intermedio en el que sus creadores intentan una flexible dialéctica entre el desbordamiento instintivo del informalismo y el lúcido -incluso frío- arte concreto o constructivista.

         La convivencia de ambas tendencias (convertidas en otros lugares en "trincheras filosóficas" o "barricadas ideológicas" según el crítico Giménez Pericás) explican la solidaridad creativa de Alfaro con artistas como Monjalés, éste informalista y él mismo dentro de una regla neoconstructiva. Si esta pluralidad de ópticas (reducidas siempre con el propósito de un arte necesariamente vinculado con lo social) se percibe en una serie de exposiciones como las de la Sala Gaspar de Barcelona (octubre de 1959), la del Club Urbis de Madrid (febrero de 1960) o la Sala Mateu de Valencia (febrero de 1961), llega a su máxima expresión en la decisiva "Primera exposición conjunta del Arte Normativo Español" organizada por el Grupo Parpalló, en marzo de ese mismo año. Con ella las obras de Alfaro se integran conscientemente en el marco del normativismo, esto es, el movimiento alentado por Aguilera Cerni que intentaba poner orden en ideas influídas por Gropius, Giedion y Zevi, pero sobre todo, de Giulio Carlo Argan. En síntesis, el normativismo intentaba hacer coherentes, en un planteamiento estético, la norma y la racionalidad, pero planteaba también la necesidad de una integración de las artes entre sí y de éstas con la vida. Dicho de otro modo, y por lo que atañe especialmente a Andreu Alfaro, el normativismo permitía la reflexión sobre un nuevo lenguaje plástico conectado con las corrientes constructivistas y analíticas, un lenguaje que llevara a un contenido de compromiso y de tranformación de la realidad incluso más allá de la posición individual. Posición que en esta primera etapa no se revela en una determinada opción política sino en un generoso sentido del arte como parte del mundo y de la comunidad próxima. Ya entonces, en 1959, precisamente por ese sentido integrador de las artes plásticas bajo el signo de la arquitectura, Alfaro mostraba su admiración por los arquitectos y los diseñadores, que "descubren, inventan formas industriales". Parece ir así desplegando el futuro programa de su escultura a la que se irá dedicando en estos años "no para mirarla como espectador sino para participar en ella".

         Lo cierto es que Andreu Alfaro permanece fiel, en lo fundamental, a este lenguaje fundacional de su evolución artística durante toda su producción. Una producción que va encarándose con el público y con la crítica en sucesivas exposiciones colectivas desarrolladas durante 1959 y en las que se presenta por vez primera como escultor. Una de ellas (la que se presenta en el Hotel Formentor con motivo de las "Conversaciones Poéticas") reviste el significado simbólico de situarse en el enclave de la expresión colectiva de una generación literaria y crítica (la de Barral, Gil de Biedma, Goytisolo o Bousoño) que coincide en el tiempo con los intentos de un nuevo lenguaje estético comprometido con la cultura española del momento.

En 1961 realiza en la Sala Darro de Madrid su primera exposición individual como escultor y en 1963 se presenta al II Certamen Nacional de Artes Plásticas. Alfaro no es todavía un artista consagrado por el éxito pero, en poco tiempo, ha logrado un singular y coherente respaldo crítico, comenzando por Aguilera Cerni que en 1959, en Arte Vivo ,

 recurría al ejemplo de Alfaro y a su escultura integradora del espacio y del tiempo a través de la fuga y el encuentro de elipses y espirales para volver al centro teórico del Parpalló: el arte realizado colectivamente y abierto a la sociedad. Jose M.ª Moreno Galván, en 1961, destacaba su ordenación arquitectónica del espacio y la huella generacional que la máquina dejaba en su escultura como síntoma positivo y no degradante de la acción humana.

         En 1963, en fin, Valeriano Bozal elogia sin reservas el equilibrio que surge de la perfecta resolución de una escultura cuya belleza no proviene de una adición de elementos sino del hecho de poseer una unidad anterior a cualquier composición.

Poco a poco la crítica va añadiendo elementos teóricos a la poética de una escultura que parte del precepto constructivista de dar nueva forma a los fenómenos de la realidad. Primero casi como una transformación utópica; después, como veremos, mediante un simbolismo esencialista más evidente.  Pero, en cualquier caso, intuyendo en su obra la crisis del informalismo y la necesidad, por tanto, de que un arte moderno (es decir, abstracto) con intervención de razones claramente artísticas, pudiera ponerse, al mismo tiempo, al servicio comprometido de la realidad. En su primera etapa Alfaro elabora conscientemente una experimentación constructivista ("Busco formas nuevas ." -contesta en una entrevista de1959- "El espacio ha dado lugar a las formas; yo quiero dar formas al espacio"). Dicha búsqueda compromete al escultor con el espacio, mejor dicho, le lleva a modelarlo y dirigirlo hacia la belleza de la simplicidad, alineándose Alfaro en la vanguardia que descubre en la escultura no el efecto del volumen sino el del vacío, el de la negación de la masa. Títulos bien expresivos de sus obras de esta época revelan esta voluntad: Espacio libre , Proyecto para un espacio libre , Expansión múltiple  o La recta y la curva  (todas de 1959).

         La materia primordial será el alambre, la varilla de acero y, sobre todo, las planchas de latón, aluminio y acero inoxidable de una sola pieza, con cortes limpios, flexibles y plegados; formas muy sencillas, con muy pocos puntos de contacto con la base, produciendo un particular dinamismo (Plano curvo, 1959; Forma en desarrollo I , 1960; Caminos de libertad, 1961). Posteriormente, en 1961 y 1962, será más común que algunas tengan soldaduras y las formas de las planchas coincidan no con curvas sino con rectas y ángulos (Homenaje a Joan Fuster, 1961; Homenaje a Jorge de Oteiza, 1961; Victoria de la Bahía de Cochinos, 1962). Aparte de ello, merece la pena anotar que ya en esta época Alfaro advierte el germen de una de sus más notables características posteriores: la pretensión monumental de sus esculturas respondiendo tanto a una posibilidad real de realizarlas en grandes tamaños como a su poca fe en la escultura de museo o de mero coleccionismo. El propio José Hierro lo mencionaba en 1963 con motivo de su exposición en la Sala Neblí de Madrid: "Cualquiera de estas piezas que expone son maquetas de monumentos".

         Debido a ello muchas de las obras de esta época no pasan de meros bocetos y sólo un tiempo después de realizarse, para ser expuestas o en razón de un encargo, se realizaban de forma definitiva. La admirable ecuación y el diálogo entre el metal y el medio sobre el que se dibuja, el control racional de las relaciones entre forma y espacio y la habilidad de resolución pudieron llevar a Alfaro, desde el principio, a la tentación manierista, a la realización repetitiva o de recetario. Pero también desde el principio Alfaro se instaló en la disciplina de evitar tal peligro. Su experimentación nunca fue nihilista sino comprometida con su tiempo, comprometida con un contenido y con un mensaje vital y específico. Su ideal confesado era el de un arte como mensaje de un hombre a los otros hombres, un arte, por tanto, en el que la forma desempeña un papel secundario, de envoltura, frente al contenido intencional de la obra; y lo mismo cabría decir de los materiales que, excepto en obras muy posteriores, ya en los años ochenta, no tendrán más función que la de medio esencial de expresión.

 

Un lenguaje para un escultor

 

         LA comunicación, la intención y el contenido, la supremacía de estos aspectos sobre la forma y la materia exigen a Alfaro un constante ejercicio de la libertad, la palabra que posiblemente mejor simboliza su vocación plástica y su profunda preocupación intelectual por ser, sobre todo, entendido; por transmitir sus experiencias tras un periodo de reflexión que las acerquen a la sencillez de lo accesible. Esta es la causa por la que paulatinamente, desde 1963, manifiesta haber superado el interés por la expresión constructiva o por el espacio si no se supeditan a un fin. Fin que no podría ser otro que la conexión con la realidad cultural y social. De ahí que alrededor de 1963 ó 1964 su repertorio formal se simplifique, se haga incluso más austero, pero se enriquezca en contenido simbólico independiente, en muchos casos orientado hacia cristalizaciones de actitudes colectivas, reivindicativas o históricas. La forma y la materia, en fin, como veremos enseguida, se dotarán asimismo de un concepto nuevo de la técnica y de la industria como conquista humana.

         Por entonces (entre 1964 y 1969) Andreu Alfaro compatibiliza su creación con el trabajo en la antigua carnicería y con el diseñador de campañas publicitarias en una agencia (actividad que dejará huella en su trayectoria posterior, pues entre otras cosas, será una buena escuela para su formación visual). De este modo compartía posiblemente la posición de artistas anteriores que, como Julio González, se esforzó por subvencionar su arte con una dedicación profesional ajena que, al menos durante una larga etapa, hasta la madurez artística, fortaleciera la libertad creativa salvaguardándola de los imperativos comerciales de una demanda, por lo demás, prácticamente inexistente para el arte de vanguardia en la España de entonces. La misma libertad le conducirá a un replanteamiento de su quehacer artístico, a una crisis ideológica que le quitará fardos de prejuicios. Si su arte quiere comunicar ha de incluirse necesariamente en el circuito de exposiciones y galerías. Es un hombre práctico cuyo contacto con el mundo comercial de la publicidad le convencerán, a mediados de los sesenta, de la posibilidad de mantener su libertad e inconformismo al tiempo que poder exponer sus obras en algunas galerías capaces de soslayar la pura tentación comercial del arte convencional y antirrevolucionario.

         Tal es la importancia de su exposición individual en la Sala Gaspar de Barcelona en 1965, tras la participación el año anterior en el Salón Internacional de Marzo de Valencia donde obtendría la Medalla de Oro. Está creando paulatinamente su nuevo lenguaje plástico que, por un lado, usa para sus primeras esculturas de orden ideológicamente reivindicativo y por otro le empuja al salto definitivo al exterior, al participar, en 1966, en la Bienal de Venecia y, en varias ocasiones, en el Salon de la Jeune Sculpture de París. En 1967 realizará una importante muestra en la Dirección General de Bellas Artes de Madrid.

         La crítica, una vez más, acoge positivamente su trabajo definiéndolo en las dos coordenadas que son ya la base esencial de su trayectoria artística. Así Alexandre Cirici, en 1964, se refería a su habilidad para crear puras situaciones plásticas pero siempre como respuesta a situaciones históricas y sociales y  a partir de elementos extraídos de un contexto tecnológico. La síntesis produce un artista que Cirici califica de "no figurativo-realista", término que caracteriza con gran precisión tanto la época que comentamos como la evolución posterior de Alfaro. Víctor M. Nieto Alcaide, en 1966, vuelve a recordar su apartamiento del sentido esteticista de la abstracción geométrica, y su concepción de la escultura dentro de una nueva estética industrial, cuyo sentido dinámico correspondería no a trucos móviles ni dispositivos mecánicos sino a una eficaz estructura que dialoga con la curiosidad activa del espectador que las contempla.

         Tomàs Llorens, uno de los teóricos con cuya amistad contará a lo largo de su carrera, percibirá claramente (en el texto que acompañará el Catálogo de su exposición en la Galería Concret Llibres de 1965) su propensión al lirismo comprometido, eso sí, con el entusiasmo temperamental y ético de cuestiones que definen la identidad de su comunidad.

         Dos años depués, en el catálogo de la Exposición de la Dirección General de Bellas Artes, considera la obra de Alfaro un adecuado marco para ilustrar algunos de los problemas de la revolución entre las teorías del diseño y las doctrinas estéticas y vincula las formas y contenidos de Alfaro con el planteamiento de la Bauhaus.

         De este modo la crítica, en especial Llorens, relata la transición desde la época constructivista como el paso desde la poética de la experimentación espacial a la del simbolismo conceptual, inventando en dicho paso un nuevo lenguaje plástico o, más bien, depurándolo a partir de la reducción de los medios expresivos que conserva, sin embargo, su máxima eficacia.

         Tres son pues los elementos definidores de la segunda etapa de la escultura de Andreu Alfaro. El primero la necesidad de incidir en la búsqueda de un conceptualismo cada vez más esencial pero perfectamente percibido y comprendido en su capacidad de concretar símbolos. Entre 1963 y 1964, como ya vimos, se impone una especie de reflexión y autocrítica que le lleva a perseguir casi obsesivamente lo inteligible: "No me fío de mis obras, no me fío de los demás. Uno pasa el tiempo -su vida- intentando un lenguaje. Quiero hablar a los demás hombres, enseñándoles objetos hechos en nombre de la libertad, del amor, de la esperanza. Cuando estos objetos han sido cuidados por la experiencia adquirida día a día en la vida, para determinar una forma de expresión, descubre de pronto que su lenguaje no es apto, peor todavía, no es inteligible".

         Se trataría entonces de buscar un nuevo lenguaje a partir de complicidades emotivas y éticas (nunca de trampas o señuelos) con el público. Signos primarios, primitivos si se quiere, iconos que parecen usar un lenguaje natural como puede serlo la risa, los movimientos de cabeza o los gestos de las manos. Alfaro crea su propia gramática, su propio léxico plástico: "Relaciones mínimas, dos cosas se juntan, es el amor; dos elementos juntos al final de su recorrido se separan largamente y es la libertad".

         Pero el espectador que las contempla ha de mirar más allá del aparente juego o del experto trabajo de diseño brillante aunque severo: son nudos significativos. No se trata sólo de una ágil sintaxis sino de una apasionada semántica, de una vehemente simbología que se empeña en incluir su sentido definitivo en los propios títulos de las obras (La veu d'un poble, 1964; Inici al càntic , 1966; La nostra victòria , 1966). Tiempo después, en la Bienal de Venecia de 1976, algunas de estas obras (y otras como Monument a l'amor, 1963, Dos pobles, dues veus, 1964 ) se incluirán en una sección titulada “Giochi emblematici”. Alfaro arranca desde sus principios el afán de comunicar y el derecho a utilizar para ello la abstracción.

         Por eso el segundo elemento definidor de esta época será precisamente ese repertorio ajustado y de carácter minimalista del lenguaje plástico de las obras, favorecido por sus elementos estructurales, es decir, las sencillas barras industriales. No es, claro está, y por lo que queda dicho, un minimalismo puramente geométrico. Ni siquiera la crítica llega a percibir netamente este entronque con el arte minimal  que estará en su apogeo en 1968, aunque la visión actual de aquellas realizaciones no deja lugar a dudas. En todas se observa un proceso de desmaterialización y una búsqueda del máximo orden con el mínimo de elementos, entroncando así con el arte europeo y mundial de la segunda mitad de los años sesenta que preparaba el terreno para el triunfo del arte planteado tan sólo como idea o concepto. El minimal  de Alfaro ofrece dos vertientes. La primera consiste en las piezas que han reducido su materialidad al extremo de pletinas o delgadas barras metálicas simples (Monument a  l' amor,1963; Adan y Eva, 1964; My black brother, 1965 ) o de tipo repetitivo (Tothom, 1964; El árbol de la vida, 1965; Un poble en marxa, 1967). La segunda (que se observa a partir de 1966) consiste en intentar obtener el contenido expresivo en el volumen, en la masa contenida en formas geométricas recortada en el espacio. Son piezas en madera, simples (Los amantes,1966) o también repetitivas (Módulos 3 A, 1967; Composición de cubos, 1967; La fábrica del silencio, 1967), cuyo estilo reaparecerá aisladamente en 1973 y, ya en nuestros días, en su serie de kouroi. La forma triunfa de nuevo sobre la materia. Las obras se crean a partir de la consciente pérdida de elementos, del efecto transparente, de la línea dibujada, sensaciones visuales que -como escribía Antonio Bonet Correa- niegan la opacidad de la escultura tradicional.

El tercer elemento caracterizador de esta época se deriva tanto de los aspectos formales que hemos resaltado como de esa vinculación que la crítica percibe tempranamente en su trabajo: el haber recogido la tradición de la Bauhaus y del diseño industrial, de la utilización de la máquina. En 1966, Nieto Alcaide escribe: "Frente a un mundo de cosas halladas el hombre opone una realidad construida por él. Alfaro nos da el testimonio de la técnica, el elemento más definidor de la época en que vivimos. Sus esculturas se hallan integradas en el mundo de realizaciones técnicas de nuestra edad".

         El artista, como el hombre del Renacimiento, ha adquirido la posisición de dominador de la tejné. Los materiales y hasta el método de producción industriales se incorporan a la experimentación artística como conquista humana, con una vehemencia nunca vertida hacia los objetivos del llamado realismo social de la nueva figuración. Su espacio de trabajo se aproxima a la literalidad y no al sentido tradicional o metafórico del taller del artista: la técnica, la maquinaria, corte de la madera o del acero se constituyen en nuevos vínculos de Alfaro con la sociedad a la que quiere hablar. Y esto posibilita también un diálogo múltiple con el público mediante la seriación de algunas de sus obras que comienzan a ponerse a la venta, por este procedimiento, a partir de 1965. Un hombre tan perdurablemente ligado a todos los hechos del arte y de la vida ofrece así también, en sus esculturas, la posibilidad de reflexionar sobre uno de los últimos fenómenos del arte contemporáneo: su integración en una sociedad masificada, urbanizada, consumista, que accede ávidamente a los circuitos exhibidores de la obra de arte y que, en el caso de Alfaro, halla, además, el motivo trascendente de acceder muchas veces a un pequeño símbolo reivindicativo de su identidad o a un reducido emblema de un concepto ambicioso del amor, la esperanza o la libertad.

 

La emoción de la técnica

 

         CON la década de los setenta Andreu Alfaro va a madurar su producción con una doble experiencia: confrontar su concepto de la creación plástica con el mercado artístico y asumir definitivamente su compromiso intelectual respecto al momento histórico que le toca vivir.

         En 1971 acude al Simposio de Escultura de Nüremberg y es seleccionado para realizar una escultura en aluminio de nueve metros de altura (Un árbol para el año 2000 ) que supone su introducción en el mercado alemán.  En este país presentará muestras individuales con asiduidad a partir del año 1974, en el que realiza su primera individual en la Galería Dreiseitel de Colonia, a la que seguirán frecuentes participaciones en las ferias de Colonia, Basilea y Düsseldorf. Comienza así una dedicación cada vez más profunda a la actividad artística que se convierte en su única ocupación a partir de 1974. Hasta ese momento Alfaro ha contado con el respaldo bastante unánime de la crítica. Ahora, una vez que su obra puede ser identificada por el público de manera clara y evidente, el artista es consciente de que sus creaciones, sin supeditarse a ningún dictado estrictamente comercial, es susceptible de las ventajas de la promoción de las galerías. El escultor, que siempre intentó defenderse de las habilidades manieristas, no niega, sin embargo, un afán por hacerse entender desde su propia gramática de formas y simbolizaciones: que éstos lleguen  a una mayoría significativa sin entreguismos populistas va a constituir ahora otro de sus objetivos. Pero en esta época parace claro su total reconocimiento y su notable éxito entre el público. Es un público interesado en la vanguardia, renovador y de extracción progresista que se siente atraído por el elegante y sobrio esteticismo de unas esculturas susceptibles de revalorización comercial. Cuando a finales de los setenta exponga su importante retrospectiva en el el Palacio de Velázquez del Retiro madrileño, Andreu Alfaro puede ser calificado de artista consagrado.

         Pero es también un artista comprometido. Su grado de compromiso se ha profundizado con la madurez de su obra pero sin la absurda pretensión de poner su arte al servicio de una ideología. Ahora más que nunca (coincidiendo con la transición política española) su compromiso social se deriva hacia un compromiso nacional e intelectual con el País Valenciano para que éste asumiera definitivamente su identidad histórica y cultural. En este sentido Alfaro no ha regateado su reconocimiento público de esta defensa expresada en un respaldo a entidades cívicas y en la significación emotiva de buena parte de sus obras de los años setenta y ochenta. Catalá Power (1976), La unitat de la llengua / Homenaje a Carles Salvador (1976) y D'un pais que ja anem fent (1978) serían ejemplos de todo lo dicho. Y, en consonancia con una de las características determinantes de su evolución vital y artística, Alfaro, un hombre valenciano, no ha dejado de ser en este sentido un combatiente por hacer de la cultura el medio más activo para la revolución ideológica y para la revolución de la calidad que precisa el pueblo al que pertenece, demasiado lastrado por interesados o incompetentes tópicos folkloristas.

         Las dos experiencias a las que nos hemos referido (recuperación de un arte posible dentro de la sociedad de consumo pero con un grado crítico y de compromiso lo suficientemente explícito como para entender las emociones estéticas equivalentes a un fermento de cambio social) parecen abonar en Alfaro una actitud activa y práctica frente al uso de la técnica industrial. No serán ya solamente sugerencias simbólicas como en la etapa constructivista. La preocupación por el diseño, la repetibilidad, la utilización de materiales industriales ya no se aplican únicamente en la producción sino también, como sugerirá Tomàs Llorens en 1974, en el aspecto del consumo de la cultura industrial.

         Alfaro se plantea hacer equivaler comunicación y despertar de nuevas sensibilidades, técnica moderna y significados emotivos. El artista debe rozar y ser rozado por la realidad y ésta pasa por el reto de la tecnología, del progreso científico y de la máquina como instrumento emancipador (que no dominador) del hombre. Es esta nueva actitud frente a la creación la que conduce el nuevo planteamiento de Alfaro en los setenta hacia los principios (siempre aproximados ya que el escultor nunca se entrega a los dogmatismos) del llamado arte programado: la desmitificación del sentido puramente romántico de la creación, la importancia de la percepción, la simplificación de los medios compositivos, el uso de la tecnología contemporánea y la invitación a convertir al espectador en un partícipe activo de la obra adquiere (real o virtualmente) movimiento. Recoge así la herencia de los artistas de De Stijl, de los constructivistas rusos, de la Bauhaus y de los abstractos geométricos de la posguerra.

         Alfaro se adscribe a todo ello, como siempre, aplicando su flexible personalidad artística en la que se equilibran el imperativo racional y una innegable emotividad comunicativa. Su arte es óptico más que cinético en el sentido de que el movimiento o dinamismo que imprime es más virtual que real. Influido o, al menos, interesado por Vasarely se entrega a una más profunda valoración de la técnica haciendo énfasis en el montaje y, por consiguiente, dando paso a los sistemas complejos de formas, de dimensiones o de ángulos. Así nacieron sus obras concebidas como secuencias regidas por alguna ley formal (irradiación, ascensión, penetración, generación), obras que permiten al espectador que circula a su alrededor observar  como su morfología se transforma ante sus ojos a lo largo del espacio pero también de un tiempo que transcurre. Como dijo Cirici, sería convertir en sensaciones ópticas, en experiencias vividas, la misma idea o concepto de cambio.

Este dinamismo, este impulso que se manifiesta en el dominio de la forma, incide también en la capacidad lúdica de estas obras, en su prodigiosa claridad y transparencia, en su relajada luminosidad y orden. Cirici llega a comentar esta invitación al impulso vitalista y social: "Cuando realiza una obra la piensa convencido de que situada en la puerta de la fábrica podrá ayudar al trabajador a desear hacer el trabajo bien hecho. Que puesta en la puerta del hospital, ayudará al enfermo a reforzar su voluntad de recuperarse [...] Quiere ser una recuperación de la esperanza. Un estímulo a la felicidad".

         Ciertamente esculturas como Un sol para Mülhem  (1978), La força de viure (1979) o Suau-suau (1974) no son puro experimentalismo formal o una fría cadena geométrico-científica: en cierto modo es una utópica resistencia lúdica y gozosa frente a un cinetismo rigurosamente programado. Es un arte que da libertad al artista, pero también al espectador que puede hacer cambiar la obra a voluntad con su propia posición. Se engendran nuevas formas por intersección visual de la generatriz. Y todo descansa finalmente en la perfección de haber creado un impulso de comunicación lírica, pero haberlo resuelto dentro de un dominio mesurado de las proporciones, recuperando, por ellas, el equilibrio. Alfaro pasa por el cinetismo, de nuevo, como un lenguaje puesto al servicio de su carga emotiva personal. Sobre una base que otros artistas han asumido para realizaciones maquinales, analíticas o puramente manieristas, él despliega una dialéctica tensional que le llevará, como veremos enseguida, a la fase de sus esculturas monumentales. Le llevará, en fin, a compartir su creación con el espectador cuyo punto de vista cambiante matiza y descubre nuevos efectos de belleza y, en consecuencia, nuevas o probables significaciones subjetivas en la obra. Alfaro descubrirá que la escultura también puede ser un viaje.

         Sus trabajos no se limitan a las comentadas generatrices . Hay que recordar igualmente las obras realizadas en plástico de distintas coloraciones y densidades (Triángulos. naranja, 1973; Cuadrados perpendiculares azules, 1976; Convergencia de cuadrados azules y verdes, 1977). O sus esculturas basadas en la repetición de elementos siguiendo formas geométricas como las escaleras (Escala  dels teuladins, 1976; Escala de la vida, 1976), los biombos  (Biombo de Rocafort , 1978), o las piezas de 1973 realizadas en madera (El silenci de les quatre barres o La mort es perfecta) que son una muestra más de la diversidad de este creador.

         El vehemente convencimiento que Alfaro muestra en esta etapa por los procedimientos industriales se refleja, lógicamente, en el uso de materiales y elementos en la misma línea: tubos redondos o cuadrangulares de aluminio o acero inoxidable o incluso la madera, que se ajustan con depurada precisión ajena a los prejuicios o mitos culturales de considerarlos fríos, poco cálidos o de inferior nobleza artística. El propio Alfaro confesaba en 1978: "Jo vull guanyar-me'l [...] sense cap càrrega sentimental ni històrica, ni cientifica. Quan més agrada una peça de les que jo faig, és quan els materials estan menys modificats. Es, quasi, el mateix tub que em donem a la indústria i jo no he de fer res més que ordenar-lo".

Pero del mismo modo que Alfaro siempre se resistió a ceder a los materiales el papel de protagonistas de sus esculturas, el modelo programado, matemático de sus estructuras geométricas hubiera resultado un puro esfuerzo experimentalista vacío de no haber mediado, como hemos venido insistiendo, un vocacional sentido de la trascendencia comunicativa. De ahí que sea en esta década cuando Andreu Alfaro incluya en su producción artística las grandes esculturas monumentales que suponen la parte más espectacular y quizá conocida de su obra.         

 

Los prodigios de un mago público

 

         DESDE su recepción del legado constructivista, durante los década de los sesenta, Andreu Alfaro evoluciona constantemente desde un sutil linealismo estético a la progresiva racionalización de la obra como estructura en el espacio. Los años setenta y su nueva y sorprendente alineación con un geometrismo dinámico y casi lúdico, pero, al mismo tiempo, profundamente ordenador de la materia y del espacio, suponen no sólo el comienzo de la gran fidelidad a las series de generatrices sino el de una fase de comunicabilidad con el público. Es el momento de la definitiva salida a la calle desde el taller y las galerías. En adelante el nombre de Alfaro se vinculará a una experimentación de cómo intervenir el espacio con grandes esculturas. Sin embargo, como en toda su obra artística, este trabajo no es producto de una repentina reorientación de su estética. Arranca ya de su primera etapa como escultor, cuando realiza en 1959 su primera escultura monumental para el patio del Colegio Alemán de Valencia. Como ya indicamos en su etapa inicial, la pretensión de monumentalidad está presente desde sus primeras realizaciones y el propio Joan Fuster aseguraba en 1965 el caracter de maquetas  que ofrecían sus piezas, "esquemes per a encarnar-se, en tamany i en utilitat, a la mesura d'una plaça, d'un jardí, d'un descampat".

Pero ahora por vez primera la escala de lo real se impone de verdad a su innegable obsesión por delinear, con el rigor de la más pura esencialidad, la idea y la forma. La cotidianeidad, lo útil (una fuente, el agua), la consideración de un lugar representativo son elementos que se adicionan, desde el origen, a la escultura del artista. Por la misma época, miembro aún del Grupo Parpalló, realiza la maqueta de Cosmos  62 , una obra abierta al espacio, identificada con la esencia del paisaje natural. A ese momento pertenece también Al vent (1963), realizada posteriormente a mayor tamaño para su instalación frente a una sucursal del Banco Atlántico de Barcelona. Esta obra se integra en un espacio urbano (el cruce de las avenidas Diagonal y Balmes) cuestionando la relación tradicional entre éste y la escultura .

         Pero es en esta etapa de los setenta cuando Alfaro accede con mayor voluntad y consciencia a esa cualidad del escultor moderno que Herbert Read calificaba de mago público capaz de manipular las imágenes características de una civilización tecnológica. Como si el homo faber  que siempre se había impuesto en las relaciones de Alfaro con la materia se condujeran ahora a un sentido superior del arte, a una exigencia ética y cívica y, como tal, situado en un emplazamiento público, como referente simbólico no tanto de una urgencia social como de principios atemporales. Si otros escultores han experimentado en la intimidad de sus talleres, Alfaro ha esperado siempre el último refrendo en un diálogo arriesgado y abierto con el entorno urbano y arquitectónico y, sobre todo, con la comprensión de significaciones colectivas. Dicho en síntesis, las grandes esculturas de Andreu Alfaro, precisamente por constituir una de las constantes de su producción, experimentan sobre tres principios: la intervención y el diseño dentro de una escala urbana y arquitectónica; la reflexión sobre los problemas tecnológicos de los materiales y su disposición; y, sobre todo, la participación del espectador en el significado defintivo de la obra al ser el intérprete último de su expresión simbólica, dentro, siempre, de una un profundo margen de libertad creativa.

         Alfaro parte de una gran curiosidad por la realidad en donde va a situar lo que acabará siendo monumento. Es esa referencialidad específica la que levantará la escultura y participa, sin rodeos, del ideal de Goethe según el cual el lugar de la escultura es la plaza, el jardín, la fachada: metida en la vida de la gente e irradiando sobre ella. Se trata de rivalizar con la arquitectura en su realidad material porque, en el fondo, desde el principio, Alfaro concibe sus esculturas como emblemas de aspiraciones colectivas que pueden materializarse, y en su afán estético, ya no concibe la belleza sino como el resultado de reconocerla a través de la totalidad del entorno. No es de extrañar que uno de los momentos culminantes de este vocacional apropiamiento del espacio fuera su exposición "Im Dialog mit dem Barock" en el Palacio de Brühl (1985), donde realiza su propia interpretación de las formas barrocas, imitando -según sus palabras- a Neumann, Bernini, Borromini, en una interpretación intencionalmente escenográfica, "dibujando el aire, señalando la pasión por el poder".

         De hecho esto no será sino la continuidad, mucho más densa, de su preocupación por provocar al espectador con las esculturas convertidas en espectáculos, tendencia inaugurada en 1977 cuando realiza la primera exposición de grandes esculturas en el Parque Cervantes de Barcelona. Una cuestión sobre la que volveremos al referirnos a la exposición del antiguo Mercat del Born de la misma ciudad en 1983.

         No parece casual ni la ansiedad esconográfica ni la impronta barroca. Ambas cosas convergen en un nuevo sentido, moderno, de cómo acercar el hombre a su ciudad, como hacerla transparente y procurar que su espacio sea habitable. Para hacerlo también comprensible, cercano, construido con materiales avanzados pero insertos en lo cotidiano.  Alfaro se inclina por una escultura pública capaz de encontrar las soluciones materiales que precisa: su visibilidad (y, por tanto, su fácil identificación y conexión con la perspectiva y el movimiento, aunque sea subjetivo), su fuerza emanada de una contemplación cercana y su dimensionamiento adecuado desde el ensayo del boceto o maqueta.

         Lo más interesante que se deriva de estos planteamientos es que, de este modo, un artista puede integrar sus esculturas-monumento incluso en una planificación de la ciudad, mermando el gigantismo y las megaestructuras urbanísticas del declive del desarrollo industrial y, por tanto, produciendo un nuevo sentido del ágora urbana o una nueva imagen que recoja aspiraciones colectivas aunque sean meramente las de mejorar su entorno ecológico. Merece la pena recordar la imponente Puerta de la Ilustración de Madrid, dinámico cruce de fuerzas diagonales en vertiginosa aceleración espiral que produce el efecto de una red de nervios metálicos, una malla fluida que se integra en el boulevard o bosque urbano del planeamiento urbanístico previo. Sobre la hipotética figuración ornamental de aparentes arcos o surtidores de agua, o la impresión subjetiva del artista (que ha confesado la imaginaria influencia de la columnata de Bernini en la Plaza de San Pedro de Roma), esta escultura, que ha sugerido desde la imagen de un laberinto hasta la gigantesca osamenta de un animal prehistórico, representa fundamentalmente la perfecta adaptación de la libertad de diseño en el espacio y del espacio, de la apertura a la vanguardia desde la fidelidad a la razón, el deseo, en fin, de sugerir una nueva puerta para el Madrid del final de siglo.

         Pero también se pone en evidencia la valentía de Alfaro para aceptar las leyes de la escultura-monumento: sus elementos de anclaje e instalación, el uso de materiales que resistan el tiempo atmosférico, desde la tosquedad del cemento (Cruz de cemento, 1968) hasta al liviana fortaleza del aluminio ("Como mediterráneo que soy me interesa la vida, quiero que mi escultura se eche a volar"-expresará el artista). Algunas obras se llamarán exactamente así: Veinticuatro tubos de aluminio  de 1978, que se encuentra en el claustro del antiguo Convento de San Francisco de Cáceres. También puede tratarse de la sobria presencia del hierro (Agulles de Santa Agueda, 1965/66) o de la brillantez del acero inoxidable plasmado en grandes obras como El mundo (1985) o  Simetría asimétrica (1980/82). Sin embargo el material quedará siempre en segundo plano, prevaleciendo la forma y con ello lo aparentemente inteligible del significado.

         Y es que Alfaro parte del sentido conmemnorativo tradicional del monumento urbano; por eso desecha la pura abstracción y, como ya anunciaba Moreno Galván en 1963, armoniza la voluntad escultórica  (esto es, el intento de problematizar un espacio e incluso crearlo) y la voluntad estatuaria  de neutralizar el paso del tiempo, fijando sus gestos mutables en el deseo de convertirlos en memoria, en razón de algo, en impulso, por tanto, de algo. La monumentalidad es así algo más que pura escenografía, es poner la obra de arte al servicio de la comunidad. Es elevar el espectáculo a la categoría de símbolos socialmente significativos.

         La mayor parte de estas obras ofrecen un título revelador: Un árbol para el año 2.000 (1971), Bon dia, llibertat (1976), La força de viure (1977), Homenaje a Ausias March (1977/84)... mostrando así una voluntad rememorativa en común contra la acción del tiempo y, sin duda, la forja también en común de emblemas plásticos cuyo simbolismo muestra un sobrio compromiso por la modificación de la realidad histórica. Un esfuerzo que, como dijo Joan Fuster, contiene en el tamaño su razón de ser.

Hasta su obra más reciente está impregnada de esta afición por el dominio de la naturaleza que ha de transformarse e incorporarse a nuestro haber colectivo, como un proyecto vital y social que trasciende al propio artista; y en cuya forma se contienen referencias de signo muy variado a la imagen simbólica de la función del lugar en que se enclavan, como resulta evidente en las obras situadas en la estación madrileña de Aluche (1986) o en la fachada del Palacio de Justicia de Colonia (1988).    La sorpresa, la novedosa escenografía y el atractivo de los materiales empleados -que explican el éxito popular de sus obras- aparecen sin embargo como consecuencia del profundo sentido racional del arte de Alfaro, seguidor de este modo de la cultura racionalista en donde se yuxtaponen coherentemente el sentido de la memoria y el sentido de lo civil. Con este criterio ha levantado sus esculturas dentro y fuera del País Valenciano y al lograr ser el artista contemporáneo que más monumentos, en el sentido dicho, ha diseminado en la ciudad de Valencia, se propone algo así como retradicionalizar  (según Fuster) nuestra escultura liberándola de sus rémoras tópicas y más obsoletas.

Alfaro ha comentado algunas veces como su vocación de situar sus esculturas en espacios vivenciales y, por tanto, su inclinación a considerarlas siempre proyectos de otras mayores  le llevaron desde sus inicios a fotografiar los bocetos, como auténticos monumentos a escala real, en el pretil de una terraza, exactamente de la terraza de su casa en la calle del Maestro Palau. Parece participar así del sentido poético, es decir creador, de Henry Moore, cuando comentaba que el fondo más infalible para una escultura era, sin lugar a dudas, el cielo. Pero al añadir la dimensión rememorativa, colectiva, Alfaro convierte además el espacio en lugar ; como si sus esculturas dieran nombre y sentido a la trama, a veces laberíntica y desordenada, desprovista de coherencia cívica, de la ciudad.

 

La ruptura de los ochenta: entre la naturaleza y la historia

 

         ANDREU Alfaro, a lo largo de una densa trayectoria como escultor ha preferido siempre la contracorriente al éxito fácil. Se ha permitido el lujo de confesar: "He roto en muchas ocasiones con mis propios postulados cuando creía que éstos me ataban: siempre he procurado estar del lado de la libertad". Cuando llegamos a los últimos diez años de su obra, su contante empeño de revisión de sus presupuestos, en función de los cambios sociales y de la renovación de las situaciones, se instala en una conquista más: la que supone replantearse de manera radical su concepción del arte y de la escultura. Como si de un nuevo comienzo se tratara o de un nuevo aprendizaje frente a la realidad y a la naturaleza. Seguramente Alfaro suscribiría la afirmación de Henry Moore según la cual "la observación de la naturaleza forma parte de la vida de un artista; aumenta su conocimiento de la forma, le permite conservar su frescura, le preserva de trabajar únicamente a partir de fórmulas y alimenta su inspiración".

         La retrospectiva celebrada en 1979 en el Palacio de Velázquez del Retiro madrileño supuso el telón de todas las etapas anteriores. Algunos críticos hablaron ya entonces de su espléndida madurez y en 1981 recibe el Premio Nacional de Artes Plásticas. A partir de ese momento su trabajo creativo no sólo mantiene su tensionalidad inconformista sino que, hasta fecha reciente, se aventura en una serie de muestras ciertamente memorables si hemos de atender a su valiente voluntad de construir un nuevo lenguaje empeñado en olvidar toda huella repetida del tiempo anterior, todo recuerdo de lo identificable, hasta entonces, con Alfaro.

         El camino recorrido, claro está, no había sido inútil. Su búsqueda de la esencialidad, de lo que identificará con su manera de ver o expresar lo clásico, los mitos, se ha producido a través de una compleja investigación formal. En este momento (comienzos de los ochenta) siente, con todo, que su evolución anterior ha sido una etapa de ejercicio, de preparación hacia algo nuevo. Como si debiera descartar los borradores hasta ahora realizados para comprender de verdad conceptos como el contenido o la materia. Para ello reconoce el límite o la imposibilidad de avanzar más en el seguimiento de la vanguardia (neoconstructivismo, arte minimal, arte óptico..., fugas permanentes de la figuración, resistencia en una abstracción con la que siempre intentó comunicar cosas). Alfaro no duda en recuperar  el pasado de la escultura y del arte del que quiso separarse. Ahora volver, por ejemplo, a la figuración del modo que vamos a ver, no será una vuelta atrás sino un avance con el imperativo, una vez más, de su libertad.

         Ahora bien ¿cuáles son los elementos que constituyen esta nueva etapa y el cuál es su alcance significativo? Nos parece que José Francisco Yvars ha dado recientemente con la clave al apuntar dos aspectos: por un lado la persistencia en una escultura ligada al dibujo, a la línea continua; y, en segundo lugar, la implicación en esa misma escultura de una reflexión sobre la historia del arte, una especie de viaje a un clasicismo nuevamente teorizado que -como afirma Yvars- se ve en cierto modo impulsado por una consideración crítica de las vanguardias. La opción por una escultura lineal  certifica la consciente aproximación al género del dibujo practicado en una línea sólida y sin difuminados, ciñéndose siempre  a la segmentación evocativa -ya en esta etapa incluso figurativa- de rectas y curvas en un marcado esfuerzo por la sencillez. El segundo aspecto aludido consolida lo que Alfaro había manifestado implícitamente a o largo de su producción anterior: su preocupación por unir al quehacer plástico un querer decir teórico  que ahora se concreta en una reflexión sobre la historia del arte en su conjunto, es decir, en la posibilidad de conocer en su propia práctica artística las diferencias cualitativas, técnicas y estéticas de determinados periodos estilísticos o géneros artísticos particulares (el retrato, por ejemplo). La gran oferta que Alfaro realiza en su escultura de los últimos años es una especial apropiación de las soluciones figurativas de un pasado cultural que trae hasta la modernidad.

         Sigue sin importar la expresividad de los materiales, aunque la comunicación exigirá siempre una especial sintaxis para cada medio empleado. En los años ochenta Alfaro descubre la piedra cuya masa trata premeditadamente para lograr sensaciones de ingravidez y de fuertes contenidos conceptuales (amor, muerte). Por otra parte vuelve al uso de las planchas de hierro en forma de láminas que, dispuestas en planos que se cortan, ofrecen volúmenes aproximados, al menos conceptualmente, a obras constructivistas. Es una manera de unir de nuevo los procedimientos de su primera etapa con la recuperación de un figurativismo, que deriva del preciso dibujo de los contornos de las planchas. Otra vez el dibujo, su gran aliado técnico, le permite plantearse el proceso creativo como observación del natural y de la forma humana. A partir de esta observación y de este modelo Alfaro busca con infatigable obsesión someter ese modelo a la abstracción o a la síntesis, a la esencialización de los contornos, casi a la pura silueta. El origen puede estar en el cuerpo humano, en el género del retrato, en grabados antiguos, en cuadros clásicos o en conceptos estéticos de una época concreta.

         Alfaro descubre así en la naturaleza y en la historia los dos medios del hombre para encontrar la razón de si mismo en y frente a la modernidad. El proceso que acabamos de describir se percibe ya en las exposiciones de la primera mitad de los ochenta. En la de 1981 en la Universidad Complutense de Madrid, supone todavía encontrar restos de su producción anterior, aunque el catálogo editado para tal ocasión constituye la aportación crítica más completa hecha hasta el momento sobre el escultor. En noviembre de ese mismo año inaugura en la Sala Gaspar de Barcelona la exposición "Ferros i pedres" donde la voluntad figurativa se vierte, por una parte, en la necesidad de evocar las relaciones entre los cuerpos humanos produciendo volúmenes marmóreos macizos (De la potencia al acte) o estilizaciones del tipo Germinar  o Filar prim. Por otra parte juega con referencias a condiciones de estabilidad o dinámica que reproducen la lógica de formas vivas, vegetales y animales (Una palmaera, un ocell, el Misteri d'Elx ) o humanas (La dansa, La dama del mar). Esta es la primera exposición de "El nou Andreu Alfaro", modo con el que Cirici titulará, precisamente, el texto del catálogo; en él escribe: "Aquest Andreu Alfaro de 1981 ens interessa vivament. En una època de gran crisi de l'escultura, es destaca per la seva força interna. Perquè té quelcom que la majoria dels escultors han perdut, que és la possessió d'uns motius poderosos per a fer allò  que fa."

En 1983 abre en la Galería Theo de Madrid una exposición cuyo catálogo contiene un texto muy significativo de Julián Gallego: "La fiera, el rayo y la piedra". La muestra, que coincide en el tiempo con otra de dibujos en la Galería Cellini de la misma ciudad, supuso un acontecimiento importante en la carrera profesional de Alfaro. En junio presenta en el Born de Barcelona una magna exposición de 34 obras realizadas todas ellas ya en su nueva etapa. Son piezas de gran formato en su mayoría con las que Alfaro parece plantearse otra forma ambiciosa de creación: la que se deriva, no de la observación de una sola pieza singular sino de la voluntad de integrar todas ellas en una unidad objetual y creativa. No se trataba sólo de reflexionar sobre una disposición en el espacio, sino de investigar la movilidad lírica de cada una de ellas en un concepto amplio y ambicioso de instalación. El antiguo Mercat del Born se convierte en una bosque animado de esculturas. El método aplicado sería la dramatización de la perspectiva: un juego de voluntad escenográfica en la que algunos críticos como Eugenio Trías han reconocido el Barroco. Es así como Alfaro se aproxima por vez primera a la preocupación teórica y humanística del Barroco, reforzada por la doble exposición que presenta en Palma de Mallorca en 1984 (en el Palau March y en el Parc de la Mar).

         El artista confiesa apreciar un paralelismo entre su sociedad y la del Barroco, fundamentado probablemente en la pérdida de la seguridad del individuo, lo que el arte comprendía precisamente como la ausencia de canon, de la estabilidad frente a un mundo en movimiento que requiere actos de invención. No hay duda que las esculturas de Alfaro, incluso las anteriores a este periodo, jugaban ya con el efecto cambiante de la mutación del punto de vista. Surge de este modo la idea de establecer un abierto diálogo con el Barroco como arte y como escenario al modo, quizá, de Bernini o enfrentando sus esculturas a los palacios de los siglos XVII y XVIII. Sueña con la balaustrada del Palacio Brühl llena de bustos, con una galería de retratos de personajes históricos hechos de varillas de hierro, con las superficies verdes de los jardines de la entrada con grandes círculos y cuadrados de tubos de acero "dibujando el aire, señalando la pasión por el poder". Materializó, al menos en parte, ese sueño en su exposición Andreu  Alfaro im Dialog mit dem Barock  con 17 majestuosas obras en las que el círculo y el cuadrado, la pasión atrapada por la concepción platónica y la ingravidez poética de gráciles ángeles logran un espléndido trabajo escenográfico en el Palacio de Augustusburg, residencia de los príncipes de Colonia durante el siglo XVIII.

En la segunda parte de los ochenta Alfaro da un paso más en la investigación de su arte: no sólo lo ve como la creación de un conjunto de obras concebidas y realizadas unitariamente sino que cada exposición será un punto de vista con el que abordar el ser y el estar de la escultura. Por eso algún crítico como Calvo Serraller ha dicho que, a partir de 1985, sus exposiciones "ponen en pie mundos ".

         Con "El cos humà" (muestra realizada en Valencia, Madrid, Barcelona y en la Galería Dreiseitel de Colonia) da fe de su adscripción al modelo natural. No está interesado simplemente en ilustrar o describir la figura humana sino en sugerir ideas o, incluso, sentimientos. Se trata de un planteamiento espacial o formal, no simplemente anatomista. Este reencuentro con el dibujo se verá confirmado con su exposición en la Galería Dreiseitel de Colonia en 1988 que recogerá su obra en papel incluyendo trabajos retrospectivos desde 1958 y 1975 hasta 1980 y 1984.

         Si en 1985 Alfaro había investigado el Barroco en su dimensión lineal y escenográfica, en 1989, en su exposición "Columnarium" en la Galerie de France (París), se entrega a la morbidez de los volúmenes, al claro homenaje clásico del mármol blanco de Carrara en Las tres Gracias, al diálogo con las curvas o al dibujo que se materializa en el aire de La seducción  o a las planchas recortadas de la Columna de Venus  (las tres de 1988). El cuerpo femenino y su sensualidad, como una extensión de ésta estética de la masa lírica y barroca, se había presentado ya a principios de ese año en las 17 piezas de pequeño o mediano tamaño expuestas en la edición de ARCO de 1989. La comprensión del mármol "visto con ojos que sienten, sentido con manos que ven" (expresado con los versos de Goethe que se reproducen en el catálogo) llega a su misma expresión trascendente, intemporal, en la muestra que el mismo año expone en la Galería Gamarra y Garrigues de Madrid ("De la vida y la muerte, la memoria") que incluye piezas realizadas entre 1987 y 88.

         Parten estas esculturas en forma de estela o en forma de líneas quebradas voluntariamente en una plenitud serena de la conciencia histórica o, mejor dicho, de la conciencia del devenir histórico del arte y de su origen en lo humano. De algún modo la etapa voluptuosa, el barroco escenográfico se contiene y refrena con la fuerza espiritual de la estela conmemorativa, con cierta influencia de Oteiza y, también, con cierto retorno al comienzo de las formas del Stilj. Alfaro cierra así un círculo y pretende, sea en la ordenación del espacio, sea en la masa, dominar la naturaleza dándole forma, como si la piedra desnuda simbolizara la utópica fuga del tiempo.

         Sin embargo Alfaro aspira, en este importante año de 1989, a vivir más que nunca pendiente de su realidad, deseando encontrar a un interlocutor en el pasado que ilumine el presente y lo haga entendible desde la escultura. Tal será el sentido de la exposición "De Goethe y nuestro tiempo" (Fundación Mapfre, Madrid), un ciclo que se completará en 1990 con su Walpurgisnacht  exhibida en la Feria de Arte de Colonia y en la Galería Dreiseitel, pero que incluye obras iniciadas muy al principio de los ochenta (como, por ejemplo, Charlotte von Stein, 1981-87; El Olimpo de Weimar, 1982; o El Werther, 1882-86). Alfaro usa la vía del retrato para perseguir la biografía pasional del escritor alemán, experimentado de nuevo, a partir de la iconografía del propio Goethe, con la referencia naturalista, al límite de la reducción abstracta. Propone de este modo una personal lectura del problema de la tradición escultórica contemporánea a través de una mirada, que al decir de Huici,

 comprende ecos de Brancusi o Modigliani o del propio Julio González al que llega a homenajear en su Montserrat  de 1987. En Johan Wolfgang Goethe encuentra Alfaro el autorretrato del artista maduro que se sabe seguro de haber acertado en el camino de elegir el riesgo de la libertad. Sentido vital colmado que indica una fase de clasicismo sereno pero constantemente renovado, equivalente a la luz de la razón por la que la contemporaneidad debe, necesariamente, transitar. Goethe, en efecto, presta a Alfaro la comprensión por la continuidad histórica de la escultura y le abona teóricamente su camino hacia un concepto del clasicismo que si por una parte puede expresarse en su esfuerzo de equilibrio entre la fidelidad a la apariencia y la línea abstracta, por otra puede significarse por la fortuna con la que se ha enfrentado, al mismo tiempo, a los grandes temas y programas iconográficos y teóricos de la historia del arte, a la sensibilidad por la representación visual y plástica y a la lucidez por aceptar todo tipo de materiales, incluidos los de mayor exigencia técnica e industrial, con tal de resaltar la afirmación de la creación en el presente.

         Y ya en nuestros días, como si de un sabio artista adolescente se tratara, manteniendo la flexibilidad del eterno curioso y la disciplina del ejercicio de los años, Alfaro ha encontrado en un tema, los kouroi , la perturbadora ejemplaridad de las realidades más arcaicas. El dibujo en el espacio, el trazo de láminas y varillas, la perdurable serenidad de la masa marmórea, le han convencido de la vida interior propia del arte, de su capacidad de neutralizar el acoso del tiempo y de que esa conquista, que pasa por el experimentalismo y la comunicación, por el vitalismo barroco, supone comprender, con Brancusi, que la sencillez no es la meta final del arte pero que la alcanzamos, a pesar nuestro, al acercarnos al significado real de las cosas. Ese significado está en esa forma ágil, vertical, elevada, primitiva y concisa, completa y madura de los kouroi , caminantes del pasado hacia el futuro del arte, columna a la medida de la finitud gozosa del hombre.

         Alfaro, en 1991, a sus sesenta y dos años, ha aprendido que la historia ya está escrita, que nadie la puede volver a escribir, aunque quizá el privilegio de la creación incita a vivirla, a hacerla cotidianamente. Desde los dibujos en el papel de la carnicería de la calle Pascual y Genís a la actual reflexión sobre la propia escultura ha insistido en la lección que sólo pueden dar los auténticos creadores: que todo puede ser nuevo si el método para buscarlo es experimentar sobre la medida de lo clásico. En el último Alfaro hemos visto cómo la escultura puede hablar también de sí misma desmontar así la aseveración de Baudelaire sobre el carácter esencialmente aburrido de la escultura; en sus Venus , en sus kouroi , la modernidad se lee en las referencias o, mejor, en las autorreferencias de una exploración incansable sobre motivos nodales de la escultura. De este modo, nos encontramos ante un artista que se niega a dejar las puertas cerradas tras de sí y que, por tanto, las tiene todas abiertas en su futura creación. Sus palabras, las que usó para comunicarnos su encuentro con la  presencia  de los kouroi,  su última fascinación, nos explican ese hombre felizmente inacabado, al inicio siempre del libre camino de un principio: "Me vuelvo a encontrar lleno de dudas en medio de un camino desconocido, sin saber dónde me va a conducir pero con el deseo y la ansiedad de continuar, de intentar llegar a alguna parte, de comprender lo que no se sabe. Será que tal vez el hombre de nuestros días no tiene ya la seguridad de su protagonismo y, a pesar de su progreso tecnológico, no está tan convencido de ser la medida y norma de todas las cosas. El gran manipulador de la naturaleza, en su perplejidad, solo y sin respuesta, quizá necesite volver su mirada atrás para apoyarse en aquella totalidad perdida".

Joan Fuster, con quien ha cultivado durante años el arte del diálogo y de la amistad, ha escrito su descripción más concluyente y más esperanzada: "Andreu Alfaro va por otro camino. O quizá mañana salte a otro. ¿Por qué no? El Alfaro actual no sabemos lo que podrá ser, lo que querrá ser, lo que conseguirá ser".