"Maricón
el último"
José Ángel Lozoya Gómez
Miembro del Foro y de la Red de Hombres por la Igualdad
No
sé si es por la proximidad del día del orgullo gay o por la amenaza del
Gobierno contra el matrimonio entre personas del mismo sexo, pero lo
cierto es que me ha dado por pensar en qué medida afecta a los hombres
predominantemente heterosexuales esa forma de discriminación y
violencia de género que es la homofobia. Sin duda lo hace de una forma
más sutil e invisible que contra los "homosexuales", a través de la
imposición de roles, emociones, actitudes y conductas que, de no
asumirse, convierten a los hombres "heterosexuales" en sospechosos de
no serlo.
He
usado las comillas porque tanto la homosexualidad como la
heterosexualidad son construcciones sociales que solo se sostienen como
ficciones pedagógicas, porque ninguna orientación del deseo sexual lo
es sin fisuras y porque la homosexualidad empezó siendo una enfermedad
psiquiátrica, lo que más tarde demostró ser una forma seudocientífica
de homofobia.
Pero
volviendo al cómo nos marcan las exigencias de género y el poco margen
que dejan para la disidencia, recuerdo que aprendimos a rechazar la
homosexualidad antes de saber que tuviera nada que ver con la
sexualidad. El acoso empieza en la escuela, entre los iguales de edad,
contra quienes no se adecuan a las expectativas de género previstas
para los hombres, contra los llorones (afeminados), los prudentes
(cobardes) o los patosos.
Se
trata de un acoso social del que participa el profesorado. Recuerdo el
día en que una profesora de preescolar, generalmente
impasible ante un
nivel de violencia en el aula que nos tenia francamente preocupados, me
llamó porque se extrañaba de que dos alumnos se despidieran todos los
días con un beso en la mejilla, o aquel profesor de primaria que
mostraba su desconcierto a los padres del niño al que no le gustaba
jugar al fútbol ni montar en bicicleta.
Se
trata de mensajes, imposiciones y llamadas de atención homofóbicas, que
demandan una masculinidad —sinónimo de heterosexualidad— construida por
oposición a la feminidad y a la homosexualidad, que se legitima a
través de un reconocimiento social que no admite indicios que la
cuestionen, y así mantener a los hombres permanentemente en guardia,
exigiéndoles que solo sientan atracción sexual por las mujeres.
Buscan,
sin lograrlo, imponer un modelo carente de grises, en el que la
heterosexualidad y la homosexualidad son dos extremos que se exigen en
estado puro, un patrón en el que la bisexualidad solo se entiende como
orientación sexual incompleta o como paso previo al reconocimiento de
una "homosexualidad armarizada". Un molde que exige a unos y a otros
que además de tener clara su condición sexual, además de serlo, lo
parezcan, se les note y no cambien.
Si
aparecen fisuras en la trayectoria de un hetero, no se celebra la
plasticidad del deseo sexual que puede darnos este tipo de sorpresas
aunque sean puntuales, ni se celebra que el buen hombre se anime a
vivirlas, sino que resulta mucho más frecuente pensar que el señor está
saliendo del armario y se buscan antecedentes en su historia que ayuden
a reinterpretarlos para confirmar la hipótesis.
Llevo
desde 1985 participando en grupos de hombres, en los que analizamos la
forma en que hemos sido socializados, y no he conocido a ninguno al que
la homofobia, junto con la violencia y la discriminación de género que
implica, no le haya marcado, limitado y afectado, hasta el punto de que
el movimiento de hombres por la igualdad tiene entre sus principales
objetivos la lucha contra el machismo y contra la homofobia.
No
obstante he de reconocer que en el tiempo transcurrido ha perdido
agresividad el acoso que sufrimos los "degenerados" que dedicamos más
tiempo del habitual a lo domestico, a cuidar a nuestros familiares
dependientes, que defendemos la igualdad entre mujeres y hombres, o que
nos gusta que exista el matrimonio entre las personas del mismo sexo.
Aún hay quien nos ve como calzonazos y traidores a la causa de los
hombres, pero también es cierto que gozamos de más aceptación —que no
prestigio— social, y amenazamos con convertirnos en modelos de
identificación para un número creciente de varones sensibles
y
machistas recuperables.