Los ejércitos pacificadores Por Alberto Piris, general de artillería y analista del Centro de Investigación para la Paz Una religiosa misionera procedente de la región africana de los Grandes Lagos proclamaba hace poco ante las cámaras de televisión, con enérgica voz y endurecido gesto: «Hay que intervenir militarmente ¡ya!». Convencidos en su fuero interno de que no existen soluciones pacíficas con posibilidades de éxito, muchos son los que, como la misionera, piden una urgente intervención militar. Y esto lleva, a la cuestión de qué se puede hacer, utilizando medios militares, para desenmarañar conflictos de esa naturaleza. Este asunto no está resuelto porque estos cataclismos combinados de guerra, hambre, miseria y muerte no afectan a zonas dotadas de valor estratégico ni producen ventajas a «casi» ningún sector de la sociedad desarrollada. (Permítaseme incluir el «casi», porque la venta de armamentos sigue siendo beneficiosa para algunos). Mucha reflexión y mucho esfuerzo práctico se han dedicado a intentar encontrar una fórmula eficaz que conjugue el efecto disuasorio de los ejércitos con la asistencia a poblaciones que mueren por millares. Conviene citar, una vez más, a alguien que realmente sabe algo sobre el uso de los ejércitos: el general Colin Powell, el ex jefe del Estado Mayor estadounidense que condujo y gestionó la guerra del Golfo. Apenas dos años después de concluida ésta escribía lo siguiente: «Los militares reconocemos, mejor que la mayoría de las personas, que no todas las situaciones son claras. Podemos funcionar, y de hecho lo hacemos, en circunstancias inciertas. Pero también reconocemos que la fuerza militar no es siempre la respuesta adecuada. Si se utiliza de modo impreciso, la situación puede empeorar». Todavía no había ocurrido el fracaso humanitario-militar de Somalia, que tan de relieve puso la inadecuación de los medios militares para resolver una compleja situación. Así que está muy bien que los gobiernos, en un rasgo desusado de sentido moral de la política internacional por lo general, manifiesten su decisión de poner fin a la catástrofe zaireña destinando a ello medios militares, sin saber bien todavía cómo usarlos, dónde ni para qué. Bien es verdad que, al proponer tal remedio, se curan en salud manifestando que las operaciones se harán «bajo los auspicios de la ONU», lo que, habida cuenta de la manifiesta incapacidad operativa de la organización internacional, deja la solución bastante en el aire. Y es que en este asunto no es fácil saber lo que hay que hacer. Para tomar un decisión a este respecto hay que seguir una cadena de razonamientos, cuyo punto de arranque es el siguiente: ¿Aceptan los bandos enfrentados una intervención internacional? Si la respuesta es positiva, el primer escollo ha sido salvado. Si no lo es, o si es dudosa lo que suele ser frecuente, dada la volatilidad de las estructuras sociales que luchan entre sí hay que plantearse la guerra, por limitada y poco ortodoxa que pueda ser. Si se plantea, hay que saber contra quién o quiénes, con qué medios y para alcanzar qué objetivos políticos y materiales. Y hay que aceptar bajas, sacrificios y fracasos. El Ejército norteamericano supo de esto en Somalia. Para poder hacer esa guerra, por corta que se prevea, hay que resolver numerosas cuestiones previas: cómo se financia, cómo se estructura la cadena de mandos y responsabilidades, cómo se combinan los intereses políticos de los países intervinientes, qué papel juega la ONU si llega a jugar alguno o las organizaciones regionales (OTAN, UEO, CSCE, OUA, etc.) y, sobre todo, cuáles son las hipótesis más probables y más peligrosas de evolución del conflicto, y proveer los recursos para hacerlas frente. En el caso inicialmente más favorable, que es aquel en el que los bandos enfrentados, por agotamiento o por conveniencias de orden interno, aceptan la intervención humanitaria extranjera, puede ocurrir como en la ex Yugoslavia, que las armas dejen de matar y se inicien contactos para resolver el problema. Cuando hombres, mujeres y niños han estado vagando desesperadamente por el territorio, dejando un rastro de cadáveres y ruinas, esto permite actuar a las organizaciones humanitarias. Pero no es la solución definitiva del conflicto. Es posible que, opinión pública y gobiernos a la vez se tranquilicen y se dediquen a otras cosas, mientras las causas profundas del conflicto permanecen y pueden volver a agravarse y estallar dentro de meses, años o decenios. En Bosnia, acalladas las armas, alimentados los hambrientos y juzgados si es posible los criminales de guerra, subsistirá la limpieza étnica, el revanchismo y los deseos de construir la «gran Serbia» o la «gran Croacia», como semillas de futuros conflictos. A menos que por otros caminos, que nada tienen que ver con las fuerzas militares pacificadoras, no se trabaje, de modo paciente y exhaustivo, para analizar esas raíces profundas de los conflictos que enfrentaron entre sí a los grupos rivales. No hay que olvidar que, en esta acción de reconstrucción de la sociedad tras el conflicto, la ayuda internacional desinteresada es indispensable, porque sin una sólida base económica la inestabilidad social seguirá siendo una espoleta de efecto retardado que reiniciará los enfrentamientos en un futuro no muy lejano. Es importante, y en esto todo el mundo está de acuerdo, que se creen las condiciones para que los proveedores de alimentos, sanidad u otro tipo de auxilio puedan llevar a cabo su labor. Para ello, las fuerzas militares pueden proteger zonas concretas, establecer «refugios», dar seguridad a los itinerarios de paso y garantizar un mínimo de condiciones de alto el fuego. Pero si las partes enfrentadas rechazan la ayuda internacional, la guerra es inevitable. Retirarse entonces, para no sufrir bajas es quizá el peor camino. Pero quedarse a combatir presenta incertidumbres que no todos los gobiernos están decididos a soportar. Mientras no exista una voluntad política clara de que lo que importa es impedir que seres humanos sigan muriendo en cualquier parte, y no sólo acallar la irritación de las opiniones públicas que se mueven a impulsos de lo que los medios de comunicación consideran interesante, el conflicto de Zaire, como antes en Bosnia, Angola, Liberia, y tantos y tantos otros países, seguirá sin solución. Y la ONU, que parece ser más el terreno de enfrentamiento de rivalidades nacionales y de establecimiento de la jerarquía tácita de los Estados que el foro donde se combinen las voluntades solidarias de los pueblos de la tierra, seguirá durmiendo en espera de que alguna vez despierte de verdad.