Caminos de la religión, ateísmo y agnosticismo
EL HORIZONTE DE LAS VERDADES

    La curiosidad nos ha guiado por una senda que conduce, invariablemente, a preguntarnos acerca de nuestros orígenes. Desde un punto de vista objetivo, la posibilidad de la existencia humana como una mera casualidad celular es tan válida como la creencia en un caprichoso Ser Supremo que no puede ser encontrado por ninguna parte. Los humanos somos demasiado perfectos para ser fruto de una mera coincidencia, pero también sobradamente inteligentes para creer en la existencia de un Dios todopoderoso. Esto ha dado lugar a una sociedad mayoritariamente secular, dónde la duda de Dios hace que se presenten tan sólo tres posibles opciones: la religiosidad dogmática, la increencia, y el agnosticismo.
 

Sobre las religiones.

«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no podrán contra ella.»

Mt XVI, 18.

    En el terreno de las religiones poco queda por desmontar. La invención de un dios omnipotente que impasible observa desde su perfección el discurrir de un mundo que tan despreocupadamente ha creado y que, con certeras deficiencias, administra es el primer paso hacia la libertad del pensamiento humano. Es indefectible que la necesidad de fabricar una Verdad y aplicarla al origen del universo indica, indudablemente, la evolución humana: que el origen del mundo y del hombre sea motivo de reflexión muestra que, por fin, ha sido encendido el germinador fuego de la duda y el ansia de investigación. Por ello, no es negable la necesidad de un Dios. Pero es ya motivo de duda la formación de las ulteriores organizaciones que de este Dios obtienen su fruto. Porque toda divinidad da lugar a la creación de una iglesia particular, una propia verdad revelada y una personal adversión al resto de religiones.
    Es irónico el que todos los dioses de las religiones monoteístas se declaren abiertamente como "único dios y creencia válida" y exijan un culto, fundamentado en el miedo a la cólera suprema y a la condenación. Como decía Diderot, "Quitadle el temor del infierno a un cristiano, y le habréis quitado su fe" [1]. Son cultos que asientan sus bases sobre evidencias eternas, no modificables aún cuando se demuestra su falsedad. Esto da lugar a extravagantes contradicciones, cuando el paso de los tiempos no permite que siga en pie algo que debiera estar - por méritos propios - hundido en la más profunda e infranqueable oscuridad. Veamos, por ejemplo, la cómica explicación del pecado original en el catolicismo. Porque el "asunto de la manzana" da para sonreír, si no carcajearse por mera educación: He ahí a dos pobres muchachos, correteando alegremente como su Padre les trajo al mundo, que viven a su libre albedrío en el Edén, gozando en todo momento de la bondad de Dios. Y he ahí también a una pícara serpiente, encarnación del mal, con una roja manzana y muy malas intenciones. En un tercer frente, Él, dedicado a la contemplación del mundo, quien impone a la parejita la prohibición de comerse la apetitosa fruta del árbol de la Ciencia del bien y del mal. Ellos la prueban y Dios se enfada y les expulsa del paraíso. Como cuento, esta bien, y puede que algún día se lo narre a mis nietos. Pero nada más. Pues bien, la Iglesia Cristiana lo ha tomado como dogma hasta un pasado demasiado reciente; porque hoy afirma que la historia es eso, una historia con fondo moral, y nada más pretende. ¿A qué se debe tan súbito cambio de parecer? Sencillo: es labor del hombre sabio reconocer sus errores, y las religiones acumulan varios siglos de ellos. La no admisión de estos yerros como tales da lugar a la aparición de fundamentalismos o integrismos, capaces de hacer uso de cualquier arma - incluidas las de fuego - para defender sus postulados desde la obcecación de quien ya no es tan sólo iluso o ignorante, sino también necio, puesto que ni entiende ni quiere entender.
    Las tan predicadas Verdades tienen su hogar en libros sagrados que suelen escribirse bajo dictado o influencia directa del Ser Supremo de turno. No es posible juzgar hasta que punto la escritura inducida puede ser considerada como algo más que un triste desvarío, o si esta debiera ser admitida como un intento de creación literaria con, quizás, demasiadas pretensiones. Pero lo cierto es que en estos escritos se recoge la moral propia de cada religión; moral buena y correcta en tanto coincida con la ética humana, y errónea en cualquier otro caso. Esta ética particular del teísta está condicionada por el estímulo positivo del ascenso a los cielos, o el cruel castigo de la condena a la privación total de Dios. Que cada mástil aguante su vela.
 

Del ateísmo.

«Puesto que lo que es conocido de Dios es patente entre ellos, ya que Dios lo hizo manifiesto. Así pues, lo invisible de Dios es comprendido por la inteligencia a partir de las cosas creadas.»

Epístolas de San Pablo a los romanos, 19-20

    El ateísmo defiende una postura contraria. O, para ser más correctos, es la no-defensa de la postura anterior. Al menos, eso es lo que cree el ateo. Ciertamente, no conozco actitud más insensata que la de aquel que afirma que todo lo que nos rodea, que las grandes maravillas que disfrutamos y las desgracias que nos flagelan no son sino fruto del azar, de la casualidad, de la nada. Tal vez sea el miedo a reconocer que existe algo que se escapa de los límites de la lógica y la razón, que - en algún lugar perdido en los albores de los tiempos - florece una realidad donde la suma de dos pares no da lugar a un cuarteto. Pues bien, si hemos de suponer que no existe más de lo que es visible, aquello que percibimos a través de los sentidos, ¡qué gran desilusión para el ateo el saber que nuestros ojos no registran sino una mínima parte de la realidad!
    Es necesario aceptar, y no ha lugar a discursión, el hecho de que existe algo eterno de donde todo tiene su origen puesto que, como ya dilucidaron los griegos, "de la nada, nada viene". Este misterioso ser tan sólo puede caracterizarse en dos personalidades: Dios o la materia. Bien, la posibilidad de que exista Alguien que, con suprema sabiduría, creó el sutil engranaje del mecanismo en el que estamos inmersos, me causa alegría, a la vez que un profundo respeto; sin embargo, el pensar en la remota probabilidad de que el mundo, la vida, y nosotros mismos no sea sino el fruto de una azarosa combinación de los pocos cientos de elementos y sustancias con los que hoy juega la ciencia, crea en mí una sensación de absoluto pesar y soledad. Entre ambos estados, creo que sabría cual elegir.
    Y es que no es posible encontrar afirmación atea que permanezca en pie más allá de los límites de lo absurdo. Es merecedor de compasión aquel que intente explicar cómo un cúmulo de casualidades dio lugar al universo, otra casualidad hizo aparecer la Vía Láctea, con un Sistema Solar en ella y un planeta Tierra girando alrededor de la casual llama de un incandescente lucero. Pero, aún si lo consiguiese argumentando fortuitas explosiones de materia que, por supuesto, casualmente se encontraba acumulada en el sitio adecuado en el momento idóneo, es de asistencia psiquiátrica si pretende probar que el azar y la fortuna han dado lugar a la vida, la inteligencia y el amor. Ahora bien, puestos a mantener de forma obstinada la increíble idea de lo casual, pongámosle un nombre. Y, ¿qué mejor nomenclatura para tan afortunadas casualidades que "Dios"? Que así sea.
 

Elogio al agnosticismo o el beneficio de la duda.

«Cuando llegué a la prisión, el guardia de la puerta me puso de excelente humor. Al tomar mis datos me preguntó cual era mi religión, y cuando le respondí que "agnóstico" me pidió que le deletrease la palabra, al tiempo que comentaba con un suspiro: "Bueno, hay muchas religiones, pero supongo que todas adoran al mismo Dios".»

Bertrand Russell. Autobiografía.

    Es imposible e inútil alcanzar una actitud de convicción más allá de la simple duda. Esta es la posición defendida por el agnóstico. Si el creyente se preguntaba acerca de Dios y el ateo negaba su existencia, el agnóstico simplemente afirma que es algo que está más allá de la comprensión humana y que, por ello, no ha de ser motivo de preocupación. En el hipotético caso de que existiera un Ser Supremo, no hay dudas de que este no desea ser conocido, puesto que no da muestras de su existencia. Por tanto, no hay que preocuparse de llegar a Él. Y, por otra parte, si no existiese tal Ser, todas las preguntas acerca de su naturaleza serían ingenuos desvaríos. En ambas situaciones, la mejor forma de mantenerse al margen del ridículo es, simple y llanamente, manifestando la propia ignorancia: "No sólo no sé si existe un dios, sino que ni a Él ni a mí nos importa saberlo".
    La duda - y casi indiferencia - ante todo aquello que tenga relación con la materia de fe es el motor de la evolución cultural humana. Si bien los primeros pasos pasaban por la creencia en un Dios, es necesario emanciparse de estas ataduras para conseguir avanzar en la precipitada carrera humana hacia no se sabe dónde. De no haberse producido la rotura con estas creencias, la sociedad - tal y como la entendemos hoy en día - jamás habría llegado a los límites de desarrollo que ha alcanzado, y que supera en cada jornada. Existiría una ausencia de pensamiento lógico, racional: viviríamos nuestros días en un mundo que, desde el centro del universo, ve como todos los astros giran a su alrededor; en una realidad prefabricada, con una naturaleza completa y sin posibilidad de evolución. Por ello, el ateo decide realizar un corte total y negarlo todo - postura cerrada -, mientras que el agnóstico prefiere apartarlo hacia un lado, volver la vista y seguir su camino: nada niega ni afirma porque, realmente, no sabe si existe aquello que debe ser refutado o confirmado. Los agnósticos defienden que, aún si hubiera pruebas innegables de la existencia de un Ser Supremo, no sería conveniente ser conscientes de ello. Pero, como no se puede negar algo cuya existencia es confirmada, la mejor forma de no llegar a ninguna conclusión es, simplemente, no intentando ir más allá de la duda. De esta forma, evitan tanto el sentimiento de vasallaje por la obediencia y culto a un dios como la sensación de supremo desamparo debida a la ausencia de él.
    Intentar alcanzar la idea de la existencia de un dios equivaldría a relegar la función por la que este nos habría colocado sobre la faz de la Tierra: para ser hombres. Hombres con preocupaciones de hombres, con ideas de hombres, con pasiones de hombres.

Rafael López Diez,
rafael@selene.siscom.es

Las Palmas de Gran Canaria.
Abril 1997.



1. "Otez la crainte de l'enfer à un chrétien, et vous lui ôterez sa croyance", Pensées philosophiques, XVII. [Volver]