LENGUAJE CORPORAL Y DE SIGNOS

Un día cualquiera de un mes cualquiera me sumergí entre la multitud para contemplar una representación teatral. Sin embargo, esta obra no era una obra cualquiera. Algo la hacía diferente. Estaba sentado en la parte alta del anfiteatro, justo en la zona central y el silencio lo envolvía todo. Este silencio era presagio de algo nuevo, algo diferente. A pesar de este silencio abrumador el anfiteatro estaba repleto como lo suele estar en un día de estreno. Sólo firmes movimientos de manos y ciertos murmullos ininteligibles se escapaban de los labios de los asistentes al acto. De repente, se abrió el telón.

Entre bambalinas los actores desfilaron como si de una procesión religiosa se tratara. De repente sonó la música pero lo hizo de una forma pausada, rítmica y melodiosa, pero pausada. Los actores se agruparon en torno al escenario y comenzaron a actuar. Sus cuerpos se agitaban sigilosamente y el lenguaje de los signos se apoderó de la escena. No hablaban. No existía ningún diálogo entre ellos, al menos oral. Era una obra diferente. Al finalizar el primer acto y sobrecogido por la belleza del lenguaje corporal rompí en aplausos aunque contemplé impasible como mis palmas se habían convertido en un aullido ahogado por el silencio de mi entorno. Me había quedado solo. De repente, el resto del público como movido por una fuerza invisible levantó sus manos y agitó sus palmas en señal de aprobación. Fue cuando comprendí que mi acalorado repicar de palmas no tenía ningún sentido; nadie lo podía oír. Se cerró el telón.

Los actores se preparaban para una nueva obra. El vestuario y la decoración habían cambiado por completo. Salieron al escenario y se hablaron con las manos; gesticulaban con ellas. Todo el mundo lo entendió. Todos menos yo. Contemplé admirado y sobrecogido la escena. Cuatro mujeres se desenvolvían de forma admirable en el escenario en torno a una pequeña chimenea con trajes de época. De repente, caí en la cuenta. Representaban la obra magistral, Mujercitas. Los medios eran limitados pero el afán y el tesón se dejaron notar en cada uno de sus gestos, supliendo las carencias. La voz en off me mantenía informado. Comprobé con admiración que esa voz se dirigía únicamente a mí. Trataba de enseñarme el escaso valor de las palabras cuando el cuerpo y las manos se manifiestan con tanta expresividad y con esa carga emocional tan sobrecogedora. Para que hablar cuando el cuerpo se deja llevar. Fin del segundo acto. Se cierra el telón.

De nuevo, las cortinas se abrieron y aparecieron los etéreos personajes del primer acto. En esta ocasión una sucia reja de hierro y una tela negra rodeaban la escena. Unos prisioneros políticos se afanaban por luchar contra la inanición que les había impuesto el régimen. Sus ágiles movimientos y los gestos descarnados manifestaban la lucha del hombre contra el hombre en una situación extrema. La belleza de la representación contrastaba fuertemente con la tenebrosa luz que envolvía la escena. Sobraban las palabras. Su conmovedora expresividad lo decía todo. No me hizo falta la voz en off para comprender la fuerza del lenguaje corporal que impregnaba cada una de sus acciones. La conjunción fue total. Fin del tercer acto. Se cierra el telón. Salí del teatro sobrecogido y maravillado de la belleza plástica del lenguaje corporal y de signos, y comprendí la finitud de aquellos que no podíamos entenderlo con la misma sensibilidad. Todavía hoy recuerdo ese momento con inquietud. Es hora de reflexionar.

* La presente columna de opinión fue publicada en la Revista Colores editada por numerosos medios de prensa regional de nuestro país, en el año 1998-1999.

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