Los viajes interiores

Las bibliotecas burguesas de la Valencia del Ochocientos

                            

                                     Justo Serna y Anaclet Pons 

 

 

Publicado en  Gonzalo Montiel Roig y Elena Martínez García  (eds.), Viajar para saber. Movilidad y comunicación entre universidades europeas. Valencia, PUV, 2004, págs. 267-297.

                                     

                             “Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir (...). Yo afirmo que la Biblioteca es interminable”.

         

                                                                       Jorge Luis Borges, La Biblioteca de Babel

 

 

1. Son numerosas las metáforas con que se ilustra el acto de leer. De todas ellas, algunas se nos han hecho habituales. Reparemos en tres. La primera es aquella según la cual la lectura sería una especie de fármaco, un antídoto o un veneno según los casos, cuyo uso podríamos remontar hasta Platón. Decía Hans Robert Jauss que lo específico de la lectura de la etapa burguesa es la pluralidad de usos que admite el libro, un artefacto material susceptible de ser empleado para la formación o un filtro que a modo de narcótico --añadía-- ampliaría el horizonte de la vida, de nuestra vida. También ha sido común concebir la lectura como traducción, como traducción de voces y de representaciones que no nos pertenecen y que incorporamos a nuestro yo con un traslado que no es ni puede ser copia, con un traslado creativo. George Steiner lo tiene anotado repetidamente y nos lo ha vuelto a confirmar en su último libro. Leer es traducir, es interpretar, es contextualizar y es reaccionar ante la palabra que se nos presta.  La tercera de las imágenes con que se concreta el acto de leer es la metáfora del viaje. Tal vez, uno de los autores que mejor la ha tratado es Michel de Certeau quien, entre otras cosas, concibe al lector como un viajero que transita por tierras ajenas, como un nómada que atraviesa campos que él no ha roturado, haciendo acopio de bienes de los que se servirá para su propio beneficio. Detengámonos, pues, en esta metáfora y veamos por qué ha sido tan recurrente y veamos también hasta qué punto es eficaz para los fines que nos ahora proponemos.

Como se suele admitir, el viaje, la lectura y la historia son tres formas comunes, complementarias, de saber, de averiguar más y mejores cosas, de apreciar lo diferente, de valorar lo extraño, de aventurarse por lo desconocido, de atreverse a conocer. Es más, como añadía Roger Chartier en Escribir las prácticas, ¿acaso no serán una y la misma cosa?, ¿acaso no estaremos hablando de lo mismo? Al fin y al cabo, no es tan difícil admitir esa metáfora; a la postre, hasta es demasiado evidente que la investigación histórica, que consiste principalmente en leer, es una suerte de viaje, de viaje metafórico. Sin embargo, si nos tomamos en serio esa metáfora común, habremos de admitir que dicha observación es incompleta, insatisfactoria e incluso dudosa. Para empezar, ni todos los viajeros emprenden aventuras, ni todos los lectores abandonan su pereza, ni todos los historiadores aceptan lo que ignoran: hay viajeros que son viajantes, viajeros que no ven, hay lectores inconmovibles, que no se mueven, y hay historiadores que se obstinan en lo propio, que toman lo extraño para vilipendiarlo o para confirmar sus rutinas. A pesar de lo dicho por un viejo sabio español, hemos de admitir que no siempre la intolerancia o la incultura arrogante se curan leyendo o viajando.  Cuando de verdad sucede eso entonces es que nos hemos dejado sorprender por las solicitaciones de lo nuevo, empeñándonos, pues,  en un ejercicio de comprensión, indulgente, levemente escéptica. Viajar así dista de ser cómodo porque nos obliga a aceptar la diversidad de las costumbres y maneras conduciéndonos según el modo de cada país y, a la vez, apreciando lo que mancomuna a esa forma de vivir con la propia, apreciando, en suma, la diversidad y la unidad fundamental del género humano. Eso lo aprendimos de Montaigne.

No todos los historiadores profesan su moderado y cabal escepticismo; no todos los historiadores se aventuran en el conocimiento o, mejor, no todos hacen del conocimiento justamente una aventura. Nuestro vicio más común y original, el cargo que se nos puede imputar, es ése: emplear el pasado como forma de reconocimiento. Reconocerse es recobrar una identidad olvidada, perdida o que, por estar increada o averiada, necesita fundamentación, confirmación. Los historiadores se aprestaron desde antiguo a esa complicidad culpable invocando un limo original, y denigrando la hostilidad o la ojeriza de quienes se veían como rivales, esos otros pueblos que tenían tradiciones, costumbres o instituciones amenazantes, incomprensibles, injustificables, viles. Esos historiadores beligerantes son a la historia lo que el turista rutinario es al viaje.  Pero cuando no ha habido rechazo, hostilidad o beligerancia, muchos otros historiadores han solido desentenderse de lo extraño: confortablemente instalados en un muelle etnocentrismo, ignoran aquello que les es vecino pero diferente. Simplemente no ven, como un viajante apresurado. 

          Pero, ¿qué ocurre cuando el historiador ha de enfrentarse a aquello que le es vecino y que cree semejante? Es decir, ¿cómo debemos tratar el pasado de nuestras sociedades o de nuestras ciudades? Decía Nietzsche en Así habló Zaratustra que "entre las cosas más semejantes es ciertamente donde la ilusión miente del modo más bello: pues el abismo más estrecho es el más difícil de saltar". Entre nuestros antepasados y nosotros mismos hay ciertamente un abismo estrecho, hay una semejanza engañosa que nos hace reconocernos inmediatamente y que, por eso, impide el auténtico conocimiento. El viajante apresurado busca la identidad en lo diferente y rechaza aquello que no tiene acomodo en el esquema de lo ya sabido, por lo que asimila el pasado al presente, el progenitor al hijo. El historiador actual que quiera volver sobre el pasado de su ciudad no parece que, en principio, necesite molestarse en conocer lo extraño, por cuanto la localidad a la que regresa, esa localidad pretérita, puede tomarla como el esbozo primario, el plano primitivo, de la urbe por la que hoy transita. Sin embargo, entre aquellas calles y las nuestras, aunque conserven idéntica nomenclatura, hay un abismo, una historia que las ha hecho diferentes, una historia que no las hace inmediatamente evidentes. Tal vez, por eso, el verdadero historiador de hoy no debería resignarse a  reconocer, sino que debería aventurarse a conocer, a descubrir lo que de extraño hay en esa semejanza que se nos impone.  A eso mismo dedicó sus mejores páginas Michel Foucault.

En un sentido similar se expresaba Carlo Ginzburg. Según anotaba en Occhiacci di legno, nos inclinamos por aceptar la distancia como la idea reguladora del trabajo histórico. Hay distancias literales, añade, como por ejemplo la que separa a un occidental de un mandarín chino; pero las hay también metafóricas, aquellas que representan lo extraño, lo que no es obvio, el hiato insuperable que tratamos de acortar. Es a estas últimas a las que nos referimos cuando las concebimos como idea reguladora. Porque, en efecto, no tienen por qué apelar a la geografía, sino que aluden a una cartografía espiritual que no es la nuestra, y que, para mayor paradoja, no es otra cosa que nuestro propio pasado. Como subrayó un célebre historiador norteamericano, el pasado es un país extraño y, como apostillaba Ginzburg, el mejor modo de regresar es asumiendo el "extrañamiento", nuestra condición de transterrados, es decir, aceptando el destierro, poniendo distancia en la presunta obviedad de las cosas que nos llegan.

          Si visitar el pasado propio es como aventurarse en un país extraño,  podríamos imaginar al historiador como si efectivamente de un viajero se tratara. Pero no al modo del turista rutinario o del viajante apresurado, sino como aquel viajero inquisitivo que aspirara a averiguar qué hay de extraño en lo que parece tan semejante. Podríamos imaginarlo también como si de un lector se tratara.  Pero no al modo de un lector perezoso y rutinario, sino como aquel aventurero que aspirara a leer algo que no sabía y que, por tanto, no se abandona al falso sentimiento de familiaridad. Hay muchas maneras de ilustrar ese tipo de viaje o esa forma de lectura. La que nosotros proponemos explorar esas metáforas en un espacio y en un tiempo concretos: la Valencia burguesa de mediados del siglo XIX. Y para ello haremos como si nos adentráramos en una Valencia que no conocemos, en una ciudad que no es la nuestra y de la que sólo restan escasos vestigios, una ciudad antigua, histórica, de cuyo pasado sólo quedan pocos documentos que leer, de cuyo pasado sólo nos llegan unos pocos atisbos que ocultan más que revelan. Robert Darnton,  por ejemplo, hizo algo así con el París popular y burgués del siglo XVIII en aquel célebre libro que llevaba por título La gran matanza de gatos y lo hizo vagando en los archivos y en las bibliotecas. Nosotros también lo hacemos, aunque no para buscar la rareza popular que hoy nos es inexplicable o para aclarar una excentricidad intelectual que entonces fue común y de la que queda huella. Vagamos como él por algunas bibliotecas (en este caso, algunas de las bibliotecas privadas de la Valencia del siglo XIX), pero no para salir de ellas, sino para adentrarnos en lo común, en los gabinetes de lectura, para sentarnos a la escribanía, para acceder a la esfera de la intimidad burguesa, a esa esfera privada que es el origen de la nuestra pero a la que los contemporáneos les hemos dado usos diversos. Vagamos, en concreto, por la casa burguesa para  averiguar en qué consistía justamente una biblioteca, para averiguar cuál es el pequeño abismo nietzscheano que la separa de la nuestra; pero, sobre todo, vagamos para intentar descubrir a sus beneficiarios, a los lectores de aquellos volúmenes.  Con ello, hablaremos de la lectura, pero también de viajes y, finalmente,  de historia.

 


2. Para llegar a una biblioteca y para completar una investigación de historia cultural de esta índole, es preciso que el historiador inicie, en efecto, un viaje, es preciso --como decíamos-- que se calce las botas y se haga viajero y que emprenda un desplazamiento que le lleve de la calle al gabinete de lectura, de lo público a lo privado, del azar del callejero al orden de lo doméstico. Permítasenos una licencia, una que no atente contra lo documentado y que no vulnere lo verosímil. Imaginemos a  un viajero interesado en las bibliotecas y en los libros, un viajero al que seguiremos en sus pesquisas y a quien nosotros, los autores, tutelaremos. Si ese viajero llegara por primera vez a la Valencia de mediados del siglo XIX, aquello que vería inmediatamente sería un recinto amurallado, un bastión, unas tapias, una cintura elíptica, en fin. Podría acceder por cualquiera de sus ocho grandes puertas, por ejemplo por la  de Quart, la entrada occidental de la ciudad, una de las dos en la que desembocaban los carruajes que transportaban pasajeros y mercancías procedentes de Madrid. Aquellos que efectivamente venían  de la Corte o que se habían incorporado a lo largo de su trayecto, acostumbraban a utilizar la diligencia, un viaje incómodo pero regular que arribaba a Valencia prácticamente todos los días de la semana. Si hubiera llegado un miércoles o un sábado, habría concluido su trayecto en la Fonda de la Paz, también llamada de Europa, ubicada junto a la calle Caballeros, la principal y más distinguida arteria de la ciudad. Una vez hospedado, ese viajero quizá podría haber acudido a una de las escasas seis o siete librerías que como tales se anunciaban con el fin de hacerse con un plano topográfico o con alguna guía que le ilustrara acerca de la urbe y de sus cosas memorables, entre ellas esas bibliotecas por las que se interesa.  Muy cerca del mismo lugar en donde se hubiera apeado, podría haber satisfecho esa necesidad: por aquellos años, en la librería que Julián Mariana tenía abierta en la calle Caballeros, habría podido adquirir, en efecto, una guía de la ciudad con la que orientarse, una  de las que el propio Mariana editaba.             

          Hoy en día, el viajero o el turista cuentan también con guías urbanas. Se equivocaría el historiador que identificara el producto actual con aquellos textos del siglo pasado. Es un pequeño abismo, pero abismo al fin, el que separa aquellos libros de los nuestros, tanto por los usos que se le dan como por el contexto que les sirve de soporte. Hoy, ese folleto, que sólo es uno de los medios de una industria cultural creciente como es  la del ocio, la del esparcimiento, debe atraer al lector compitiendo con otros medios y recursos que saturan informativamente nuestra semiosfera. En efecto, hay tal abundancia de noticias, de información y de saber acerca del mundo que el lector debe discriminar entre una oferta editorial oceánica, un lector, además, que es a la vez consumidor de fotografía, de cine y de televisión, un lector, en fin,  para el que la geografía acaba siendo el lugar de un reconocimiento, el lugar en el que confirmar lo que ya se sabe o ya se ha visto.  Por contra, el viajero del siglo pasado contaba con muchos menos recursos impresos o icónicos, y debía confiar su suerte a esos pequeños adminículos que eran las guías o los manuales en los que se le describían y se le detallaban algunos de los espacios urbanos y de las personas que debía conocer para orientarse. En efecto, en el siglo XIX, el género de las guías urbanas era un híbrido de callejero y de guía turística, pero era también y con frecuencia una suerte de who's who puesto que solía incluir el elenco de los que contaban, la relación de vecinos que merecían ser destacados. Se destinaba tanto a los naturales como a los forasteros y, por eso, además de tener una utilidad práctica era un medio de identificación, de relevancia social. 

Una buena guía, por ejemplo, podía empezar ab urbe condita, es decir, con una breve introducción histórica en la que se evocara la fundación de la ciudad y sus gestas más memorables, un relato unas veces documentado y otras fantasioso, como es siempre el relato de los orígenes. A continuación, la guía solía incluir una descripción del callejero, una relación de los cuarteles, barrios, plazas y calles. Inmediatamente después se añadía el repertorio de los edificios eclesiásticos, muy abundantes por aquellas fechas, los centros de instrucción, los hospitales, las oficinas públicas, las cárceles, las tiendas de vara más concurridas, las ferias y los mercados  y, en fin, los edificios más notables. Para acabar, tampoco era extraño que se adjuntara un pequeño plano, generalmente de tosca terminación, en el que señalaran los lugares más representativos de la localidad, ese laberinto urbano de confusa historia y de abarrotada topografía.

Podemos concebir la guía del siguiente modo. En términos abstractos, podemos tomarla como una representación del mundo; podemos, para mayor detalle, verla como una operación similar a la del mapa: o podemos, en fin, tomarla como lo que evidentemente es, como una conversión en texto de un mundo tridimensional, físico. La guía es diégesis, pero no mímesis. No hay copia de algo que no se puede reproducir; es, por el contrario, una descripción selectiva y orientada que pone en orden un material que, en principio,  carece de coherencia global. Veamos, pues, esa idea de representación y veamos también qué hay de texto en la guía, qué hay de conversión de la ciudad en texto.

          Como nos recordaba Roger Chartier, cuando hablamos de representación aludimos a una ausencia y a una presencia. Es decir, representar significa evocar por algún medio un referente externo que, como tal, es irreproducible; pero también designa la presencia de ese soporte, de ese medio, el modo especial y físico en que se ha representado. Pues bien, una guía es una representación en el primer sentido. Esto es, trata de captar una realidad externa, la ciudad, que es evocada siempre de forma parcial, parcial porque sólo se corresponde a una parte del objeto evocado y porque sólo constituye la perspectiva o punto de vista de un único observador. A su vez, una guía también sería representación en el segundo sentido. Es decir, ordena y jerarquiza los  ingredientes que el autor juzga constitutivos del objeto, con lo que contamos con algo distinto, con una presencia nueva, ese soporte material convertido en texto que incluye unas cosas y que expulsa (de la guía/de la ciudad) otras muchas. Lo que queda fuera, una parte fundamental de la vida urbana, puede ser coyuntural, accidental, algo que caduca inmediatamente, pero también quedan fuera  aspectos permanentes de esa ciudad y de sus vecinos, aspectos que se confían a la mirada y a  la oralidad, a las preguntas discretas e indiscretas del viajero. 

          Decíamos antes que una guía puede verse como la conversión de una ciudad en texto, que es un modo particular de esa representación de la que hablábamos. En ese sentido, si bien una guía de entonces y otra de ahora parecen responder a una necesidad semejante, producen textos que no son coincidentes, muestran formas de ver el mundo diversas, propias de diferentes observadores que ven de distinto modo realidades que, a la vez, son muy distantes. Por otro lado, hoy como entonces, lo íntimo y lo estrictamente privado quedan excluidos de su  prosa, y es una parte de lo público, la esfera de lo que no queda reservado al secreto, como diría Simmel, aquello que deviene texto. ¿Y qué ciudad de papel queda representada en la guía? Principal y habitualmente, un mundo jerarquizado en torno a aquellas instituciones que tienen asiento físico en la localidad,  esto es, en torno a aquellas instituciones que encarnan algún tipo de autoridad; pero también un mundo ordenado de acuerdo con los  establecimientos (estancos o libres) de la sociedad civil, del mercado, esto es, de acuerdo con la producción y el consumo. En ocasiones, esos dos mundos, el de la autoridad y el del mercado, pueden tener sus propios textos (manuales de establecimientos, almanaques, guías de autoridades, etcétera), con lo que la simplificación, el énfasis y la información dan perfiles diferentes a una misma ciudad. Ahora bien, aquel viajero que hemos propuesto seguramente se inclinaría por adquirir una guía que incluyera noticia de ambos mundos, una guía como la que hemos descrito idealmente, una guía que, sin embargo, existía. De hecho, algunas de las que publicaba el librero Julián Mariana se ajustaban a nuestro modelo, como por ejemplo la que se tituló Valencia en la mano o sea Manual de forasteros, aparecida en 1852.

          Aunque Mariana no da información acerca de dicha obra, era de dominio público la índole de aquel librito. En realidad se trataba de la reedición de un volumen anónimo, antiguo y más modesto que apareciera en la Imprenta de José Gimeno en 1825, un volumen célebre desde aquel año y que dio origen en la ciudad al género del manual de forasteros. Los naturales contaban con otro tipo de guías, como por ejemplo las que se habían publicado en el setecientos.  Esas otras guías, cuyo privilegio exclusivo de impresión se reservó la Sociedad Económica de Amigos del País, contenían principalmente información perecedera, una información de las cosas mudables, como se decía entonces; esto es, eran guías de autoridades cuya caducidad era consecuencia de las cesantías.  Por contra, aquel viejo manual de 1825 y de expresivo título (Valencia en la mano) proporcionaba noticias estables referidas al callejero, a las oficinas y a los edificios civiles, militares  o eclesiásticos de la localidad. La reedición de 1852, ese texto reciente del que se sirve el viajero, es sensiblemente diferente. No sólo hay las cosas estables, sino que incluye también algunas de las mudables.  Veamos si nos sirve; veamos si el visitante se orienta y si consigue, en este caso y más concretamente, datos referidos a las bibliotecas, puesto que en la obra de 1825 nada se nos dice sobre este ramo.

          Su título describe perfectamente la conversión de la ciudad en texto (Valencia en la mano), precisa el objeto de su información (Manual de forasteros) y da pistas suficientes de la reunión de ambos géneros, el de lo estable y el de lo mudable. Pero además,  se añade un subtítulo prolijo, a la manera arcaica, que es igualmente significativo: "Guía cierta y segura para encontrar las cosas más apreciables y dignas de saberse que hay en ella, sin necesidad de preguntar; contiene además, por medio de apéndice las mejoras introducidas hasta el día, y muchos artículos y noticias interesantes, como se advierte por sola la lectura del índice". Este subtítulo, que reproduce y amplía el de la obra de la que es reedición, es muy preciso. En primer lugar, lo que el manual indica es la verdad de su información, una documentación contrastada que asegura la orientación del viajero; asegura también noticia de lo memorable, sin confiar para ello a la oralidad, que en este género de libros es la prueba de una adecuada concepción y de una buena factura. Por otro lado, el añadido que anuncia, el apéndice, se adjunta al principio sin paginación para dar cuenta precisamente de la actualidad que contiene, de la urgencia que retrata, y que no es otra cosa que el conjunto de mejoras urbanas que están cambiando en aquellas décadas la fisonomía de la ciudad (el ferrocarril, por ejemplo). No es lo mudable en el sentido que habitualmente se le daba (los nombres), sino lo actual, la precipitación del mundo moderno de la que la imprenta sólo da parcial cuenta.

¿Se menciona la existencia de bibliotecas en Valencia? ¿Habla este libro de otros libros? "Hay dos (bibliotecas) en esta ciudad --lee el viajero--, la una en la Universidad literaria, es magnífica, selecta y de muchos volúmenes; la otra no tan rica en el palacio arzobispal". Tan escasa información le deja probablemente insatisfecho. Una ciudad amplia, de abarrotada población, ¿sólo cuenta con dos bibliotecas? La guía precisa que se trata de bibliotecas públicas, es decir, que están efectivamente abiertas a unos lectores que no son propietarios de sus fondos. Pero inmediatamente la pregunta se amplía. ¿Sólo dos públicas? Más aún, si hay comercio de libros, es razonable pensar que haya también bibliotecas privadas a las que vayan a parar las existencias de aquellas seis o siete librerías que consigna la guía. Descontento con una información tan escasa, el visitante regresa al punto de venta, regresa al establecimiento de Julián Mariana,  y busca algún  ejemplar de alguna otra guía que precediera a ese manual de 1852. En este caso, descubre la obra de José Garulo, una obra fechada en 1841 y, por supuesto, también publicada por el mismo librero-impresor. ¿Y qué advierte? Se alude a las mismas bibliotecas, pero, lo más sorprendente, es que el escueto párrafo que las describe lo hace en los mismos términos. Es decir, hay plagio, hay repetición de unas mismas palabras. ¿O es que, acaso, es el mismo autor? Como ha señalado María del Mar Serrano, fue muy común el plagio en este tipo de obras, obras en las que los autores hasta confiesan tomar directamente de otros las palabras que les convienen. En todo caso, tampoco José Garulo añade nada en su guía sobre la existencia de otras colecciones de libros, y las que le precedieron eran aún menos informativas.

          Supongamos, sin embargo,  que aquel viajero que visitó esta ciudad en los años cincuenta y  que no obtuvo gran cosa sobre las bibliotecas y las redes de lectores de la Valencia burguesa, regresara en 1866. ¿Tiene aquel visitante alguna razón para volver? Valencia crece, Valencia cambia y Valencia, en fin, se ensancha. Por las noticias que se han difundido, quizá sepa que, en febrero de 1865 y  con gran pompa, se dio principio al derribo de las murallas, esa cintura elíptica que tuvo que atravesar cuando llegó por primera vez. Además, ahora, si viene como entonces desde Madrid, puede hacerlo en ferrocarril, aunque el precio del billete era ciertamente elevado. Si hubiera hecho una reserva en primera clase, habría debido abonar más de doscientos reales, el doble de lo que suponía un viaje en tercera.

Pues bien, en ese año, en 1866,  José María Settier publicaba en la imprenta de Salvador Martínez su Guía del viajero en Valencia. Si, como en la ocasión anterior, hubiera optado por adquirir un texto de este tipo y finalmente hubiera escogido ésta, habría experimentado cierta sorpresa. Ante todo, su extensión no es común, puesto que la ciudad es representada ahora en cuatrocientas páginas, una cifra muy superior a lo habitual en este tipo de publicaciones. En parte, esta extensión está justificada por una peculiaridad bibliográfica: se trata de una edición bilingüe, en castellano y en francés. Que se presentara en ambos idiomas puede deberse al destinatario al que se dirige y a la personalidad de su autor. Como se sabe, el francés era una suerte de lingua franca de la Europa continental del pasado siglo y sus clases bienestantes lo tomaban como idioma de cultura y de comunicación. Además, la ciudad de Valencia, como otras del Mediterráneo español, tenía una estrecha relación comercial con Francia y contaba con una colonia francófona muy arraigada. Esos datos, ese contexto, podemos tomarlos como las pruebas circunstanciales de una rareza editorial, pero no dan cuenta de la motivación intencional de su autor.

¿Quién era José María Settier? Este apellido no era desconocido en Valencia. José María  era hijo de Baltasar Settier Gobetto, un ciudadano turinés que había llegado a  la ciudad a principios de siglo. La fama local de los Settier se debió a su condición mercantil: inicialmente, desde los años veinte, contaron con una modesta sombrerería. Esta tienda  debió de reportarles grandes beneficios,  dado que en los años cuarenta  abrirían una fábrica de sombreros, que se convertiría en un próspero negocio y  que ocuparía a unas doscientas personas, entre adultos y niñas, fijos y eventuales. Esa prosperidad tendría también su traslado en el ámbito social y político. Baltasar ingresaría en la Sociedad Económica en 1842 y dos de sus hijos, Baltasar y José María, lo harían en 1857. Allí, su presencia fue siempre destacada. El padre llegó a presidir la comisión de industria y José María lograría los empleos de secretario y tesorero de la institución. Además, el apellido Settier fue constante entre los concejales del Ayuntamiento bajo el mandato de la Unión Liberal. Ello no fue óbice para que los hijos trabajaran en el negocio paterno, un negocio cada vez más exigente y de mayor volumen. No obstante, José María fue un hombre de letras. Se graduó en leyes y fue el único de ellos que publicó alguna obra, en concreto una peculiar Guía del viajero en Valencia. ¿Por qué peculiar? Más allá de la personalidad del autor y además de la edición bilingüe, probablemente justificada por la antigua lengua familiar, esa Guía nos proporciona una representación de la ciudad que no  es coincidente con las que fueron habituales en el género de los manuales del viajero.

          Para cualquier viajero de aquel tiempo, la información que ofrecía esta guía era copiosa, con gran detallismo, incluso con noticias más propias de la vida privada de los naturales, algo poco común en Valencia hasta los años sesenta.  De entrada,  el índice era convencional, pero la jerarquía de la información se había modificado sensiblemente. Así,  la información eclesiástica es ahora muy escasa, mientras que lo público, lo civil y lo militar, ocupa la mayor parte de sus cuatrocientas páginas. Además, cobran gran relevancia todos aquellos aspectos que contribuyen a configurar la cultura burguesa: las bellas artes, los centros de instrucción, las sociedades de fomento, los teatros, los jardines y paseos, las diversiones, etcétera. Ahora bien, un elemento muy significativo es que el autor haga hincapié en la existencia de colecciones privadas o expresiones particulares en cada uno de esos ámbitos. Es decir, si habla de pintura o de numismática, por ejemplo, Settier se apresura a indicarle al lector en qué casas  puede encontrar colecciones de gran valor, que incluso rivalizan con las públicas.

Pues bien, la información que Settier da a propósito de las bibliotecas colmaría sin duda las ansias de conocimiento de aquel viajero. Habla de o describe hasta once establecimientos de este tipo, y lo hace recreándose en la descripción, detallando todos y cada uno de los datos de interés e incluso, en ocasiones, demorándose en los títulos de los volúmenes más sobresalientes. Por fin ese visitante descubre que tan populosa ciudad contaba  con un número y con un tipo de bibliotecas acorde con sus necesidades. ¿Cuál era la índole de estos establecimientos? Había de tres tipos. En primer lugar, las bibliotecas tradicionales, es decir, las que estaban asociadas a las instituciones que desde el Antiguo Régimen atesoraban el saber y su transmisión: la Universidad, que contaba con la mayor de todas,  y la iglesia (Arzobispado, Cabildo, Colegio del Patriarca y Seminario). En segundo lugar, y esto es una novedad con respecto a las guías anteriores, Settier da cuenta de aquellas otras bibliotecas pertenecientes a diversas instituciones de la sociedad civil. Así, los libros depositados en la Sociedad Económica, en la Academia de San Carlos, en el  Colegio de Abogados y en el de Notarios, son muestra de la vida urbana, de la variedad de sus necesidades y de la especialización de sus socios. En tercer lugar, el autor proporciona una información muy pormenorizada de las bibliotecas de particulares existentes en la ciudad. En este último caso, las noticias no son sobre un servicio público, con su horario de consulta y con los días de apertura, sino sobre un tesoro privado. Si lo que aquel viajero quería averiguar era la ubicación de las bibliotecas y la personalidad de sus lectores, Settier le ayudaba especialmente.

Detengámonos en esas bibliotecas particulares. Reparar en ellas nos permitirá preguntarnos si su aparición obedece a algún cambio social reciente y si a través de ellas podemos reconocer a sus usuarios.  El viajero descubre, en efecto, que hay dos grandes bibliotecas privadas en la Valencia de aquellas fechas: la de Pedro Salvá y la de Vicente Lassala. De ambas, Settier da una información prolija, describiendo las secciones que las forman, el número de volúmenes que contienen y sus ejemplares más preciados, aunque no nos informa acerca de su origen ni sobre los avatares que llevaron a sus propietarios a reunir esos libros. De Salvá se decía en la guía que tenía "unos 6.000 volúmenes de autores exclusivamente españoles"; de Lassala se añadía que contaba con "más de 14.000 volúmenes". Sin duda, y ateniéndose a la información ofrecida por Settier, el visitante concluiría que la ciudad contaba con dos inmensas bibliotecas particulares, sólo superadas por la de la Universidad, puesto que la del Palacio Arzobispal tendría un  número de títulos inferior al contenido en la de Lassala. Hay que hacer notar, no obstante, que si ese viajero hubiera consultado el célebre Diccionario de Madoz antes de emprender su  viaje, una parte de esa información no le habría resultado extraña. De hecho, salvo los datos referidos a la biblioteca de Lassala, las restantes noticias son las mismas, sobre todo por lo que a Salvá se refiere. Ese visitante, pues, puede sentir una cierta decepción al comprobar nuevamente que el plagio, la reproducción y la pereza informativas son rasgos comunes de los libros de consulta del viajero, que se trata de textos sobre otros textos que, a su vez, leen o copian otros textos. ¿Qué más podría averiguar ese visitante por el hecho de estar allí, por el hecho de estar presente? A no ser  que contara con amigos bien relacionados en la ciudad o que viniera bien recomendado, hasta el punto de lograr un permiso para visitar una o ambas bibliotecas, eso es todo lo que conseguiría conocer. Y eso es todo lo que es de suponer que consiguiera puesto que ese tipo de permiso, ese billete que permite franquear una propiedad privada, sólo se concedía, según añade Settier, a la parte exterior de lo privado, es decir, a su parte más vistosa y pública, como por ejemplo los jardines o las casas de recreo.

Por tanto, de regreso a Madrid, probablemente decepcionado por lo infructuoso de sus pesquisas, este viajero se hiciera un sinfín de preguntas, preguntas que, por estar allí, por haber visitado el escenario, no podría responder: ¿cómo eran esas bibliotecas? ¿quiénes eran sus propietarios? ¿había otras? ¿cómo leían? Que las incógnitas quedaran sin aclarar, no debe resultarnos extraño. Como sabemos desde Stendhal o Tolstoi y como, por otra parte, nos ha recordado Isaiah Berlin, la presencia en el lugar de los hechos no garantiza el conocimiento, puesto que errar por el campo de batalla no nos permite saber cómo se enfrentan los contendientes, cuál es la razón última del conflicto ni, en último término, cuáles son la conclusión y consecuencias de una guerra que es oscura, indescifrable para el soldado. Ver no es comprender, y nuestro viajero y lector, dotado de las mejores guías e instalado allí, no consigue averiguar gran cosa, y lo poco que obtiene es más una fuente de interrogantes que una respuesta a su sed de saber. De haber contado con un informante, al modo de los antropólogos de nuestro siglo, quizá habría podido reunir algún dato más, pero tampoco habría ido mucho más lejos, puesto que Valencia no era una tribu que pudiera ser desentrañada por la información oral de un avispado nativo. Así pues, ha llegado el momento de abandonar a nuestro viajero, ha llegado el momento de convertir lo metafórico (el viaje) en asunto real. Y lo real en este caso es el viaje ontológicamente imposible de dos historiadores que ya no están allí.

 


3. Regresamos, en efecto, al siglo XX, regresamos precipitadamente y, de entrada, tenemos la misma facilidad o dificultad que tuvo que arrostrar aquel viajero. Se conservan documentos e incluso  libros de aquellas dos familias, pero, como entonces, acceder a tal información, una información que no es pública, depende del permiso de sus actuales propietarios. Sin embargo, justamente por no estar allí, por no ser testigos de aquel tiempo, tenemos algunas ventajas frente a aquel viajero. La principal de ellas son los más de cien años transcurridos, una distancia que permite añadir documentos y que, entre otras cosas, nos permite consultar otras fuentes, leer de otro modo. Por tanto, ya no somos tan dependientes del arbitrio de los personajes históricos. Pues bien, el mejor modo de averiguar la índole de aquellas dos bibliotecas y la personalidad de sus propietarios es hacerlo a través de los protocolos notariales. En otra parte, en "La escritura y la vida", ya nos hemos extendido sobre este tipo de documentación, sobre el papel del notariado, sobre las noticias que puede proporcionarnos y sobre el proceso de reconstrucción informativa a que nos obliga esta fuente. El lector de una escritura sólo es, en principio, el destinatario interesado en el contrato que se protocoliza. Es, por decirlo con Umberto Eco, su lector modelo, lo incorpora y, por su propio interés, lo convierte en garante de las instrucciones de descodificación. Con esas instrucciones y con esas cláusulas se evitan las descodificaciones aberrantes y las malas interpretaciones. En efecto, no podrá hacerse uso arbitrario de sus contenidos precisamente por ser un contrato y, por tanto, por ser su prosa aseverativa, apodíctica.

Ahora bien, cuando los historiadores posteriores leen una escritura de la que en principio están excluidos, por la que no tienen ningún interés material, su acto de lectura es sensiblemente diferente.  Ese instrumento notarial, el protocolo, añade una tras otra escrituras diversas, de otorgantes distintos y con un orden azaroso, azaroso en el sentido de que el escribano no impone una jerarquía general que clasifique de mayor a menor aquellos contratos. En efecto,  los actos quedan protocolizados de acuerdo con el caos que es la propia existencia, de acuerdo con la vida y con la muerte, de acuerdo con la cronología y con los embates que nos inflige la naturaleza. Por eso, la tarea de lectura notarial que el historiador se impone tiene algo de exhumación, en virtud de la cual devolvemos a la vida lo que estaba inerte. En el cementerio, más allá del evidente hacinamiento y del caos obvio, podemos hallar la racionalidad de aquel desorden, la jerarquía de los muertos, las calles en las que yacen, más o menos importantes, la cercanía o la lejanía del centro espacial y simbólico que es la capilla. En cambio, en el protocolo no hay centro, hay selección y discriminación sociales (unos están y otros no), hay sucesión, yuxtaposición, adición. Eso hace que dicha lectura histórica como exhumación sea siempre costosa, una especie de viaje metafórico y errabundo, con pocos datos, efectivamente basado en la fortuna del azar, sin guías  de forasteros que nos orienten, y, por eso, resuelto de manera intuitiva, poniendo en relación noticias y evidencias a partir de sospechas, de atisbos y de indicios mínimos.       

         

          4. Pues bien, ¿qué es lo que hemos podido saber de libros y bibliotecas, de propietarios y de lecturas, a través de las escrituras protocolizadas? En primer lugar, la consulta exhaustiva de esos documentos nos permite despejar una de las dudas del viajero. Esas dos grandes bibliotecas no eran en absoluto representativas de la comunidad de lectores que pudiera darse en la Valencia de aquellas fechas, y no lo eran en principio por el modo en que fueron reunidos aquellos fondos. En el caso de Salvá, su biblioteca no es la de un lector común, sino la de un antiguo y afamado vendedor de libros, un librero e impresor que ejerció su profesión en Valencia y en el exilio, en Londres y en París. Salvá fue un liberal exaltado que además acabó siendo un reconocido bibliófilo, el propietario de una rica y valiosísima colección que finalmente instaló en su domicilio de la calle de la Nave, muy cercano a la Universidad. Su vida es sobradamente conocida, en parte gracias a la evocación familiar de una de sus descendientes, la que escribiera Carola Reig Salvá; y de su biblioteca se conserva el catálogo que él inició, su hijo completó y sus nietos editaron en 1872, una de las joyas de la bibliofilia española.  En todo caso, conviene detenerse en dos aspectos. Por un lado, la centralidad que este personaje tuvo en las redes familiares de la burguesía local, lo que le convierte en un lector burgués, aunque no sea el burgués-tipo de lector. Más que Vicente Salvá, que falleció en 1849, poco después de haber regresado del exilio, fue uno de sus hijos, Pedro Salvá Mallén, quien más contribuyó a difundir la memoria de su padre y a celebrar su condición de bibliófilo. Además,  probablemente pudo desempeñar  una tarea de difusión del libro y la lectura, al menos dentro de sus círculos más próximos, los círculos de la alta burguesía local. Por otro lado, el catálogo de la biblioteca, nutrida con lo que ellos editaban o compraban, con los fondos adquiridos a su cuñado Pedro J. Mallén en 1835 y, en suma, con los volúmenes traídos de París, nos da una cifra distinta de la que las guías pregonaban: éstas  dan cantidades que, según los casos, oscilan entre los seis y los ocho mil volúmenes, mientras que el catálogo finalmente editado recoge sólo cuatro mil setenta libros.

Esa disparidad no se da sólo en el ejemplo de Salvá, sino que se repite nuevamente en la colección de Lassala, pues mientras las guías, como es el caso de la de Settier, anuncian más de catorce mil ejemplares, lo contenido era mucho menor. De hecho, el inventario realizado en 1850 anota siete mil setecientas noventa y cuatro obras, la misma cifra que los peritos libreros habían registrado ya en 1832. Que esa cantidad  de libro no se modifique nos indica, de entrada, que en el caso de Lassala no estaríamos ante un bibliófilo como Salvá, ante un cazador de piezas únicas. Vicente Lassala de Santiago Palomares era conocido por aquel entonces por su intensa actividad pública, por los empleos que desempeñara al frente de diversas corporaciones ciudadanas (la dirección de la Sociedad Económica de Amigos del País, de Sociedad Valenciana de Agricultura), así como por sus cargos políticos en el Ayuntamiento y en otras instituciones.  Militar de profesión, llegó a alcanzar los grados de teniente coronel de Infantería y capitán de Ingenieros, además de reunir distintas propiedades rústicas y urbanas que lo convirtieron en un distinguido hacendado.  


Estas actividades profesionales no le aproximaban, en principio, al mundo del libro, aunque sí su condición de polígrafo, de colaborador habitual de revistas y periódicos, de redactor de memorias y de informes, etcétera. Porque, en efecto, Vicente Lassala frecuentó la prensa, publicó folletos de los más variados temas, aunque, bien es verdad, siempre con la agricultura, su explotación y sus innovaciones como objetos dominantes de su prosa. Tan prolífico fue y tan activo se mostró en la mejora de la propiedad agraria, que Rafael Janini lo inmortalizó años después, en 1923, como uno de los Principales impulsores y defensores de la riqueza agrícola y ganadera valenciana. El ejemplo y la tradición que le llegaban de sus ancestros también pudieron hacer de él un lector. Su bisabuelo, Bernardo Lassala Vergés, había sido señor de Prechac, en el principado francés de Bearne, y abad laico con asiento en Cortes, aunque, como nos recuerda Ricardo Franch, su instalación en la Valencia del setecientos le permitió convertirse en un importantísimo hombre de negocios . Su tío-abuelo, Manuel Lassala Sangermán, nacido ya en Valencia en 1738, fue un destacado jesuita, uno de los literatos valencianos del setecientos más importantes, como ha puesto de relieve Joaquín Espinosa. Desde esta perspectiva, cabría esperar que ese rico fondo bibliográfico procediera de una herencia familiar. Y así era, pero no de los Lassala, sino de los Camps, el linaje de su mujer. Esos libros, esos más de siete mil libros, habían pertenecido a José Camps, el tío carnal de la esposa de Lassala. Los Camps a los que nos referimos, José y Pascual, formaban parte de una dinastía sedera de larga tradición, una tradición mercantil que ambos hermanos mantuvieron inicialmente. Por razones que desconocemos, y que el azar notarial no nos ha revelado, esa tradición comenzó a agostarse y sólo Pascual, el suegro de Vicente Lassala, continuaría dedicándose al comercio, a la seda y a otros ramos del textil,  hasta el momento mismo de su muerte. Por su parte, José Camps, que falleció en 1832 sin descendientes, no conservaba al final de su vida rastro alguno de su pasado mercantil.  En efecto, su inventario es un compendio de libros, esculturas, alhajas, grabados y pinturas, además de tierras e inmuebles. Esa herencia --con los mismos volúmenes, guardados en los mismos armarios y depositados en las mismas salas-- fue la que constituía la colección que los Lassala acabaron poseyendo a mediados del ochocientos.

Como indicábamos, la manera en la que Salvá y Lassala reunieron esas grandes colecciones de libros impide considerarlos lectores-tipo, lectores característicos de la Valencia burguesa. Esos fondos estaban clasificados en diferentes secciones (doce y diez respectivamente) que incluían todo tipo de materias, el saber universal al que pudiera aspirarse en la época. Desde los clásicos de la literatura a las humanidades, pasando por las obras piadosas, obras que no podían faltar en la biblioteca del burgués, estos volúmenes reunían tradición y modernidad, conocimientos antiguos y saberes aplicados. Por contraste con otros casos que pudieran darse en la Valencia de aquellas fechas, las bibliotecas de Salvá y Lassala eran excepcionales en su contenido y en su formación. Si a aquel viajero que llegó a esta ciudad buscando libros se le hubiera franqueado el paso y hubiera podido acceder a una de estas colecciones, quizá su impresión habría sido la de estar frente a un mundo abarrotado de papel. Así, por ejemplo, los más de ochenta armarios que, dispuestos en nueve distintas piezas, contenían los libros de Lassala quizá le hubieran provocado una impresión parecida a la que describiera Borges, la de estar frente a una biblioteca interminable, aquella biblioteca de Babel infinita, ilimitada, frente a aquella biblioteca de galerías simétricas que otros llaman el universo. Esa misma desmesura impide también considerar a Lassala y a Salvá como lectores característicos de aquel tiempo y de aquella ciudad. Y es por eso por lo que las guías los mencionan, por no ser comunes, por su propia excepcionalidad.

¿Y qué sería un lector común, o mejor, qué sería lo común en la casa de un burgués? Esto último, la existencia o no de libros y de gabinetes de lectura, es algo que sólo puede exhumarse, y no siempre, gracias a los protocolos notariales. Cuando hay libros y se consignan en las escrituras, en ese caso el historiador los encontrará en los inventarios post mortem o en las particiones patrimoniales, y eso ocurre cuando esos ejemplares tienen o un valor material o un valor simbólico. En ese sentido,  el número de individuos que consigna este tipo de bienes es escaso, apenas una decena de un total de treinta propietarios, comerciantes e industriales que constituyen la elite de la Valencia burguesa, de acuerdo con el cómputo que establecimos en La ciudad extensa. No evaluaremos ahora si ese tercio es o no representativo, puesto que depende de la fuente notarial. En todo caso, ese tercio es un porcentaje que dobla las cifras que ofrecieron Franch y Lamarca para las bibliotecas de comerciantes en el siglo XVIII.  Ahora bien, lo que más nos interesa es su significado.

          Para un burgués, disponer de un gabinete de lectura o de una sala de biblioteca servía para acrecentar un prestigio que se había adquirido en su forma material. En este sentido, como sabemos, los ejemplos que solían repetir las guías eran los de Salvá y Lassala. Sin embargo, al margen de estos casos extremos, la presencia de obras literarias de diverso género no era del todo extraña en la casa del burgués. ¿Qué es lo que se observa, pues, en esos fondos? Ante todo, cabe decir que se da un reparto relativamente equilibrado entre las distintas materias o géneros que componen estas bibliotecas particulares. Ahora bien, suele ser bastante común que sean las obras de tema religioso las que predominen: vidas de santos, la Biblia ‑‑incluso la Vulgata en el caso del comerciante Santiago García‑‑, y manuales de moral religiosa, principalmente. También, los libros de tipo histórico‑político suelen dominar en los estantes de la clase acomodada. En este apartado, podemos distinguir tres grandes bloques: por un lado, los diccionarios o compendios de tipo histórico, donde, sin duda, el texto dominante es la célebre obra de Pascual Madoz; por otro, las diversas historias de España, esa historias generales debidas a la pluma del Padre Mariana, de Modesto Lafuente o del Conde de Toreno; finalmente, las historias de otros países, en donde lo común es la crónica referida a Francia, y sobre todo la historia de la revolución francesa de Thiers.

          Otro gran apartado  bajo el cual adscribir los libros consignados en los inventarios es el de la literatura. En este sentido, tanto la clásica como la más contemporánea se distribuyen casi por igual. Por lo que se refiere a la primera, la obra más citada es, por supuesto, Don Quijote y, junto a ésta, Las aventuras de Telémaco, texto que también gozó de gran difusión en otros lugares de Europa. Por lo  que respecta a la literatura de los siglos XVIII y XIX, los burgueses valencianos suelen poseer obras preferentemente francesas de autores de éxito: Chateaubriand, Victor Hugo, Dumas y Eugéne Sue.

         En esto como en tantas otras cosas, los burgueses valencianos no diferían en sus lecturas de lo que constituía la práctica habitual en el resto de Europa. Este hecho, además, queda plenamente corroborado si analizamos las distintas ediciones que en los años cuarenta realizaba la revista El Fénix, principal publicación literaria de la ciudad y que podremos encontrar también en las bibliotecas burguesas. Efectivamente, tanto en su colección "Biblioteca del Fénix", como en la de "Mil y una novelas", predominan estos autores y otros de similar orientación literaria. Esta revista remitía a sus suscriptores las sucesivas entregas de estas ediciones, cada una de las cuales constaba de sesenta y cuatro páginas "en 4 pliegos en elegante octavo mayor". Es más: la noción de actualidad literaria está presente entre sus páginas, y periódicamente se anunciaba la publicación de "las mejores y más recientes novelas de Dumas, Soulié, Sue, Paul de Cook (Kock) y demás célebres romancistas" como se puede leer en el número correspondiente al ocho de diciembre de 1844. Con ello, se divulgaban en Valencia los modelos literarios de la novela por entregas.

         Dentro, pues, de toda esta producción de éxito en Valencia, cabría destacar dos hechos. Por un lado, la resonancia lógica de Los misterios de París. Efectivamente, la traducción y adaptación al teatro de esta obra y de otras parecidas marcaron el inicio de lo que podemos denominar el triunfo del melodrama social. Este género ‑‑y particularmente la obra de Sue‑‑ experimentó un rotundo éxito de público. Tanto es así que, como es sabido, Marx se ocuparía de revelar la coartada populista que encerraba esta literatura presuntamente crítica. Los capítulos V y VIII de La sagrada familia son al respecto una obra de demolición ética de la patraña moral que Sue nos legó en Rodolphe, en Fleur de Marie y en los restantes personajes de Les Mystères de Paris. En España, la repercusión de aquellos modelos melodramáticos fue también notable. Así, a partir de los años cuarenta empezarían a editarse distintas secuelas de aquel modelo ya en sí mismo degradado, desde Los misterios de Madrid (1845) hasta Los misterios de Barcelona. Siguiendo esa misma tendencia, El Fénix anunció el 2 de enero de 1848 la aparición de la primera entrega de Los misterios de Valencia. Con todo, al parecer, la escasa calidad de esta última obra aconsejó la suspensión de su publicación, como así se anunció una semana después.

         Por otro lado, dentro de esta producción, resultaban igualmente lógicas la edición y la presencia en el seno de las bibliotecas burguesas de otra obra singular como fue Las aventuras de Telémaco. Este libro, cuya publicación fue anunciada en El Fénix el 2 de febrero de 1845, reviste una serie de características que avalan el interés que despertó. Como se sabe, la obra de Fénelon era considerada como un clásico por distintos motivos. Sin embargo, eso mismo no justificaba, en principio, su vigencia entre los lectores burgueses. En primer lugar, aquello que podía motivar su lectura en versión original era el hecho de que fuera empleada desde tiempo atrás como el texto óptimo para iniciarse en el conocimiento de la lengua francesa. Pero, en segundo término, y probablemente aún más importante, el éxito que esta obra registró se debía a su carácter de novela pedagógica. En efecto, el objeto para el que Fénelon escribió dicho texto fue el de instruir al duque de Borgoña, apelando a la simbología de la antigüedad clásica. No existía, pues, libro mejor para poder ilustrar al joven burgués ofreciéndole un auténtico tratado contra las pasiones. Asumiendo la tradición cultural clásica, las aventuras del hijo de Ulises ofrecen el marco adecuado para enseñar a los jóvenes burgueses cuál debía ser su actitud ante determinados aspectos de la vida. Así es, como le indicara repetidamente Mentor a Telémaco, la prudencia, la previsión y sostener la reputación del padre eran las empresas que todo joven debía asumir como propias por encima del afán por independizarse. En este caso, el modelo de Telémaco era preferible al de su padre: Ulises es la encarnación misma de la prudencia madura; su hijo es, por el contrario, el joven susceptible de ser cegado por la pasión, pero de la que logrará desembarazarse yendo por el camino recto de la prudencia. 

Evidentemente, no tiene por qué pensarse que todas las familias acomodadas poseyeran estos libros ni que los leyeran. Significa que algunas de ellas, una escasa decena de apellidos ilustres, sí que los tenían en sus anaqueles. Entre aquéllos, hay un caso que merece especial atención, el de una de las hijas del comerciante y financiero Pedro Enríquez Rodríguez, por lo que de lectora burguesa pueda tener. Dolores Enríquez, si hemos de atender a la información que nos proporciona su inventario, poseía abundante literatura contemporánea, preferentemente francesa. En su biblioteca, en la que no faltan las vidas ejemplares de mujeres de la historia, aparecen obras como El conde de Montecristo, El collar de la reina, Gran artista, gran señora, o Los misterios de Londres. En definitiva, era ésta una literatura que no difería excesivamente de la que el propio Flaubert hizo devorar con fruición a Madame Bovary en su juventud o de la que leyera la heroína de En la jaula, de Henry James.

         En el caso de Dolores Enríquez, lo que más sorprende es la presencia de Las mil y una noches, libro que jamás figura entre los restantes inventarios y que, con toda seguridad, no debió de ser una lectura recomendable ni edificante entre las distinguidas señoritas de la buena sociedad. Ahora bien, como se sabe, el propio Stendhal refería en Rojo y negro hasta qué punto llegó a ser habitual que las jovencitas de buena familia necesitaran "que la lectura ofreciera algo picante para interesarse por una novela". Muy expresivamente, en la célebre Historia de la vida privada de Ariès y Duby, a estos libros de dudosa moralidad se les denomina como  literatura del último estante, aquella cuya visión se ocultaba. En cambio, no sorprende por igual que Dolores Enríquez poseyera la clásica obra de Defoe, Robinson Crusoe, el manual de la robinsonada burguesa, en palabras de Marx. Sin embargo, tampoco es éste un texto usual entre las familias acomodadas de Valencia, como en general tampoco lo es la literatura inglesa. Porque, si repasamos los inventarios, se observa que el único idioma extranjero en el que aparecen obras de lectura de los burgueses es el francés. En efecto, la existencia de gramáticas y diccionarios atestigua que, a excepción del castellano, esta lengua era la preferida entre las familias acomodadas.

         El resto de las obras que podemos encontrar en las mencionadas bibliotecas se reparten entre diversas materias: revistas periódicas ‑‑sobre todo valencianas, como El Fénix y el Boletín Enciclopédico de la Sociedad Económica‑‑; derecho ‑‑el Código de comercio o los prontuarios, como el de sucesiones y contratos‑‑; geografía; memorias ‑‑género éste, como se sabe, tan preciado en el siglo XIX‑‑; agricultura ‑‑con la repetida obra de Borrull sobre los canales de riego‑‑; ciencias naturales, exactas y aplicadas ‑‑con libros sobre farmacología o sobre autodiagnóstico médico‑‑; economía y comercio; y, finalmente, las guías de forasteros.

         Pese a que podamos encuadrar bajo aquellos epígrafes algunas obras características de su profesión, lo que destaca, sin embargo, es la escasa relación de libros referentes a materias tan ligadas a la actividad mercantil como el derecho, la economía o el comercio. Tampoco aparecen demasiadas revistas técnicas que traten de estas últimas disciplinas. Es decir, lo contrario de lo que ocurría en el siglo XVIII, a juzgar por las conclusiones a las que llegan Franch y Lamarca. Esta nueva composición  puede obedecer a diversas razones. En primer término, es reveladora de una sociabilidad externa que se completa en las bibliotecas de las grandes corporaciones ciudadanas, como lo fueron, entre otras, la propia Sociedad Económica, la Junta de Comercio o, posteriormente, la Sociedad Valenciana de Agricultura. En segundo lugar, las faltas que observamos en las bibliotecas privadas, al menos de acuerdo con la información que nos dan los inventarios post mortem, se subsanan con los libros que los mismos burgueses disponen en las sedes de sus compañías de comercio e, incluso, en las alquerías, masías o casas de recreo desde donde fiscalizan sus propiedades agrarias.

 

5. ¿Qué se infiere de lo dicho? Que los protocolos notariales son, en realidad, una fuente de informaciones privadas, pero una fuente muy pobre, al fin, para averiguar y desentrañar los modos posible de lectura. Por una parte, como las propias guías de forasteros sugieren, hay bibliotecas de instituciones que quizá tuvieran mayor importancia que los fondos particulares depositados en cualquiera de las casas burguesas. Sin duda, las salas de lectura de la Sociedad Económica o del Liceo Valenciano, por ejemplo, acogerían a un nutrido grupo de burgueses y pondrían a su disposición un variado repertorio de libros. Por otra parte, más allá de los volúmenes encuardernados, existía el mundo de la prensa periódica y de los folletines por entregas. En efecto, una parte importante de la literatura decimonónica apareció y triunfó bajo este formato, un formato al alcance de las clases menesterosas y propietarias.

Sin embargo, el historiador que quiera averiguar cómo se leía o qué se leía efectivamente poco puede hallar en los protocolos notariales, en los periódicos o en las bibliotecas que entonces existían. Y, además, aunque se averigüe qué se leía, no podremos saber con precisión de qué modo se actualizaba el libro, de qué modo el artefacto material se convertía en libro. La pragmática de la lectura es uno de los dominios más prometedores de la historia cultural, pero las fuentes son escasas, y además, como nos advertía Borges, los libros acaban dependiendo menos del género al que pertenecen que del modo en que finalmente son leídos. En todo caso, lo que sí que podemos hacer es, sobre la base de esas bibliotecas que efectivamente conocemos, imaginar qué y cómo leían, aventurar conjeturas razonables o fundadas. Podemos suponer, por ejemplo, que Dolores Enriquez leyó Las mil y una noches, puesto que la rareza del volumen así parece justificarlo. ¿Pero hizo de él una lectura lúbrica, licenciosa?

          Las preguntas acerca de cómo leían los contemporáneos de Dolores Enríquez son siempre difíciles de responder e incluso de imaginar,  puesto que deberíamos tener en cuenta tanto las instrucciones que incorpora un libro (su lector-modelo, en palabras de Eco) como el horizonte de expectativas, la experiencia y la cultura, que aplica el lector empírico, el lector real. Un ejemplo sobresaliente y apropiado es el de Los misterios de París. Como señala Umberto Eco en Lector in fabula, este folletín fue escrito desde la perspectiva de un dandi que quería contar a su público culto los excitantes avatares de una miseria dotada de pintoresquismo. Sin embargo, por ser una novela de entregas, su autor pudo advirtió pronto que una parte importante de sus destinatarios eran los propios obreros y los menesterosos sobre los que fantaseaba, y ese descubrimiento le llevó a adaptar al relato a las demandas reales o supuestas de sus imprevistos receptores. Ahora bien, estos grupos sociales no entendieron la obra según las instrucciones primeras, originales, de Sue, incluso las vulneraron, con lo que la confusión de descodificaciones fue notable. ¿Cómo leyeron los burgueses valencianos ese libro de Sue?

En realidad, los protocolos sólo registran libros y de una lista de ejemplares no podemos averiguar el modo de su lectura. Es decir, puede que los burgueses adquirieran Los misterios de París por la justa fama de la que estaba aureolado o porque éste y otros libros formaran parte de la moda de los "romancistas" de París, pero puede ser también que ni siquiera lo leyeran. Lo que sí que sabemos es que los volúmenes justipreciados en los inventarios tenían un valor, un valor material, puesto que así se reconocía y como tal pasaba a los herederos; y un valor simbólico, y no por otra razón las guías empezaban a proclamar las bondades de las grandes colecciones. Por tanto, es asimismo probable que los burgueses emplearan los libros para otros fines diferentes de la estricta lectura, como la ostentación. Igual que era de buen tono mostrar la calidad personal y familiar con muebles u obras de arte,  bibliotecas como las de Salvá y Lassala creaban el gusto burgués por los libros y por el confort de los gabinetes de lectura, lugares que podían acoger al visitante y situarle en un espacio reconocible.

          Ese espacio acotado era, sin embargo, un lugar sin límites, una sala sin muros. En el caso de que el libro no fuera sólo objeto de ostentación y, por tanto, en el caso de que aquel artefacto material se convirtiera efectivamente en libro, la lectura devenía un viaje tanto para el lector real, aquel que hace propias las experiencias ajenas, como para el visitante, aquel para el que los libros no leídos son sólo promesas de formación o de evasión. Decía Javier Echeverría que la biblioteca privada fue la primera experiencia de cosmopolitismo en la que se aventuraron los occidentales. La lectura, justamente, llevaba ese cosmopolitismo al interior de uno mismo, al interior de un lector. El lector es, en efecto, el artífice de una operación de relleno, es el que completa el significado de esos significantes que son los libros, el que completa los espacios vacíos, el que amuebla esa biblioteca vacía. Pero, como anotaba Wolfgang Iser,  texto y lector no están frente a frente, no es la suya una escisión exterior, sino que el hiato que se da entre sujeto y objeto se incorpora dentro del propio lector. "Si éste piensa los pensamientos de otro, sale temporalmente de sus disposiciones individuales, pues --como concluía Iser-- acaba ocupándose de algo que, hasta ese momento, no se encontraba, al menos de esa forma, en el horizonte de su experiencia". Es decir, es un viaje interior. Pero de ese viaje, de cómo lo llevaron a cabo aquellos burgueses valencianos del siglo pasado, nada sabemos. No sabemos, en efecto, si aquellos tenderos se aventuraron, si viajaron como viajantes o simplemente como tenderos. Regresamos, pues, derrotados al punto de partida.

 

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