LA
METAFÍSICA |
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A lo largo de estas páginas hemos imaginado muchas
opciones
metafísicas. Esto nunca nos ha alejado de nuestro
propósito original, que siempre ha sido el de realizar
una
crítica de la
razón
pura, es decir, el de determinar
qué podemos afirmar sobre el mundo exclusivamente dentro
del
marco de comprensión que nos proporciona la razón,
y
denunciar como dogmático cualquier intento de sobrepasar
este
marco. Por ello, todas nuestras especulaciones
metafísicas han
de entenderse con una finalidad puramente negativa, en un
sentido que
ya hemos explicado varias veces: cualquier afirmación que
podamos reconocer como
metafísica, es decir, que, aunque admitamos que es
racionalmente
indemostrable, también hayamos de admitir que es
racionalmente
irrefutable, nos aporta un argumento racional en virtud del cual
podemos asegurar que cualquier otra afirmación que niegue
la que
estamos considerando será igualmente metafísica, e
identificará como dogmático a cualquiera que, pese
a
ello, se obstine en presentarla como racional.
La doctrina filosófica que, siguiendo esencialmente a
Kant,
hemos venido defendiendo aquí (sin entrar en ninguna
metafísica) se conoce como idealismo
trascendental, porque considera que poseemos un
conocimiento
objetivo de una
realidad, si bien, dicha realidad sólo puede ser
entendida,
dentro de los límites de la razón pura (es decir,
sin
caer en el dogmatismo), como una teoría formal que
eventualmente
podría describir (o no) una hipotética realidad
trascendente. Así, el mundo es ideal, y es objetivo en el
sentido débil de que puedo decir que el mundo que
conozco yo es el mismo mundo que conoce cualquier otro ser
racional,
aunque las porciones concretas que cada uno conozca del mismo no
sean
exactamente idénticas; sin embargo, el idealismo
trascendental
no es un idealismo objetivo en el sentido platónico, como
lo es
el idealismo absoluto. Al contrario, es compatible con una
amplia gama
de metafísicas:
Notemos que tanto el materialismo como el idealismo absoluto pueden presentarse como "metafísicas mínimas", en el sentido de que lo que pretende el materialista, al igual que el idealista absoluto, es negar la existencia de todo lo que no es estrictamente imprescindible para explicar nuestras experiencias. Para el materialista, las leyes de la física existen como propiedades de la materia, mientras que para el idealista absoluto la materia existe como un concepto más de la física (entendiendo aquí "física" en el sentido amplio que hemos venido expresando con el nombre informal de Teoría de Zeus). Sin embargo, el materialismo es burdo, en el sentido de que no es más que una conjunción de tesis dogmáticas arbitrarias, mientras que el idealismo absoluto es una posibilidad sobre la naturaleza trascendental del mundo que tiene numerosas repercusiones, como las que enumeramos a continuación:
Como consecuencia, el idealismo absoluto nos permite refutar
incluso
el manido "algo
habrá, aunque no podamos saber qué". En
efecto,
alguien podría pensar que, aunque no podamos asegurar
nada sobre
una hipotética realidad trascendente, tiene que haber
algo,
incognoscible, que explique el mundo que conocemos. Por lo
tanto,
especular sobre distintas opciones metafísicas que
podrían explicar el mundo más allá de la
descripción formal que proporciona la ciencia, no es
baldío, sino que, aunque no pueda proporcionarnos un
conocimiento seguro sobre qué hay "ahí fuera", al
menos
nos da una idea sobre qué posibilidades hay. En suma,
alguien
podría pensar que la afirmación "ha de haber algo
metafísico"
no es metafísica, mientras que la existencia del
idealismo
absoluto como teoría metafísica prueba que incluso
esta
aparentemente modesta afirmación, "algo habrá", es
metafísica.
Dedicamos el resto de la página a particularizar las
conclusiones generales que acabamos de exponer al caso de la
ilusión teológica, es decir, a la cuestión
de la
existencia de dioses. Kant afirmó que sólo hay
esencialmente tres argumentos
racionales que podrían justificar a priori la existencia
de
Dios, es decir, que podrían hacer que la existencia de
Dios
pudiera ser aceptada racional y no dogmáticamente, en
caso de
que alguno de tales argumentos fuera concluyente. Los intentos
de Kant
por ser exhaustivo suelen ser bastante temerarios, pero, en este
caso,
no parece que nadie haya aportado nunca un argumento distinto de
los
que él analizó. El primero es el argumento ontológico,
propuesto originalmente por san Anselmo de Canterbury. Kant da
una
muestra ejemplar de la minuciosidad alemana al armarse de
paciencia
para escribir unas páginas que lo refuten, ya que se
trata de un
mero juego de palabras al más puro estilo de los sofistas
griegos, que puede despacharse con igual elegancia y no menos
eficacia
sin más que pasarlo por alto (que es lo que haremos
aquí). Si el lector tiene curiosidad, puede consultar mi
página de historia.
De
todos modos, hay que señalar que el argumento
ontológico
aporta un indicio indirecto de la existencia de Dios, ya que el
hecho
de que fuera aceptado por filósofos de la talla de
Leibniz
apenas puede explicarse si no es interpretándolo como un
milagro
divino.
El segundo argumento es el que Kant llama el argumento cosmológico,
que
podemos remontar a santo Tomás de Aquino, y que,
desprovisto de
palabrería y de las carencias científicas de la
época, viene a decir que el mundo ha de tener una causa,
y que
dicha causa ha de ser externa a él. En esta
categoría
habría que incluir el argumento en que se basa Descartes
para
asegurar la existencia de Dios, aunque en su caso lo de
"cosmológico" le quede grande, ya que Descartes parte de
que su
propia existencia (no el universo, del que todavía no se
fía de que exista) necesita una causa, pero, a efectos de
nuestro análisis, es lo mismo. Por completar la
ontología
cartesiana, de la que expusimos una parte en la página
11, diremos que Descartes concluyó la existencia de
una
tercera clase de sustancia, la res
infinita, de la que está formado Dios.
Por último nos queda el argumento
físico, basado en el supuesto de que un mundo
tan "bien
hecho" necesita sin duda de una inteligencia que lo haya
diseñado. Éstos serían los argumentos
racionales
teóricos a priori; luego hablaremos de los posibles
argumentos a
posteriori (empíricos), como "Dios
existe porque lo dice la Biblia" o "Dios existe porque me habla todos
los
días", etc. No entraremos aquí en
presuntos
argumentos de carácter práctico, como "Dios ha de existir porque, si no,
yo
sería un gusano insignificante", etc.
Obviamente, nuestro propósito es demostrar (si no lo
hemos
hecho ya) que ninguno de
estos argumentos es concluyente, por lo que la aparente
necesidad de la
existencia de un creador del mundo es la tercera ilusión
trascendental, la que hemos llamado ilusión
teológica.
Equivalentemente, la hipótesis teológica (el
supuesto de
que exista un dios creador del mundo) es puramente
metafísica,
en el sentido de que cualquier indicio presuntamente racional de
que
tenga que ser cierta no es realmente racional ni es un indicio
de nada.
En primer lugar, conviene observar que, aunque fueran
válidos, los dos argumentos anteriores combinados solo
permitirían asegurar que existe algo trascendente que es
inteligente y que ha creado el mundo haciendo uso de dicha
inteligencia, a la vez que de un cierto poder de
creación; ahora
bien, nada impediría que ese dios necesario fuera un
escolar
trascendente de ocho años y que el mundo fuera su trabajo
de
ciencias, que ha hecho con esmero y dedicación para
lograr una
buena nota, pero que ha dejado de importarle en cuanto la ha
conseguido.
Ante el argumento cosmológico, otra observación que no está de más destacar, pese a su evidencia, es que presentar a Dios como causa necesaria para la existencia del mundo y, a la vez, aceptar que Dios no necesita una causa para existir, no parece una solución muy garbosa del presunto problema, pues sugiere que en la relación Dios-mundo que se pretende establecer hay algo que no aporta nada, así como que ese algo no es el mundo.
Un teólogo racional podría responder que nuestro
conocimiento del mundo nos permite afirmar que el mundo necesita
una
causa, mientras que esto no tiene por qué ser
válido para
Dios. Esto ya es más fino, pero se puede mejorar: es un
error
conceptual tratar al mundo como si fuera un objeto del mundo.
Por poner
un ejemplo trivial: podemos afirmar que cualquier objeto (al
menos,
cualquier objeto macroscópico) ha de ocupar una
posición
definida en el espacio y, sin embargo, no tiene sentido afirmar
que el
mundo mismo ocupa una posición en el espacio. A lo sumo,
podría
ocupar una posición en otro
espacio trascendente, pero no en el espacio (racional) del
mundo, que
es una de sus características. Por ejemplo, podría
haber
un dios que hubiera creado dos mundos totalmente disconexos, de
modo
que no tuviera sentido decir que uno está al lado del
otro o
encima del otro, etc. Por el mismo motivo, no es lo mismo
afirmar que
todo suceso en el mundo necesita una causa (lo cual, por otra
parte,
dicho sea de paso, es negado en ciertos casos por la
mecánica
cuántica) que afirmar que el mundo necesita una causa. Si
el
teólogo racional considera ingenuo teorizar sobre si Dios
necesita o no una causa, debe plantearse que no menos ingenuo es
afirmar irreflexivamente que el mundo necesita una causa.
A este respecto, ya señalamos en la página
14 que, en cualquier caso, sería absurdo entender
esta causa
como un origen del mundo en el tiempo. Lo que podría
discutirse
es si la existencia del mundo, con su espacio, con su tiempo,
con su
energía, etc., requiere o no una causa. Esto,
naturalmente, nos
lleva a especular sobre qué podría ser el mundo,
cosa que
ya hemos hecho. Ahora podemos apreciar de nuevo la diferencia
entre una
metafísica tosca como es la que propone el materialismo y
una
metafísica fina como el idealismo absoluto. El
materialismo se
limita a afirmar dogmáticamente que existe la materia y,
más dogmáticamente aún, que no existe nada
más, con lo que su respuesta a si la materia necesita de
alguien
que la haya creado es un simple "no,
porque no", que deja abierta la puerta a que un
teólogo
racional afirme que el materialismo es absurdo, ya que no da
cuenta
seriamente de una objeción racional, a saber, por
qué la
materia no necesita una causa.
Por el contrario, si el mundo fuera una teoría
matemática, como propone el idealismo absoluto, y no hay
razón que nos asegure que no lo es, entonces, no
sólo no
necesitaría, sino que ni siquiera podría tener un
creador. A lo
sumo, podría tener uno o muchos observadores
trascendentes
(mentes que conocieran la teoría), pero que no
podrían
alterarla igual que un matemático no puede alterar la
aritmética o la geometría. En suma, al contrario
de lo
que sucede con el materialismo, la negación de la
hipótesis teológica no es un añadido
arbitrario,
sino una consecuencia de la tesis central del idealismo
absoluto: la
naturaleza de la realidad podría ser tal que fuera
absurdo que
pudiera tener una causa. Más concisamente: la posibilidad
del
idealismo absoluto como teoría metafísica
demuestra que Dios
podría no poder existir,
de modo que una pregunta previa a ¿existe
Dios? sería ¿puede
existir
Dios (como creador del mundo)?, y la respuesta es que
tal vez sí y tal vez no, dependiendo de lo que sea el
mundo.
Esto refuta tanto al argumento
cosmológico como al argumento físico. De todos
modos,
vamos a añadir algo sobre el segundo:
Supongamos, dentro de la libertad pantanosa de la
metafísica,
que fueran concebibles distintas "Teorías
de Zeus", tal vez sin más que alterar
parámetros
iniciales en una de ellas, en el mismo sentido que podemos tener
distintas geometrías alterando el número de
dimensiones,
o la curvatura del espacio, etc. Supongamos que, de entre todas
esas
teorías, sólo unas pocas, o tal vez sólo
una entre
millones de ellas, es capaz de determinar un mundo en el que
todo
"funcione bien" y surjan seres vivos y seres conscientes,
mientras que
las otras dan lugar a universos pobres, en los que la materia es
incapaz de formar átomos y moléculas estables y no
son
más que desiertos de polvo. Aun así, es absurdo
pensar
que tiene que haber un ser inteligente que haya seleccionado "la
correcta" entre todas ellas, porque todas ellas serían
igualmente reales, unas más aburridas que otras, pero
todas
reales. De hecho, una teoría estéril en este
sentido
sería la aritmética, donde no hay personas, ni
animales,
ni estrellas. Sólo determina números, pero
ahí
está. Así pues, la alternativa metafísica
que
estamos enfrentando a la existencia de un dios creador, no
requiere de
ningún modo que la existencia del mundo deba ser
atribuida a un
azar increíble. La realidad no se ha "sorteado" entre
todas las
realidades posibles, sino que afirmamos que todas las realidades
posibles son igualmente reales. Lo único cierto es que Zeus tendría que ser
un
niño muy inteligente para haber encontrado la
teoría
correcta para programar su ordenador con ella y conseguir un
mundo que
mereciera la aprobación de su maestro, pero, con ello, Zeus no
habría creado el mundo, sino que únicamente lo
habría encontrado, igual que los físicos de
nuestro
planeta han de ser muy inteligentes para encontrar la
teoría
correcta que describa, si no la totalidad del mundo, sí
sus
leyes generales, aunque al descubrir esa teoría
están
encontrándola, no creándola.
En resumen, afirmamos que una posible respuesta a la pregunta
¿por qué hay algo en vez de nada? es que hay algo
porque
podría ser inconcebible que no hubiera nada, igual que es
inconcebible que no exista la aritmética o la
geometría
de 815 dimensiones (por poner un ejemplo que no tenga, hasta
donde hoy
sabemos, ninguna vinculación directa con el mundo).
Según
esta posibilidad, aunque existiera un dios omnipotente y
omnisciente,
lo máximo que podría hacer sería conocer el
mundo,
pero no
crearlo ni modificarlo.
En otras palabras, afirmamos que la existencia del mundo
podría ser equivalente a la mera posibilidad de su
existencia,
es decir, a su existencia como teoría matemática
que lo
describa. Nuevamente hemos de recordar que no podemos aplicar al
mundo
hechos que, en principio, son válidos para objetos en el
mundo.
Por ejemplo, es evidente que si un ingeniero diseña un
nuevo
modelo de coche, en el sentido de que dibuja unos planos que lo
determinan completamente, esto no es lo mismo que tener ya
construido
un prototipo. Menos aún podemos decir que el coche
existía ya antes de que el ingeniero hubiera terminado su
diseño debido a que existía como idea, pero esto
es
debido a que las leyes de la física implican que, para
que en el
mundo pueda encontrarse un coche, han tenido que pasar muchas
cosas
además de que alguien haya diseñado sus planos, a
saber,
que alguien haya reunido unos materiales y los haya combinado
según lo exigen los planos; ahora bien, ¿que
materiales
hacen falta para construir un mundo?, ¿qué piezas
hay que
ensamblar? Con esto volvemos al argumento dado en la
página
anterior: Podemos asegurar que, para que existiera el mundo
descrito
por una Teoría de Zeus
de tal manera que pudiéramos afirmar con pleno sentido
que
contiene observadores conscientes como nosotros, bastaría
programar dicha Teoría
de Zeus
en un ordenador, con lo que tendríamos un Supermatrix, pero
también
hemos visto que la necesidad de dicho ordenador es cuestionable,
y eso
nos devuelve a donde estábamos: no hay razón para
suponer
que la existencia del mundo requiera algo más que la
posibilidad
de que exista. No negamos que podría hacer falta algo
más. Sólo afirmamos que no hay la más
mínima evidencia de que se necesitara algo más. Un
mundo
no es un coche.
Los errores trascendentales que pueden llevar a alguien a
creerse
legitimado empíricamente para afirmar la existencia de un
dios
(o de varios, ya puestos), son innumerables, pero
podríamos
clasificarlos como sigue:
El misticismo es claramente un error trascendental: Imaginemos
que
tengo una determinada intuición a la que puedo llamar "dolor abdominal". A partir
de la
intuición en sí sólo estoy legitimado a
formular
juicios que la describan con más o menos detalle:
cómo es
de intenso el dolor, en qué zona concreta se localiza,
etc.
Yendo un poco más lejos, puedo tratar de teorizar sobre
su
comportamiento: en qué momentos aparece y en
cuáles
desaparece, cuándo es más intenso, etc. Puedo
tratar de
establecer conjeturas sobre si tiende a aparecer después
de
realizar un esfuerzo físico, o después de las
comidas,
etc. Pero cualquier intento de encontrar la causa de dicho dolor
(lo
que supone considerarlo como fenómeno, y no como mera
intuición), exigirá la aplicación del
método científico, lo cual en la práctica
consistirá en acudir al médico, aunque en
teoría
esto no es más que relacionar racionalmente mi
experiencia con
otras similares en otros pacientes y los análisis y los
tratamientos a los que éstos fueron sometidos y la forma
en que
respondieron a ellos. (En realidad, la relación se
efectúa de forma indirecta: el médico no
comparará, de hecho, mi caso con otros similares, sino
que me
aplicará una teoría fundamentada racionalmente en
experiencias previas.) Sólo entonces estaré en
condiciones de saber si mi dolor abdominal corresponde a una
úlcera, a una hernia, a una contusión, etc.
Sería
irracional que alguien tuviera por primera vez un dolor
abdominal y,
sin conocimiento alguno de medicina, concluyera a priori que se
trata
de lo uno o lo otro.
Similarmente, si alguien tiene cualquier otra clase de
intuición, podrá llamarla Dios, si así lo
quiere,
pero entonces sólo estará legitimado a usar Dios
como
concepto intuitivo, es decir, Dios sería, por
definición,
"esa intuición que tengo". Nuevamente, tendría que
ser un
médico (en particular, tal vez un psicólogo) el
que
diagnosticara qué es esa intuición como
fenómeno.
Afirmar a priori que es Dios en el sentido de un ser
trascendente que
me está afectando, es tan irracional como
autodiagnosticarse una
úlcera sin ser médico. Y aquí es crucial
comprender que no es legítimo afirmar que, como
mínimo,
la posibilidad de que sea Dios en ese sentido no es descartable
a
priori (como no lo es la úlcera). Sería así
si no
hubiera explicaciones posibles acordes con los principios
generales de
la ciencia, ya que estos principios establecen que el mundo
evoluciona
siguiendo las leyes de la física y, si un ser
trascendente me
hablara, dichas leyes estarían siendo violadas a uno u
otro
nivel. Más concretamente, cabría la posibilidad de
que,
mejor que Dios, dicha intuición pudiera ser llamada "la madre de Norman Bates",
ya que
podría interpretarse racionalmente como una forma
atenuada de lo
que en casos más agudos se considera una esquizofrenia,
aunque,
desde luego, sin que normalmente pudiera calificarse de
patológica. Más claramente, no hay razón
para
negar que alguien pueda sentir algo que interprete como Dios,
pero
sí para negar que su interpretación sea correcta
(racional), ya que existen otras interpretaciones posibles, como
que su
intuición esté generada por su propia mente, con
la
diferencia de que estas interpretaciones alternativas son
coherentes
con la ciencia (son racionales) y la interpretación
mística no lo es. (Quizá veamos más
claramente
esto último si pensamos en la posibilidad de que un
ordenador
consciente hablara interiormente con Dios: esto exigiría
que su
estado interno se viera modificado de una forma que no pudiera
explicarse en términos de las entradas de datos ni del
programa
que las gestiona, lo cual es absurdo, y lo mismo vale para un
cerebro.)
Una vez un mormón me dio el "argumento" siguiente: Yo sé que lo que siento es
Dios,
porque Dios es omnipotente y, en particular, puede hacer que,
al hablar
conmigo, yo sepa sin lugar a dudas que es Él quien me
habla.
Es una interesante versión empírica del argumento
de san
Anselmo, en esencia equivalente al "argumento" de Smullyan: Dios ha de existir, porque no iba
a ser
tan malo como para hacerme creer que existe si en realidad no
existiera.
En resumen: las experiencias místicas no prueban la
existencia de Dios. Ni siquiera pueden considerarse indicios, ya
que la
psicología puede dar cuenta de ellas perfectamente sin
recurrir
a intervenciones divinas.
Los errores generados por experiencias ajenas pueden variar en
un
abanico que va desde los errores místicos aceptados por
personas
distintas a quienes experimentan la intuición
interpretada
(de buena fe) dogmáticamente, los meros engaños,
las
historias deformadas por el boca a boca, hasta la
aceptación
irracional de mitos antiguos, pasando por toda clase de
tergiversaciones de la historia. Insistimos en que, por ejemplo,
no es
racional considerar como dos posibilidades en igualdad de
condiciones
que un hombre resucitara hace dos mil años o que se
perdiera el
rastro de su cadáver de una forma u otra. Hay muchas
formas
racionales de explicar cómo podría haberse perdido
ese
cadáver, mientras que cualquier intento de "explicar"
cómo pudo resucitar ese hombre será necesariamente
irracional, pues la razón está legitimada a
concluir, a
partir de las experiencias disponibles, que los hombres, una vez
muertos, no resucitan. Elegir la versión irracional antes
que
cualquiera de las versiones racionales posibles es simplemente
dogmático: tal y como ya hemos explicado, es inventarse
la
solución del problema en lugar de buscarla. Remito al
lector a
mi página de historia
si
quiere contrastar una posibilidad racional frente a los mitos
aceptados
por las religiones más comunes.
También sería prolijo enumerar las falacias de
todas
clases que han llegado a mostrarse como pruebas o indicios de la
existencia de dioses, debido a que, presuntamente, el mundo no
podría
ser como lo conocemos si no estuviera sometido más que a
las
leyes de la física. Consideremos, no obstante, algunas de
ellas:
Es frecuente oír que el hombre, e incluso todos los
seres
vivos o la naturaleza en general, necesita un creador
inteligente, ya
que es absurdo aceptar que tanta perfección haya surgido
por
casualidad. Esto no es exactamente el argumento físico,
pues en
él se argumenta que la física misma ha debido ser
diseñada inteligentemente, mientras que ahora se pretende
argumentar que la física en sí no basta para
explicar el
estado del mundo, sino que es necesario suponer intervenciones
milagrosas específicas que hayan creado a los animales y
otros
prodigios naturales, especialmente al hombre. Más
claramente, el
argumento es que, del mismo modo que si vemos un televisor damos
por
hecho que no ha surgido de forma natural, sino que alguien
inteligente
ha tenido que diseñarlo y construirlo, por el mismo
motivo, al
ver a los seres humanos, hemos de concluir que alguien
inteligente ha
tenido que diseñarlos y construirlos.
Imaginemos que ponemos ante un niño una tabla de madera
con
una cavidad circular, así como varias piezas de formas
distintas: una cuadrada, otra triangular, otra en forma de
estrella,
otra en forma de rombo y otra circular. Supongamos que pedimos
al
niño que haga encajar una de las piezas en la tabla, el
niño las mira todas, elige la circular y la hace encajar.
Eso se
llama inteligencia. Ha
estudiado el problema, ha comprendido que el factor relevante
era la
forma de la pieza, y ha tomado la pieza con la forma adecuada.
Supongamos ahora que logramos explicar a un chimpancé lo
necesario para que trate de resolver el mismo problema, el
chimpancé coge por casualidad la pieza circular y la
encaja
también. Eso es casualidad.
Ahora bien, supongamos que el chimpancé coge la primera
pieza
que ve, digamos la cuadrada, intenta encajarla durante un rato
y,
cuando se cansa, la tira; luego coge otra y hace lo mismo,
así
hasta que llega a tomar la circular y logra encajarla. Eso, ni
es
inteligencia, ni es casualidad, es perseverancia.
Funciona tan bien (o incluso mejor) que la inteligencia, siempre
que se
disponga de tiempo suficiente.
La inteligencia es una forma de resolver rápidamente un
problema. En
muchos casos, ciertas respuestas no podrían encontrarse
en un
tiempo razonable si no se buscaran inteligentemente, y ello nos
lleva a
abusar del lenguaje y llamar inteligentes,
no ya a los seres que las encuentran, sino también a las
respuestas en sí. Por ejemplo, consideremos el soneto
siguiente:
Hermosura perfecta no
consiste en dar diversas formas al cabello, perlas a las orejas, y oro al cuello, ni en la ropa costosa que se viste; |
En traje rico o pobre,
alegre o
triste, es uno mismo siempre un rostro bello, que, en oro o plomo, siempre deja el sello la forma que grabada en él asiste; |
mas esto pocas veces lo
concede Naturaleza, avara con el mundo, en el cual siempre es raro lo perfecto; |
Yo, por mi mal, lo he
visto, y
sé que puede, con el traje primero o el segundo, vuestra hermosura hacer igual efecto. |
Cualquiera que lo vea reconoce en él el producto de una
inteligencia, en el sentido de que es impensable que esta
composición haya podido surgir por casualidad al apretar
al azar
las teclas de una máquina de escribir; al contrario,
está
claro que ha tenido que ser compuesto por alguien con un buen
conocimiento del castellano y una intención muy concreta.
Ciertamente es así, ya que este soneto fue compuesto por
Lupercio Leonardo de
Argensola,
pero no podemos decir que es absurdo
plantearse la posibilidad de que hubiera surgido de otra manera.
En efecto, observemos que ninguno de los versos del soneto
tiene
más de cincuenta caracteres, contando como tales a los
espacios
en blanco y a los signos de puntuación. Imaginemos que
programamos a un ordenador para que vaya enumerando
sistemáticamente todas las formas posibles de escribir
catorce
líneas seguidas de un máximo de cincuenta
caracteres. En
función del criterio que se elija para ordenar todas las
posibilidades, el primer "soneto" que construyera el ordenador
bien
podría ser éste:
Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa |
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa |
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa |
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa |
El segundo podría ser igual, salvo que la primera "a"
sería una "b", y así sucesivamente. En tal caso,
el
"soneto" número 817.978.655.262 sería así:
Hermosuraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa |
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa |
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa |
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa |
Suponiendo que el ordenador "compusiera" mil sonetos por
segundo,
habría tardado casi veintiséis años en
llegar a
este resultado, pero, esperando el tiempo suficiente,
aparecería
el soneto de Argensola, junto con todos los sonetos de Lope, de
Quevedo, de Góngora, de Shakespeare, de Petrarca, etc., y
todo
ello sin que el ordenador (ni su programador) invirtiera un
ápice de inteligencia en el proceso. Ahora bien, para
componer
todos los sonetos posibles, el ordenador necesitaría
más
de 101000 años, mientras que la
edad
estimada del universo es menor que 1011
años. Por eso decimos que el soneto es inteligente. Pero,
entre el uso de la inteligencia y la enumeración
exhaustiva, hay
procesos intermedios que, sin requerir inteligencia, reducen el
tiempo
necesario para producir algo de apariencia inteligente hasta
valores,
todavía grandes para la escala humana, pero aceptables
para la
escala cósmica. La ciencia ha llegado a conocer con
cierto
detalle dichos procesos, y a mostrar que no requieren ninguna
ayuda
divina. Negarlo es, simplemente, renegar de la razón y
construirse un mundo mítico en el que vivir. No vamos a
entrar
en ello más a fondo porque estas páginas no
están
dedicadas a la física o la biología. Digamos
únicamente como conclusión que la apariencia de
inteligencia en la naturaleza es análoga a la apariencia
de
inteligencia (ficticia) que muestran los ordenadores cuando
juegan al
ajedrez, que en realidad no hacen nada más que enumerar
muchas
jugadas posibles, junto con posibles respuestas del adversario,
y
posibles respuestas a éstas, etc., y evaluar la
conveniencia de
cada una de las posibilidades según unos criterios
determinados.
Otra falacia estadística frecuente es la de quien dice:
mi hijo se estaba muriendo de
cáncer, pero yo recé fervorosamente y se
curó,
luego mi oración surtió efecto, luego Dios
existe y me
escucha. Se trata de una versión empírica
de la
misma falacia que origina la ilusión psicológica:
creemos
ver algo de más cuando en realidad estamos viendo algo de
menos.
Quien "razona" así no está viendo todos los casos
de
enfermos de cáncer por los que alguien ha rezado
fervorosamente
y, pese a ello, han muerto, así como aquellos por los que
nadie
ha rezado y se han curado igualmente. Si los millones de
personas de
todo el mundo que tienen un problema grave rezaran
fervorosamente a
Hitler pidiéndole una solución, no
tardarían en
surgir testimonios más que suficientes para que la
Iglesia
Católica añadiera un san
Adolfo a su santoral.
Las presuntas profecías de la Biblia se basan en
falacias de
todo tipo: textos que "profetizan el pasado", pero que se han
hecho
pasar por más antiguos para que parezca que profetizan el
futuro;
textos ambiguos interpretados libremente para adaptarlos con
calzador a
unos hechos futuros, etc. Entre las falacias estadísticas
más descaradas está una atribuida al propio
Jesús:
la forma de distinguir los profetas auténticos de los
falsos es
viendo si se cumplen o no sus profecías. Así, en
cualquier pueblo lleno de iluminados que se dedican ha
profetizar todo
lo profetizable, contradiciéndose mutuamente, seguro que
encontraremos muchos "verdaderos profetas". Si reunimos en un
libro sus
profecías y descartamos las demás, nos encontramos
con un
libro profético. En los meses anteriores al nacimiento de
la
infanta
doña Leonor, media España tuvo el don
profético de
adivinar que iba a ser niña, mientras que hubo otra media
España de "falsos profetas" que dijeron que iba a ser
niño.
En fin, es inútil extenderse en este tema porque el
lector
racional se aburrirá y el lector irracional no
dejará de
serlo (de ser irracional, claro, de ser lector de estas
páginas,
lo extraño
sería que no lo hubiera dejado de ser ya hace mucho).