Publicado en Àgora,
Revista de Ciencias Sociales, núm. 7 (2002). Este texto constituye la
versión corregida y aumentada de otro aparecido anteriormente: "El
historiador como autor. Éxito y fracaso de la microhistoria", Prohistoria,
núm. 3 (1999).
Justo Serna
y Anaclet Pons
1. Desde que fuera avalada y patrocinada por
Giulio Einaudi, desde que fuera rotulada así, la microstoria es la voz que ha servido para identificar algunas
investigaciones históricas procedentes de Italia. Es la denominación de origen
con la que el editor turinés etiquetó y agrupó obras muy diferentes entre sí
avecindándolas en una sola colección, una colección emblemática
("Microstorie") y de éxito internacional. Justamente por eso, por ser
un fondo en el que se suceden volúmenes de diferentes cronología, objeto,
procedimiento y autor, ese rótulo califica de manera imprecisa y ambigua a
historiadores distintos cuyo único rasgo común parece ser el interés por lo
pequeño, el interés por los asuntos de menudas dimensiones o la atención por la
escala reducida con que podrían abordarse esos mismos asuntos. ¿Por qué
calificamos de imprecisa y ambigua esa etiqueta? A poco que observe, el lector
aprecia entre los microhistoriadores italianos diferencias notables y distintos
proceder y resultados; a poco que el lector siga lo que ellos dicen de sí
mismos, de lo que les reúne o les separa,
advierte inmediatamente que ése es el resultado que constatan, que ésa
es la conclusión a la que llegan.
La
consulta de esos textos programáticos --textos que debemos a Edoardo Grendi,
Carlo Ginzburg y Carlo Poni o Giovanni Levi y que preceden o que coinciden con
el nacimiento de "Microstorie", la colección que los amparó-- no
permitía averiguar si estábamos o no ante una corriente o escuela históricas.
Además, en los años sucesivos, la imprecisión no se ha corregido y, lejos de
subsanarse la carencia, seguimos sin contar con alguna introducción teórico‑sistemática
que defina con rigor el "paradigma" con el que se habría dado cobijo
a obras muy distintas y de desigual valor. Tampoco contamos con textos
enciclopédicos que den orden convencional
a lo que ya se sabe y del que serían muestra esas investigaciones.
Carecemos igualmente de alguna publicación periódica a la que podamos reconocer
como portavoz de los avances obtenidos. No existe espacio institucional o
académico que permita ser identificado como el recinto de la ortodoxia
historiográfica. Más aún, cuando en los años noventa Giovanni Levi, Carlo
Ginzburg o Edoardo Grendi han hecho balance de lo publicado a requerimiento de
algún seguidor extranjero sólo han coincidido en lo que negaban, la supuesta
empresa común o la pretendida filiación de escuela; y han descartado, en fin,
que hoy en día pueda seguir hablándose de "la" microhistoria.
Varios
son los hechos que parecen corroborar esa conclusión. En primer lugar, ya no
existe el fondo editorial ("Microstorie") que dirigieron Ginzburg y
Levi y que permitió identificarlos: se cerró a mediados de los noventa y se
transfirieron sus obras como fondo parasitario a la mayor y más prestigiosa
colección de ensayo de Einaudi ("Paperbacks"). ¿Podemos hallar mejor
síntoma de la crisis editorial y personal que el cierre de una colección emblemática?
En segundo lugar, la casa, reconocido sello de
la izquierda intelectual y asociada al viejo antifascismo, ha cambiado
de propiedad: ha ido a parar a manos de Silvio Berlusconi, caracterizado
ideológicamente por un inquietante populismo conservador y empeñado en
completar concentraciones empresariales en el ramo de la industria cultural y
del entretenimiento. Este hecho político y otros factores personales como
enemistades y animadversiones han motivado, además, que algunos de los autores
de "Microstorie" o, mejor, que algunos de los autores-símbolo de
Einaudi hayan cambiado ostentosa y ruidosamente de sello y se hayan pasado a la
competencia: Carlo Ginzburg, por ejemplo, dirige ahora la sección
"Culture" de la célebre colección "Campi del sapere" de
Feltrinelli. Giangiacomo Feltrinelli es una editorial prestigiosa de la
izquierda italiana, un emblema de riesgo y de innovación cultural que alcanzó
su máximo esplendor en los años sesenta, cuando logró éxitos multitudinarios
acompañados de resonancia política. Se trata de una empresa dedicada a la
edición de calidad y a la intervención crítica que tuvo incluso su momento de
leyenda con la muerte violenta del fundador en los anni del piombo. "Campi del sapere" es uno de sus fondos
más decisivos y su sección "Culture", inspirada por Ginzburg, ya no
invoca el rótulo de la microhistoria centrándose en la diversidad cultural, en
la pluralidad de voces, en el intercambio.
El primer libro, traducido al castellano como Ojazos de madera, del que él mismo es autor, no contiene alusión
alguna a la corriente a la que se le asoció y aún se le asocia comúnmente. Y,
como símbolo final, como cierre de un período histórico, el viejo editor Giulio
Einaudi ha muerto derrotado por la edad: el anciano y prestigioso patrón que
estableció los límites y las vías renovadoras de la cultura de izquierdas
italiana ha fallecido no sin antes doblegarse ante los nuevos propietarios, no
sin antes admitir la crisis de crecimiento que su sello padeció, la
elefantiasis que le aquejó en los ochenta.
Tantos
avatares han sucedido, tantas cosas han cambiado en la década de los noventa,
que cuando a los microhistoriadores se les ha pedido hacer balance de lo que ha
sido o es esa forma de hacer historia (1994), esos mismos autores parecen hacer
el duelo por una corriente que si en efecto llegó a existir ahora estaría ya
difunta. Si es esto cierto, si el
diagnóstico es correcto, estaríamos ante una paradoja evidente: cuando el éxito
internacional de la microhistoria se ha hecho más evidente, cuando su prestigio
crece, cuando se multiplican las celebraciones, las referencias, los estudios
críticos, los congresos y las evaluaciones --es decir, en los años noventa--,
es precisamente cuando podemos dar por concluida esa experiencia colectiva, esa
iniciativa común. ¿Colectiva? ¿Común?
2. Un repaso historiográfico
revela ciertos rasgos colectivos, en efecto, pero el caso de "la"
microhistoria permite descubrir aún más lo que Henri Marrou decía de la
pervivencia de la obra histórica. Su suerte futura puede estar garantizada o no
por un contexto editorial, puede estar asegurada o no por instituciones
académicas que le den repercusión, pero --como apostillaba Marrou-- su vigencia y su duración obedecen
a un hecho puramente textual, a una virtud que se expresa en la obra y de la
que ésta es prueba y materialización. Así, aunque entre los historiadores haya
casos afortunados de empresas colectivas que proporcionan amparo y audiencia a
epígonos --y el ejemplo más evidente es la repercusión internacional de Annales--, esto es más la excepción que
la regla. Es decir, los éxitos y los fracasos son, en principio, individuales,
y el vigor de una monografía es principalmente dependiente del genio del
historiador, de la personalidad que hace la obra, del investigador que escribe,
de cómo narra y de los recursos que emplea. Expresado de otra manera, aun en el
caso de que no hubiera existido jamás una "escuela de los Annales", Los reyes taumaturgos seguiría siendo uno de nuestros clásicos: un
volumen concebido de tal modo que su forma, su enunciación, su argumentación
y la retórica de que se sirve el
historiador --para que así le aceptemos sus preguntas y las respuestas
conjeturales que audazmente propone-- serían su virtud, los atributos
imperecederos que le permiten auparse por encima de sus limitaciones
documentales o de sus explicaciones ya inaceptables.
En
ese sentido, buena parte del éxito (y del fracaso) que cabe atribuir a la
microhistoria depende de una obra y de un historiador, dependen de El queso y los gusanos (1976), de Carlo
Ginzburg; dependen de un factor azaroso
y excepcional como es el de una cualidad personal materializada en un libro
concreto. Es a ese volumen, del que nos ocupamos extensamente en otra parte
(1999), al que en buena medida debemos achacar la difusión de la etiqueta
(microhistoria) asociada a una obra de calidad y reforzada por otras que
siguieron pero que ya no alcanzaron la nombradía de aquélla. Un libro de éxito,
un éxito que sobrepasa el contexto circunstancial en el que había aparecido y
que precedió a la creación de una colección de la que sería deudora, ha llevado
a numerosos lectores a identificar una cosa y la otra. En este caso, además, se
trataría de una identificación confirmada editorialmente con otras obras bien
resueltas aunque en ocasiones muy distintas (por ejemplo Terra e telai, de Franco Ramella, o La herencia inmaterial, de Giovanni Levi). Pero se trataría también
de una inteligente operación de prestigio en virtud de la cual el editor
publica a otros autores reverenciados (E.P. Thompson) que, en principio, nada
tienen que ver con la etiqueta (la microhistoria). Se trata, pues, de una
asimilación mercantil mediante la cual se adopta como vecinos de colección a
historiadores distinguidos a los que se toma como antecesores y de cuya virtud
el resto se contagia por contigüidad: dan cimiento, antigüedad, prestigio y
honorabilidad. Reparemos algo más en
estos hechos, reparemos en lo que ha rodeado a Einaudi y a Ginzburg.
La editorial Einaudi, fundada en
el Turín de 1933, ha sido hasta fecha bien reciente el baluarte de la izquierda
cultural y fue en su origen el producto exquisito de colaboraciones opositoras,
antifascistas, progresistas: entre otras, la del matrimonio Leone y Natalia
Ginzburg, la Cesare Pavese e Italo Calvino, después, además de la de su
principal inspirador: Giulio Einaudi. Eran aquéllos, como los han descrito sus
propios protagonistas y como se reflejan en el libro conmemorativo Cinquant'anni di un editore, años de
mocedad, pero sobre todo eran años de resistencia política y de inquietud
intelectual, universal, de amistades compartidas y de excitación literaria. El
ensayo de calidad, las revistas de pensamiento y, en fin, la literatura fueron
así, desde sus inicios, el ámbito de intervención del editor. Pero, en
principio, esos primeros años eran también años de riesgo político y de extrema
crueldad. Como nos relató su viuda en esa espléndida evocación que lleva por
título Léxico particular, Leone
Ginzburg, aquel que fuera el primer animador de las ediciones Einaudi, moría en
la cárcel romana de Civitavecchia después de haber ejercido la oposición
antifascista (Giustizia e libertà),
después de haber estado confinado con su familia en los Abruzos y después de
haber sido apresado y torturado por lo nazis: "sin concluir su obra, sin
dejarnos un mensaje. Por eso no podemos resignarnos; ni perdonar",
apostillaba Norberto Bobbio en su Perfil
ideológico del siglo XX en Italia.
De todas las personas que rodearon a Einaudi en la guerra o en la
inmediata posguerra, aquella que, a juicio del editor, más firmemente mantuvo
la continuidad de dicha empresa cultural, aquella que, según anota en su
memorias, "custodió" los valores de la casa, y se mostró siempre como
su conciencia crítica, fue precisamente Natalia Ginzburg. En fin, en el
transcurso de varias décadas, la editorial se ha renovado, ha incrementado
vertiginosamente sus colecciones, ha incorporado a prestigiosas figuras del
mundo cultural italiano reciente en calidad de asesores, ha atravesado momentos
de grave crisis económica y, como decíamos, ha acabado por cambiar su propiedad
hasta pasar --para escándalo de muchos-- a la órbita de Berlusconi. El rasgo más sobresaliente de esa pequeña
historia es la relevancia que siempre se dio en Einaudi a los asesores, a los
comités de lectura, al modo de lo que Gallimard estableciera en Francia. Uno de
los nombres más significativos de quienes se han ocupado de esta tarea --y que
ya no la ejerce al haber abandonado la casa-- es precisamente el de Carlo
Ginzburg, hijo de Leone y de Natalia. Fue él quien tradujo a Marc Bloch, quien
prologó la versión italiana de Los reyes
taumaturgos y a quien, en fin, se le hizo responsable de las evaluaciones y
de las lecturas de obras históricas y ensayos sobre arte, para acabar
codirigiendo con Giovanni Levi la
colección más emblemática de la renovación historiográfica y a la que ya hemos
hecho alusión: "Microstorie".
¿Qué
interés tiene este pequeño apunte informativo que vincula los avatares de la
casa editorial con El queso y los gusanos?
Quizá este anecdotario de la microhistoria nos permita empezar a entender,
aunque sea externamente, el hecho capital que ahora nos ocupa: por qué se
identifica la microhistoria con dicha obra y, por extensión, con Carlo
Ginzburg. ¿Es razonable que esto sea así? ¿Es la microhistoria una forma
especial de investigación definida principalmente por Ginzburg y expresada como
nunca en ese libro? Y en el caso de que esto sea así, ¿agota su definición la
práctica microhistórica? La primera respuesta a estos interrogantes es toda una
paradoja historiográfica: la producción microhistórica se identifica
internacionalmente, sobre todo en el dominio anglosajón, con el modelo impuesto
por Ginzburg ‑‑no por casualidad este último es docente en la UCLA‑‑,
y aun hoy un congreso norteamericano sobre microhistoria invoca el modelo
germinal impuesto por El queso y los
gusanos; en Italia, por el contrario, esa filiación no ha sido tan evidente
y, además, las primeras reflexiones sobre el proceder microanalítico en
historia son anteriores a las obras mayores y más conocidas de aquél y, además,
con una orientación con la que no siempre coinciden. Abreviando podríamos decir
que la versión más divulgada, o, al menos, aquella que mejor difusión ha
tenido, es la que entiende como sinónimos paradigma
indiciario y microhistoria y, por tanto, la que sigue el modelo de
interpretación conjetural ‑‑basado en la inferencia abductiva de
Pierce‑‑ implantado a partir de los vestigios dejados por el
célebre molinero Menocchio. Sin embargo, podríamos aceptar que en Italia hay,
al menos, dos modos de entender la microhistoria: la que encarna Edoardo Grendi
y la que se identifica con Carlo Ginzburg. Esto es algo sobre lo que nos
pronunciábamos ya en 1993, en "El ojo de la aguja", y sobre lo que, hasta fecha reciente, hasta
1994, no se habían extendido suficientemente los propios microhistoriadores,
sus exégetas o sus impugnadores. Por eso, el prudente silencio que se ha
mantenido sobre este hiato ha favorecido la confusión, la amalgama y la reunión
de opciones diferentes, de opciones no siempre congruentes. Ese hecho y el
retraso con que unos y otros se han manifestado han acabado por multiplicar los
malentendidos y las perplejidades que provoca. Así, justo cuando historiadores
de todo el mundo celebran, hablan de y convienen en la actualidad de la
microhistoria, sus oficiantes decretan la muerte, y cuando unos y otros
subrayan el vigor de esa corriente, los responsables italianos concluyen que
nunca existió, que nunca hubo un patrimonio común y que ni siquiera hay un
único rótulo bajo el que todos se cobijen. Precisemos, pues, esas dos fuentes,
esos dos modos contrapuestos de entender la microhistoria, las disputas tardías
a que han dado lugar y que se hacen universalmente explícitas en los textos
publicados en 1994 por Ginzburg y Grendi.
3. Los primeros intentos habidos
en Italia en los que ya se dice defender un modelo cognoscitivo microanalítico
para la historia datan de la primera mitad de los años setenta. En efecto, un
historiador modernista, Edoardo Grendi, particularmente sensible a los avances
producidos en las ciencias sociales, defendía la elección de un enfoque micro
para una disciplina en la que, desde la ruptura annalista, sus oficiantes se
habrían acostumbrado a operar con las grandes magnitudes, con la larga duración
y, en definitiva, con aquellos procedimientos seriales que se fundaban en el
anonimato y en lo cuantitativo. La repercusión que este paradigma había tenido
en la Italia de aquellas fechas es indudable,
y quizá dos hechos lo prueban suficientemente: por una parte, la
fundación en 1967 de una revista ‑‑Quaderni Storici delle Marche‑‑ cuyo primer artículo,
el proemio historiográfico que servía de proclama intelectual, era la
traducción italiana de la longue durée
de Braudel; por otra, y poco tiempo después, la edición de la Storia d'Italia de Einuadi (1972), a la
que podemos considerar como una síntesis entre categorías y modos analíticos
tomados en préstamo de Annales ‑‑y,
por consiguiente, de su principal inspirador en aquellas fechas, Braudel‑‑ y convenciones e
intuiciones propias de la historiografía italiana de impronta gramsciana.
Las propuestas de Edoardo Grendi
no eran totalmente congruentes con algunas de las certezas que este paradigma
historiográfico imponía en aquellas fechas. Frente a la historia total
propugnada por Braudel, aquello que Grendi defendía era un modelo de análisis
más modesto que permitiera reducir los objetos de investigación. En realidad,
su propuesta no era sino el traslado al ámbito histórico de una perspectiva
micro que ya se había dado con anterioridad, en otras disciplinas, tanto en la
antropología como en la economía. En el primer caso, dos eran las enseñanzas
sobre las que Grendi ponía el énfasis en aquellas fechas (y después): por un
lado, el enfoque propiamente microanalítico de la etnología, identificado con
la contextualización del hecho; por otro, el estudio de las relaciones sociales
a través de sus distintas manifestaciones económicas o extraeconómicas. Lo que,
en 1972, decía o parecía envidiar de la antropología era, en efecto, su apego
al contexto, a la situación concreta (es decir, a las instituciones, a la
historia, etcétera). Entregados a la técnica de la observación participante,
los etnógrafos reúnen sus datos, hacen acopio de lo que les transmiten sus
informantes, sabiendo que cada hecho forma parte de una cadena de hechos de los
que no puede amputarse impunemente. Pero, además, Grendi asumía la tradición de
la antropología sustantivista, la tradición que, a partir de la teoría del don
y del principio de reciprocidad,
vinculaba a Polanyi, a Mauss, a Boass o a Malinowski. El objetivo
de esa perspectiva no era la mera importación de modelos etnológicos --añadía
el italiano en esas fechas--, sino interrogarse sobre la evidencia
supuestamente incontrovertible de algunas categorías: en concreto aquellas que,
de matriz económica, se habían incorporado a la disciplina histórica como si
fueran obvias en sí mismas, las de mercado y racionalidad. Ambos conceptos, que
constituían desde antiguo objeto preferente de la microeconomía, se abordaban
desde esta última disciplina como nociones lógicas subordinadas a la teoría de
la elección racional, en principio, una teoría normativa. En este caso, las
actividades económicas, al menos desde la perspectiva marginalista, se
explicaban a partir del postulado de la maximización y ello servía tanto para
explicar las elecciones de los empresarios como las decisiones de los
consumidores. En este sentido, aun adoptando el enfoque micro, la economía
expulsaba los contextos reales de dichas elecciones y, en ese sentido, era
escasamente fructífera para los historiadores, al menos en comparación con los
usos y los rendimientos de la perspectiva micro entre los antropólogos.
¿Pero eran todas las antropologías
variantes de una disciplina contextual, variantes de una disciplina que siempre
otorgaría relevancia al contexto? Los Annales
habían recibido una fuerte influencia de la perspectiva antropológico‑estructural
y, como tal, el impulso etnológico que aquella publicación podía experimentar
tenía más que ver con el análisis de invariantes, con el estudio de reglas y,
en definitiva, con la posibilidad de establecer modelos. Por eso, precisamente,
es por lo que Claude Lévi-Strauss marcaba diferencias con la historia
"tradicional" como disciplina de la acción y celebraba la proximidad
del modelo braudeliano al estudio de lo inconsciente, según leemos en el primer
capítulo de su Antropología estructural.
Por el contrario, la variante anglosajona, al menos desde E.E. Evans‑Pritchard, había reivindicado, más allá de la
formalización, el estudio singular de casos concretos dotados de su particular historicidad. La reivindicación
de la historia hecha por los antropólogos daba unos resultados contrarios a lo
sucedido en el caso francés. Por eso, precisamente, es por lo que Past and Present tuvo desde sus orígenes
una impronta bien diferente a la que podemos apreciar en los Annales de las mismas fechas. Como
apostilló años después Clifford Geertz, cuando los antropólogos optan por lo
microscópico no es por incapacidad teórica o generalizante, no es por estar
apegados a una teoría humanista de la acción, como deplorarían Lévi-Strauss y
la generación de estructuralistas que encabezó. Si optan por lo microscópico
--añadía el etnólogo norteamericano en La
interpretación de las culturas-- es porque el investigador se propone
analizar los mismos "megaconceptos" con los que se debaten las
ciencias sociales contemporáneas, pero partiendo del saber extraordinariamente
abundante que tiene de cuestiones extremadamente pequeñas. ¿Hay alguna
coincidencia en lo dicho por Geertz a propósito de lo microscópico en etnología
y lo que defendiera Grendi para la historia?
Como se puede observar, la defensa
de esta perspectiva no tiene, en principio, nada que ver con los postulados en
los que se basa la microeconomía, una microeconomía en la que sus practicantes
analizan teóricamente la conducta del consumidor racional. Y no tiene que ver
porque en un caso estamos ante una teoría normativa y, en otro, nos hallamos
ante una teoría explicativa: lo micro en historia, de acuerdo con Grendi, tiene
que ver más con el contexto, con el análisis circunstancial que los etnólogos
anglosajones asumen mancomunadamente (y ésta es, en fin, una generalización que
nos consentimos). Por tanto, la primera consecuencia que se extrae de aquella
temprana propuesta, la que hiciera Grendi a la altura de 1972, es la reducción de la escala de observación.
Pero, como decíamos, más allá de este procedimiento, lo que Grendi defendía era
el análisis de las relaciones sociales, los modos de interacción múltiples y
complejos que se dan entre sujetos operantes en un contexto histórico. Ahora
bien, el estudio relacional y, a la vez, la reducción de la escala sólo podían
ser practicables en aquellos dominios en los que, por sus pequeñas dimensiones,
el análisis pudiera realizarse y, además, ser significativo. De entre los
textos que entonces publicara, dos son especialmente en los que desarrolló esta
tesis. El primero de ellos es una respuesta dada por Grendi al modelo analítico
de la burguesía francesa adoptado por Adeline Daumard y sus colaboradores. En
aquel texto ("Il daumardismo: una via senza uscita?", 1975), les
reprochaba el cartesianismo formal de las categorías empleadas para
homogeneizar extracontextualmente los datos patrimoniales de los burgueses de
cinco ciudades francesas: intentado que fueran congruentes, esas informaciones
carecían de vida y sólo consentían
comparaciones muy externas, numéricas, sin nombres, sin relaciones y sin
que el lector supiera el valor simbólico que el contexto daba a cada objeto.
Es por eso por lo que, poco tiempo
después, hacia 1977, Grendi defendería expresamente el estudio microanalítico
--y así lo llamaba-- en el seno de aquellas formas de agregación social y
política más reducidas que las que podían representar el Estado o la nación: ¿y
por qué debe ser el agregado nación --y no la comunidad o la ciudad o el
oficio-- el lugar de elección para el estudio de estas transformaciones?, se
preguntaba. Si, a juicio de Grendi, la historia social había de tener por
objeto la reconstrucción de la dinámica de los comportamientos sociales (es
decir, de las relaciones), en ese caso la aldea campesina o el barrio urbano,
que se manifiestan como formas diversas de comunidad, son las áreas
privilegiadas de dicho análisis, leemos en "Micro-analisi e storia
sociale". Es ésta una tesis que
nuestro autor no ha modificado sustancialmente y, de hecho, muchos años
después, en 1994, cuando reevaluaba el microanálisis histórico acababa su
reflexión en los mismos términos, reivindicando otra vez la reducción de la
escala para así hacer florecer el contexto, para así emprender una historia
social en la que los estudios de comunidad permitiesen exhumar la compleja red
de las relaciones sociales.
¿Cuáles fueron los referentes que
le permitieron fundamentar aquella temprana propuesta microanalítica? No son
siempre los mismos, no son exactamente los mismos aquellos que defendiera en
1972 y los que menciona, por ejemplo, en 1993 con motivo de la publicación de Il Cervo e la Repubblica. Hay, sí,
coincidencias y hay lealtades que permanecen, y, entre éstas, hay una
inclinación evidentemente anglosajona, muy poco "francesa", sobre la
que convendrá demorarse. A este historiador italiano, por ejemplo, se debe la
difusión en Italia de ciertos autores que, para las fechas en las que comenzó a
divulgarlos, no eran muy conocidos. Sin duda, que estos referentes
pertenecieran al ámbito anglosajón no es extraño si se tiene en cuenta la
productiva estancia que este autor disfrutara en la London School of Economics
de la posguerra. Este hecho permite entender la línea de investigación que
Grendi recorre desde los años sesenta, una línea con objetos variados, una línea
que se inicia con la historia del movimiento obrero y, especialmente, con la
difusión de la obra de los historiadores marxistas británicos que se ocupaban
de ese tema. En una entrevista publicada en 1990, Giovanni Levi le atribuye a
Grendi un carácter "inglés", y esa atribución es algo más que una boutade. Decía Thompson en "The
peculiarities of the English" que el mejor idioma de los anglosajones
habría sido aquel en el que confluyen históricamente el léxico protestante, el lenguaje individualista, el empirismo
y, en definitiva, aquel que se propone abatir los universales. Pues bien, esos
atributos son probablemente los mismos con los que se revistió Grendi en (y
desde) su temporada londinense, hecho que es aún más llamativo si tenemos en
cuenta su procedencia, la de una historiografía en la que el peso del
historicismo y del idealismo había sido y seguía siendo muy grande. Quizá por
esta razón --quizá por este empirismo en el que se nutrió-- es por lo que pueda
entenderse mejor el relieve que este autor iba a dar a la noción de contexto,
una noción en este caso entendida a la manera de E. P. Thompson. Quizá por esta
razón --quizá por esta lealtad-- es por lo que pueda entenderse que haya sido
este investigador italiano aquel que más ha contribuido a difundir en su país
la obra del historiador británico.
¿Qué
lección aprende nuestro autor de la obra de Thompson? Grendi lo expresó con
toda claridad en 1981, justamente en la introducción que hiciera a un volumen
recopilatorio de aquél, en un volumen que servía de compendio de algunos de sus
trabajos menores y que, al estar editado en la colección
"Microstorie", podía tomarse como la invocación microanalítica de
Thompson. Además del sano y descreído empirismo que caracteriza a la tradición
británica --ajena, por tanto, a los excesos de los "cartesianismos" y
de los idealismos continentales--, Grendi aprecia en su obra dos virtudes. En
primer lugar, la reivindicación del protagonismo de los individuos y de los
grupos sociales, de la human agency;
en segundo término, la rigurosa contextualización del objeto histórico, en este
caso de las acciones. A partir de estos supuestos, a juicio de Grendi, Thompson
censura ciertos vicios de su propia tradición ‑‑la marxista‑‑
que, obsesionada por el cientifismo, parece haber olvidado en ocasiones la
mirada abierta, exploratoria y autocrítica, en definitiva, el uso constante de
la razón activa. El uso de esa razón crítica le habría permitido investigar no
tanto la lógica (estructural) del capital cuanto su proceso histórico de
formación: le habría permitido también sacudirse la desgraciada metáfora base‑superestructura,
que tantos reduccionismos había provocado en el estudio de las instituciones y
de la cultura; y le habría permitido finalmente abordar a los protagonistas de
ese cambio: las clases populares y los individuos que las integran. En este
caso, la acción humana sólo puede
explicarse en su contexto, pues las decisiones y sus implicaciones son fruto de
una elección que es inextirpable de la propia experiencia acumulada y de las informaciones que se reúnen. Sin
embargo, Grendi le reprochaba a Thompson tres vicios: la relativa elementalidad
y el deliberado impresionismo de sus categorías, el silencio acerca de las
estructuras extraintencionales, acerca de las coerciones y de los
determinismos y, a la postre, el tono
conmemorativo que empleaba. En suma, la lectura que Grendi realiza de Thompson
intenta subrayar la forma con la que éste aborda el estudio contextualizado de
los individuos y de los grupos a través de un estímulo propiamente
antropológico. Eso le permite --añade el historiador italiano-- disolver
teleologías de la historiografía conservadora y las banalidades de la tradición
marxista. Para nosotros ‑‑dice en efecto Thompson en un ensayo
recogido ahora en Agenda para una
historia radical‑‑, el estímulo antropológico no se propone la
formación de modelos, o no se resuelve con la construcción de modelos, sino que
se expresa con la identificación de nuevos problemas, con la percepción
diferente de problemas antiguos con ojos nuevos.
Esta
mirada distanciada y crítica que Grendi aprecia en Thompson la lleva hasta el
extremo, hasta un extremo en el que poder hallar ciertas afinidades con otro
autor, también instalado en la tradición británica, un autor que años antes
había efectuado una lectura igualmente heterodoxa y "etnológica" del
proceso de formación del capitalismo. Se refiere a Karl Polanyi. Quizá puedan
sorprendernos las sintonías que Grendi establece entre ambos autores: mientras
uno pertenece a la tradición marxista, el otro no; mientras uno se expresa como
antropólogo, el otro lo hace como historiador. Sin embargo, ambos comparten un
mismo interés ‑‑la exégesis crítico‑analítica del proceso de
formación del capitalismo‑‑ y, además, lo desarrollan con instrumentos
y categorías heterodoxos. En ese sentido, el atractivo que Karl Polanyi ejerce
en Grendi resulta perfectamente comprensible: la experiencia teórica de este
último autor --dice-- ha influido por igual a historiadores y antropólogos,
aunque fundamentalmente en el ámbito anglosajón. En efecto, este investigador,
al que se le conoce como un antropólogo de la economía, desarrolló parte de su
obra en Gran Bretaña y en Estados Unidos a partir del temprano exilio que le
alejó de su Budapest natal, de ese Budapest en el que la familia Polanyi
compartía amistad y camaradería intelectual con Lukács. De todas sus obras,
aquella que constituye un clásico todavía vigente es sin suda la que lleva por
título La gran transformación,
publicada originalmente en 1944 y pronto editada en su primera y parcial
versión castellana por Claridad, de Buenos Aires. En ésta y en otras
investigaciones, Polanyi desarrolla, como se sabe, un análisis del sistema de
mercado y de sus orígenes, comprobando la historicidad del contrato y del
beneficio y subrayando el carácter de economía "incorporada" que
tienen los distintos tipos de transacciones. Es decir, la economía funciona,
antes del capitalismo, como un subproducto de las obligaciones de parentesco,
políticas y religiosas, quedando los medios de subsistencia garantizados como
un derecho moral que derivaba de la pertenencia a una comunidad humana. En ese
sentido, reciprocidad, redistribución e intercambio constituyen formas de
transacción que son diversamente dominantes según las sociedades históricas o
simultáneas, según jerarquías internas de esas mismas comunidades.
A partir de estos supuestos, dos
son las ideas que nuestro autor trata de desmentir. Por un lado, la de que los
mercados puedan contemplarse como la forma omnipresente de la organización
económica. Por otro, la de que esa misma organización determine la estructura
social y la cultura en todas las sociedades. De ser ciertas estas premisas en
algún momento histórico, sólo se cumplirían por entero bajo el capitalismo concurrencial
dominado por el mecanismo del mercado autorregulado. Frente al axioma smithiano
del interés económico como móvil de la acción social, frente a la reevaluación
de Robinson, del homo oeconomicus de
la tradición neoclásica, Polanyi subraya la certidumbre inversa: el hombre no
tiene una propensión innata al tráfico. Es sólo la necesidad social de
organizar los recursos el factor que conduce al cambio. En ese sentido acepta
alguno de los supuestos marxistas para el análisis de la economía capitalista,
supuestos que no podrían generalizarse para las sociedades primitivas y
arcaicas. Por tanto, la conclusión que extrae Polanyi es la de que la
estructura institucional del capitalismo concurrencial escindió la economía de
la sociedad y del Estado, transformando el trabajo y la tierra en mercancías y
organizando su oferta como si, en efecto, fuesen artículos elaborados para ser
vendidos. Esta es "la gran transformación" que se experimenta en
Occidente y de la que nacen los mercados "incontrolados", en los que la
economía ha dejado de estar incorporada a la sociedad.
Tal
vez hoy ya no nos sorprenda la tesis en la que se sustentan estos argumentos.
Sin embargo, no hay que olvidar la época en la
que estas ideas se expresan. Probablemente, lo que sí que nos puede
sorprender es la escasa o nula recepción que este autor tuvo en Italia o en
Francia hasta los años setenta, hasta los años de la crisis energética e
industrial, cuando Grendi, en un caso, y Annales,
en el otro, empezaron a difundirlo. La operación de recuperación del autor
húngaro se potencia en Italia con la edición de La grande trasformazione, un volumen que aparece en Einaudi en 1974
y del que Grendi publicará una extensa y significativa reseña en la Rivista storica italiana, el principal
medio corporativo de los investigadores
de aquel país. Pero esa operación de difusión se consuma con Polanyi. Dall'antropologia economica alla
microanalisi storica (1978), una obra rara --la obra de un historiador
presentando a un antropólogo de la economía-- : una obra de introducción de la
que es autor Grendi y en la que su subtítulo es suficientemente explícito de
las intenciones que el historiador le da.
En
una primera parte, el investigador italiano describe y analiza las categorías
polanyianas, poniéndolas en relación con la antropología social inglesa, con el
sustantivismo económico y, al fin, con la antropología marxista. En la segunda
parte, por el contrario, la figura de Polanyi pierde relieve para dar paso a un
uso productivo de sus conceptos y enfoques de modo que permitan fundar una
nueva mirada sobre viejos temas. En definitiva, Grendi se propone abatir dos
rasgos recurrentes del trabajo histórico y que son dos vicios de origen. Para
ello toma a Polanyi como excusa teórica que le permita desarrollar la
aproximación microanalítica en historia. Al hacerlo así, aspira a destruir el
teleologismo implícito o explícito que ha informado buena parte de los análisis
histórico‑económicos del capitalismo. Al hacerlo así, aspira también a
combatir el referente normativo con el que los historiadores suelen evaluar la
modernidad de las sociedades que estudian, y del que son ejemplo fehaciente los
hilos conductores "progresistas" que se incluyen en los manuales o
libros de texto, según denunciara expresamente Grendi en un artículo posterior,
de 1979. El rechazo de esos errores procedimentales le facultarán --añade--
para poner en práctica los estudios de comunidad. De ese modo, leemos en ese
volumen de 1978, podremos pasar del "micro" de la unidad doméstica al
"macro'' de la propia sociedad, y ello a través de la comunidad entendida
como forma de agregación socioespacial intermedia. Este procedimiento
--concluye-- se opone a aquel otro, característico de tantos y tantos
historiadores, que define los rasgos generales de esa sociedad y de las
relaciones interpersonales de modo ideal-típico, haciendo abstracción de su
base espacial y de escala.
Al
margen de que la unidad doméstica, la comunidad o el mercado puedan ser
objetos, nuevos o viejos, que se introducen o se reintroducen en el discurso
histórico de aquellas fechas, la lección que extrae Grendi es más propiamente
la de una mirada microanalítica que no da por supuesto ningún elemento que no
se explique en su relación contextual. Esta última aseveración nos permite
precisamente volver sobre una de las certidumbres que Thompson sostiene y que
Grendi defendía ardorosamente: la historia como la disciplina del contexto,
entendiendo por tal que el análisis que se realice sobre cualquier hecho
histórico sólo pueda adquirir significado dentro de un conjunto de hechos y
siendo también cada uno de ellos un eslabón de una cadena. Y esto es lo que permite a Grendi
relativizar una de las características más celebradas de la historiografía
annalista: la interdisciplinariedad. Su preocupación no es la de estar atento
sin más a las innovaciones de las ciencias sociales para ejercer sobre ellas un
canibalismo interesado, sino, por el contrario, obligar a las categorías y a
los métodos a confrontarse con el hecho inerte cuyo significado no se lo dan
esas ciencias extrahistóricas, sino la red de relaciones factuales y personales
de la que es inseparable. Se expresa, pues, desde el más consciente realismo
histórico, desde una noción de realidad externa en la que es el observador el
que se supedita a los dictados del material empírico, en la que es el
investigador el que se esfuerza por captar la pertenencia social de lo que estudia.
Esa idea de contexto no le lleva entonces, en aquellas fechas, a combatir las posiciones escépticas --tal
vez porque el peso del neopirronismo histórico era escaso frente al dominio de
las viejas formas de positivismo--, pero será en los noventa, en particular en
su contribución de 1994, cuando la asuma desde el punto de vista cognoscitivo
para oponerse al relativismo epistemológico. ¿Por qué esta demora? Pues porque
en la agenda de Grendi esta propensión sólo se incorpora cuando otros
microhistoriadores la conviertan en el centro del debate histórico. Lo curioso,
lo personal y lo irónico es que este investigador la empleará para oponerse a
las desventajas o a los riesgos de otras formas de microhistoria.
La
idea de contexto es, pues, tal y como Grendi la expresa, una vieja lección que
la etnología había asumido. Por eso no es extraño que este historiador
privilegiara la aproximación a la antropología, pero que lo hiciera sobre los
supuestos que el propio Thompson había delimitado. Por esa razón, cobra
protagonismo la descripción polanyiana de la economía incorporada, entendiendo
por tal la imposibilidad de separar la instancia económica de la sociedad y,
por tanto, obligando al investigador a efectuar una lectura total de un hecho que no consiente una
única mirada disciplinaria. Y, en ese sentido, Grendi elige como objeto
preferente las formas de agregación intermedias, en la medida en que éstas
permitan aplicar esa mirada total que reclama.
Es por eso por lo que algunos autores del Network Analysis y sus concepciones sociales serán importantes para
este historiador. Si de lo que se trata es de reconstruir una red de relaciones
sociales en aquellos agregados en los que la reducción de escala permite su
exhumación, entonces autores también anglosajones como Jeremy Boissevain o
Fredrick Barth serán imprescindibles, el complemento necesario. ¿Por qué razón?
Porque le permiten pensar al sujeto como un ego o como un empresario que se
sirve de sus conocimientos personales y de sus interacciones sociales para
hacer valer sus intereses, pero asumiendo que aquellas relaciones son a la vez
su propia cárcel, el límite frecuentemente infranqueable que lesiona su
maximización, el freno que opone resistencia al despliegue de una racionalidad
olímpica, incondicionada. Lo dice expresamente en 1993, en Il Cervo e la Repubblica. En su caso, sin embargo, la adopción de
la metáfora de la red para el estudio de las relaciones sociales y, por tanto,
su reivindicación del estudio de las esferas de acción y de influencia de los
individuos no le llevan a aceptar finalmente el individualismo metodólogico. En
1977, en aquella primera formulación del microanálisis histórico, se expresaba
con alguna ambigüedad, hasta el punto de que parecía observar con simpatía ese
enfoque, tal vez porque en aquellas fechas el dominio francés de la historia
estructural era omnipresente; en los años noventa ya no será así, y la red se
convierte en su discurso en la imagen de las coerciones y de las
determinaciones que limitan la acción de los individuos. La ambivalencia con
que contempla el individualismo metodológico es perfectamente razonable y, a
nuestro juicio, en estrecha sintonía con la actitud que mantuviera Thompson.
Evaluando las concepciones de la acción que profesó, Anthony Giddens atribuía
al historiador británico una adhesión implícita al individualismo metodológico.
Thompson no lo admitió; Grendi, tampoco. ¿Pero hay en estas posiciones algo que
desmienta la tesis básica del individualismo metodológico, aquella según la
cual la historia es resultado de las elecciones y acciones de los individuos y
que su conocimiento es reducible al de esos individuos, de sus propiedades y de
sus actos?
Concluyamos esta primera aproximación. A pesar de las sugestivas y
ambivalentes implicaciones que este programa de investigación tiene para la
historia desde una perspectiva microanalítica, y más allá de los acuerdos o
desacuerdos que podamos admitir, el conocimiento internacional que se tiene de
Grendi es muy reducido, muy minoritario, y de ese injusto trato que la suerte
le inflige parece lamentarse abiertamente en 1994. Es más, hay en ese texto,
titulado significativamente "Ripensare la microstoria?", un tono de
reproche, de ironía dolida, un tono que le permite marcar distancias con
respecto a su principal rival, Carlo Ginzburg, y de eso es prueba fehaciente el
interrogante con que matiza la propuesta. Pone siempre entre comillas las
palabras microhistoria y microhistoriadores y se profesa nuevamente seguidor
del microanálisis histórico, una etiqueta de menor éxito, un rótulo más
modesto, menos enfático, pero una designación que le sirve para subrayar la
metadisciplinariedad de la perspectiva
(microanálisis), una perspectiva en donde el adjetivo (histórico) alude sólo a
una de las formas posibles que adopta un enfoque compartido por diversas ciencias. ¿A qué se debería, pues, su menor conocimiento
internacional?
No creemos que ese desconocimiento
se deba a las aristas de su programa, ni a las posibles incoherencias que
podamos hallar en estas propuestas. No creemos tampoco que su escasa
repercusión se deba a la tensión irresuelta que se da en Grendi entre el
relieve dado a la human agency y la
oscuridad o la ambigüedad con las que se refiere al individualismo
metodológico. Creemos, por el contrario, que si su microanálisis no ha tenido
más repercusión se debe a que no cuenta con una obra como El queso y los gusanos. Si el éxito de un historiador se mide por
el genio que expresa en una obra, como apuntaba Marrou; si en la fortuna de una
monografía interviene principalmente la escritura, los modos de escritura, y
menos los datos y las informaciones con que se inviste, como apostillaba Veyne;
en ese caso, deberíamos convenir en que no hay tal cosa en Grendi. Más aún,
como añadía Giovanni Levi (1995), uno de los discípulos más aventajados y
agradecidos, su escritura, sometida a una depuración tortuosa, es oscura,
"ilegible", poco placentera, incluso descuidada, añadiríamos
nosotros. Que su obra haya tenido escaso
eco no quiere decir, sin embargo, que a Edoardo Grendi no se le cite,
pero en este caso, cuando con motivo de la microhistoria, se alude a su persona
es porque se le reconoce la paternidad de
un oxímoron afortunado ‑‑lo "excepcional normal"‑‑,
oxímoron que compendiaría la tarea cognoscitiva de la perspectiva micro. A esta
fórmula retórica, como a las metáforas a las que son tan afines los
microhistoriadores, se le ha dado un relieve desproporcionado. Ya lo decíamos
en 1993, en "El ojo de la aguja", y sobre ello se pronunció el propio
Grendi un año después.
¿Qué era eso de lo excepcional
normal? Según leemos en su artículo de 1977,
el historiador trabaja habitualmente con muchos testimonios indirectos:
en esa situación, el documento excepcional puede resultar excepcionalmente
"normal", justamente por ser relevante. Con esta fórmula
contradictoria, paradójica, Grendi, más que referirse al objeto de
investigación, alude al problema de las fuentes, polemizando implícitamente con
la cuantificación y la serialización características de la historia annalista.
Así, su afirmación subraya el uso frecuente e inevitable de documentos
indirectos o en negativo ante la falta de testimonios explícitos que nos den
información de primera mano. En ese caso, lo excepcional puede revelar
efectivamente en negativo aquello que definiríamos como normal, pero eso no
implicaba que Grendi estuviera defendiendo en 1977 o en 1994 la adopción de
casos excepcionales, raros, extravagantes, extemporáneos o periféricos para el
estudio histórico. Por eso es por lo que su noción de contexto le sirve para
"normalizar" los objetos estudiados; por eso es por lo que, a su juicio, la conducta y las ideas de Menocchio --el
molinero que estudiara su rival en El
queso y los gusanos-- podían ser analizadas desde la red de relaciones
sociales en las que se inserta su vida y no forzando el caso como si éste fuera
explicable desde una cultura extracontextual, extralocal, como hace Ginzburg.
Así se expresaba en 1994 y así concluía haciendo aún más explícita la rivalidad
que los enfrentaba.
4.
El texto más célebre --el primero pero también el más incompleto-- que Ginzburg
ha publicado sobre la microhistoria es el que lleva por título "Il nome e
il come", traducido en castellano en los años noventa con el título de
"El nombre y el cómo". Es un pequeño ensayo (1991) escrito con Carlo
Poni y aparecido originariamente en 1979, es decir, dos años después de que
Grendi defendiera su opción ("Micro-analisi e storia sociale") en la
misma revista, en Quaderni storici.
¿Es exactamente un manifiesto metodológico y programático de una nueva
corriente, o es, por el contrario, un artículo circunstancial en donde hallamos
breves apuntes acerca de lo que sea la microhistoria? Dicho texto fue concebido
originariamente como una comunicación presentada en un coloquio celebrado en
Roma sobre Annales y la
historiografía italiana. Más allá de las comparaciones y de las dependencias
que observan entre Italia y Francia, los autores tenían una propuesta,
defendían una opción, en concreto un tipo de investigación fundada en el
nombre. ¿En el nombre? ¿Qué quiere decir esto? Como decíamos a propósito del
paradigma annalista triunfante en los años sesenta y setenta, la serialización
y el anonimato eran unos modos específicos --los modos específicos-- de la
historia social. Si esa nueva historia social tenía por objeto exhumar la
acción de las clases populares, y éstas habían dejado escasa huella de sí,
pocos vestigios documentales, François Furet defendía la reconstrucción
estadística, una reconstrucción hecha con las grandes magnitudes y ajena por
tanto al rastreo personal de los nombres que rotulan una vida. Frente a esta tesis, que llegó a ser palabra
de orden entre los annalistas, Ginzburg y Poni sostendrán algo bien distinto,
algo que está en evidente sintonía con lo argumentado por Grendi en 1975 y que
justamente le había servido para reprochar a Adeline Daumard su cartesianismo.
Opuestos a la despersonalización homogeneizadora, a la descontextualización y
al olvido del simbolismo que entrañan las acciones y sus productos, Ginzburg y Poni defendían la individualización de
la historia: buscar al mismo individuo o grupo de individuos en contextos
sociales diferentes. El hilo de Ariadna con que se guía el investigador en el
laberinto de los archivos --añadían-- es el que distingue a un individuo de
otro en todas las sociedades que conocemos: el nombre, el nombre propio.
La
reconstrucción basada en el nombre no abandona necesariamente, según sostienen
ambos, la fuente serial o, mejor, la
investigación serial. Sin embargo, lo que las diferencia es tomar o no el
anonimato como resultado final. En efecto, el centro de gravedad del tipo de
investigación micronominal que proponían persigue a individuos concretos,
buscando descubrir una especie de tela de araña tupida a partir de la cual es
posible obtener la imagen gráfica, la representación, de la red de relaciones
sociales en que el individuo está integrado o de la que forma parte. Enunciada
así, la conclusión a la que llegaban no era en principio muy diferente a la que
había propuesto Grendi. Desde este punto de vista, no debe extrañar, pues, que
los autores rescataran el oxímoron de aquél, aunque, en este caso, ampliando
polémicamente sus significados. Y ésta es ya una prueba temprana de la
distancia que separará a Ginzburg de Grendi, una distancia que se hace formal,
evidente, explícita en los años noventa. ¿En qué consistían los registros dados
ahora a lo excepcional normal? En un primer sentido, un documento realmente
excepcional (y por ello estadísticamente poco frecuente) puede ser mucho más
revelador que mil documentos estereotipados. Según otro significado, lo
excepcional normal alude a determinados Case
Studies y, por tanto, a objetos de investigación que son
extraordinariamente extravagantes para nuestro sentido común, pero normales en
sociedades precapitalistas, si no de derecho al menos de hecho.
Es
en este último punto y en esta última acepción en los que los autores ensanchan
el sentido de lo excepcional normal hasta proponer un tercer registro. Grendi y
Ginzburg (y Poni) comparten la personalización ‑‑"il
nome"‑‑ del objeto de investigación, para lo cual la reducción
microanalítica les parece la más conveniente. De ese modo, se proponen
reconstruir la red de relaciones formales o informales de los sujetos, y, en suma, la actividad intencional de los
individuos, para lo cual la fuente serial y otras que no consienten la
cuantificación pueden ser contempladas desde la misma perspectiva nominal. En
definitiva, también hay un interés similar por las aportaciones relevantes de
otras disciplinas sociales y, en particular, por la perspectiva antropológica.
Ahora bien, a partir de estas coincidencias, Ginzburg y Poni hablan de lo
excepcional normal como si este oxímoron implicara también la creación de
objetos de investigación definidos a partir de esta cualidad, algo que se aleja
de la pretensión originaria de Grendi. La importancia de este último aspecto es
capital en la medida en que los autores lo sostienen tres años después de la
aparición de El queso y los gusanos
y, por tanto, cuando existe un claro referente que puede dar sentido a ese nuevo significado de lo excepcional
normal: un extraño molinero, lector contumaz, extravagante y previsible,
creador y sabedor de metáforas orgánicas que describen el mundo y su génesis;
un excepcional campesino a cuyo interior llegan tradiciones populares de las
que ni siquiera es consciente pero a partir de las cuales el historiador se
propone reconstruir un pequeño fragmento de la cultura popular y de la
cosmogonía moderna. Pero, además, la publicación de "El nombre y el
cómo" coincide en el tiempo con la difusión de "Indicios", un
célebre ensayo de Ginzburg sobre el paradigma indiciario, un texto en el que,
como veremos inmediatamente, se defiende un modelo epistemológico de base
conjetural, un modelo en el que el historiador se aventura con hipótesis
excepcionales para dar sentido a objetos que también lo son. Esto es, leyendo
"El nombre y el cómo" e "Indicios", se tiene la impresión
de que constituyen dos racionalizaciones retrospectivas de una investigación
que es previa o simultánea; se tiene la impresión de que sirven, entre otras
cosas, para defender teóricamente --apelando a lo excepcional normal-- la
conversión de un objeto extraño en una vía de acceso al universo corriente de
las clases populares y de su cultura.
Por tanto, partiendo de lo
excepcional normal son tres los significados que se le atribuyen a la
microhistoria, son tres los hallazgos. Uno hace referencia a las fuentes, otro
a los objetos de investigación y el último alude al método de conocimiento y a
las inferencias a aplicar. En efecto, una cosa es lo excepcional normal en el
sentido de Grendi, es decir, el documento no serializable pero significativo
por revelador; otra cosa distinta es buscar un objeto de investigación que, por
su condición extraña pueda descubrir en negativo, o por fragmentos, hechos o
procesos históricos normales, colectivos; y otra, finalmente, es el indicio
como mecanismo de creación de un paradigma cognoscitivo, la huella escasa pero
igualmente reveladora a la que hay que dar con audacia un significado. El
indicio es característico de determinadas prácticas o disciplinas. Ginzburg
describe a este propósito el uso del paradigma indiciario en la crítica de arte
para atribuir, mediante signos pictóricos marginales, autorías en disputa o
ignoradas (Morelli); en el método detectivesco para hallar las pruebas de
inculpación o exculpación de crímenes o delitos (Sherlock Holmes); o en el
psicoanálisis para detectar los síntomas --los representantes de las
pulsiones-- propios de la psique profunda (Freud). La mirada que convierte un
dato en indicio es un mirada basada en la sintomatología o
"semiótica" médica: son los ojos de un médico que pueden ver más allá
de la epidermis. En efecto, lo que tienen de común los protagonistas o los
creadores de esos tres ejemplos es su condición médica. Ginzburg insiste sobre
ello estableciendo evidentes analogías entre la historia y la medicina como
prácticas basadas en testimonios indirectos, observaciones indiciarias e
inferencias conjeturales. Es ésta, la de la analogía entre la historia y la
medicina, un tesis antigua, una tesis que reaparece periódicamente, que llega
hasta Ginzburg pero de la que se hizo eco contemporáneo un gran helenista,
maestro de este historiador e historiógrafo distinguido: Arnaldo Momigliano.
Si aceptamos esta idea, si le admitimos
que la historia es la disciplina de lo concreto reconstruido indirecta y
oblicuamente, mediante indicios, su método será el de la abducción. Esta última
fue analizada y descrita por el filósofo pragmatista Charles S. Peirce. La
inferencia abductiva es aquella en la que, poniendo en relación una regla y un
resultado, obtenemos un caso; es decir, sabemos que este resultado que
alcanzamos puede ser el caso de una regla que hemos sometido a hipótesis. La
deducción prueba que algo tiene que
ser; la inducción muestra que algo es
actualmente operativo; la abducción sugiere que algo puede ser. En efecto, el proceso abductivo interviene siempre que
hay que poner en relación un hecho, al que sólo podemos acceder con pruebas,
con testimonios o con indicios, de modo que esa inferencia permita ser
verificada. Reconocer que el conocimiento histórico siempre es abductivo no
implica caer en una suerte de relativismo. Significa solamente que el
historiador no puede acceder de manera directa a una realidad que, por
principio, le es opaca, impenetrable, muerta y, por principio, irrestituible,
como lo es el crimen y su escenario. Pero su intención es recuperar un pasado
que, aunque se le resista, es posible devolver de algún modo al presente.
¿Cuáles son los mecanismos de esta restitución tentativa y parcial? El uso de
un material ‑‑la fuente histórica‑‑ que siempre es indirecto, vicario, es decir,
un signo. En ese caso, el procedimiento es similar al que desarrollan las
disciplinas sintomáticas, esto es, operar con escasas informaciones que,
gracias a su atinada descodificación, permitan captar algo de lo que parecía
inerte, insignificante, sin sentido. En definitiva, la operación es encontrar
los parentescos de significado de un material siempre escaso por naturaleza, ¿Parentescos de significado? ¿De
dónde toma Ginzburg esta voz y, sobre todo, los usos que le va a dar?
El historiador es como un sabueso,
alguien que husmea, alguien que olfatea, que desconfía, que sabe de las íntimas
e insospechadas relaciones de la realidad, alguien que ve porque sabe mirar,
porque sabe buscar. Ocupado de aclarar asuntos extraños o aparentemente
carentes de sentido, ese investigador está despierto porque sabe que no puede
renunciar a su objeto, porque sabe que debe proponer interpretaciones
verosímiles apoyadas en datos empíricos. Es como el detective que basándose en
huellas menores avizora conexiones que para otros son simplemente invisibles.
¿Y qué conectaría ese historiador? Los objetos de los que se ocupa Ginzburg son
las formas culturales. Por tanto, la mirada de sabueso --la mirada
sintomática-- le permitiría trabar
relación entre esas formas, próximas o lejanas, inmediatamente afines o
históricamente distantes. Si la historia es un proceso en el que los efectos de
los actos y de los productos humanos no siempre se agotan ni se olvidan, sino
que pueden dilatarse más allá de la conciencia de sus responsables, es posible
hallar consecuencias, traslados y contagios constatables en la larga duración.
Si, además, esos actos y esos productos están sometidos a la cárcel de un
estructura social y cultural de la que son emanación, en ese caso los objetos
tratados pregonan en voz alta corrientes que son subterráneas o alejadas en el
tiempo. El ejemplo más célebre de este tratamiento histórico es el de
Menocchio, el molinero de El queso y los
gusanos; el más extremo es el que hallamos en Historia nocturna. De ese modo, lo que empezó siendo la historia de
un individuo se revela al final como la historia de una colectividad o, mejor,
como la historia de una cultura popular cuyas corrientes subterráneas emergen
en cualquier espacio de la humanidad allá en donde se dan las condiciones de
expresión, allá en donde se condensan o confluyen.
En ese caso, pues, Menocchio es o
puede ser tomado como un síntoma, como el dato revelador de algo que lo
trasciende, como el signo de algo que está ausente pero del que sería expresión
parcial o representación. El historiador lo toma, pues, como una vía de
ingreso, como ese punto concreto y expedito que permite, al modo de Verne,
acceder al centro de la tierra. Los datos que hacen del molinero un caso --y
que en principio parecen corresponder al delirio o a lo inexplicable-- son las informaciones de partida, y las
conexiones con las que el historiador se aventura son las interpretaciones
resultantes. Pero...¿conectar con qué? Si es extraño, excepcional en el sentido
corriente de la expresión, ¿cuáles serán la fuentes de esa concepción tan
extravagante? La audacia de Ginzburg trataría de aclarar un caso
"raro" y el modo de que sirve es, como anticipábamos, el de los
parecidos de familia. Esa expresión es propia de la morfología y, en esta
acepción, la morfología es una disciplina fundada sobre Vladimir Propp a la que
Ginzburg le empareja Ludwig Wittgenstein. Lo dice expresamente en Mitos, emblemas, indicios y lo dice como
el descubrimiento personal que es, como el hallazgo doctrinal de un modo de
proceder que es antiguo y que él mismo practicaba pero del que no tenía los
referentes claros. Tal y como lo insinúa, es el Wittgenstein que hizo
comentarios a La rama dorada de
Frazer el que, en efecto, completa esa mirada morfológica de la que él es
portador. La mirada morfológica es la de quien se ocupa de encontrar
filiaciones entre formas (en este caso, culturales) próximas o distantes,
formas que rompen las barreras contextuales más cercanas y que de manera
latente o manifiesta aparecen y reaparecen periódicamente. Por eso, más allá de
la verosimilitud de la conexión, más allá de que se la aceptemos o no, Ginzburg
ve más proximidad entre el universo cultural de Menocchio y los Vedas que entre
el molinero y sus contemporáneos y vecinos.
Es por eso por lo que cuando en
"El nombre y el cómo" se proclama el análisis nominal que permita
restaurar las relaciones de un individuo no tenemos por qué tomarlo en el
sentido de Grendi. No es que Giznburg postule una investigación de relaciones
sociales que, al modo de la red, nos dé la pista de las interacciones
cotidianas. Al hablar de relaciones aquí, en este contexto, lo que debemos
entender es, pues, aquel repertorio de conexiones internas de ese molinero de
la que es depositario, guardián o simple portador. Frente a un microanálisis
propiamente social, que es en
definitiva el que se expresaría en la obra de Grendi, Ginzburg opta por una
microhistoria cultural. El interés de este último es, en efecto, el de la
historia cultural, aunque una historia cultural bien peculiar --como
vemos-- y que, en concreto, toma como
objeto la propia de las clases subalternas, en lenguaje gramsciano. Este hecho
tiene unas repercusiones especiales que nos permiten entender mejor y ahora el
modo que tiene de utilizar las fuentes. La documentación expresa, diría
Ginzburg, las relaciones de fuerza entre las clases de una sociedad
determinada, y esto se verifica silenciando o deformando la cultura de
aquéllas. Pero, a la vez, muchas de esas fuentes recogen incluso la voz de
quienes fueron sus víctimas: las actas inquisitoriales son polifónicas y de las
respuestas forzadas, entrecortadas o incoherentes de los encausados puede
extraerse una información, incluso una percepción del mundo.
Desde esta perspectiva, la
consecuencia es doble: por un lado, cualquier vestigio de esa realidad cultural
sometida puede tomarse como una vía excepcional, pero esa condición no excluye
de entrada que de algún modo permita pregonar la normalidad sobre la que se
solapa; por otro, se necesita depurar más y mejor las verificaciones
documentales y los criterios en los que se basan para que no concedamos un
relieve excesivo a la cultura dominante. Por tanto, Ginzburg se enfrenta a una
documentación "heterogénea" y "desequilibrada" ‑‑es
decir, no serial‑‑, frente a la cual propone nuevos instrumentos
analíticos. Esa preocupación, que ya se daba en las primeras obras de Ginzburg,
y que se va perfilando en su estudio de objetos de investigación absolutamente
excepcionales, parece encontrar su correlato metodológico en
"Indicios". En este último
texto, el autor, al repasar el procedimiento indiciario, se apropia de un
modelo inferencial ‑‑la abducción‑‑ que no está pensado
sólo para lo excepcional, pero que él había aplicado o aplicaría en el futuro
para casos extraordinarios. Así, por ejemplo, cuando en su Pesquisa sobre Piero justifica la tarea investigadora que se ha
propuesto ‑‑jugando en el título con las dos acepciones que la
palabra tiene‑‑, no encuentra mejor metáfora que la del escalador
que se enfrenta a una pared vertical a la que debe hacer frente con escasísimos
recursos y con pocos clavos. Al final, al problema de identificar el carácter
abductivo de la investigación histórica con la pesquisa a través de indicios
excepcionales que revelarían algo oculto igualmente excepcional, se añade el
fundamento discrecional de esta operación: la intuición.
La
intuición es la que establece los parecidos de familia, por decirlo con el
Wittgenstein "morfológico". Es decir, Ginzburg sabe que su método no consiente
un proceso de verificación completa, sino que admite un margen amplio ‑‑"un
rigor elástico", dirá alguna vez‑‑ en donde interviene el
olfato, el golpe de vista, la sospecha fundada, la filiación aventurada aunque
hábil y verosímilmente presentada. Enfrentado a fuentes heterogéneas,
fragmentarias, que albergan informaciones deformadas sobre casos
extraordinarios en las que lo que predomina es la incertidumbre, el paradigma
indiciario no puede ser sino intuitivo, elástico. Aspiramos a la verdad pero sólo contamos con datos inconexos, con
huellas escasas. Como añadía Momigliano, la historia se asemejaría en este caso
a la medicina y a la retórica, esto es, opera con la verdad --acierta o no
acierta siendo su prueba la sanación del enfermo--, pero debe presentarse de
tal modo, debe mostrarse de tal modo, que su oficiante persuada, que se
deposite en él el crédito que merece.
Es decir, el hallazgo está guiado por la idea reguladora de la verdad,
está sometido al principio normativo y deontológico de lo verdadero; pero, dado
que se trata de un logro audaz debe dársele fuerza persuasiva y verosimilitud,
de suerte que alcancemos --como apostillaba Giznburg en "Montrer et
citer"-- la evidentia in narratione.
Por eso, por un lado, el historiador puede combatir expresamente el
escepticismo y el relativismo: hay una realidad histórica de la que quedan
vestigios recuperables que nos permiten acceder aunque sea parcialmente a un
mundo antiguo. Pero, por otro, postula la fuerza de la retórica, la consciencia
de un modo expresivo, enunciativo, que haga convincente el hallazgo. ¿Quiere
eso decir que, a la postre, el poder de persuasión es lo que da consistencia a
la conexión, a la conjetura?
Ginzburg se ha defendido de esta
deriva sofística o escéptica sosteniendo que la retórica no es sólo encandilar
con artificios o artimañas, como se entiende en su acepción ciceroniana.
Retórica es también, añade pro domo sua,
el arte de la convicción basado en pruebas, de acuerdo --concluye-- con el
sentido aristotélico que esta techné
tenía. Sin embargo, opondríamos nosotros, la fuerza persuasiva que tienen
ciertos pasajes de El queso y los gusanos
no son resultado de la prueba entendida al modo de la retórica aristotélica,
sino de la verosimilitud, del dramatismo o, simplemente, de la imaginación
estética con que reviste la escena o la conjetura. En ese caso, pues, los
logros de la obra dependerían estrechamente de la cualidad personal, de la
capacidad individual o del genio que el historiador tenga para revelar ese
pasado, para hacerlo persuasivo, para ubicarnos allí. Esto no quiere decir necesariamente que "invente",
sino que los mismos datos, las mismas informaciones se transmiten de tal modo
que el relato nos traslada empáticamente al escenario. Por eso, frente al
desinterés que Grendi manifiesta por la narración, por convertir el relato en
asunto central de la microhistoria, Ginzburg lo hace uno de sus instrumentos
básicos. En efecto, además de por otras razones, el éxito de El queso y los gusanos --y por extensión
de la escritura del autor-- se debe a la forma narrativa. Como sabemos desde Emile Benveniste, el
historiador clásico de los griegos es el que estuvo allí y, por tanto, fue testigo directo de lo que aconteció y por eso nos lo transmite con gran
poder de convicción, haciendo hablar a los protagonistas y dando carnalidad,
profundidad y zozobra a los contendientes. Esto último es lo que, por ejemplo
en nuestro siglo, con el triunfo de la historia científica, parece haberse
perdido. Los historiadores habrían cedido esta noble tarea a otros
profesionales y sólo en fecha reciente habrían recuperado esta meta antigua
que, en principio, no tiene por qué ser incompatible con la verdad y con la
explicación.
Los antropológos, por ejemplo, de
quienes tanto han aprendido los historiadores de las últimas décadas, son
aquellos que basan su fuerza persuasiva en la observación participante, en el
hecho simple pero esencial de haber estado allí, hecho sobre el que se
ha extendido Geertz en una obra célebre (El
antropólogo como autor) en la que desvela el recurso retórico de la
presencia. Pues bien, la narración de
Ginzburg atrae, seduce, porque, según determinados procedimientos, la impresión
que extrae el lector es que el narrador le conduce hasta allí, a aquel lugar inaccesible espacial y temporalmente. Hay
dramatismo, hay escenificación, hay actuación y hay observación. Y hay, además,
conjeturas razonables y aventuradas, interpretaciones e intromisiones
autoriales que detienen el relato y que dan la medida de una imaginación y de una intuición audaces. Se expresaría como
un investigador que conforme narra añade también las conexiones que dan sentido
a las huellas inconexas con las que tropezó en principio. De eso, el mejor
ejemplo es el que encarna Sherlock Holmes, pero por extensión también los otros
dos "detectives" (Dupin y Peirce) a los que reunieron Eco y Sebeok.
Se expresaría también como un psicoanalista que debe enfrentarse ante síntomas
censurados, deformados y a los que tiene que dar orden y coherencia, filiación
y causa. Los casos clínicos de Freud, con interpretaciones disputadas,
discutidas, son sobre todo espléndidos relatos
que dan congruencia a unos representantes de pulsiones emergidos
anárquicamente, por asociación libre.
5. La narración es orden, la
diégesis de los clásicos, el relato que pone en sucesión; y el historiador, al
narrar, se convierte en autor, en
gestor de palabras propias y prestadas: en alguien que es capaz de restituir
con ayuda de ciertas voces un mundo perdido del que se conserva principalmente
escritura, un universo de expresión que suele leer, un mundo posible encerrado
en los límites de palabras, un mundo cuya única presencia material es la que le
da el soporte documental, una realidad hecha y luego rehecha verbalmente. En un
siglo en que la historia ha adoptado el modelo de la ciencia, en que ha hecho
suyo el propósito de constituirse como tal, la historia de la historiografía se
demora, con razón, en los avances doctrinales, en las mejoras metodológicas, en
las disputas teóricas, en la sofisticación de los procedimientos. El ejemplo de
Grendi encajaría bien en una posible reconstrucción historiográfica de esta
índole. Pero esa disciplina no ha seguido siempre el sabio consejo que
impartiera Marrou en plena fiebre cientifista y que nos hacía recordar aún ese
híbrido de conocimiento y arte, de verdad y de belleza, de método y palabra que
fue, es y seguirá siendo la historia.
Para este particular habría que pensar en el caso de Ginzburg. Las
grandes obras de historia son perdurables no porque tengan una escuela detrás o
porque invoquen la ciencia, ni siquiera por la calidad de sus datos, de sus
noticias; las grandes obras de esta disciplina sortean la caducidad y se
mantienen porque su autor --justamente eso, un autor-- ha sido capaz de construir
con la palabra, con un relato que no siempre se reconoce como tal, una imagen
coherente, informada, documentada y lógica del mundo perdido.
Al
menos en algunos de sus ejemplos más notables, la microhistoria es un esfuerzo
de restituir algo que estaba olvidado o ignorado y que fue relevante para
algunos de nuestros antepasados, algo cuya importancia no dependería del tamaño
del objeto ni de la generalización de sus conclusiones. Al menos en algunas de
sus obras perdurables, la microhistoria es el empeño de dar un significado
rico, insólito o imprevisto a datos de una experiencia que no es la nuestra y
de la que nos separa un abismo de sentido; es arrojar luz a documentos
exhumados que requieren alfabetización cultural y sofisticación hermenéutica;
es interrogarse por unos hechos humanos que parecían menores o incluso
extravagantes, pero que, vistos de otra forma, se nos aparecen como parte de la
epopeya ordinaria de los antepasados. Justamente por eso, una de las pocas
cosas que comparten los microhistoriadores es su común aprecio por Thompson,
por ese Thompson que --como recordábamos-- no se propone la formación de
modelos, sino la identificación de nuevos problemas, la percepción diferente de
problemas antiguos con ojos nuevos. La importancia de las cosas no depende, en
efecto, de su multiplicación estadística, puesto que en el hecho diminuto, en
el individuo o en la comunidad reducida, se libra cada vez la suerte de los
hombres, los valores con que éstos invisten sus acciones, las audacias de las
que fueron capaces o las derrotas que padecieron. Un gesto o un acontecimiento
compendian una multitud de actos que los preceden y pueden tener, además, un
significado universal, como universal e irrepetible es la vida de cada uno de
nosotros. Por eso, la microhistoria es también, al menos en algunas de sus
formas, un ejercicio de autoanálisis, de exploración de las semejanzas y de las
diferencias que nos acercan o nos distancian; un ensayo en el que se hacen
explícitos los modos de enunciación del observador, las palabras de que se
sirve y su ajuste con las voces que le llegan a través de la fuentes. Tomada
así, la historia es un aventura del conocimiento; tomada así, la historia es
una manera de hacer cosas con las palabras, una manera de levantar un mundo
cuyos límites y cimientos ya no estaban cuando irrumpió el investigador, un
mundo que no existía propiamente antes de que fuera nombrado. Este hecho, la
recreación del mundo, le da una responsabilidad enorme al historiador, puesto
que sabe que hay una parte de fidelidad documental, de respeto deontológico a
lo que nos llega a través de las fuentes; pero su mayor responsabilidad es la
consciencia de estar creando, de estar imaginando documentada, escrupulosa y
rigurosamente ese mundo perdido.
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