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                  DE ARCO | SIGUIENTE | 
|---|
En 1428 la Guerra de los Cien
      Años cumplía noventa y un años, y estaba
      más o menos igualada. Después de varias
      décadas
      dudando sobre quién era el verdadero Papa, ahora los
      franceses
      se encontraban ante el dilema de quién era el verdadero
      rey:
      Carlos VII o Enrique II. Entre los que parecían no tenerlo
      claro
      estaba el propio Carlos VII, de caracter vacilante hasta la
      exasperación y sin aptitudes políticas o militares
      de
      ninguna clase. Tenía ahora veinticinco años, y la
      fortuna
      de estar rodeado de gente muy capaz, empezando por su suegra,
      Violante
      de
      Aragón, la hija del rey Juan I de Aragón. Carlos VII
      disponía de un gobierno en Bourges y un parlamento en
      Poitiers,
      pero no tenía ni finanzas, ni un ejército regular ni
      aliados poderosos, salvo el sentimiento patriótico popular.
      
    
En el bando inglés, el rey Enrique VI no podía
      hacer
      mucho a sus seis años de edad. Su tío, el duque Juan
      de
      Bedford, veía cómo la alianza con Borgoña se
      le
      escapaba de las manos. Sus esfuerzos por complacer al duque Felipe
      III
      habían tenido una consecuencia negativa: el duque se
      había dado cuenta de lo importante que era su amistad para
      los
      ingleses, y comprendió que, si en un momento dado decidiera
      dar
      su apoyo a Carlos VII, el futuro de Enrique VI en Francia no
      sería nada prometedor. Felipe III se había aliado a
      los
      ingleses por su rencor hacia los armañacs, que
      habían
      asesinado a su padre, pero las intrigas del duque Humphrey de
      Gloucester le habían llevado a despreciar ambos bandos por
      igual, de modo que Borgoña estaría simplemente de
      lado
      del vencedor. Mientras los ingleses ganaran batallas
      tendrían su
      apoyo, pero si flaqueaban...
    
El duque Juan de Bedford comprendía bien la
      situación
      y sabía que sólo podía huir hacia delante. La
      derrota sufrida el año anterior en Montargis no
      había
      sido grave desde un punto de vista puramente militar, pero si
      quería contar con el apoyo de Borgoña debía
      demostrar que había sido un incidente aislado, y que
      conquistar
      toda Francia era sólo una cuestión de tiempo. Y la
      mejor
      forma de demostrarlo era dejándose de preámbulos y
      tomando Orleans.
    
Seis mil hombres de refuerzo, conducidos por el conde Thomas de Salisbury,
      desembarcaron
      en Calais y marcharon al sur para unirse a otros cuatro mil
      veteranos
      reunidos por Juan de Bedford. Con el conde de Salisbury llegaba John Talbot, que había
      combatido en Gales, en Irlanda y también en Francia, y sus
      constantes victorias le habían valido el sobrenombre de el Aquiles inglés. El
      12 de octubre los ingleses
      empezaron a
      organizar el asedio a Orleans.
    
Por su parte, los habitantes de Orleans se prepararon para el
      asedio
      quemando los suburbios situados fuera de las murallas, para que
      los
      ingleses no pudieran protegerse en las casas. Los ingleses
      llevaron
      cañones. No eran lo suficientemente potentes como para
      resquebrajar las murallas, pero podían causar estragos
      entre los
      soldados enemigos. En Orleans también tenían
      cañones, y el 27 de octubre
      uno de ellos disparó una bala que dio en plena cara al
      conde de
      Salisbury. (Se cuenta que el cañón fue disparado por
      el
      hijo del artillero, mientras su padre almorzaba.) Al día
      siguiente, el Bastardo de Orleans se abrió camino entre los
      sitiadores y entró en la ciudad con refuerzos.  El
      conde de
      Salisbury murió el 3 de
        noviembre
      y fue sucedido en el mando por William
de
        la Pole, conde de Suffolk,
      que inmediatamente puso a sus hombres a construir una cadena de
      puestos
      fortificados alrededor de la ciudad. Llegaba el invierno, y los
      franceses volcaron sus esfuerzos en romper el cerco para
      proporcionar
      suministros a la ciudad, al tiempo que trataban de impedir que los
      ingleses los recibieran.
    
Los armañacs estaban poniendo tantos recursos en la
      defensa
      de Orleans que la toma de la ciudad podría convertirse en
      el
      golpe definitivo contra su causa. Sin embargo, pronto iban a
      descubrir
      que un aliado poderoso se había unido a sus filas: Dios era
      armañac. En efecto, unos dieciséis años
      atrás había nacido en la aldea de Domrémy, en Lorena (que
      entonces formaba parte del Sacro Imperio Romano), una muchacha
      llamada Jeanne Darc,
      elegida por Dios para
      salvar a Francia de los ingleses (que, por lo visto, eran
      cristianos de
      segunda fila). Los historiadores franceses posteriores imaginaron
      que
      Dios no podía haber elegido a una plebeya, así que
      cambiaron su apellido por D'Arc,
      que sonaba más aristocrático, y por ello la joven en
      cuestión es conocida como Juana
de
        Arco. 
    
Desde hacía unos años, Juana oía las voces
      de
      san Miguel (el patrón de Francia), santa Catalina y santa
      Margarita, a las que ella llamaba "sus voces", que le ordenaban en
      nombre de Dios partir hacia Francia para hacer que el
      Delfín
      Carlos fuera coronado en Reims como rey de Francia, pero esto no
      sería
      posible si Orleans caía, así que el primer paso era
      liberar Orleans. Juana se encontraba entonces en Vaucouleurs, a unos veinte
      kilómetros al norte de Domrémy, donde había
      un
      puesto fortificado leal a Carlos VII. Se dirigió a su
      capitán, Robert de
        Baudricourt,
      y le explicó todo el asunto de Dios, de sus voces, de su
      misión, etc. Éste, quizá impresionado,
      quizá acobardado, o quizá deseoso únicamente
      de
      librarse de la joven, tenaz como ella sola, le proporcionó
      una
      montura y una pequeña escolta para que fuera a contarle
      todo eso
      personalmente al rey, que a la sazón se encontraba en Chinon, a unos ciento cuarenta
      kilómetros al sudoeste de Orleans y a cuatrocientos treinta
      kilómetros de Vaucouleurs. Salió en enero de 1429. La mayor parte del
      trayecto
      atravesaba territorio en poder de los ingleses. Juana se
      vistió
      como
      un hombre para evitar los problemas habituales que podía
      tener
      cualquier muchacha que se cruzara en el camino de unos soldados.
    
Poco después Sir John Fastolf salía de París
      custodiando una caravana de carretas con suministros para el
      ejército que asediaba Orleans, y el 12
        de febrero una columna francesa trató de
      interceptarla.
      Tan pronto como Falstof tuvo noticia de la proximidad del
      ejército francés dispuso las carretas a modo de
      barricadas y emplazó oportunamente a sus arqueros ingleses
      y a
      sus ballesteros franceses (borgoñones). Durante el
      enfrentamiento, muchos barriles de arenques reventaron y
      esparcieron su
      carga por todo el campo, por lo que el encuentro fue recordado
      como la batalla de los
        arenques. La moral
      francesa quedó por los suelos y los armañacs no se
      atrevieron a enviar más refuerzos. Orleans fue dejada a su
      propia suerte.
    
Juana de Arco llegó a Chinon el 24
        de febrero y, ya en marzo,
      mantuvo una entrevista en privado con Carlos VII en la que se
      ganó su confianza revelándole un "secreto" muy
      importante. Nadie sabe con seguridad qué secreto fue
      ése,
      aunque la conjetura más votada es que le aseguró (en
      nombre de Dios) que, pese a lo que su madre había dicho en
      Troyes, era hijo de su padre.
    
Entonces Juana envió una carta a Enrique II, a Juan de
      Bedford y a sus lugartenientes conminándolos a levantar el
      sitio
      de Orleans y a ceder al rey Carlos la corona de Francia en nombre
      del
      Rey del Cielo. Juana pidió a Carlos VII que la enviara a
      Orleans
      al frente de un ejército, pero los consejeros del rey le
      advirtieron de un peligro: Juana podía ser una enviada de
      Dios,
      pero también una bruja enviada por el diablo para la
      perdición de Francia. Antes tomar ninguna decisión,
      convenía que una comisión eclesiástica
      examinara
      el caso y decidiera si Juana era o no digna de confianza.
    
Dadas sus pocas luces, es muy probable que Carlos VII se
      tomara en serio este riesgo, pero no es creíble que sus
      asesores
      recelasen realmente del maligno. La situación era muy
      simple: si
      enviaban una lunática a Orleans y se producía un
      descalabro (posibilidad nada descartable, con lunática o
      sin
      ella), eso no sería una mera derrota más que apuntar
      en
      una larga lista, sino que Carlos VII habría hecho el
      ridículo, y el esperpéntico envío de Juana se
      vería como fruto de la más extrema
      desesperación.
      La causa de Carlos VII estaría acabada irremisiblemente.
      Además, los soldados de Carlos VII no eran Carlos VII, y
      cabía la posibilidad de que acogiesen a Juana con algo
      más de escepticismo. Hacer que Juana pasara por un tribunal
      de
      teólogos resolvía todos los problemas: si el
      tribunal
      decidía que Juana era una bruja, o simplemente que estaba
      loca,
      se la podía quemar o se la podía mandar a su casa
      como si
      no hubiera pasado nada; pero si el tribunal decidía que era
      una
      enviada de Dios, entonces se la podía mandar a Orleans
      avalada
      por prestigiosos teólogos, no por un rey de pacotilla.
      Así Carlos VII podría mantener la cabeza bien alta y
      achacar lo que sucediera a la voluntad de Dios. Recibir a una
      enviada
      de Dios avalada por teólogos, como mínimo,
      levantaría la moral de los soldados.
    
Así pues, eruditos teólogos examinaron a Juana en
      Poitiers durante tres semanas. La chica afirmó sin vacilar
      la
      realidad de sus visiones y tuvo la prudencia de no pronunciarse
      sobre
      las sutilezas que iban más allá de sus rudimentarios
      conocimientos religiosos, de modo que los sabios no pudieron
      hallar en
      ella ningún signo de herejía o de doctrina
      diabólica. El veredicto fue que Juana era una enviada de
      Dios.
      Inmediatamente fue enviada a Orleans con tres mil soldados
      dirigidos
      por el duque Juan de
        Alençon,
      que había dirigido a las tropas francesas en la batalla de
      Verneuil y a causa de ello había permanecido un tiempo
      prisionero de los ingleses. El 29 de
        abril
      rompieron el cerco y entraron en Orleans.
    
La facilidad con la que los franceses rompían el cerco
      mostraba las dificultades que tenían los ingleses para
      cubrir
      todo el perímetro de la ciudad. Los ingleses formaban una
      delgada línea dispersa, y los sucesivos refuerzos que
      había ido recibiendo la ciudad hacían que ahora
      hubiera
      más soldados franceses concentrados dentro que soldados
      ingleses
      dispersos fuera. Los franceses disponían además de
      buenos
      generales, como Juan de Orleans, y estaban mejor situados: si
      lanzaban
      un ataque, tenían tiempo para ir derrotando a los ingleses
      a
      medida que trataban de reunirse en el punto elegido para el
      ataque. Lo
      único que les faltaba a los franceses era convencerse de
      que los
      ingleses no eran invencibles. Y, ciertamente, un toque divino era
      una
      buena forma de conseguirlo. La convicción de Juana
      infundía muchos ánimos: apensas llegó a
      Orleans
      envió un mensaje a los ingleses en el que les decía
      cosas
      como "Devolved a la doncella
        enviada
        aquí las llaves de las ciudades que habéis tomado
        y
        violado en Francia". Además pronto corrieron
      rumores que
      confirmaban sus dones sobrenaturales. Por ejemplo, se dijo que
      cuando
      fue recibida por Carlos VII, éste permaneció en
      segundo
      plano, pero Juana, a pesar de que no lo había visto nunca,
      lo
      reconoció entre los cortesanos.
    
El Bastardo de Orleans pudo comprobar cómo la llegada de
      Juana había levantado los ánimos de sus hombres,
      así que la mañana del 4
        de
        mayo lanzó un ataque contra las guarniciones
      inglesas
      situadas al este de la ciudad. No se molestó en
      comunicárselo a Juana (ni Dios tampoco), pero cuando la
      despertó el alboroto, la muchacha corrió a la
      muralla
      oriental, y su aparición alentó aún
      más a
      los franceses, que lucharon ferozmente e hicieron retroceder a los
      ingleses. Desde ese día fueron los ingleses quienes se
      plantearon si Juana podía ser una enviada de Dios o del
      diablo,
      pero a ellos les daba igual cuál de las dos opciones era la
      correcta, ambas posibilidades eran para echarse a temblar. En otro
      enfrentamiento Juana fue alcanzada por una flecha y los ingleses
      prorrumpieron en vítores, pero la herida era leve y Juana
      no
      tardó en reaparecer en las almenas, con lo que los ingleses
      empezaron a pensar que era invulnerable.
    
El 8 de mayo los ingleses se
      alejaron de Orleans, abandonando sus fortificaciones, su
      artillería, sus muertos y sus heridos. Juana propuso
      entonces
      marchar sobre Reims para que pudiera llevarse a cabo la ceremonia
      de
      coronación de Carlos VII, pero los generales no lo
      consideraron
      prudente. Para ello tendrían que enfrentarse abiertamente a
      los
      ingleses. Una cosa era levantar un sitio y otra derrotar a un
      ejército inglés en formación. Lo primero lo
      habían hecho ya en otras ocasiones, lo segundo no lo
      habían conseguido nunca hasta entonces. Tras algunas
      vacilaciones, en junio los
      franceses
      empezaron a perseguir ingleses. Los dirigía Etienne de Vignolles,
      más
      conocido como el mariscal La
        Hire,
      que se había convertido en compañero inseparable de
      Juana
      de Arco. El 19 de junio los dos
      ejércitos se encontraron en Patay,
      a unos veinticinco kilómetros de Orleans (los ingleses no
      se
      habían alejado mucho). En realidad no fue un combate como
      los
      anteriores, porque los ingleses fueron cogidos por sorpresa. No
      tuvieron oportunidad de disponer sus ejércitos o de
      proteger a
      sus arqueros con estacas, según su costumbre. Falstof
      observó que los franceses les superaban en número y
      aconsejó una retirada. Si huían, podrían
      recibir
      refuerzos y organizar adecuadamente el contraataque, pero Talbot
      no
      quiso oír hablar de retirada. Ahora eran los ingleses los
      que se
      dejaban llevar por la fanfarronería, pues tantas victorias
      pasadas los habían convencido de que unos pocos ingleses
      podían derrotar sin dificultad a un ejército
      francés superior en número. No fue así.
      Mientras
      Falstof y Talbot discutían, los franceses atacaron, y al
      final
      del día unos dos mil ingleses yacían en el campo de
      batalla. Falstof logró retirar el resto de su
      ejército,
      pero Talbot fue tomado prisionero. (Los historiadores ingleses
      presentaron a Talbot como un valiente y a Falstof como un cobarde,
      y es
      que la insensatez y la sensatez se confunden a menudo con la
      valentía y la cobardía.)
    
Los consejeros del rey consideraron que era el momento de
      apoderarse
      de París, que desde un punto de vista estrictamente militar
      era,
      sin duda, lo más adecuado; pero Juana insistió en
      que
      había que tomar Reims para que Carlos VII pudiera ser
      coronado.
      Quizá en la cabeza de Juana esto fuera el fruto de unas
      convicciones tontas sobre las tradiciones francesas, pero lo
      cierto es
      que esas mismas convicciones tontas estaban en las cabezas de
      miles de
      franceses, por lo que en realidad Juana tenía razón,
      y
      tomar Reims era el mejor golpe psicológico que podía
      darse en aquel momento. El 29 de
        junio,
      el ejército francés, con Juana de Arco a la cabeza,
      emprendió una larga marcha hacia Reims, atravesando zonas
      teóricamente bajo dominio angloborgoñón, pero
      lo
      cierto es que por donde pasaban sólo encontraban
      aclamaciones.
      Muchos lugareños se unieron al ejército como si
      fuera una
      peregrinación o una cruzada. Las guarniciones inglesas de
      las
      ciudades que atravesaron no se atrevieron a oponerse a la multitud
      y no
      hicieron nada.
    
El 10 de julio el
      ejército
      francés llegó a Troyes, teóricamente un
      baluarte
      borgoñón, pero cuando los franceses exigieron su
      rendición la obtuvieron al instante sin necesidad de
      luchar.
      Otras ciudades se rindieron a su paso, y cada rendición
      aumentaba la aureola de Juana de Arco y hacía más
      fácil la siguiente.
    
El 16 de julio Carlos VII y
      Juana
      de Arco entraron en Reims, también sin lucha, y el 17 de julio tuvo lugar la ceremonia
      de
      coronación. Hasta ese momento, Juana se había
      dirigido
      siempre a Carlos VII con el título de Delfín, pero
      ahora
      se arrodilló ante él y lo llamó rey por vez
      primera.
    
A continuación Juana propuso atacar París, pero los
      consejeros del rey se opusieron a ello. Lo sucedido en los
      últimos meses era algo increíble, resultaba tentador
      calificarlo de milagroso, pero una cosa era aprovechar los
      milagros y
      otra muy distinta confiar en ellos. Había llegado el
      momento de
      obrar con prudencia, y ahora la prudencia apuntaba hacia el duque
      de
      Borgoña. Una diplomacia adecuada podía hacer que
      rompiera
      su alianza con los ingleses y eso sería el golpe definitivo
      contra Inglaterra. Pero Juana era ingobernable: ella quería
      tomar París y no dejó de incordiar a unos y otros
      tratando de que le hicieran caso. Durante un mes, el
      ejército
      francés fue recorriendo el territorio entre Reims y
      París
      librando algunas escaramuzas, pero sólo a finales de agosto pudo Juana, cada vez
      más
      aislada, promover una acción contra París gracias a
      los
      armañacs más extremistas.
    
Por aquel entonces los ingleses se habían reorganizado y
      París reforzaba sus murallas. El 8
        de septiembre empezó el ataque, pero los oficiales
      no
      estaban dispuestos a sufrir una derrota importante, los franceses
      actuaron con desgana y tras unas pocas escaramuzas en las que
      Juana fue
      herida en el muslo, se
      retiraron el 9 de septiembre.
      No se
      trató de
      una derrota importante, pero nadie dejó de observar que
      Juana
      iba a la cabeza del ejército y, a pesar de todo, no
      habían ganado. Desde el principio, Juana había
      hablado
      únicamente de la coronación de Carlos VII. Tal vez
      ahora
      que Carlos VII ya había sido coronado, la misión de
      Juana
      había terminado. Desde luego, Juana no lo veía
      así, y sus obstinadas peticiones de lucha y más
      lucha
      resultaban cada vez más y más molestas. Con la
      excusa de
      que llegaba el invierno, los franceses se negaron a librar ninguna
      nueva batalla, y Juana tuvo que estar de brazos cruzados por unos
      meses, muy a su pesar.
    
Mientras tanto, el Papa de Peñíscola, Clemente VIII
      se
      había sometido a Martín V y recibió el
      obispado de
      Mallorca. Así se zanjó definitivamente el Gran Cisma
      de
      Occidente.
    
En Castilla acababa de cumplir dieciocho años un tercer
      infante de Aragón, Pedro,
      hermano de los reyes Alfonso V de Aragón y Juan II de
      Navarra,
      así como del infante Enrique. Por otra parte, Álvaro
      de
      Luna se había congraciado con el rey Juan II de Castilla, y
      logró que las posesiones castellanas de Pedro fueran
      confiscadas. Los infantes apelaron a Alfonso V, que declaró
      la
      guerra a Castilla.
    
El poeta Andreu Febrer tradujo en verso al catalán la
      Divina
      Comedia.
    
Ese año murieron:
    
La embajada en Portugal del miniaturista Jan van Eyck
      concluyó exitosamente con el matrimonio, celebrado en 1430, del duque Felipe III de
      Borgoña e Isabel,
      hija
      del rey Juan I. Entonces van Eyck se instaló en Brujas,
      donde
      compaginó sus obligaciones como funcionario de la corte con
      su
      afición a la pintura. Se le ha atribuido la
      invención de
      la pintura al óleo,
      lo
      cual no es estrictamente cierto, pues esta técnica se usaba
      desde hacía más de un siglo, pero sí es
      verdad que
      los óleos de van Eyck presentan unas características
      técnicas innovadoras. Sus pastas incorporaban diversos
      secativos, disolventes, barnices y otras sustancias modificadoras
      de la
      viscosidad, la transparencia y la velocidad de secado, y se
      aplicaban
      por capas, dejando secar cada capa antes de aplicar la siguiente,
      y el
      resultado era de una calidad extraordinaria, que además ha
      demostrado resistir muy bien el paso del tiempo.
    
Ese año murió sin
      descendencia el duque Felipe de Brabante y Limburgo, y sus ducados
      pasaron a su primo, el duque Felipe III de Borgoña.
      Los dominios de Felipe III formaban dos grandes bloques, separados
      por
      los ducados de Luxemburgo y Lorena y por una franja de territorio
      francés, alrededor de Reims, que los ingleses habían
      abandonado el año anterior sin que los armañacs
      hubieran
      llegado a asentarse firmemente en ella. Al contrario, al llegar el
      invierno, las tropas francesas se habían replegado al sur
      del
      Loira, y los territorios al este de París se habían
      convertido en una especie de tierra de nadie. En marzo envió tropas para
      ocuparlos.
      Al principio avanzó con cautela hasta ocupar un amplio
      pasillo
      de norte a sur, pero, como no encontró ninguna resistencia,
      empezó a extenderlo hacia el este.
    
Entonces volvió a la carga Juana de Arco, que entró
      en
      la ciudad de Compiègne
      cuando Felipe III se disponía a asediarla. Por el camino
      logró animar a algunas ciudades a que resistieran contra
      las
      tropas borgoñonas, pero otras le cerraron sus puertas.
      Juana
      trató de repetir su éxito de Orleans, y el 23 de mayo dirigió dos
      salidas
      contra los borgoñones, pero los milagros se habían
      acabado: fue arrojada del caballo y capturada. Desde ese momento,
      los
      ingleses empezaron a presionar a Felipe III para que se la
      entregara.
    
La guerra entre Castilla y Aragón se decantaba en favor de Castilla. El conde Fadrique de Luna se declaró rebelde al rey Alfonso V de Aragón y se expatrió a Castilla, donde se hizo súbdito de Juan II. El rey aragonés aceptó una tregua que le ofreció Álvaro de Luna (la tregua de Majano), por la que los infantes de Aragón eran expulsados de Castilla. Juan (el rey Juan II de Navarra) marchó a Navarra, pero su hermano Pedro no aceptó los términos del acuerdo, y se mantuvo en rebeldía en Extremadura junto a su hermano Enrique. Leonor de Alburquerque, la madre de los infantes y de Alfonso V, fue encarcelada en el monasterio de las clarisas de Tordesillas por complicidad con la rebelión de Pedro. Álvaro de Luna se apropió de sus tierras, al igual que las que Enrique regentaba en calidad de maestre de la Orden de Santiago.
El husita Prokov el Grande seguía invencible. En los
      últimos años había dirigido incursiones a
      Hungría y a diversas regiones del Sacro Imperio Romano.
    
Un mongol llamado Hayyi Girai
      fundó el kanato de
        Crimea,
      desmembrando este territorio de la Horda de Oro. Contó para
      ello
      con la protección de Vytautas, el duque de Lituania, que le
      consiguió a su vez la ayuda de Polonia. Vytautas
      murió
      poco después, y fue sucedido por su
      hermano Segismundo. 
    
El principado de Morea, que llevaba ya un tiempo sumido en la
      anarquía, sucumbió ante el despotado de Mistra, de
      modo
      que todo el Peloponeso pasó a ser bizantino. Para ser
      más
      exactos, el Peloponeso era el único territorio que le
      quedaba al
      Imperio Bizantino fuera de su capital. Mientras tanto, los turcos
      tomaban la ciudad de Tesalónica, que los venecianos
      habían comprado nueve años antes a los bizantinos.
    
El sultán mameluco Barsbai inició una
      política
      agresiva. Envió una expedición contra Chipre con la
      que
      logró capturar al rey Jano, al que exhibió cargado
      de
      cadenas por las calles de El Cairo y no lo liberó hasta que
      no
      recibió un cuantioso rescate.
    
Finalmente, el 3 de enero de 1431,
      Juana de Arco fue vendida a los ingleses por el duque Felipe III
      de
      Borgoña. Quedó bajo la custodia del conde Ricardo de Warwick, y en febrero se le abrió un
      proceso en
      Ruan, la capital de Normandía. El tribunal lo
      presidía el
      obispo Cauchon, hombre de
      confianza del duque Juan de Bedford, cuya misión era
      sencilla: o
      bien lograba que Juana abjurara de sus presuntas visiones (por las
      que
      Dios reconocía a Carlos VII como legítimo rey de
      Francia), o bien lograba que el tribunal la condenara a la hoguera
      como
      bruja o hereje. Los teólogos de la universidad de
      París,
      celosos de los que habían examinado a Juana en Poitiers,
      desacreditaron su dictamen. Juana fue sometida a un interrogatorio
      tras
      otro, en los que se defendió con gran sensatez y presencia
      de
      ánimo. Se conservan las actas del proceso. Merece la pena
      citar
      algunos pasajes:
    
- ¿Estáis en estado de gracia?
- Si no lo estoy, que Dios me lo dé, y si lo estoy, que Dios me lo conserve.
- ¿Odia Dios a los ingleses?
- Del odio o del amor que tiene Dios por los ingleses nada sé, pero sé que serán expulsados de Francia, excepto los que aquí mueran.
- ¿Qué preferiríais, vuestro estandarte o vuestra espada?
- Preferiría mucho más, cuarenta veces más, mi estandarte que mi espada [...] Yo misma llevaba el estandarte cuando atacábamos al enemigo, a fin de no matar a nadie. Yo nunca he matado a nadie.
Pronto se la sumió en un laberinto de sutiles
      cuestiones teológicas (léase sinsentidos) hasta que,
      unos
      cuatro meses después, por agotamiento, se logró que
      firmara una abjuración redactada en términos lo
      suficientemente capciosos como para que ella no entendiera
      realmente lo
      que estaba firmando. Sólo al día siguiente, por las
      reacciones, comprendió lo que había firmado y se
      retractó. El 30 de mayo
      santa Juana de Arco fue
      quemada en
      la hoguera acusada de hereje, relapsa, apóstata e
      idólatra. Entre las llamas, gritaba la autenticidad de su
      misión. El último grito que oyó la
      muchedumbre fue
      "Jesús". Sus
      cenizas
      fueron arrojadas al Sena.
    
Sin embargo, como la propia Juana había profetizado,
      sería mucho más peligrosa para los ingleses muerta
      que
      viva. En efecto, la intención del duque de Bedford
      había
      sido demostrar que Juana era una hereje farsante y desmoralizar
      así a los franceses, pero el hecho de que Juana hubiera
      preferido morir antes que abjurar les convenció de que era
      una
      santa muerta en el martirio. Más bien fueron los ingleses
      los
      que empezaron a preocuparse por si iban a sufrir la cólera
      divina
      por haber quemado a una santa. En suma, el martirio de Juana de
      Arco
      fue un ejemplo más de una de esas lecciones que
      enseña la
      historia y que pocos aprenden: crear mártires,
      además de
      malo, es contraproducente.
    
También hay que mencionar la pasividad del rey Carlos VII,
      que, pese a todo lo que le debía, no se ofreció a
      pagar
      un rescate por Juana, o a pedir clemencia, o a apelar al Papa, ni
      nada
      de nada. Si éste era el rey que Dios quería para
      Francia,
      tal vez, después de todo, Dios no fuera armañac.
    
Mientras tanto había muerto el Papa
      Martín V, que fue sucedido por el cardenal Gabriele Condulmer, un monje
      agustino, sobrino del papa Gregorio XII, que adoptó el
      nombre de
      Eugenio IV. Unas semanas
      antes
      de que Juana de
      Arco muriera en la hoguera inauguró un concilio en Basilea, con el fin de
      continuar el
      proceso de reforma de la Iglesia iniciado en el concilio de
      Constanza y
      de abordar el problema de la herejía husita. Prokop el
      Grande
      había sufrido una derrota en Domazlice
      y el cardenal Cesarini
      inició una cruzada
      que llevó a los husitas moderados, cansados de la guerra, a
      distanciarse de Prokop y depositar sus esperanzas en que el
      concilio de
      Basilea zanjara la querella. Una de las reivindicaciones de los
      husitas
      moderados era la comunión bajo las dos especies o el uso
      del
      cáliz por los laicos, es decir, que los laicos no
      sólo
      recibieran en la comunión el pan, sino también el
      vino.
      Por ello eran llamados calixtinos
      (de cáliz) o utraquistas
      (del latín "ambas cosas").
    
Los turcos amenazaban Albania, que se organizó bajo el
      liderazgo de Jorge Castriota,
      un joven de veintiséis años que cuyo padre lo
      había entregado como rehén al sultán Murat II
      hacía casí una década y había sido
      educado
      en el islam. Por sus dotes, los turcos lo llamaban Iskander bey (el
      príncipe
      Alejandro, en alusión a Alejandro Magno), nombre que los
      cristianos corrompieron en Scanderbeg.
      Ahora abrazó de nuevo el cristianismo y encabezó la
      resistencia albanesa frente a los turcos.
    
Entonces sucedió algo que cambió los planes del
      Papa:
      El 24 de noviembre, el
      emperador
      bizantino Juan VIII, procupado por la amenaza otomana, dejó
      el
      Imperio en manos de su hermano Constantino
      y zarpó hacia Italia. Se entrevistó en Ferrara con una
      delegación
      pontificia, a la que propuso negociar la unión de las
      Iglesias
      Católica y Otodoxa a cambio de ayuda occidental para la
      defensa
      de Constantinopla. Sin duda, era un tema para abordar en el
      concilio,
      pero el emperador exigía tratarlo en Italia, así que
      en diciembre Eugenio IV
      trató de
      trasladar el concilio a Bolonia. Para su sorpresa, ante los
      progresos
      que se estaban realizando en el problema de los husitas, el
      concilio se
      negó a obedecer y se mantuvo en Basilea. Se reabrió
      así de nuevo la cuestión de si el Papa era superior
      al
      concilio o viceversa.
    
El 17 de diciembre, el rey
      Enrique VI de Inglaterra fue coronado como Enrique II de Francia.
      Obviamente era un intento de invertir el desprestigio que
      cubría
      a los ingleses desde las victorias de Juana de Arco (entre las
      cuales
      podemos contar su martirio), pero se hizo tarde y mal. En lugar de
      haber sido coronado en su día en Reims, según la
      tradición francesa, Enrique tuvo que ser coronado en
      París, pues Reims ya no estaba bajo el dominio
      inglés.
      Esto hizo que la mayor parte de Francia viera el acto como lo que
      realmente era: propaganda mal hecha. De los dos reyes de Francia,
      Carlos VII era el único auténticamente coronado.
      Además, en la ceremonia apenas se dio participación
      a los
      franceses, y no hubiera estado de más acompañarla de
      algunas medidas populares, como una bajada de impuestos o una
      liberación de presos. Por otra parte, el joven Enrique, que
      tenía entonces diez años, no era un chico muy
      despierto
      y, por pobre que fuera la imagen de Carlos VII, la imagen de su
      rival
      no era una alternativa seria.
    
| Bruneleschi, Donatello y
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