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                  MUNDO AL FINAL DEL SIGLO XVII | SIGUIENTE | 
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Si entre los siglos XV y XVI Europa había logrado recuperar
      la cultura clásica, a lo largo del siglo XVII había
      logrado algo —al parecer— más difícil, ya que
      ningún depositario anterior de dicha cultura lo había
      logrado: superarla. No sin muchas vacilaciones, Europa había
      logrado entender que los sabios de la antigüedad eran menos sabios
      de lo que parecían a primera vista, y ya no dudaba en
      cuestionarlos y contradecirlos tanto en astronomía, como en
      mecánica, como en filosofía, como en medicina, como en
      cualquier otra rama del saber. Las matemáticas eran el
      único terreno en el que los antiguos no podían ser
      refutados, pero sí superados con creces, y, en efecto, los
      matemáticos estaban haciendo progresos espectaculares con el
      cálculo diferencial. Estaba de moda plantear y resolver
      problemas físico-geométricos consistentes en encontrar
      curvas con propiedades especiales: la catenaria,
      la tautócrona, la braquistócrona, etc.,
      problemas que unos pocos años atrás habrían
      resultado muy complicados, si no imposibles de resolver.
    
La ciencia moderna se gestaba
      principalmente en Inglaterra, en Francia y en las Provincias
      Unidas;
      Italia había perdido el liderazgo, pero seguía contando
      con intelectuales solventes, y Leibniz estaba haciendo un gran
      esfuerzo
      por situar a Alemania en primera línea. La Confederación
      Helvética tenía también buenas universidades,
      Dinamarca había dado algunas figuras notables, como los
      astrónomos Tycho Brahe y Olaüs Römer, que había
      calculado el tamaño del sistema solar. Precisamente por el
      consejo de Römer, Dinamarca aceptó en 1700
      el calendario gregoriano: del domingo
      18 de febrero pasó al lunes 1 de marzo. Lo mismo hicieron los
      estados
      alemanes. Notemos que este año era el primero en que
      el calendario gregoriano difería del juliano desde su
      implantación: según el calendario juliano era
      bisiesto, pero según el gregoriano, no. Por consiguiente, a
      partir de
      esa fecha hubo once en vez de diez días de desfase entre ambos
      calendarios.
    
Por sus graves crisis políticas, Polonia ya no era lo que
      había sido en tiempos de Copérnico, Suecia también
      permanecía en un segundo plano, y, como siempre, España
      estaba totalmente al margen del progreso científico. El proceso
      de Galileo había sido un pulso entre ciencia y religión
      que, a la larga, había ganado la ciencia, pues ningún
      otro pensador europeo había vuelto a tener problemas con la
      Iglesia —por
      revolucionarias que fueran sus teorías— fuera del campo estricto
      de la teología. Esto también era cierto en España,
      pero por el motivo inverso: porque en España no se toleraba
      ninguna opinión novedosa en el campo que fuera, y nadie se
      arriesgaba a pensar nada nuevo. En las universidades españolas
      se seguía enseñando el sistema Ptolemaico. Obviamente,
      esto se trasladaba a América: En las colonias norteamericanas
      había universidades que, con cierto retraso comprensible, se
      hacían eco de los avances científicos ingleses; y en las
      colonias sudamericanas había universidades que, sin retraso
      ninguno, imitaban la incompetencia de las universidades
      españolas.
    
El 11 de julio, a instancias de Leibniz (al tercer intento), el príncipe elector Federico III de Brandeburgo fundó en Berlín la Sociedad de Ciencias de Brandeburgo.
Ese año se editó la traducción francesa del Ensayo sobre el entendimiento humano
      de Locke, versión que aumentó notablemente su
      difusión por Europa. Leibniz, tras sus intentos frustrados de
      debatir privadamente con el filósofo inglés,
      empezó a escribir una réplica.
    
El cartesianismo había triunfado en los círculos
      filosóficos, especialmente en Francia. Entre los cartesianos
      más famosos se encontraba un sacerdote llamado Nicolás de Malebranche, que
      había ingresado en el Oratorio
      hacía cuarenta años (ahora tenía ya sesenta y
      dos). Partiendo de la filosofía cartesiana, había
      elaborado sus propio sistema filosófico, al que calificaba de
      auténticamente cristiano, por oposición a la
      escolástica, de la que denunciaba su origen pagano (pues se
      basaba en la filosofía griega).
    
El arte europeo también había progresado
      ininterrumpidamente. Durante el renacimiento, el progreso
      artístico había estado ligado en gran medida a los
      progresos técnicos (los arquitectos desarrollaron
      técnicas que permitieron construir bóvedas, eliminar
      contrafuertes, abrir más ventanas en las paredes, etc., los
      pintores desarrollaron la perspectiva, el tratamiento del color y
      de la
      luz, estudiaron las proporciones anatómicas, etc., los
      escritores pulieron la gramática y el léxico de cada
      lengua, depuraron la prosa, crearon nuevas formas poéticas,
      etc.) En el siglo XVII los artistas dominaban las técnicas de su
      arte y disponían de mucha mayor libertad para desarrollar los
      estilos personales más diversos. Dentro de la diversidad, la
      tendencia general en todas las artes fue la de pasar del gusto por
      la
      simplicidad y placidez clásica a una complejidad cada vez mayor,
      llegando en muchos casos a lo violento y recargado. Hacia mediados
      del
      siglo XVIII esta tendencia se agotaría y se produciría un
      retorno al clasicismo, y los críticos de la época se
      referirían al arte del periodo precedente (es decir, al que
      ahora nos ocupa) con el calificativo de barroco. No está claro a
      ciencia cierta el origen de esta palabra, pero hay acuerdo en que,
      en
      su
      origen, era una forma despectiva de referirse al abigarramiento
      excesivo.
    
La explosión artística europea había llegado a
      una envergadura tal que no podríamos haber dado cuenta detallada
      de su desarrollo o de sus protagonistas. A lo largo del siglo XVII
      se
      construyeron majestuosas catedrales y lujosos palacios rodeados de
      jardines, florecieron los pintores, escultores, poetas, etc.
      Naturalmente, los artistas se agrupaban en las cortes de los
      príncipes más importantes, que, o bien sentían
      simplemente afición por el arte y protegían a los
      artistas, o bien comprendían la importancia psicológica
      que podía tener una imagen de lujo y magnificencia. Por citar
      tan sólo el ejemplo más representativo, el rey
      Luis XIV de Francia había protegido a pintores como Charles Le Brun, Pierre Mignard (ya
      fallecidos), Antoine Coypel,
      o Hyacinthe Rigaud, que
      ese año
      ingresaba en la Academia, y recibía el encargo del rey de
      retratar a su nieto,
      el duque Felipe de Anjou; escultores como François Girardon, Antoine Coysevox, que estaba
      trabajando en la tumba de
        Colbert,
      o Pierre Puget, y
      arquitectos
      como Louis Le Vau, Jules
        Hardouin-Mansart, André Le Nôtre, famoso por sus
      diseños de jardines, especialmente los de Versalles, y que
      fallecía ese mismo año, François
        Brondel, que había ejecutado un proyecto de ampliación de
        París, Libéral
        Bruant, o Claude
        Perrault,
      diseñador de la fachada
        oriental del Louvre. 
    
La música requiere un tratamiento separado. La
      evolución de la música en Europa occidental a lo largo
      del siglo XVII es equiparable a la evolución que habían
      seguiso las demás artes a lo largo del renacimiento. Fue durante
      este último siglo cuando los compositores desarrollaron las
      técnicas musicales básicas que conformarían la
      música clásica europea: las técnicas
      armónicas que durante el renacimiento se habían aplicado
      casi
      exclusivamente a la música sacra, fueron aplicadas
      también —con un grado de sofisticación cada vez mayor— a
      la música profana, lo que se tradujo en el desarrollo de la ópera, el ballet y la música de cámara.
      Para ésta se exploraron las posibilidades
      expresivas de diversos instrumentos, alejándose cada vez
      más del simple esquema de un solista —sustituto de la voz
      humana— acompañado más o menos pobremente por otros
      instrumentos en segundo plano, y se idearon nuevas formas
      musicales (es
      decir, nuevas
      estructuras para las composiciones: la sonata, la sinfonía
      (derivada de la obertura operística) el concierto, el concerto grosso, en el que
      intervenían varios solistas, etc. El clave se convirtió en el
      instrumento de acompañamiento por excelencia para la
      música profana (a menudo combinado con violonchelos y
      contrabajos, con los que
      constituía el llamado bajo
        continuo) como el órgano
      lo era para la música sacra. El núcleo de la
      innovación musical había estado a principios de siglo en
      los Países Bajos, pero pronto se había desplazado hasta
      Italia,
      donde cada ciudad tenía su propia escuela de músicos.
    
Alemania también poseía una sólida
      tradición musical que tenía su origen en la música
      religiosa protestante. El instrumento más destacado era el
      órgano. Entre los principales compositores de la época
      destacaban Johann Pachelbel,
      de cuarenta y siete años, nacido en Nuremberg, autor, entre
      otras obras, de Pensamientos
        musicales sobre la muerte, Cuatro variaciones de corales para
        teclado,
        Divertimento musical, Seis suites para dos violines con bajo
        continuo,
        Seis aires con variaciones, etc. y Dietrich Buxtehude, organista
      de
      origen escandinavo, autor de cantatas, corales, preludios y fugas,
      chaconas (para órgano) así como de varias suites para
      clavicordio.
    
Una familia alemana que había dado numerosos músicos
      de prestigio era la familia Bach.
      Su representante más antiguo del que se tiene constancia era un
      molinero y citarista llamado Veit
        Bach, fallecido a principios de siglo, cuyo hijo menor, Johannes Bach, fue panadero
      aficionado a la música. Tuvo tres hijos, Johannes, Christoph y Heinrich, que fueron los
      primeros
      Bach dedicados profesionalmente a la música. Fueron
      compositores, violinistas y directores de orquesta. Del segundo
      hijo de
      Johannes, llamado Christoph,
      como su tío, había nacido Johann
        Ambrosius Bach, famoso
      violinista y trompetista, que
      había fallecido cinco años atrás dejando un hijo
      de diez años (ahora tenía ya quince) llamado Johann Sebastian Bach.
      Entonces se
      había trasladado a Ohrdruf,
      donde su hermano mayor, Johann
        Christoph Bach, que había estudiado con Pachelbel,
      trabajaba como organista. Su excelente voz de soprano le había
      permitido ingresar en el coro de la escuela de San Miguel de Lüneburg, cerca de Hamburgo,
      donde tuvo
      ocasión de estudiar música y humanidades.
    
El retraso en el desarrollo de las técnicas musicales frente
      a las demás artes hace que a la música del siglo XVII se
      la catalogue habitualmente como música
        antigua, y se reserve el término de música barroca para
      referirse a la música mucho más sofisticada que empezaba
      a producir la última generación de compositores, como
      Arcangelo Corelli (que ahora publicaba la quinta y más famosa de
      sus colecciones de sonatas para violín) o Giuseppe Torelli. El
      duque de Mantua acababa de contratar a otra joven promesa de la
      música: se llamaba Tommaso
        Albinoni, tenía veintinueve años y había
      nacido en Venecia. Había publicado su primera colección
      de sonatas a la edad de veintitrés años, y se la
      había dedicado al cardenal —también veneciano— Pietro
      Ottoboni. Seis años atrás había estrenado su
      primera ópera: Zenobia, reina
        de los palmiranos. Ahora publicaba una segunda colección
      de
      sinfonías y conciertos dedicada a su nuevo patrono, el duque.
      Otro veneciano notable era un seminarista llamado Antonio Vivaldi, de veintidós
      años, que acababa de ser nombrado diácono y ya
      había compuesto algunas sonatas para violín. Alessandro
      Scarlatti seguía en Nápoles, dedicado a la
      composición de óperas y de música religiosa
      (oratorios,
      cantatas, etc.). Tenía diez hijos, de entre los que el sexto, Domenico Scarlatti, de
      quince años, destacaba ya como organista y compositor.
    
En Francia, el compositor más destacado era François Cuperin, que a sus
      treinta y dos años había estrenado ya dos misas para
      órgano y varias sonatas al estilo de Corelli.
    
Los intrumentos musicales evolucionaban y se perfeccionaban. En
      los
      últimos quince años, Antonio Stradivarius había
      abandonado las directrices de su antiguo maestro, Niccolò Amati,
      para
      investigar nuevas posibilidades técnicas, y sólo
      recientemente, tras descartar algunos pasos en falso, encontró
      un modelo que juzgó satisfactorio y que ahora empezaba a
      fabricar de forma sistemática.
    
En el terreno político, la característica principal
      del siglo que ahora terminaba había sido la consolidación
      del absolutismo monárquico: los reyes de los principales
      países europeos habían logrado imponerse sobre los
      parlamentos que durante mucho tiempo habían limitado sus
      prerrogativas, habían sometido a la nobleza y habían
      organizado una legislación, un sistema de recaudación de
      impuestos y, en suma, un gobierno centralizado que los convertía
      en la última autoridad ante la que debían responder todos
      los gobernadores locales. Todo esto venía acompañado de
      (si no posibilitado por) la creación o el fortalecimiento de
      potentes ejércitos regulares, que no sólo aseguraban la
      autoridad del rey dentro de las fronteras de su estado, sino que a
      menudo les servían para dirigir una política exterior
      enérgica, destinada a alcanzar la hegemonía sobre las
      naciones vecinas.
    
El arquetipo de monarca autoritario era, sin duda, Luis XIV de
      Francia, el rey Sol, que a sus sesenta y dos años seguía
      dirigiendo Francia con mano firme, más firme si cabe que en
      épocas anteriores, ya que, a medida que habían ido
      falleciendo sus principales ministros y consejeros, auténticos
      artífices del absolutismo francés, los había ido
      sustituyendo por dóciles servidores que se limitaban a seguir
      sus directrices. Actualmente, su mayor preocupación era el
      problema de la sucesión del
      rey Carlos II de España. La muerte del heredero reconocido,
      José
      Fernando de Baviera, había vuelto a suscitar toda clase de
      intrigas. La reina María Ana de Neoburgo había vendido su
      influencia a los autríacos para tratar de convencer a su marido
      de que nombrara heredero al archiduque Carlos, pero Luis XIV
      compró todas las influencias que pudo hasta lograr que, en un
      testamento fechado el 2 de octubre,
      el ya moribundo Carlos II nombrara heredero de todos sus reinos al
      duque Felipe de Anjou, con prohibición expresa de cualquier
      clase de fragmentación del Imperio Español. (Al parecer,
      su decisión se basó precisamente en que consideró
      que el ejército francés era el único capaz de
      garantizar la integridad de los dominios españoles.)
    
Rodeado de reliquias e imágenes, Carlos II murió el 1 de noviembre a los treinta y nueve
      años. Sus últimas palabras fueron: "Me duele todo". El 10
        de noviembre Luis XIV recibió la
      noticia en Fontainebleau, suspendió una
      jornada de caza, declaró luto oficial y regresó de
      inmediato a Versalles. El 12 de
        noviembre conoció el testamento, convocó un
      consejo extraordinario donde, como de costumbre, escuchó a sus
      ministros sin decir nada. Al día siguiente reunió a su
      hijo, el Gran
      Delfín Luis, y a sus tres nietos, los duques de Borgoña,
      Anjoy y Berry y, dirigiéndose a Felipe de Anjou dijo: He aquí al rey de España,
      y luego le aconsejó:
    
Sed buen español, ése es desde ahora vuestro primer deber. Pero acordaos de que habéis nacido en Francia; mantened la unión de ambos reinos y con ella la paz y la felicidad de Europa.
El embajador español, Castell
        Dos Rius, fue a palacio y pronunció un discurso en
      castellano (que Felipe no entendió) y, finalmente, le
      besó
      la mano a la vez que pronunciaba una frase que hizo historia: Ya no hay Pirineos. Mientras
      tanto,
      en Madrid se nombró un consejo de regencia presidido por el
      cardenal
      Portocarrero, que había sido el principal defensor de la
      candidatura francesa a la sucesión, aunque también
      contaba entre sus miembros con partidarios del archiduque Carlos,
      entre
      ellos María Ana de Neoburgo.
    
Obviamente, al emperador Leopoldo I no le gustó nada el
      testamento de Carlos II, y se puso inmediatamente a contagiar su
      disgusto a cuantos príncipes europeos pudo ganar para su causa.
      Ya se había ganado la lealtad del duque de Bruswick
      ascendiéndolo a príncipe elector de Hannover, y ahora
      convertía hacia su partido a uno de los más poderosos
      aliados de Luis XIV, el príncipe elector Federico III de
      Brandeburgo y duque de Prusia, al que, como ya ostentaba la
      máxima dignidad posible dentro del Sacro Imperio Romano
      Germánico, lo ascendió nada menos que a rey de Prusia. 
    
Después del propio emperador, nadie podía haber
      más predispuesto contra el candidato francés que el rey
      Guillermo III de Inglaterra, no tanto en calidad de rey de
      Inglaterra
      como de gobernador de las Provincias Unidas. Una alianza sólida
      entre Francia y España supondría la mayor
      catástrofe imaginable para los intereses comerciales de los
      neerlandeses. Inglaterra era la principal excepción en Europa al
      auge del absolutismo. Desde la revolución puritana, el
      Parlamento inglés había adquirido un lugar preponderante
      en la política, lugar que había conservado tras la
      restauración monárquica, y especialmente tras el
      derrocamiento del rey Jacobo II y el advenimiento de Guillermo
      III. En
      efecto, con Guillermo III se había llegado a un perfecto acuerdo
      tácito entre el rey y el parlamento: el rey dejaba en manos del
      parlamento la política interior y, a cambio, éste apoyaba
      al monarca en la política exterior, que convertía a
      Inglaterra en aliada de las Provincias Unidas. Esta preponderancia
      del
      parlamento, que gozaba ya de una gran tradición, estaba cada vez
      más arraigada en la legislación inglesa.
    
El duque de Anjou tenía importantes detractores en la propia
      España. En efecto, la monarquía española no era
      absoluta, pues cada uno de los reinos que la integraban tenía su
      propio parlamento y sus fueros tradicionales que el rey estaba
      obligado
      a respetar. Castilla estaba prácticamente sometida a la voluntad
      de la corona, pero no así Cataluña, Valencia y Navarra,
      que temían que un rey francés impusiera en España
      una monarquía centralista de corte francés.
    
En Dinamarca, el absolutismo había sido instaurado por el rey
      Federico III. Desde el año anterior reinaba su nieto, Federico
      IV, al que le habían bastado unos meses para sufrir su primera
      derrota ante el jovencísimo Carlos XII de Suecia. En efecto,
      Federico IV estaba tratando de apoderarse del ducado de Holstein,
      pero
      el duque Federico IV era cuñado de Carlos XII, quien, a sus
      dieciocho años, se puso al frente del ejército y
      rechazó a los daneses hasta las mismas murallas de Copenhague,
      donde el rey Federico IV se vio obligado a rendirse, para firmar
      más tarde la paz de Travendal.
      Éste fue sólo el primer episodio de la llamada guerra del Norte, pues, para
      defenderse del ataque sueco, el rey Federico IV había firmado
      una alianza con Rusia y Polonia, así que ahora Carlos XII
      decidía volverse contra el zar Pedro I, a cuyo mal organizado
      ejército venció fácilmente en Narva
      el 30
        de noviembre. A continuación se dirigió contra el
      rey Augusto II de Polonia.
    
Polonia era a la sazón el reino más débilmente
      organizado de Europa. En los últimos años había
      sufrido grandes presiones por parte de Rusia y del Imperio
      Otomano,
      que, junto con las diversas crisis sucesorias, habían
      fortalecido a una nobleza que estaba volviendo el país
      prácticamente ingobernable. Su rey actual era el príncipe
      elector de Sajonia, y es que, si bien la autoridad del emperador
      Leopoldo I sobre los príncipes alemanes era meramente nominal,
      cada uno de ellos era prácticamente un monarca absoluto. El
      elector de Sajonia se había convertido en rey de Polonia, el
      elector de Brandeburgo estaba a punto de ser coronado como rey de
      Prusia y el elector Maximiliano II de Baviera había estado a
      punto de convertir a su hijo en rey de España.
    
No podía decirse que el zar Pedro I fuera un monarca
      absoluto. Rusia poseía un parlamento, la duma, en el que la nobleza, los boyardos, tenía una gran
      autoridad. Tampoco disponía de un ejército regular, pero
      el zar había emprendido una campaña de
      occidentalización de su país que, entre otros objetivos,
      incluía sin duda el de instaurar el absolutismo. La alianza con
      Dinamarca contra Suecia la había entablado después de
      firmar con los turcos el tratado
        de
        Constantinopla, por el que los otomanos reconocían el
      dominio ruso sobre las costas del mar de Azov. Fue entonces cuando
      el
      zar se propuso obtener el acceso al Báltico, lo que
      suponía arrebatarle a Suecia algunos territorios, y de
      ahí su alianza con Dinamarca y Polonia. La derrota que
      sufrió reafirmó su convicción de que Rusia
      necesitaba grandes reformas.
    
Tampoco la monarquía portuguesa era absoluta, pero el rey Pedro II estaba haciendo grandes progresos en esa dirección gracias a las minas que oro que recientemente habían sido descubiertas en Brasil. El rey se había reservado la mitad de los beneficios, y así podía disponer de dinero sin necesidad de pedírselo al Parlamento, lo que le permitía abstenerse de convocarlo.
El resto de países europeos eran potencias menores que
      trataban de encajar de la forma más ventajosa posible en el
      marco internacional. Quizá la más notable era la
      Confederación Helvética, que había logrado que su
      neutralidad fuera respetada en los múltiples conflictos que se
      habían desarrollado a su alrededor. En la última mitad
      del siglo XVII su economía había experimentado un
      considerable crecimiento. Gozaba de una próspera industria
      textil (principalmente de lana y seda), Berna destacaba por su
      producción de armas y la fabricación tradicional de
      relojes de pared se enriqueció con la de relojes de bolsillo.
    
El ducado de Lorena navegaba penosamente entre la influencia
      francesa y austríaca; junto a los grandes ducados alemanes,
      convivían muchos otros minúsculos, cuya división
      hacía que Alemania permaneciera, tanto política, como
      económica, como militar, como culturalmente, muy por debajo de
      sus posibilidades; y finalmente estaban los estados italianos: el
      sur
      formaba parte del Imperio Español, al igual que el Milanesdo, en
      el norte; el centro lo
      constituían los Estados Pontificios, donde el Papa conservaba
      cierto ascendiente, más bien moderado, sobre la política
      europea. Ese año murió Inocencio XII y fue sucedido por
      el cardenal Giovan Francesco
        Albani,
      que adoptó el nombre de Clemente
        XI. El norte de Italia estaba dividido en otro mosaico de
      pequeños estados, la mayoría gobernados por antiguas
      familias aristocráticas: Cosme III de Médicis era el gran
      duque de Toscana, Francesco Farnesio era el duque de Parma, Fernando Gonzaga era el duque
      de
      Mantua, etc. El más poderoso de todos era el ducado de Saboya, a
      la sazón gobernado por Víctor Amadeo II. Además
      estaba la república de Génova (que poseía la isla
      de Córcega) y la república de Venecia, cuya incesante
      lucha contra los turcos en el Mediterráneo había cobrado
      un nuevo impulso gracias a la conquista del Peloponeso.
    
En los últimos años, los turcos habían
      sufrido una serie de derrotas ante los austríacos, los polacos,
      los venecianos y los rusos que habían obligado a ceder numerosos
      territorios, en especial Hungría, que había vuelto a
      manos de los Austrias. Desde la firma de la paz de Karlowitz, los
      turcos no tuvieron más remedio que reconocer la crisis.
      Empezaron a enviar embajadores a los principales estados europeos
      (hasta entonces, quien quería tratar algo con el sultán
      tenía que enviar una embajada al sultán), y confiaron la
      política exterior a los fanariotas,
      que era el nombre que recibían los descendientes de la antigua
      aristocracia bizantina, porque residían en el barrio de Fanar, en Estambul. El lujo
      de la
      corte del sultán y de los turcos más influyentes
      dependía cada vez más de la importación de
      productos europeos, lo que supuso una afluencia hacia occidente de
      oro
      musulmán. Este comercio enriquecía a Occidente y
      empobrecía al Imperio, pues la importación de productos
      de lujo no enriquecía la actividad económica.
      Además, las actividades comerciales corrían a cargo
      fundamentalmente de los judíos, armenios y, sobre todo, griegos,
      mientras los campesinos y soldados musulmanes se empobrecían.
      Por el este, Iraq sufría continuos ataques por parte de beduinos
      de Arabia, kurdos y otros pueblos nómadas de las
      montañas.
    
Durante el reinado del Sha Sulaymán, Persia había
      sufrido periodos de hambres, epidemias, un terremoto, ataques de
      los
      cosacos y numerosas revueltas. Ahora, bajo Husayn, las cosas no
      iban
      mucho mejor. Influido por los teólogos chiitas, el sha puso fin
      a la tolerancia religiosa y desató persecuciones contra los
      sunníes y otras sectas minoritarias.
    
En la India, el gran mogol Aurangzeb había destacado como
      hombre de estado, pero su fanatismo religioso le estaba empezando
      a
      pasar factura. Había expulsado a bailarinas y músicos de
      su palacio, prohibió el cultivo y consumo de
      alucinógenos, así como los juegos de azar, el alcohol y
      la prostitución. Rechazó cualquier concesión a las
      costumbres hindúes, en particular, prohibió la costumbre
      de
      que las viudas fueran quemadas vivas con sus esposos, suprimió
      las fiestas hindúes, nombró funcionarios encargados de
      vigilar la aplicación de la ley islámica y castigar los
      casos de blasfemia o herejía, se opuso a la restauración
      de viejos templos hindúes, prohibió la
      construcción de otros nuevos e incluso derribó algunos
      para construir mezquitas en su lugar. Restauró el impuesto sobre los infieles,
      que
      debían pagar todos los no musulmanes, gravó con un 5% las
      mercancías de los comerciantes hindúes, evitó
      reclutar funcionarios de esta religión y publicó un
      edicto con varias leyes vejatorias, como la que prohibía a los
      no musulmanes usar palanquín, o montar buenos caballos.
    
Estas medidas multiplicaron las rebeliones, no sólo por parte
      de los hindúes, sino también de diversas sectas
      musulmanas. Entre sus medidas de represión, Aurangzeb
      había hecho ejecutar al gurú de una secta hindú
      llamada sikh, y su
      sucesor, Govind Singh, se
      convirtió en
      uno de sus más acérrimos enemigos. Reclutó un
      ejército de unos ochenta mil hombres a los que hizo creer que
      morir defendiendo la fe era un honor y no una estupidez. Para
      reforzar
      su identidad, les propuso añadir el apodo de Singh (león) a su nombre, y
      adoptar una indumentaria con cinco distintivos: llevar sable,
      cuchillo,
      barba, un peine (!), un brazalete y calzones cortos.
    
Pero la mayor espina que tenía clavada era el Imperio
      Maratta, contra el que llevaba dos décadas en una guerra
      infructuosa. Ese año murió de enfermedad el emperador
      Rajaram, y su viuda Tarabai
      se
      proclamó regente de su hijo Shambaji
        II y dirigió la lucha contra los mongoles con la misma
      efectividad que sus predecesores.
    
El estado islámico más floreciente de la época
      era el Marruecos del alawí Mulay Ismaíl. Había
      organizado una red de ciudades fortificadas que le permitieron
      enfrentarse con igual efectividad a las tribus rebeldes, a los
      otomanos
      y a los europeos. Su ejército llegó a contar con unos
      150.000 esclavos negros. Estableció su capital en Mequínez, que fue remodelada
      con el trabajo de unos tres mil obreros y diez mil mulas. El
      resultado
      fue conocido como el Versalles
        marroquí, y al propio Ismaíl se le llegó a
      llamar el Luis XIV marroquí.
      Había tratado de entablar una alianza con Francia en contra de
      España, pero en esa época Luis XIV tenía ya sus
      miras en la sucesión española y declinó el
      ofrecimiento. Puestos a declinar, declinó incluso conceder a
      Ismaíl la mano de una de sus hijas ilegítimas, cosa que
      ofendió un tanto al marroquí.
    
Desde el advenimiento de la dinastía Qing, China era cada vez
      más próspera. Teóricamente, se trataba de una
      dominación extranjera, como lo había sido la de la
      dinastía Yuan, de los mongoles, pero en realidad se produjo una
      asimilación por ambas partes. El emperador Kangxi se
      comportó como un emperador chino tradicional: viajó para
      conocer su país, corrigió injusticias, se rodeó de
      letrados y protegió a los artistas. Militarmente,
      convirtió a Mongolia en un protectorado chino, se
      extendió hacia el norte hasta pactar una frontera con Rusia, y
      penetró en el Tíbet. Después de recibir al Dalai
      Lama, patrocinó la impresión de obras religiosas budistas.
    
Bajo el gobierno de los Tokugawa, Japón estaba alcanzando una
      cierta estabilidad. El comercio estaba favoreciendo lentamente la
      prosperidad de algunos núcleos urbanos.
    
El sureste asiático estaba fragmentado en numerosos reinos
      entre los que existía un relativo equilibrio de fuerzas. Entre
      los más influyentes estaba el reino de Siam, que había
      mantenido buenas relaciones con Occidente bajo el reinado de Phra Narai, el cual había
      confiado el comercio exterior a un aventurero griego llamado Constantinos Faulcon, quien
      había enviado dos embajadas a la corte de Luis XIV. No obstante,
      Phra Narai había muerto hacía dos décadas y una
      reacción nacionalista había terminado deteriorando
      completamente las relaciones con Europa.
    
Otro proceso destacado que había tenido lugar durante el
      siglo XVII fue la colonización de América del Norte.
      Aunque en un principio habían intervenido España,
      Inglaterra, Francia, las Provincias Unidas e incluso Suecia,
      finalmente
      sólo quedaban las tres primeras. España dominaba la
      región de Nuevo México, las colonias inglesas se
      distribuían a lo largo de la costa oriental, desde Virginia
      hasta Nueva Inglaterra, y el territorio situado más al norte
      había pasado de manos repetidas veces entre Inglaterra y
      Francia, con el nombre de Nueva Escocia o Acadia, según el
      dueño de turno. Actualmente estaba bajo dominio francés.
      Francia dominaba la parte nororiental del continente (Canadá) y
      estaba empezando a ocupar Luisiana, la franja de territorio
      alrededor
      del Mississippi comprendida entre el territorio inglés y el
      español.
    
La naturaleza de las colonias era muy diferente en el caso de
      cada
      país. La ocupación de Nuevo México
      era muy dispersa, y consistía esencialmente en soldados y
      misioneros distribuidos en cuarteles desde los que trataban de
      organizar la existencia de los nativos. La población francesa en
      Canadá tampoco era muy numerosa. Se concentraba fundamentalmente
      en los márgenes del río San Lorenzo, donde vivían
      algo más de 10.000 colonos, que habían alcanzado el
      autoabastecimiento. Se llevaban bien con los indios (excepto con
      los
      iroqueses), con los que mantenían relaciones comerciales y de
      defensa mutua, hasta el punto de que los indios eran el principal
      recurso de los franceses para mantener sus posiciones
      frente a los ingleses.
    
Por el contrario, las colonias inglesas estaban mucho más
      pobladas. Nueva Inglaterra contaba con unos 94.000 habitantes,
      dedicados a la agricultura y ganadería en pequeñas
      propiedades, explotaciones forestales, construcciones navales y al
      contrabando de madera, ron y melaza con las Antillas francesas. La
      población era en general rigurosamente puritana y contaba con
      grandes ciudades. Las colonias centrales (Nueva York, Nueva Jersey
      y
      Pennsylvania) contaban con unos 53.000 habitantes de los
      orígenes
      más diversos: las dos terceras partes de la población la
      formaban franceses, neerlandeses, alemanes y suecos. Por último,
      en las colonias meridionales vivían unos 108.000 habitantes,
      esclavos incluidos, que cultivaban tabaco y algodón en grandes
      plantaciones. Había pocas ciudades y puertos y las funciones
      públicas las dominaba una aristocracia culta de grandes
      propietarios. La esclavitud, aunque mucho más significativa en
      el sur, se daba también en las colonias del norte, así
      como en el territorio francés.
    
Prueba de la prosperidad de las colonias inglesas era que
      habían empezado a comerciar entre sí, cosa que no
      había sido bien vista en la metrópoli. El año
      anterior se había promulgado el Acta
        de la lana, por la cual se
      prohibía a las colonias embarcar lana o productos de lana a
      otras colonias. Así, las colonias que necesitaban lana estaban
      obligadas a comprarla a Inglaterra (a un precio, evidentemente,
      más caro que el que podía ofrecerles una colonia
      más cercana). No menos evidentemente, el Acta de la lana era una
      invitación al contrabando.
    
Por su parte, las colonias españolas en América
      contaban con unos 500.000 españoles y criollos (descendientes de
      españoles nacidos en América), que convivían unos
      8.000.000 de indios, unos 500.000 esclavos negros, unos 500.000 mestizos (mezcla de blancos e
      indios) y unos 300.000 mulatos
      (mezcla de blancos y negros). La sociedad estaba estructurada en
      una
      jerarquía racista: los españoles ocupaban los altos
      cargos administrativos, los criollos ocupaban los gobiernos
      locales y
      eran dueños de minas y haciendas, los mestizos y mulatos
      tenían vedados los cargos públicos y se les dificultaba
      en ingreso en la jerarquía eclesiástica y en ciertos
      gremios de artesanos. La zona inferior de la escala la ocupaban,
      naturalmente, los indios y, aun por debajo de ellos, los
      descendientes
      de indios y negros (conocidos como pardos,
        morenos, cholos, etc.) Por otra parte, algunos esclavos
      negros
      lograban escapar y se refugiaban en las selvas y los montes. Se
      los
      conocía como cimarrones.
      
    
Desde la llegada de los españoles, la población india
      había disminuido drásticamente. Se calcula en que
      México quedaban un millón y medio de indios, que
      suponían el 10% de la población en la época
      precolombina. No obstante, en las últimas décadas la
      población había empezado a remontar. Ante la
      reducción de la mano de obra disponible, las explotaciones de
      indios por encomenderos habían empezado a perder terreno frente
      a las haciendas, en las
      los
      trabajadores eran hombres libres, si bien muy a menudo obligados
      por
      deudas. Una buena parte de la población indígena estaba
      en manos de las órdenes religiosas (dominicos, franciscanos,
      jesuitas, etc.) Su comportamiento fue muy diverso, y hubo casos de
      frailes que velaron por el bienestar de los indios y otros que se
      aprovecharon de ellos como el que más.
    
Si España mantenía prácticamente intacto su
      imperio continental, no podía decirse lo mismo de las islas.
      Buena parte de las Antillas había sido ocupada por diferentes
      países: Francia dominaba las más meridionales: Granada,
      San Vicente, Santa Lucía, Martinica, Dominica y Guadalupe,
      además de la parte occidental de La Española; Inglaterra
      había ocupado Barbados, Montserrat, Antigua, Barbuda, Jamaica y
      las islas Vírgenes occidentales, mientras que las orientales
      estaban en poder de Dinamarca; las Provincias Unidas poseían
      Curaçao, etc. España retenía la parte oriental de
      La Española, Puerto Rico y Cuba, dedicada principalmente al
      cultivo de tabaco.
    
Franceses y neerlandeses se habían dedicado también a
      romper el monopolio portugués del comercio con las Indias
      Orientales. España conservaba las Filipinas, pero los
      neerlandeses se habían hecho con las Molucas y los ingleses se
      habían tenido que conformar con establecerse en la India. Por
      otra parte, la costa africana era lo suficientemente extensa como
      para
      que cada cual encontrara donde hincar el diente. La creciente
      demanda
      de esclavos había alterado sustancialmente la economía
      africana, pues ahora proliferaban los pueblos dedicados a la venta
      de
      esclavos. El reino del Congo, que había sido uno de los
      principales proveedores, había desaparecido y su capital estaba
      abandonada. Ahora, uno de los proveedores a gran escala era una
      confederación de pueblos ashanti
      con capital en Kumasi.
      Dominaba una amplia zona en la costa septentrional del golfo de
      Guinea,
      y comerciaba con oro y esclavos.
    
Pero la colonia europea más importante en África era la de los bóers neerlandeses, en el extremo sur del continente. Desde su enclave inicial en El Cabo, la colonia se estaba extendiendo. En los últimos quince años se había acrecentado con la llegada de hugonotes expulsados de Francia, que ahora constituían la sexta parte de la población. Cultivaban la tierra a través de esclavos comprados en Mozambique o Madagascar.
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