Índice
De entre las distintas lecturas
que cabe hacer del Cantar de los
Nibelungos, una de ellas es la que interpreta la obra como un lamento
frente al horror de una guerra fratricida. En el planteamiento trágico del
poema, el odio termina imponiéndose a la diplomacia y conduce a la extinción de
la aristocracia de todo un pueblo. El desenlace habría de resultar tan
descorazonador que se redactó una versión suavizada (el manuscrito *C), e
incluso se llegó a escribir una continuación más acorde con la compasión
cristiana (Diu klage). Ciertamente,
los versos finales de la obra no dejan lugar a dudas sobre la magnitud del
cataclismo: lo que debía haber sido una fiesta se tornó en algo aciago, el amor
mudó en pesadumbre, y los “grandes honores” (es decir, la nobleza que portaba
esa dignidad) yacían muertos:
Diu vil michel êre
was dâ gelegen tôt.
die liute heten alle
jâmer unde nôt.
mit leide was verendet
des künges hôhgezît,
als ie diu lebe leide
z’aller jungeste gît.
(2378)[1]
Plantear que
el Cantar de los Nibelungos contiene
una reflexión crítica sobre la guerra provoca cierta sorpresa. Y es que la
épica heroica tiene como uno de sus rasgos génericos básicos la exaltación de
la violencia física. De hecho, la violencia está omnipresente en el Cantar alemán, pero ello no es óbice
para que, en lugar de celebrar el ardor del héroe guerrero, las luchas armadas
se planteen como una fuerza destructiva que socava los cimientos sociales. En
este sentido, la epopeya alemana se distancia claramente de su pariente
francés, la Chanson de Roland, donde
los combates hacen prevalecer el bien (es decir, el lado cristiano) sobre el
mal (el lado musulmán).
Tomando como
punto de partida la herencia oral de la temática, en las líneas siguientes se
analiza el texto poniéndolo en relación con el contexto que rodeó el acto de
producción (la obra escrita se concluiría hacia el año 1200, según la hipótesis
más extendida). El objetivo es intentar aportar nuevos argumentos a la teoría
de que el autor actuaba movido por una clara intencionalidad antibelicista.
Para ello se profundiza en la relación entre el horizonte mental retratado en
el poema y la realidad histórica de fines del siglo XII, una realidad marcada,
entre otros aspectos, por la doctrina de la Iglesia sobre el bellum iustum, por los intentos de
canalizar la violencia colectiva, por el problema endémico de las venganzas
entre clanes (las Fehden), por el
movimiento de la “paz de Dios”, por el código caballeresco o por la creciente
importancia de la diplomacia en
La épica
heroica (Heldendichtung) es un género
que recrea poéticamente hechos de base histórica, y lo hace fijándose de forma
especial en las guerras. El por qué de este truculento interés tiene que ver
con la estrecha relación que existe entre el género y las tradiciones orales,
una relación que ya estaba presente en Homero y lo seguiría estando en
Según Ong, entre
los patrones mentales que definen las culturas orales (o semiorales) se incluye
el llamado agonistic tone (“tono
agonista”), consistente en la celebración del enfrentamiento, y, de forma
especial, de la fuerza física y de las situaciones de combate. Ello, según
explica el mismo autor, está en relación con la cercanía a la experiencia
cotidiana que caracteriza una cultura basada en la voz –a diferencia de lo que
ocurre con la escritura, más proclive a las formulaciones deshumanizadas y a
las abstracciones complejas– (Ong, 1982: 43-45). Esa afinidad con el día a día
lleva a otorgar un puesto preeminente a los conflictos, como motor de los
acontecimientos y como elemento omnipresente en
La guerra es un
tema recurrente a lo largo de las dos partes del Cantar de los Nibelungos, desde las hazañas juveniles de Sigfrido
en el nebuloso reino de Nibelungo (estrs. 86-100), pasando por la guerra contra los sajones y daneses (canto IV) y el
enfrentamiento con los bávaros al paso por el Danubio (canto XXVI), hasta los
choques masivos en la corte húngara de Atila (canto XXXII ss.). De esos lances
bélicos, algunos puede que fueran incorporados tardíamente a la materia; así lo
interpreta Andreas Heusler, para quien las luchas contra los sajones y daneses,
por ejemplo, son uno de los diez “interludios” (handlungsvolle Zwischenspiele) añadidos por el escritor hacia el
año 1200 para probar la valía de Sigfrido como paladín caballeresco (Heusler,
1965: 72).
En resumidas
cuentas, la importancia que tiene la guerra como tema debe comprenderse a raíz
de la propia inercia del género épico, en el que el “tono agónico” es una de
sus características definitorias, y del horizonte feudal del momento en el que
se compuso la obra.
Los románticos
tendían a considerar la épica medieval como el reflejo de una mentalidad y una
cultura anteriores. Con posterioridad a ellos, H.M. Chadwick hizo fortuna al
lanzar el concepto de la heroic age, que
presuponía que la épica se había fraguado en un nebuloso pasado en el que
imperaban unas circunstancias propicias para el gesto heroico (Chadwick, 1912).
Cada tradición épica tendría su propia “edad heroica”, y en el caso de Alemania
esta sería la correspondiente al período de las grandes migraciones germánicas.
La teoría de la
“edad heroica”, aplicada a las lenguas germánicas, se ve apoyada por el hecho
de que obras como el Cantar de los
Nibelungos toman lo esencial de su materia de remotos sucesos históricos.
Aporta, ciertamente, elementos importantes para el análisis, pero plantea un
problema, y es que da pie a interpretaciones en las que se descuida el intenso
proceso de reelaboración cultural que sufrieron la materia y la forma hasta
llegar a los poemas conservados. Aun cuando los núcleos temáticos arranquen de
mucho tiempo atrás, un análisis del contenido tiene que tener en cuenta que la
tradición oral no pudo mantener intacta la, por así decir, “primitiva”
mentalidad germánica.
Resulta, sin
duda, exagerado interpretar que la insistencia en el tema bélico del Cantar de los Nibelungos sea una
reminiscencia de una “edad heroica” en la que imperaba el furor teutonicus, al que se refirieran los cronistas latinos.
La necesidad de
extremar las cautelas ante lecturas demasiado simplificadoras se hace patente
en una serie de aspectos relativos a la guerra, en los que en seguida se constata
la enorme distancia que separa los hábitos y costumbres de los antiguos
“bárbaros”, por un lado, del mundo retratado en el Cantar, por otro.
En primer lugar,
la composición de los ejércitos germanos distaba bastante de asemejarse a la
del poema. Ni mucho menos eran contingentes claramente organizados, como el
ejército de vasallos que reúnen los burgundios para repeler la agresión de
sajones o daneses (canto IV), o como la comitiva militar que, en ánimo de paz,
pero fuertemente pertrechada, dirigen los reyes burgundios hacia la corte de
Atila (canto XXV ss.). En la realidad germánica, los ejércitos eran pueblos en
marcha, en los que, junto con los guerreros, se encaminaban carros, fardos,
animales, mujeres, niños y viejos:
La position des Barbares était d’autant plus précaire
qu’ils formaient non point des armées mais des peuples en marche; les chariots,
les bagages, le cheptel, les femmes, les enfants, les vieillards qu’ils
traînaient avec eux réduisant leur mobilité, exigeant d’eux des tâches
constantes de surveillance et de protection. (Contamine, 1980: 83)[2]
También hay
una diferencia sustancial en lo que a la composición de las unidades de
combatientes se refiere. En los ejércitos germanos lo normal era que
participaran, al menos, todos los hombres, adultos y adolescentes, con
capacidad para portar armas, y no, como en los Nibelungos y como ocurría en la práctica feudal, exclusivamente, o
casi, los “caballeros” (ritter) o
profesionales de
Más
problemático es lo relativo a la identidad tribal de las huestes. En el Cantar de los Nibelungos, uno de las
pretendidas concomitancias con el pasado germánico es la homogeneidad étnica de
los distintos batallones que componen el ejército de Atila: rusos, griegos,
polacos, valacos, gentes del país de Kiev, petchenegos, daneses, turingios y
hunos desfilan sin mezclarse en la parada del Tullner Feld (estrs. 1339-1346).
Ciertamente, en la primitiva sociedad germánica, organizada en grupos de
pequeña escala, estaría muy arraigado el sentido de pertenencia a una tribu, al
contrario del carácter internacional del mundo romano. No obstante, esa
situación cambiaría a raíz del contacto con los romanos y de la creación de los
primeros Estados extensos. Si nos fijamos en los godos, uno de los pueblos que
más información ha legado sobre la prehistoria germánica, el protoejército
germano no habría subsistido tras la entrada en
A la luz de
cómo las primitivas huestes germánicas se transformaron fruto del contacto con
Roma, es difícil de aceptar que la estructuración tribal del ejército del Atila
nibelúngico pueda ser un reflejo fidedigno de un pasado milenario, un pasado
que incluso para los historiadores resulta difícil de reconstruir. Lo más
lógico es plantear un sistema de organización en consonancia con el ejército
feudal, en el que no se efectuaban levas masivas, y en el que cada vasallo aportaba
y dirigía, con relativa independencia, sus propias huestes. Las cruzadas eran
un ejemplo de una empresa internacional en la que a una campaña acudían
contingentes de las más variadas “nacionalidades”. Restringiéndonos al Cantar de los Nibelungos, el modo en el
que los burgundios reúnen una fuerza de choque para hacer frente a la amenaza
sajona y danesa (estrs. 151-173) es un pasaje más que ilustrativo de los
problemas que representaba poner en pie un ejército efectivo, y cómo la
solución residía en reunir a nobles que aportaban y mandaban sus propias
mesnadas: los reyes burgundios
recurren a los vasallos que les deben auxilio por compromisos de infeudación,
como es el caso de Hagen, que colabora con un contingente que él mismo dirige (Hagen von Tronege der muose scarmeister sîn¸ 172,4), pero
también aprovechan la ayuda de aliados como Sigfrido (estr. 159 ss.).
En conjunto,
la imagen del ímpetu bélico de los primitivos germanos tiene que ver, más que
con la realidad, con una visión idealizada a la que contribuyeron los propios
cronistas latinos, así como con el hecho de que el Imperio Romano de Occidente se derrumbara, y
con la imaginación de los románticos. A los historiadores romanos del Bajo
Imperio y de
Pro dii boni, quanti voluminis opera insequenti aestate sub duce Tiberio Caesare gessimus! Perlustrata armis tota Germania est, victae gentes paene nominibus incognitae, receptae Cauchorum nationes: omnis eorum iuventus infinita numero, immensa corporibus, situ locorum tutissima, traditis armis una cum ducibus suis saepta fulgenti armatoque militum nostrorum agmine ante imperatoris procubuit tribunal. 2 Fracti Langobardi, gens etiam Germana feritate ferocior; denique quod numquam antea spe conceptum, nedum opere temptatum erat, ad quadringentesimum miliarium a Rheno usque ad flumen Albim, qui Semnonum Hermundurorumque fines praeterfluit, Romanus cum signis perductus exercitus.
(Historia Romana, II, 106)[4]
No obstante,
tampoco faltaban comentarios más sobrios sobre el éxtasis guerrero que parecía
hacer imparables a los bárbaros. San Jerónimo, haciendo autocrítica, entonaba
el mea culpa en la época del
derrumbamiento del Imperio: “Son nuestros pecados los que hacen la fuerza de
los bárbaros, son nuestros vicios los que causan la inferioridad del ejército
romano” (cit. por Courcelle, 1948: 14). Semejante diagnóstico invita a
plantearse la siguiente pregunta: ¿Esa ferocidad que se atribuía a los pueblos
del otro lado del limes se basaba
únicamente en un culto a la virtud guerrera entre los germanos, o revelaba una
visión sesgada de los romanos como consecuencia de la extrañeza ante las
costumbres y aspectos del enemigo, de la descomposición de las propias
estructuras políticas y defensivas de Roma, y, también, del asombro ante las
rudimentarias, pero eficaces, tácticas de los invasores?
Si
extrapolamos la pregunta anterior al personaje nibelúngico de Hagen, el supuesto
prototipo del primitivo furor guerrero, surge la duda de si nos encontramos
efectivamente ante una especie de berserker
demoníaco, heredero de una mentalidad arcaica, o bien ante una figura
literaria a la que, en algunos pasajes, se la dota de un componente furioso
tópico. El personaje de Hagen tiene una serie de particularidades. Es el único
figurante de la obra que recibe una descripción física más o menos detallada
(estrs. 413, 946, 2327; cfr. Panzer, 1955: 237), en la que el énfasis se pone
en su fortaleza y en el miedo que infunde su mirada. Además, es un guerrero que
peca de un übermuote heroico
(equivalente al latín superbia o al
griego hybris), un guerrero que, ante
el miedo a que se le tome por débil o por cobarde, prefiere acudir a la corte
de Atila en lugar de permanecer firme en su opinión contraria a la expedición
(estr. 1464). Pero, pese a esas facetas de héroe trágico, Hagen no es tanto un
campeón como un capitán que dirige los ejércitos burgundios con gran cautela
hasta la corte de Atila. Más que los alardes de valor, la estatura del
personaje resulta de su condición de “general” atento a la estrategia y a la
seguridad de la tropa.[5]
Para
comprender la actitud del hombre medieval hacia la guerra es necesario traer a
colación a la Iglesia, ya que es en esta institución donde se libraba el debate
ideológico sobre la violencia colectiva y, en último extremo, sobre su
legitimación. Dada la inexpresividad de la clase campesina y la tardía
irrupción de la nobleza en el terreno de la cultura escrita, sólo quedaban los
eclesiásticos como estamento con la suficiente pujanza como para construir un
armazón de ideas que dotara de sentido a los conflictos a gran escala.
En efecto,
los clérigos venían reflexionando sobre la oportunidad o no de las guerras
desde el inicio del cristianismo. El debate había girado de manera preferente
en torno a la interdicción cristiana del derramamiento de sangre. Este
principio del primitivo cristianismo conllevaba una fuerte carga polémica y
obligaba a describir piruetas intelectuales para conciliar el ideal con
En el Cantar de los Nibelungos, la guerra en
la que perece la nobleza burgundia es un conflicto al margen de cualquier
legitimación cristiana. Es un enfrentamiento fratricida, impelido por el odio y
que no aporta forma alguna de justicia. Todo lo contrario de lo que ocurre en
la Chanson de Roland francesa, donde
las campañas de Carlomagno contra los sarracenos son un tipo de cruzada, es
decir, de guerra sacra contra el Islam.
Pero
volvamos a la argumentación cristiana sobre la guerra, para así poder
comprender mejor cómo el conflicto central de los Nibelungos carece de legitimidad, dando base a la hipótesis aquí
formulada de la intencionalidad antibelicista del poema. La actitud de la
Iglesia se mantuvo durante siglos condicionada por san Agustín, al que se ha
llegado a definir como “forjador del cristianismo”. La extensa obra del obispo
de Hippona se presenta muy compleja y llena de pasajes difíciles e incluso
contradictorios, pero a la vez contiene muchos de los principios que luego
desarrollaría la sociedad medieval, entre ellos el de la “guerra justa” o bellum iustum. Jean Flori, en su
análisis sobre la “prehistoria de la caballería”, glosa así esa aportación:
Désormais une nouvelle conception idéologique fait son apparition,
esquissée par Saint Augustin et développée par ses successeurs: la guerre juste
existe, et le chrétien peut s’y livrer sans honte. Bien plus: alors que les
premiers temps du christianisme avaient connu une situation où tous les
chrétiens se voyaient invités à être des prêtres ‘non-violents’, Augustin se
fait l’initiateur d’une idéologie séparant nettement les fonctions. Aux uns il
revient de combattre par la prière contre les démons alors que les autres
luttent par les armes contre les barbares. (Flori, 1983: 15)
En realidad,
san Agustín se limitó a abordar la cuestión marginalmente, pero lo hizo con un
mayor pragmatismo que los teóricos anteriores y, con ello, inspiró a numerosos
epígonos y exegetas, que son los que realmente dieron definición a la tradición
agustiniana. Admitiendo un componente demoníaco en el mundo terrenal, la
Iglesia reconocería a partir de san Agustín que los cristianos tenían que
adaptarse a las condiciones mundanas:
What the Church, largely if indirectly through Augustine’s influence,
came more and more to do was to suggest that such things could be and should be
done in a more or less Christian spirit. Wars should be just; business should
be honest; children should be legitimate. (Morris, 1967: 221)
Los
acontecimientos posteriores a san Agustín forzaron al propio papado, ya en
Si avanzamos
en el tiempo, la épica refleja esa creciente implicación de la Iglesia en los
asuntos militares. En el Cantar de Mio
Cid castellano, hay un obispo perigordiano, don Jerónimo, que combate al
lado de las mesnadas del Cid, “firiendo con sus manos” (1287-1307).[6] En el Poema de Almería, los obispos de León y
Toledo desenfundan las espadas material y espiritualmente cuando claman por la
guerra justa. Y en la Chanson de Roland, Turpin
cabalga junto a los doce pares de Carlomagno en la marcha por los Pirineos donde
es atacado Roldán. En el Cantar de los
Nibelungos, por su parte, el ejército burgundio que acude a la corte de
Atila va acompañado por el “capellán del rey” (des küneges kappelân, 1542).
En el apogeo
medieval de los siglos XI-XIII, el período de auge de las epopeyas heroicas en
Occidente, un acontecimiento de primer orden transformó la visión de la guerra:
las cruzadas. Esta empresa militar, promovida por el propio papado, supuso una
auténtica sacralización de la guerra, bendecida ahora por el pontificado. Con
ello caían las últimas reservas de principio, hasta el punto de que
Del espíritu
de cruzada se dice que, al menos en parte, perseguía una contención de la
violencia privada. Canalizando la fuerza militar hacia el exterior, habrían de
disminuir las luchas crónicas que enfrentaban a la nobleza.[7]
En el Cantar de los Nibelungos, el desastre
burgundio se presenta desde una perspectiva que es ajena al concepto al
espíritu de cruzada y, en general, al principio del bellum iustum. No cumple con ninguno de los criterios básicos que
esgrimía el derecho canónico para justificar un enfrentamiento armado y, que,
con diferente peso según el momento, eran los siguientes: 1) una guerra tenía
que librarse en nombre y por orden de una autoridad legítima, como el emperador
o el papa; 2) sólo podía empezarse por una iusta
causa, como resultado de una
injusticia (iniuria); y 3) debía
perseguir buenos objetivos (rectae
intentiones) y librarse conforme a los principios del amor cristiano y de
la compasión (Riley-Smith, 1991: 1508).[8]
Frente al
esquema anterior, la matanza con la que termina el poema alemán viene
desencadenada por la disputa entre Krimilda y Brunilda (canto XIV), a partir de
la cual se encadenarán los acontecimientos. Bien es cierto que la primera de
las dos mujeres tendrá motivos más que suficientes para sentirse agraviada,
como son el asesinato felón de su marido y la usurpación del tesoro, lo cual podría
llevar a hablar de iusta causa. Pero
eso no cambia el hecho de que ella actúa movida por el odio, no persigue buenas
intenciones (rectae intentiones),
sino sólo venganza, y para ello emplea todo tipo de ardides, aprovechándose de
su posición como cónyuge de Atila. Si su odio es comprensible desde el punto de
vista humano, el desarrollo del personaje en la segunda parte de la obra lo va
transformando en una figura demoníaca. Y, por si no fuera suficiente, ella
misma empuña la espada para dar muerte a Hagen (estr. 2373), hecho que violaba
la doble prohibición de que las mujeres portaran armas y de que ejecutaran
ellas mismas una venganza de sangre (Ehrismann, 1995: 156-157).
Krimilda se
mueve arrastrada por una furia que crece gradualmente desde el asesinato de su
marido. Un enfoque que, por cierto, sorprende por su modernidad: la heroína
antepone el vínculo con su marido a los lazos de sangre que la unían a sus
hermanos de la realeza burgundia. Prevalece, por tanto, el principio del “amor”
sobre el de la “tribu” o Sippe, lo
cual agranda la dimensión trágica y, hay que suponer, avivaría el interés del
público medieval. Al poeta le interesaría de forma especial el componente
emocional, tal como parece reflejarse en la sentenciosa apostilla que aparece
al final: el amor termina conduciendo al odio (als ie diu liebe leide z’aller
jungeste gît. 2378,4).
Y, por si
hubiera alguna duda de la falta de justificación cristiana a la matanza final,
es muy sintomático que el capellán de la expedición burgundia regrese a casa
tras alcanzar el Danubio y no acompañe a los guerreros hasta su desastre
bélico. Él fue el único que regresó vivo (estr. 1542), después de que Hagen lo
lanzara por la borda del transbordador (estr. 1576) y después de una
intervención divina, la mano de Dios que le ayudó a alcanzar la orilla a pesar
de no saber nadar (swie er niht swimmen
kunde, im half diu gotes hant, / daz er
wol kom gesunder hin wider ûz an daz
lant. 1579,3-4).
En cuanto
al espíritu de las cruzadas a Oriente, éste es irrelevante. Atila y parte de
sus huestes son paganos, como él mismo comenta (estr. 1145). La disparidad
religiosa con respecto a los burgundios se tiene en cuenta a la hora de
considerar el matrimonio con Krimilda (estrs. 1248, 1261, 1395), pero en
seguida se pasa por alto. El poema mantiene la referencia al paganismo de los
hunos históricos, pero no le da mayor importancia. Todo lo cual no quiere decir
que las cruzadas estuvieran ausentes del contexto en el que se compuso el Cantar: de hecho, si aceptamos la teoría
de que la obra fue escrita en Passau gracias al mecenazgo del obispo Wolfger,
éste tomó la cruz en 1195, y dos años después viajó a Tierra Santa (Wurster,
1998: 297). Simplemente, las campañas a Palestina no adquirieron relevancia
moral en el tratamiento de la materia nibelúngica.
La
organización feudal propiciaba la belicosidad de la nobleza laica. A veces se habla de una herencia de la mentalidad guerrera de los
bárbaros: “[...] a cult of war and belligerence that was deeply embedded in the
traditions of the medieval west, being part of its heritage from the warrior
ethos of the barbarian past […]” (Keen, 1996: 1-2). Pero lo cierto es
que el feudalismo como sistema reunía todos los elementos para encumbrar el
espíritu guerrero. Por un lado, la vocación militar de
En la
sociedad estamental del Medievo, la guerra constituía la fazienda de la aristocracia laica, los pugnatores, que velaban por la seguridad de los oratores y de los laboratores. En la práctica, la división no se hacía de forma tan
estricta, ya que ese modelo de sociedad trifuncional, sistematizado en el nivel
teórico por Adalbéron de Laon y Gérard de Cambrai (siglos X-XI), era más una
construcción imaginaria que algo real (cfr. Duby, 1978). No obstante, lo que sí
es cierto es que la nobleza laica encontraba en la actividad militar un
poderoso instrumento de poder y una forma de legitimización, por lo que
intentaría monopolizar el uso de las armas, hasta el punto de que, en la era
feudal, los ejércitos no solían pasar de relativamente pequeños contingentes de
caballeros nobles. Los plebeyos tenían una participación marginal, salvo en
determinadas regiones, como, por ejemplo, en las tierras de frontera
castellanas. El Mio Cid castellano
es, en cierta medida, un texto sobre los llamados caballeros villanos o caballeros
pardos, que buscaban fortuna y prestigio social en cabalgadas a tierras infieles.[9] Pero la
situación de Castilla era especial, por ser una tierra de frontera, y en la
sociedad que retrata el Cantar de los
Nibelungos no hay hueco para tropas de semejante laya.
Si los
nobles se caracterizaban por la predisposición para el uso de las armas, no era
raro que esa tendencia degenerara fácilmente en sangrientas venganzas entre
linajes, lo que en alemán se conoce como Fehden[10] (cfr. inglés feuds).
En la mentalidad de la época, los miembros de un clan se sentían obligados a
recurrir a la violencia cuando alguno de su grupo era asesinado o sufría un
agravio. Este tipo de reacción hundía sus raíces en la prehistoria germánica, y
de hecho las primeras codificaciones del derecho germánico incluían leyes al
respecto. No obstante, la larga vigencia de semejante práctica y la amplitud
geográfica del fenómeno sólo se explican por la extrema debilidad del poder
central tras la implosión del Imperio carolingio. Con el advenimiento del sistema
feudal hacia el año 1000, en el Occidente cristiano, y de forma especial en los
territorios del antiguo Imperio Carolingio, la paz y la justicia se encontraban
en manos de príncipes independientes, comportándose cada uno de ellos como
dueño y señor en las zonas bajo su control (Duby, 1989: 32). Al margen de la
monarquía y de la Iglesia, existía un “espacio intersegmental” (intersegmentärer Bereich) en el que
imperaban la venganza y las represalias violentas (Richter, 1996: 17).
Las
devastadoras venganzas entre linajes, las cuales podían prolongarse durante
generaciones y perjudicaban sobre todo a la población civil, llegaron a
constituir un problema endémico para el Occidente cristiano en
En la época
que afecta al Cantar de los Nibelungos, fundamentalmente
el siglo XII, eran varias las iniciativas encaminadas a garantizar
El Cantar de los Nibelungos se compuso en
un horizonte mental marcado por las coordenadas anteriores, y así se observa en
la lectura de
El término
básico para designar la “paz” en la obra es vride
(derivado de una raíz indoeuropea *pri-).
Su significado, no obstante, no era exactamente igual a voces modernas como el
alemán Frieden o el español paz, que se entienden como oposición a
La
literatura no podía ser ajena a la importancia que tenía la “paz” para el
avance social y económico, y de una forma u otra el tema se repite por doquier.
En algunos casos, como en el Reinhart
Fuchs, se entra en detalles legales; en esta obra (v. 1239) está
documentado por primera vez el término lantvride
(Widmeier, 1993: 115 ss.). Otras veces, el término aparece en relación con
circunstancias reales concretas. Así sucede en el siguiente verso de Walther
von der Vogelweide, donde el bardo se lamenta de la situación de caos y guerra
que sufría el Imperio a principios del siglo XIII: fride unde reht sint sêre wunt (L 8/26).
En el Cantar de los Nibelungos, la pretendida
lejanía épica de los hechos que se relatan es responsable de que no haya
alusiones a sucesos coetáneos concretos. Pero la obra, cuya terminación se
fecha hacia el año 1200 y, por lo tanto, es más o menos contemporánea de
Walther, parece participar de la misma preocupación que éste por el desorden
que sufría el país, inmerso en una guerra civil. O, al menos, eso es lo que se
puede deducir de la insistencia que el relato hace en los esfuerzos de
mediación y pacificación.
En la
primera parte de la obra no faltan las alusiones a la importancia de la “paz”.
Así, cuando Sigfrido desafía a los burgundios en su primera visita a Worms, al
final prevalece el buen tino y se evita
Sí hay lucha
armada en el caso de la incursión de daneses y sajones en el país de los
burgundios. Pero, tras la victoria de los segundos, los derrotados daneses no
se conforman con la magnanimidad de los vencedores, sino que solicitan que se
acuerde una “paz duradera” para, según se sugiere, evitar futuras represalias:
Die von Tenemarke die sprâchen sâ zehant:
“ê daz wir wider rîten heim in unser lant,
wir gern stæter suone; des ist uns recken nôt.
wir hân von iuwern degenen manegen lieben vriwent tôt.”
(311)
Para
designar una “paz duradera” se utiliza aquí la expresión stæte suone. La suone era
otro de los términos para referirse a la paz.[12] Así se ve
en el doblete formulario vride unde
suone, que encontramos en boca del burgundio Giselher cuando éste ofrece
salvoconducto a Rüdeger para abandonar la sala en la que acababa de librarse un
combate (“vride unde suone
sî iu von uns bekant, 1997,2). En algunos contextos, la suone podía tener un significado más restringido y designar la
“voluntad de entendimiento” (die suone mînes herren möht ir iu
lâzen gezemen.” 2342,4,
frente al uso más genérico de vride dos
versos antes, der iu den
vride biutet mit iu ze tragene, 2342,2).
De una forma
u otra, la idea o anhelo de vride está
presente a lo largo de la obra, pero donde verdaderamente cobra relevancia es
en la segunda parte, en la que se repiten los esfuerzos diplomáticos para parar
la masacre, fracasando uno tras otro y conduciendo, en último extremo, al
trágico final. Una vez que se han desatado las hostilidades, no deseadas por
ninguno de los grupos combatientes, los reyes burgundios tratan de detener el
derramamiento de sangre (Ouch sprungen von den tischen die
drîe künege hêr. / si woldenz gerne scheiden,
ê daz schaden geschæhe mêr. 1967,1-2, canto XXXIII). Gunther hace
un ofrecimiento formal a Dietrich (buoze unde suone der bin ich iu
bereit. 1991,3). Más adelante lo intentará un hermano de éste,
Giselher (estr. 1997). Por el otro bando, los guerreros hunos cesarían de buen
grado en la lucha, de no ser porque Krimilda aborta la paz (daz gehôrte Kriemhilt; ez was ir harte leit. / des wart den
ellenden der vride ze gâhes widerseit. 2098,3-4). Asimismo, lo intentarán
Dietrich y Rüdeger.
En estrecha
relación con los movimientos de paz se encontraba la doctrina caballeresca, que
trataba de potenciar las virtudes políticas del noble, la sapientia frente a la fortitudo,
la diplomacia frente a la desmesura
guerrera. Un buen ejemplo de estos planteamientos en el Occidente cristiano lo
encontramos en las Partidas de
Alfonso X el Sabio (siglo XIII), en las que se ensalzaba la “cordura” del
caballero como la capacidad para evaluar los movimientos políticos (Partidas, XXI,II). La codificación
castellana se hacía eco de un movimiento de escala internacional, que en el
siglo XIV arribaría al llamado “humanismo caballeresco”.
El caballero
como homo politicus lo encontramos
ejemplificado en la figura de Dietrich, quien, según interpreta Haymes (1985),
es la encarnación de
La autonomía
con la que se mueve Dietrich es la propia de un rey que está en la corte de
Atila como invitado y aliado, todo lo cual refuerza una imagen del personaje
como rex iustus y no como un vasallo.
En él prima la cordura y la sensatez, como cuando reprocha al impetuoso
Hildebrando que haya impedido que se alcanzara la paz (2312).
La figura de
Dietrich es, vista desde los polos guerra-paz, más representativa de la
diplomacia que la del margrave Rüdeger, el caballero ejemplar, que presta una
hospitalidad impecable a los burgundios (canto XXVII), el guerrero en el que el
sentimiento religioso se muestra interiorizado de una forma más clara (estr.
2153), o el vasallo que se debate entre la doble lealtad a la que le han
empujado los usos feudales (canto XXXVII). Rüdeger tiene todos los visos de ser
uno de los añadidos recientes (Wolf, 194-195). Por el contrario, Dietrich von
Bern es uno de los figurantes de la épica alemana con más solera. Precisamente
al ciclo dedicado a él pertenece el Hildebrandslied,
el canto épico más antiguo conservado en lengua alemana.
El Cantar de los Nibelungos es una epopeya
heredera de una tradición oral, con relación a la cual acusa una fuerte
servidumbre, tanto en la forma como en el fondo. Ello, no obstante, no impide
que el poeta que llevó a cabo la versión escrita de ca. 1200, de la cual arrancan supuestamente los manuscritos
conservados, dejase actuar su capacidad creadora, añadiendo elementos,
adecuando el relato a la realidad y, también, introduciendo juicios morales más
o menos velados.
De la
exposición anterior se pueden extraer una serie de conclusiones. El poema
presenta la guerra entre los burgundios y las huestes de Atila como un
enfrentamiento innecesario y destructivo, tal como queda claro en el lamento
final. Pero, además, la guerra está enfocada, por acción o por omisión,
conforme a cuestiones que preocupaban en la segunda mitad del siglo XII, y que
podríamos resumir así:
–
Hay una clara ausencia de legitimación cristiana. En la
hecatombe final falta la legitimación religiosa; ni tan siquiera se involucra
ningún capellán, como era usual en las campañas bélicas, ya que el eclesiástico
que asistía a los burgundios tuvo que regresar a casa después de que Hagen lo
arrojara a las aguas Danubio. El espíritu de cruzada, o de antagonismo entre
cristianos e infieles/paganos brilla por su ausencia; el hecho de que Atila sea
huno no da lugar a una presentación negativa del personaje. En esto, el Cantar alemán se separa nítidamente de
la mayoría de las tradiciones romances de la época.
–
La venganza triunfa sobre
El Cantar de los Nibelungos fue compuesto
en una época en la que el occidente europeo conoció una fuerte expansión
demográfica, económica, cultural, científica, etc. Ese período, que se inició
hacia el año 1000 y se prolongó hasta el siglo XIII, es conocido como
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Klage. Ursprung – Funktion – Bedeutung. München: Literatur in Bayern.
[1] Citado por la
edición de Karl Bartsch y Helmut de Boor:
Das Nibelungenlied. 1997. Stuttgart: Reclam.
[2] O, según la descripción de Lactancio en De mortibus persecutorum: “Les Barbares
ont l’habitude de partir en guerre avec tout ce qu’ils possèdent, embarrassés
par leur multitude même et empêtrés de leurs bagages.” (cit. por la tr.
francesa de Jacques Moreau, Paris, 1954, I, 88).
[3] “Relevons d’abord le contraste entre le rendement
militaire des sociétés germaniques, au moment des grandes invasions, et celui
de la société romaine du Bas Empire: d’un côté, l’utilisation de tous les
adultes mâles depuis l’âge de quinze ou seize ans jusqu’au moment où les forces
les abandonnent; soit un nombre de combattants s’élevant au quart ou au
cinquième de la population totale; de l’autre, un Empire riche de plusieurs
dizaines de millions d’habitants mais tout juste susceptible, au prix d’un
effort ruineux, de réunir 500 000 ou 600 000 hommes, dont les deux tiers, voire
les trois quarts, sont en fait incapables de faire campagne –soit un rapport
combattants-population théoriquement de l’ordre du centième et pratiquement de
l’ordre du quatre centième.”(Contamine, 1980: 83-84).
[4] Cit. por la
edición on-line: http://www.gmu.edu/departments/fld/CLASSICS/vell2.html
(10-9-2003)
[5] Un estudio
sobre la humanización de Hagen se encuentra en Haymes (1999: 99-115).
[6] Cito por la
edición de Alberto Montaner (1993): Cantar
de MIo Cid.
[7] Maurice Keen apoya esa teoría, sobradamente conocida,
en un pasaje de Foulcher de
[8] Los criterios
anteriores resumen en cierta medida la prolija casuística desarrollada por el
derecho canónico, sobre todo a partir del movimiento escolástico en la primera
mitad del siglo XII. Entre los textos más influyentes figura el de Graciano
(ca. 1140), Concordia Discordantium
Canonum (más conocido como Decretum
Gratiani), que coincidía con el “redescubrimiento” del derecho romano en
Bolonia.
[9] Sobre la
especificidad de Castilla: “Otro rasgo característico de la sociedad de la
Meseta norte [...] es la fuerte impronta de lo militar, debido a la tensión
permanente en que vivía el reino. La consecuencia más llamativa de esta
influencia fue la aparición de los denominados ‘caballeros villanos’. Se
trataba de gentes de extracción popular que habían accedido a la posesión de un
caballo. De ahí que, aunque pertenecían al estamento popular, ostentaran
ciertos rasgos del mundo caballeresco” (Valdeón Baruque, 1995: 210).
[10] El termino
del Mittelhochdeutsch vêden (o bien vêheden o vêhen)
designaba la guerra a pequeña escala, en la que las venganzas a menudo se
concretaban en forma de saqueos, asesinatos y destrucción contra las zonas
rurales bajo control del antagonista. En el propio Cantar de los Nibelungos se encuentra reflejada esa mentalidad
guerrera, en la que se consideraba algo normal la devastación del territorio
enemigo. Así, Sigfrido dice: ich gelege in
wüeste ir bürge unt ouch ir lant, (885,3).
[11] Hay que
distinguir entre la “paz de Dios” (pactum pacis, constitutio pacis, restauratio
pacis et iustitiae, pax reformanda) y la “tregua de Dios” (treuga Dei). El primero
de estos movimientos, que se inició hacia 975 y adquirió carta de naturaleza en
el concilio de Charroux (989), iba encaminado a contrarrestar la violencia
cotidiana contra grupos inermes como los clérigos, mercaderes, peregrinos,
campesinos, viudas, etc. El segundo concepto apareció en el concilio de
Toulouges (1027) y, en su primera formulación, prohibía la violencia los domingos,
aunque luego se añadirían más días (Contamine, 1980: 433-446).
[12] Lexers define suon,
suone como “urteil, gericht; sühne, versöhnung, frieden, ruhe.” (Lexers, 1986: sub
voce “suon, suone”).
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