ANTERIOR |
LA ÉTICA |
SIGUIENTE |
---|
En los últimos comentarios de la página anterior hemos
empleado por primera vez —desde que hemos iniciado la crítica de
la razón práctica, es decir, desde la cuarta
página— el adjetivo inmoral
—o, más exactamente, el sustantivo inmoralidad— sin haberlo analizado
debidamente, cosa que vamos a hacer aquí. De todos modos, el
lector no debería haber tenido problemas para asignar un
significado preciso a este adjetivo en el contexto en el que lo hemos
empleado: "inmoral" significaba allí simplemente "contrario al
deber", y el concepto de "deber" ya lo hemos discutido ampliamente (sin
perjuicio de que aún tengamos más que decir sobre
él).
Más en general, podemos considerar que inmoral significa "contrario a la
Ética" (recordemos que hemos convenido en considerar
Ética y Moral como sinónimos, pero sucede que el
castellano dispone del adjetivo "inmoral" y, en cambio, no existe
"inético"), y la Ética no es más que la
teoría racional que determina cómo debe actuar un ser con
voluntad de actuar ante el mundo en calidad de ser racional, capaz de
entenderse racionalmente con los demás seres racionales, y no
como un mero bruto con voluntad que utiliza a su antojo cuanto
está a su alcance, sin distinguir en principio entre seres
racionales o irracionales (lo cual hace, a su vez, que su propia
racionalidad sea irrelevante, desde el momento en que renuncia a
usarla). Podríamos decir, pues, que "inmoral" es sinónimo
de "irracional en cuestiones prácticas", pero aquí es
crucial hacer una precisión que ya hemos discutido en la
página precedente: en todo caso, inmoral puede considerarse
sinónimo de "contrario a la razón en aquellas cuestiones
prácticas en las que tiene sentido tener en cuenta la
razón". Porque, como ya hemos explicado, todo deseo es
esencialmente irracional, incluso el más elemental deseo de
conservar la vida, y por ello sería falaz considerar inmoral el
deseo de vivir.
Ahora bien, si no tiene sentido considerar inmoral (irracional) el
no usar la razón allí donde ésta no tiene nada que
decir, sí tiene pleno sentido tachar de inmoral (irracional)
cualquier intento de usar la razón allí donde ésta
no tiene nada que decir, pues semejante uso será necesariamente
dogmático (es decir, sólo será un aparente uso de
la razón, ya que en realidad será una falacia).
Más
llanamente: alguien que quiera deducir honestamente cuál es la
forma racional de actuar ante el mundo, no puede estar dispuesto a
introducir dogmas en sus planteamientos, pues de tal modo no
está buscando respuestas, sino inventándoselas. Por
consiguiente, podemos decir que los dogmas prácticos (los
planteamientos dogmáticos que pretendan prescribir una
determinada conducta) son —o, al menos, pueden ser— inmorales. Vamos a
analizar esta posibilidad. Podríamos decir que las
consideraciones de las páginas precedentes determinaban lo que
debe hacer una persona que no quiera caer en el escepticismo
ético, mientras que ahora vamos a discutir qué debe hacer
además una persona que no quiera caer en un dogmatismo
ético.
Ante todo, observemos que si una persona decide adoptar
dogmáticamente principios altruistas, no tendría sentido
considerar tales dogmas como inmorales, pues, por definición, es
altruista toda actitud que facilite el consenso racional entre
personas. Por el contrario, es en el trecho que hay entre el
egoísmo respetuoso con el deber y la maldad propiamente dicha
donde tiene sentido plantearse si hay actitudes egoístas que
pueden ser tachadas de inmorales por
dogmáticas.
Antes de entrar en ello conviene mostrar el paralelismo entre lo que
vamos a hacer y su equivalente teórico: imaginemos que alguien
elabora una teoría sobre la existencia de fantasmas con el
suficiente cuidado como para no ser empíricamente falseable.
Digamos que cree que existen fantasmas que ven lo que hacemos, y nos
oyen, pero que no actúan sobre el mundo, ni son perceptibles en
modo alguno. Están hechos de una "energía espiritual" que
no tiene nada que ver con la energía "material", en particular
no pesan, no interceptan la luz y, en suma, no hay ninguna clase de
experimento físico que pueda desmentir la presencia de un
fantasma en un lugar determinado. Tal teoría no contradice a
ningún hecho, pero no es científica porque tampoco se
basa en ningún hecho. Para que una teoría pueda
considerarse científica (es decir, racional) no basta con que no
contradiga a los hechos, sino que es necesario que se desprenda de
ellos en el sentido de que pueda considerarse honestamente la mejor
forma concebible de explicar unos hechos dados. Del mismo modo, cuando
la conducta de una persona perjudica a otra, no podemos admitirla como
éticamente correcta sólo por el hecho de que no
contradiga a la razón, sino que también hemos de exigir
que dicho perjuicio no sea el mero producto de un dogma irracional.
Por ejemplo: si alguien me pide que comparta con
él mi comida y yo me niego a ello, mi egoísmo está
fundado en mi deseo de disfrutar enteramente de mi comida. Este deseo
es irracional, pero es que no puede ser de otra manera. No puede
decirse que yo sea inmoral (irracional) por negarme a compartir mi
comida por un deseo irracional de comérmela yo, ya que los
deseos son necesariamente
irracionales, y tan irracional es mi deseo de comerme toda mi comida
como el deseo de la otra persona de que le ceda una parte. La
situación es completamente simétrica. Al mostrarme
egoísta, no estoy pervirtiendo mi voluntad de actuar
racionalmente ante el mundo. En cambio, si me sobra comida,
pero decido no dársela a quien me la pide aduciendo que es negro
y que los negros deberían estar todos muertos, sí que
puedo decir que mi actitud es inmoral, porque nadie puede negarle el
pan a los negros por el mero hecho de ser negros y sostener
coherentemente al mismo tiempo que su intención es actuar
racionalmente ante el mundo.
Para precisar esta distinción podemos decir que una
acción está motivada
si está fundamentada por cualquier combinación de
argumentos racionales (no dogmáticos) y deseos irracionales. En
estos términos, un simple deseo, sin más
elaboración, es un motivo, aunque no es una razón. Lo que
hemos establecido en páginas anteriores es que para que una
persona tenga derecho a imponer su voluntad sobre otra (tener derecho
en el sentido de que con ello no pierda su dignidad) no basta con que
tenga un motivo para hacerlo, sino que necesita una razón, y la
única razón admisible es que pueda justificar
racionalmente que la otra persona no es digna de respeto en el asunto
en cuestión (o, en otros términos, que no puede ser
considerada como una persona); sin embargo, ahora podemos añadir
que para que una persona pueda mostrarse egoísta por
omisión sin perder con ello su dignidad, ha de tener como
mínimo un motivo para justificar su conducta, ya que una
decisión inmotivada —una decisión tanto de actuar como de
no actuar— es, o bien una decisión dogmática, esto es,
fundada, no en un deseo, sino en un principio aceptado arbitrariamente,
o bien una decisión absurda,
que no admite ninguna explicación más allá del
campo de la fisiología y que, por consiguiente impide considerar
al que la adopta como un ser racional, dueño de su mente y de
sus actos.
Más directamente: nadie puede pretender enfrentarse
racionalmente al mundo y, al mismo tiempo, tomar decisiones
inmotivadas, ya sean dogmáticas (como, porque Dios me manda
castigar a
los pecadores, o porque los negros son seres inferiores, etc.) o sean
absurdas (simplemente porque sí). Cuando varias personas tienen
un conflicto de intereses, éste será esencialmente un
conflicto de deseos, y el deber ético no es sino el deber de
conciliar racionalmente esos deseos que en sí mismos son
irracionales y, por ello, sólo pueden tratarse como datos del
problema que no pueden ser negados. Si alguien pretende participar en
ese proceso de conciliación y pretende añadir como parte
de la configuración del problema, no ya sus propios deseos, lo
cual es legítimo, sino también principios
dogmáticos o absurdos, con dichas pretensiones hace imposible
que los demás puedan considerarlo como persona (= personaje) del
problema, y no tengan más opción que tomarlo como un
inconveniente físico más, como una cosa más que
configura el marco físico del problema, y esto hace que no haya
razón alguna para guardarle respeto alguno (siempre en
relación estrictamente a la situación respecto a la cual
adopta tal actitud, sin perjuicio de que en otros contextos pueda —y,
por consiguiente, deba— ser reconocido como persona).
En resumen, la ausencia de actitudes inmotivadas —que no es lo mismo
que no razonadas— forma parte de los requisitos necesarios para que
podamos decir que un ser con voluntad y uso de razón posea el
sentido del deber que permite reconocerlo como persona y, por
consiguiente, atribuirle una dignidad.
Aquí es muy importante darse cuenta de lo amplio que es el
concepto de motivo: el mero hecho de querer vivir ya es un motivo para
vivir, y el mero hecho de no querer que la sangre manche la
tapicería de su coche ya es un motivo para que el
misántropo se niegue a transportar
a un herido (un motivo egoísta, sin duda, pero un motivo que —a
falta de otras consideraciones relacionadas con el derecho— nos impide
tachar de inmoral su conducta).
Alguien con mentalidad de abogado podría objetar que no
existen acciones inmotivadas, pues siempre se puede alegar como motivo
el placer que causa hacer lo que se hace. Por ejemplo, supongamos que
le pido a
alguien que me dé parte de su comida y éste se niega,
pero, después de comerse menos de la mitad, tira el resto a la
basura de modo que yo no pueda aprovecharlo. Si le pregunto por
qué ha hecho eso y no se le ocurre nada que decir, siempre
podrá sostener que le divierte ver cómo yo paso hambre, y
ese deseo irracional de divertirse a mi costa es un motivo, como
cualquier otro deseo irracional. Ahora bien, la cuestión es que
todos los conceptos que estamos definiendo giran en torno al concepto
de persona, y una persona es un ser que reúna los requisitos
indispensables para que sea posible tenerlo por interlocutor coherente
en un intento de consensuar las conductas mutuas para conciliar
conflictos entre voluntades, y es evidente que es imposible de salida
llegar a un consenso con alguien cuyo deseo es perjudicar a otras
personas, lo cual justifica que no se le tenga por persona. Teniendo
esto presente, para dotar de pleno sentido al principio de que una
persona debe actuar motivadamente en todo momento (o al menos, en todo
contexto en el que afecte a otras personas), debemos considerar que el
deseo de perjudicar a otros no es aceptable como motivo. Si —en nombre
de la arbitrariedad del lenguaje— nos empeñamos en admitir como
motivo el deseo de perjudicar al prójimo, entonces
estaríamos legitimados a afirmar —por las razones que acabamos
de exponer— que toda persona, además de actuar motivadamente, ha
de hacerlo por motivos que no tengan como fin en sí mismo el
perjuicio a otras personas. En lugar de esto, es más
práctico adoptar el convenio de no considerar como motivo
válido el mero deseo de perjudicar al prójimo.
Por supuesto, es importante no confundir el deseo de perjudicar al
prójimo con un deseo que, indirectamente, pueda causar un
perjuicio, aunque no sea ése el propósito en sí.
Por ejemplo, alguien que moleste a sus vecinos poniendo la
música muy alta está causando un perjuicio, pero, en
principio, su deseo no tiene por qué ser el de molestar a sus
vecinos, sino únicamente el de oír la música a
mucho volumen, de modo que el perjuicio es un efecto secundario no
deseado, aunque inevitable. Ante un conflicto de estas
características es posible llegar a una solución
consensuada con buena voluntad, pero si el objetivo real del vecino
ruidoso es molestar, no hay solución racional posible, y los
afectados no tendrán más opción que abandonar el
diálogo y aplicar la fuerza, lo cual, en un entorno civilizado,
no significa ir a linchar al indeseable, sino más bien
denunciarlo o emplear cualquier clase de presión legal que
esté en sus manos.
Con esto estamos en condiciones de dar un primer bosquejo de los
principios generales de la Ética. Tal y como ya hemos explicado,
la Ética es el
análogo práctico de la Ciencia: si la Ciencia es la
determinación de qué debemos pensar sobre el mundo si
queremos concebir el mundo racionalmente, la Ética es la
determinación de qué debemos hacer ante el mundo si
queremos actuar racionalmente ante el mundo. Lo que hemos visto es que
la Ética nos impone como deber el respeto a las demás
personas, respeto que hay que entender en un doble sentido:
Equivalentemente, una persona ha de ser responsable de sus actos, en el
sentido de que ha de ser capaz de justificar por qué
razón actúa como actúa cuando impone su
voluntad
por la fuerza (o el engaño, etc.) y por qué motivo
actúa como actúa cuando consiente por omisión que
otras personas sufran un perjuicio. La dignidad de una persona se
corresponde directamente con su responsabilidad: cada cual es digno de
respeto precisamente en la medida en que pueda responder
(racionalmente) de sus actos.
Como ejemplo de un acto de egoísmo que, pese a ser puramente
de omisión, puede considerarse inmoral por dogmático,
vamos a poner un caso real:
A finales del siglo XVIII, una matemática francesa llamada Sophie Germain hizo llegar algunos de sus trabajos al conde Louis de Lagrange, uno de los matemáticos más prestigiosos de Francia, pero firmados con el pseudónimo de M. Le Blanc. Temía que si Lagrange recibía unos trabajos firmados por una mujer no se dignaría a leerlos, así que decidió engañarlo y hacerse pasar por un hombre. Más tarde repitió la misma jugada con el que, sin duda, era el mejor matemático de la época, el alemán Karl Friedrich Gauss. El caso fue que ambos leyeron los trabajos de Germain y convinieron en que eran de gran calidad e interés.
La cuestión es, ¿hizo mal Sophie Germain
engañando
a Lagrange y Gauss? La respuesta depende de saber qué
habrían hecho éstos si hubieran recibido los trabajos de
Germain firmados con su verdadero nombre. Supongamos que hubieran
optado por no leerlos, juzgando que de una mujer no podía
esperarse nada de interés matemático. (Cuando Gauss
descubrió la verdadera identidad de M. Le Blanc, escribió una
carta a Sophie Germain en la que elogiaba efusivamente su trabajo y, al
mismo tiempo, confesaba que nunca hubiera imaginado que una mujer
pudiera haber aportado algo de valor a una rama del conocimiento tan
compleja como la matemática pura, lo cual, si bien no nos
permite asegurar que Gauss no hubiera leído los trabajos si
hubiera sabido que los había escrito una mujer, sí que
confirma que los recelos de Germain no eran injustificados.) Leer un
trabajo matemático enviado por un desconocido requiere un cierto
tiempo y esfuerzo, de modo que el destinatario está legitimado a
decidirse entre la postura altruista de prestar la atención
requerida o la postura egoísta de no hacerlo. En principio, no
podemos tachar de inmoral la segunda opción, pues el deseo de
dedicar el tiempo a otros asuntos es un motivo legítimo para no
leer el trabajo. Ahora bien, si el motivo para no leer el trabajo no es
la falta de tiempo o de interés, sino el mero prejuicio
dogmático de que ha sido escrito por una mujer —o, más
precisamente, si en caso de estar firmado por un hombre sí que
lo hubiera leído— entonces ya no estamos ante una omisión
egoísta motivada por un deseo (el deseo de emplear el tiempo en
otras alternativas), sino en un dogma, y los dogmas no son motivos
aceptables para perjudicar a otras personas.
Por consiguiente, si aceptamos el supuesto de que Lagrange y Gauss
no
habrían leído los trabajos de Germain en caso de saber
que los había escrito una mujer, podemos concluir que Germain no
hizo mal engañándolos sobre su sexo, puesto que el
dogmatismo que estamos suponiendo en ambos matemáticos hace que
no fueran dignos de respeto en lo tocante al que podemos suponer
sería su deseo de saber quién era realmente el autor. Al
recibirlos bajo una firma masculina, Germain tenía la
garantía de que Lagrange y Gauss decidirían si los
leían o no en ausencia de prejuicios, de modo que, aun en el
caso de no haberse dignado a leerlos, no se les podría acusar de
inmoralidad por ello.
Si, por el contrario, Lagrange y/o Gauss hubieran leído
igualmente los trabajos de Germain aun conociendo su condición
femenina, entonces deberíamos concluir que Germain hizo mal
engañándolos, si bien la falta no podría
atribuirse a una mala intención, sino más bien a la falta
de información suficiente sobre el carácter de los
destinatarios. Más adelante discutiremos con más detalle
las dificultades relativas a los casos en los que alguien se ve
obligado a tomar una decisión sin contar con toda la
información necesaria. Alguien podría objetar que
discutir lo que Lagrange y Gauss hubieran hecho si se hubiera dado un
caso que no se dio es caer en especulaciones sin sentido, pero no es
así, sino que estamos hablando de algo empíricamente
decidible. Imaginemos que Germain hubiera convencido a un
matemático varón para que enviara a Lagrange un trabajo
suyo de calidad probada, pero firmado con nombre de mujer. Si Lagrange
lo hubiera despreciado sin leerlo con un comentario
irónico-machista, habría quedado demostrado que no era
digno de que una mujer le presentara su trabajo firmado con su nombre
auténtico; por el contrario, si Lagrange lo hubiera leído
a pesar de la firma femenina, habría quedado demostrado que
Germain no debía mentirle en lo tocante a su identidad.
En la práctica, el hecho fue que ninguno de los dos se
sintió ofendido por el engaño, lo cual no significa
necesariamente que Germain no hiciera mal engañándolos,
pues también podría ser que hubiera hecho mal pero que
ellos hubieran disculpado su falta al no darle importancia (luego
analizaremos lo que esto significa). La única forma de saber
realmente si Germain hizo mal o no mintiendo sobre su identidad
sería apelar al juicio honesto de los supuestos afectados: si
ellos consideraran honestamente que Germain no hubiera necesitado
mentirles para que ellos le prestaran atención, entonces Germain
hizo mal y debería pedir disculpas (sin perjuicio de que en la
práctica no fuera necesario porque ya la hubieran disculpado de
antemano), pero si ellos reconocieran que tal vez no habrían
prestado atención a Germain de haber sabido que era una mujer,
entonces Germain no hizo mal y serían Lagrange y Gauss los que
le deberían pedir disculpas por su prejuicio dogmático
(sin perjuicio de que ella los hubiera disculpado de antemano).
El ejemplo anterior muestra cómo un dogma no puede
considerarse un motivo. Sin embargo, puede ocurrir que un dogma
pretenda hacerse pasar por un motivo en virtud de un deseo suscitado
por él.
Para explicar esto conviene matizar que, aunque hemos definido el
concepto de "motivo" en
términos de deseos, a veces puede ser más natural
presentarlo equivalentemente en términos de perjuicios. Así, cuando
alguien desea gastarse el dinero que lleva encima en una entrada de
cine, puede decir equivalentemente que le perjudicaría darle el
dinero a alguien que se lo pida, porque ello le impediría
realizar su deseo de ir al cine, y si alguien se siente perjudicado por
que un vecino pone la música muy alta, podemos decir que desea
que baje la música, porque ello le libraría del perjuicio
de oírla. A efectos de argumentar un motivo, ambos
planteamientos son equivalentes, si bien, profundizando un poco
más, vemos que en el primer caso el perjuicio se fundamenta en
el deseo previo, mientras que en el segundo es el deseo el que se funda
en el perjuicio previo. En estos términos, lo que
decíamos es que no podemos admitir como motivos
válidos los que se funden en un supuesto perjuicio que
sólo pueda considerarse como tal en virtud de un dogma del
supuesto perjudicado.
Por ejemplo, imaginemos que alguien me pide un favor que a mí
no
me cuesta ningún esfuerzo concederle. Por poner el caso
más banal, supongamos que alguien me pide que le diga la hora.
Supongamos que yo conozco a quien me lo pide, y sé que es
homosexual, y entonces me niego a darle la hora simplemente porque
considero que ser homosexual es una aberración. Evidentemente,
mi negativa no sólo es egoísta, sino que es inmoral,
puesto que considerar la homosexualidad como una aberración es
un dogma absurdo. Ahora bien, yo podría intentar justificar mi
conducta aduciendo un motivo —recordemos que no es necesario aducir una
razón para justificar una conducta egoísta, sino que
basta con un motivo—, a saber, que no me gustan los homosexuales, de
tal modo que para mí sería un trance desagradable tener
que mantener una conversación con uno de ellos, aunque fuera una
conversación tan breve como —Por
favor, ¿me dice la hora?, —Son las diez y cuarto, —Gracias, —De
nada. En suma, yo podría argumentar que para mí es
un perjuicio hablar con homosexuales, con lo cual, mi negativa a
responderle estaría motivada y, mi acción, aunque
egoísta, no sería inmoral.
Debemos denunciar como falaz este argumento, puesto que sólo
puedo considerar un perjuicio hablar con un homosexual en la medida en
que piense dogmáticamente que la homosexualidad es censurable en
algún sentido. Cuando el misántropo alega que no quiere
transportar en su coche al herido porque le manchará la
tapicería, es innegable que eso puede considerarse un perjuicio
en sí mismo. Es totalmente irracional, igual que lo es el deseo
de vivir del herido, pero el caso es que la razón no tiene que
decir nada ahí y nada dice. En cambio, cuando alguien afirma
sentirse perjudicado por hablar con un homosexual, ya no es cierto que
ahí la razón no tenga nada que decir y nada diga. El
hecho es que la razón está aceptando
dogmáticamente que la homosexualidad es mala, y sin ese dogma no
existiría el presunto perjuicio. Por ello no podemos aceptar
como motivo el desagrado de hablar con un homosexual, y debemos
concluir que mi negativa a atenderlo sería inmoral, por causar
dogmáticamente un perjuicio.
Para acabar de perfilar la naturaleza de la Ética debemos
insistir en su naturaleza objetiva. El hecho de que haya personas con
criterios diferentes sobre qué está bien y qué
está mal no prueba que la ética es subjetiva más
de lo que el hecho de que haya gente que crea en curaciones milagrosas
prueba que la Ciencia es subjetiva. Incluso dos matemáticos
pueden discutir sobre si una demostración compleja es correcta o
incorrecta sin que ello implique que el rigor lógico es
subjetivo. Para analizar con más detalle el caso práctico
conviene empezar observando que no es lo mismo la buena voluntad que la
buena intención. Ya
hemos dado un sentido preciso al concepto de "buena voluntad": obrar
con buena voluntad es, en sentido estricto, obrar conformemente al
deber y, en sentido amplio, obrar altruistamente. En cuanto a la "buena
intención", estamos a tiempo de decidir qué alcance
estamos dispuestos a darle a este término. En el sentido
más amplio posible, podríamos decir que un ladrón
que roba sabiendo que eso está mal, pero que lo hace a pesar de
todo
porque le conviene, está obrando con mala intención,
mientras que un fascista que se dedica a matar extranjeros convencido
de que hace bien con ello, porque —a su juicio— los extranjeros no
tienen derecho a vivir en su país, obra mal, pero obra con buena
intención, ya que su intención es la de obrar bien.
Ciertamente, somos libres de dar al concepto de "buena
intención" un alcance tan amplio, pero con ello no hacemos sino
hacerlo inservible. Por ejemplo, en estos términos, decir que "la intención es lo que cuenta"
sería una aberración. Creemos más provechoso
restringir el concepto de "buena
intención" para las acciones que, o bien son buenas o, en
caso de ser malas, quien las comete no está en situación
de saberlo, no ya por una deficiencia propia, sino por falta de
información suficiente.
El caso más trivial es lo que propiamente se puede llamar un accidente. Por ejemplo, una persona
está sentada en un banco de un parque hablando con otra. En un
momento dado estira las piernas sin advertir que con ello le pone la
zancadilla a un peatón, que cae al suelo. Supongamos que no es
posible acusar de negligencia a esta persona, es decir, que
sinceramente pensaba que no había nadie cerca y no tenía
razones para sospechar lo contrario. En tal caso, incluso está
de más decir que no debía poner la zancadilla al
peatón. El peatón ha sufrido un accidente equiparable al
que habría sufrido si le hubiera caído una maceta en la
cabeza por obra del viento. No hay ninguna responsabilidad real y,
desde luego, no podemos decir que el que ha puesto la zancadilla haya
actuado con mala intención. Más aún, ni siquiera
podemos decir que haya obrado mal.
Un ejemplo de mala acción sin mala intención
podría ser el siguiente:
A y B son dos alumnos que han de entregar un trabajo a un mismo profesor. B se copia el trabajo de A sin su consentimiento y se lo entrega al profesor. A descubre lo que ha hecho B antes de entregar su trabajo, y se plantea qué hacer. Si entrega su trabajo, el profesor se dará cuenta de que ambos están copiados y, si no se cree que B lo ha copiado sin permiso, los suspenderá a los dos. Por ello, A prefiere decirle al profesor que no ha podido hacer el trabajo por una enfermedad, y le pide permiso para entregárselo al día siguiente. Eso le dará tiempo de hacer otro distinto y asegurarse el aprobado. Sin embargo, el profesor —que conoce a sus alumnos y ya les ha corregido otros trabajos— reconoce el "estilo" de A en el trabajo de B y, tras ser debidamente interrogado, B acaba confesando lo sucedido. Entonces el profesor reprocha a A que no le dijera la verdad.
Supongamos que A es consciente de que no está bien permitir
que B apruebe con un trabajo que no es suyo (pues ello supone un
agravio a los estudiantes que suspenden presentando trabajos propios
por no haber sabido hacerlo mejor), y que la única razón
por la que ha ocultado lo sucedido es porque estaba convencido de que,
si decía la verdad, el profesor no habría creído
que B había copiado sin su consentimiento y, por consiguiente,
los habría suspendido a los dos. Observemos que, si eso fuera
cierto, entonces A no habría hecho mal en mentir al profesor ni
en consentir que B aprobara fraudulentamente. No habría hecho
mal en consentirlo por la sencilla razón de que no habría
estado en su mano impedirlo, y no habría hecho mal en mentir al
profesor porque éste no sería digno de que le dijera la
verdad. Observemos que lo sucedido no aclara qué habría
pasado si A hubiera denunciado el fraude, porque el profesor
sólo ha detectado que el trabajo de B no era original, pero no
tiene elementos de juicio para saber si la copia se ha producido con el
consentimiento de A o no. Y el hecho de que haya llegado a dicha
conclusión tras la confesión de B no garantiza que
hubiera llegado a la misma conclusión en caso de que B hubiera
insistido en que A le dejó voluntariamente el trabajo. Incluso,
si B hubiera confesado en otras circunstancias,
el profesor podría haber juzgado que mentía para
proteger a A.
En el caso de que el profesor pudiera afirmar honestamente que nunca
habría dudado de la sinceridad de A, podemos concluir que no se
merecía que A le mintiera, con lo que A habría actuado
mal. Ahora bien, no habría actuado mal por no razonar
correctamente qué está bien y qué está mal,
sino por haberse equivocado en la cuestión técnica de
cuáles serían las consecuencias de decir la verdad. A
creía que, en el caso de decir la verdad, no sólo
habría sufrido un perjuicio (el suspenso) —lo cual no
sería razón para mentir—, sino que habría sufrido
un perjuicio inmerecido —lo cual sí que es una razón para
mentir. Por eso en este caso podríamos decir que A ha actuado
mal (con mala voluntad), pero sin mala intención.
Quizá sea útil comparar este ejemplo práctico
con otro teórico: supongamos que un artificiero tiene que
desactivar una bomba camuflada en una maleta. Su problema es que no
sabe qué tipo de bomba es ni, en particular, qué tipo de
detonador tiene. Por simplificar, supongamos que sus conocimientos le
permiten reducir el problema a dos posibilidades: que la bomba sea de
tipo A o de tipo B, pero que ambas posibilidades requieren actuaciones
opuestas, de modo que si se trata una bomba de tipo A como si fuera de
tipo B o viceversa, la bomba explota. Por otra parte, si no se hace
nada, la bomba también explota. Observemos que todos los
conocimientos sobre bombas que pueda tener el artificiero no sirven de
nada si los elementos de juicio no permiten discernir qué tipo
de bomba hay en la maleta. El artificiero tendrá que
arriesgarse, y el hecho de que no pueda saber qué tipo de bomba
es no significa que la pregunta sea metafísica o subjetiva. Es
un problema objetivo con acceso limitado a la información. Al
arriesgarse, podrá acertar o podrá equivocarse. Si la
bomba explota, será que se ha equivocado (y no valen peros),
pues su problema era evitar que la bomba explotara y el problema
tenía solución —podemos suponer tal cosa como parte del
planteamiento del problema— y él no la ha encontrado; pero tiene
sentido afirmar, de todos modos, que su error no se ha debido a falta
de preparación como artificiero, sino a falta de
información relevante. Imaginemos que el artificiero sabe
quién es el terrorista que ha puesto la bomba y que ello le
permite conjeturar, sin total seguridad, qué tipo de bomba
será y, en efecto, ese indicio lo lleva a la solución
correcta. En tal caso, no sólo se ha servido de sus
conocimientos profesionales, sino también de conocimientos sobre
la psicología del terrorista u otra información que, en
principio, no tiene nada que ver con la técnica de su oficio.
Del mismo modo, cuando el estudiante A se plantea qué hacer,
sus planteamientos éticos pueden ser impecables, pero no le
servirán de nada sin ciertos conocimientos sobre la
psicología de su profesor (que le permitan conjeturar si le
creerá o no en caso de explicarle lo sucedido). Tal vez el trato
que A ha tenido con su profesor le pueda suministrar indicios
suficientes como para conjeturar fiablemente una respuesta... o tal vez
no. Y, de todos modos, aunque A contara con indicios suficientes para
conjeturar con un alto margen de seguridad que podía decirle la
verdad al profesor, en la medida en que exista un riesgo, no se le
puede reprochar que —sin menoscabo de su buena intención— elija
la opción que, en caso de error, tiene la consecuencia menos
mala, y, ciertamente, es menos grave (para A) que B apruebe sin
merecerlo frente a la posibilidad de que A suspenda sin merecerlo. Al
fin y al cabo, la responsabilidad de que ningún alumno apruebe
sin merecerlo recae sobre el profesor, no sobre A.
Una vez aclarado todo, A deberá reconocer que ha obrado mal,
lo cual no contradice que pueda sostener al mismo tiempo que si se
volviera a dar el mismo caso (con la misma falta de información)
volvería a obrar del mismo modo. Eso sí, aquí hay
que entender —admitiendo que el profesor es sincero y que A así
lo acepta— que si se volviera a dar el mismo caso con el mismo
profesor, ya no sería el mismo caso, desde el momento en que el
profesor, al reprocharle su conducta, le ha asegurado que no tiene
razones para mentirle en una situación así, puesto que
él no dudará de su sinceridad. El profesor respeta a A no
dudando de su palabra, y A sólo podría perder su dignidad
de ser respetado mintiendo al profesor. Si A sabe que el profesor no
dudará de su palabra salvo que, con su conducta (es decir,
mintiendo), pierda su dignidad ante él, entonces ya no puede
mentirle y decir que lo ha hecho con buena intención, ya que en
tal caso ya no podría achacar su error (su mala acción) a
falta de información técnica.
Así podemos afirmar que, en alguien con buena
intención en sentido estricto, las malas acciones son errores
técnicos (es decir, errores sobre qué efectos
tendrán determinadas decisiones); para alguien con buena
intención sólo en sentido amplio, las malas acciones son
errores lógicos (como aceptar como un principio válido lo
que en realidad es un dogma, etc.), y para alguien con mala
intención (en el sentido de que ni siquiera puede decirse que
tiene buena intención en el sentido más amplio del
término) las malas acciones no son siquiera errores: son perversiones, es decir, rasgos
naturales que lo convierten en un objeto dañino, como pueda
serlo un virus o una fiera salvaje. (Lo cual no significa que las
fieras salvajes sean perversas, la perversión consiste en que se
comporte como una fiera salvaje quien podría comportarse como
una persona. Esto nos lleva al problema del libre albedrío,
sobre el que hablaremos más adelante.)
Vemos, pues, que tomar la decisión éticamente correcta
en una situación dada puede ser un problema muy complicado, e
incluso imposible de resolver en la práctica, no porque el
problema carezca de solución objetiva, sino por falta de la
información necesaria. Más aún, es fácil
concebir casos en los que la información necesaria esté
disponible, pero que las circunstancias obliguen a responder
rápidamente, y que ello impida físicamente adoptar la
decisión que uno habría adoptado si hubiera tenido un
mínimo de tiempo para meditar. Son tantos los equívocos,
las
confusiones y los accidentes que pueden presentarse en el momento en
que alguien se ve obligado a tomar una decisión, que
sería absurdo esperar una convivencia sin inmoralidades debidas
a
meros errores que pueden juzgarse inevitables. Es en este sentido en el
que se suele afirmar que la
(buena) intención (en
sentido estricto) es lo que cuenta,
pero debemos analizar esto más a fondo.
Ante todo, hay un caso claro en el que, o bien decimos que la buena
intención (en sentido estricto) no es suficiente, o bien
restringimos un poco más el sentido que queremos dar al
término "buena intención" para excluir dicho caso. Se
trata de lo que podemos llamar irresponsabilidad,
que, según la situación puede calificarse más
precisamente de
negligencia, imprudencia o temeridad.
La negligencia consiste en
no tener en cuenta algo que uno
debía tener en cuenta. Un ejemplo:
A organiza una celebración familiar, a la que invita a algunos parientes a los que hacía un tiempo que no veía. B le recuerda que su hijo es celíaco (alérgico al gluten), con lo que debe cuidar de prepararle comida que él pueda tomar. Sin embargo, A termina olvidándose de la advertencia y, cuando acuden los invitados, B se encuentra con que no hay prácticamente nada que su hijo pueda tomar y reprocha a A haber olvidado su problema.
Esto es un caso de negligencia. Sería diferente si, por
ejemplo, unos años atrás, B le hubiera comentado a A, en
una conversación casual, que su hijo era celíaco y, sin
aviso previo, llegara el día de la
invitación y reprochara a A que no hubiera tenido en cuenta el
problema de su hijo. En tal caso, A habría cometido un descuido
del que no se le puede hacer responsable. No hay fundamento para
afirmar que A debería recordar algo que B le dijo años
atrás sin ninguna finalidad en concreto. Por el contrario, si B
ha advertido expresamente a A de la necesidad de preparar un
menú especial para su hijo y éste se ha dado por enterado
y le ha asegurado a B que lo tendrá en cuenta, entonces A tiene
el deber de cumplir su palabra y tenerlo en cuenta. De lo contrario,
perderá su dignidad en lo tocante a su palabra y nadie
tendrá motivos para respetar su palabra, en el sentido de
confiar en que cumplirá lo que afirma que va a cumplir.
Observemos que la negligencia es independiente de si, finalmente, el
hijo de B se queda sin comer o no. Imaginemos que B tiene una
conversación previa con la esposa de A y en ella constata que A
se ha olvidado del problema de su hijo, de modo que vuelve a recordarlo
y, finalmente, el día de la celebración el hijo de B
tiene comida adecuada para él. Esto no impide que B pueda
reprochar a A que se hubiera olvidado del problema de su hijo, de modo
que, si por él hubiera sido, su hijo se habría quedado
sin comida. La negligencia ha existido igualmente, aunque al final no
se haya producido el perjuicio.
La imprudencia se da
cuando alguien sí es consciente de un hecho, pero no lo es
(aunque debería serlo) de sus posibles implicaciones. Por
ejemplo, si alguien deja sólo a un niño en una calle por
la que pasan coches sin reparar en el riesgo de que el niño
pueda ser atropellado, está cometiendo una imprudencia.
Aquí es esencial el hecho de que a cualquier persona con uso de
razón y un mínimo conocimiento del mundo se le puede
exigir que sea consciente de que dejar a un niño solo en
determinadas circunstancias entraña un riesgo. Otra cosa
sería que habláramos de un riesgo imprevisible. Por
ejemplo, si alguien compra un juguete a un niño que, debido a
los materiales de los que está hecho, entraña un riesgo
de que el niño se envenene al chuparlo, pero el comprador no
tiene razón alguna para sospechar que esto pudiera ser
así, no se puede decir que esté cometiendo una
imprudencia.
La temeridad se da cuando
alguien sí que es consciente de que hace algo arriesgado pero
confía en que al final no sucederá nada malo. Por
ejemplo, alguien que conduzca sin respetar las normas
de circulación, con el consiguiente riesgo de atropellar a
alguien o de chocar con otro vehículo, está cometiendo
una temeridad con independencia de si, finalmente, tiene o no un
accidente.
Afirmamos, pues, que la negligencia, la imprudencia y la temeridad
son inmorales cuando pueden tener consecuencias inmorales. Por ejemplo,
si alguien se juega su dinero a la ruleta, con el riesgo de perderlo
todo, está siendo temerario en un sentido puramente
técnico, en la medida en que no desee arruinarse, pero no
está siendo inmoral. Estaría siendo inmoral, por ejemplo,
si el dinero que se juega no fuera suyo.
Decíamos antes que, a la hora de fijar (arbitrariamente, como
no puede ser de otro modo) el alcance del concepto "buena
intención", es conveniente excluir de él la negligencia,
la imprudencia y la temeridad. Si alguien está cuidando de un
niño en la calle y éste, inopinadamente, sale corriendo y
se cruza en el camino de un coche, el cuidador no ha tenido mala
intención, pero si el cuidador ha dejado solo al niño,
entonces sí ha tenido mala intención, no la mala
intención de pretender que el niño fuera atropellado,
sino la mala intención de no atender a sus responsabilidades. Su
mala intención consiste en no haber intentado ser responsable.
Notemos que, para que podamos excluir la irresponsabilidad del
concepto de "buena intención" necesitamos justificar al menos
que la irresponsabilidad es inmoral. En realidad, no creemos posible
argumentar esto en general. El lector debería concienciarse de
que es muy difícil que unas consideraciones éticas
generales puedan aplicarse en cualquier caso particular sin que exista
la posibilidad de que unas condiciones específicas puedan
invalidar la conclusión (en otras palabras, el lector
debería ir
planteándose de una vez tirar a la basura su manual de boy scout ético, si es que
aún conserva alguno). Veamos un ejemplo:
Un hombre con un cinturón de explosivos se ha encerrado con unos rehenes a los que amenaza con matar al tiempo que se suicida. La policía entra en contacto con él y concluye que hay un riesgo nada despreciable de que cumpla su amenaza. Se disponen francotiradores alrededor del edificio, con orden de no disparar salvo que se les indique, pero uno de ellos, considera en un momento dado que tiene a tiro al individuo, y confía en su puntería hasta el punto de creerse capaz de acertarle de lleno en el cráneo y provocarle una muerte instantánea, que le impida accionar el detonador de los explosivos. Evidentemente, si falla puede provocar la muerte de los rehenes, pero si acierta resuelve definitivamente un conflicto que, de otro modo, tiene riesgo de acabar igualmente mal. Por ello, contraviniendo sus órdenes, dispara y, en efecto, el individuo muere y los rehenes resultan ilesos.
Para empezar, huelga decir que, admitiendo que existe un riesgo de
que el individuo acabe matando a los rehenes sin que una
negociación adecuada ofrezca garantías de lo contrario,
tal individuo —mientras suponga una amenaza— no es una persona, y el
hecho de que termine vivo o muerto es éticamente irrelevante en
comparación con el problema de si los rehenes —que sí que
son personas y desean vivir— terminan vivos o muertos. La
cuestión, pues, no es si el tirador hace bien o mal matando al
individuo (la respuesta es que —a este respecto— no hace ni bien ni
mal, puesto que estos conceptos sólo se aplican a las relaciones
entre personas, y el individuo no es una persona o, en otros
términos, carece de dignidad) sino si hace bien o mal disparando
temerariamente, con el consiguiente riesgo para la vida de los rehenes.
Éste es un problema muy complejo que no vamos a tratar
aquí,
pues daría pie él sólo a escribir decenas de
páginas. Observemos que está relacionado con los aspectos
más sutiles de los conceptos de azar, de riesgo y de
determinismo, así como con cuestiones éticas como si
tiene sentido juzgar si una acción es buena o mala en
función de sus efectos aun cuando estos efectos no eran
previsibles con seguridad en el momento de realizarla. Indicaremos sin
más justificación algunas conclusiones al respecto: En
teoría, son los rehenes los que deberían decidir. Si
ellos deciden que prefieren confiar su suerte a la pericia de los
negociadores policiales, entonces el tirador debe abstenerse de
disparar, mientras que si prefieren confiar en la pericia del tirador,
entonces éste hace bien en disparar. Por otra parte, los rehenes
necesitarían conocer más datos sobre la puntería
del tirador, en el sentido de que su decisión podría
variar según si sus porcentajes de aciertos y precisión
son elevados o si son muy bajos. Naturalmente, ni los rehenes saben
nada del tirador, ni el tirador puede consultar a los rehenes, con lo
que estamos una vez más ante un problema de información
inaccesible, otro equivalente práctico al problema
teórico del artificiero ante la maleta-bomba. El tirador
debería hacer lo que considere que preferirían los
rehenes supuesto que éstos estuvieran bien informados sobre su
puntería. Si acierta en tal suposición, habrá
hecho bien, pero si no, habrá hecho mal. Naturalmente, si al
final dispara y tiene éxito, es probable que los rehenes den a posteriori una conformidad que
tal vez no habrían dado a
priori, y también está el problema de qué
hacer si los rehenes discrepan entre sí.
(Ejemplos como éste ilustran la utilidad que tendría
un desarrollo racional de la Ética análogo a la Ciencia,
de modo que pudieran discutirse ejemplos como éste en un marco
puramente racional, a la luz de la crítica de la razón
práctica que aquí estamos desarrollando, contrastando
argumentos de antemano libres de contaminaciones dogmáticas,
hasta formar cuerpos sistemáticos objetivos de doctrina
ética en
diferentes facetas, análogas a las diferentes ramas de la
Ciencia.)
Así pues, hablando en general, debemos limitarnos a afirmar, como máximo, que un acto irresponsable del que no cabe esperar consecuencias positivas, sino únicamente el riesgo de una consecuencia inmoral (como dejar sin atención a un niño o conducir temerariamente) es inmoral. En efecto, una persona no puede afirmar que tiene voluntad de actuar racionalmente (requisito indispensable para ser persona) si al mismo tiempo no pone la atención necesaria para que sus actos sean realmente racionales, y esa falta de atención es precisamente la irresponsabilidad. Dicho de otro modo, una persona que quiera actuar racionalmente ante el mundo, debe cuidar de no incurrir en irresponsabilidades, pues no es coherente afirmar que se quiere ser racional y al mismo tiempo no querer prestar la atención necesaria para que, en efecto, sus actos sean racionales. Cuando una persona razona racionalmente (sin dogmas y sin abstenerse de razonar por prejuicios escépticos) y cuida de que sus actos se correspondan con lo que racionalmente cabe esperar que sean (y, en particular, cuida de estar debidamente informada de los hechos que necesita conocer para decidir correctamente, en la medida en que la información le sea accesible, como saber qué atenciones requiere un niño si está a cargo de uno, o qué precauciones debe adoptar un conductor si conduce un vehículo) podemos decir que tal persona obra con buena intención (en sentido estricto), lo cual no garantiza —según ya hemos observado— que sus actos sean buenos (o, equivalentemente, que su voluntad sea buena).
El bien y el mal |
Índice | Arrepentimiento y perdón |