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ARREPENTIMIENTO Y PERDÓN
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Las tres cosas más difíciles de este mundo son: guardar un secreto, perdonar un agravio y aprovechar el tiempo.
Benjamin Franklin

Dicen las malas lenguas que algunos "colaboradores" de Leonardo da Vinci comprendieron el pleno significado de la expresión 9.8 m/s2 cuando aceptaron arrojarse al vacío equipados con unas alas postizas y con la recomendación de agitar los brazos tan rápidamente como pudieran. Desde estos tiempos hasta el 28 de enero de 1986 hay un buen trecho, pero el "método científico" no ha cambiado mucho. Ese día estalló la lanzadera espacial Challenger a los setenta y tres segundos de su despegue. Las últimas palabras del piloto fueron: "oh, oh". No hay nada más típico en la historia de la Ciencia que la situación en la que científicos de primera línea creen tener perfectamente calculada una situación y al final algo falla, poniendo en evidencia que había algún aspecto que se había pasado por alto o no se había tenido en cuenta debidamente. Y ello no siempre es atribuible a falta de información empírica (un dato mal medido, una presencia no detectada, etc.), puesto que en la historia de las matemáticas también encontramos ejemplos de "demostraciones" que se tenían por válidas y que al final resultaron ser incorrectas. Cauchy —sin ir más lejos— "demostró" que toda función continua es derivable, y así constaba en su Curso de análisis.

La posibilidad de error al analizar una situación compleja es enorme, y no hay mayor temeridad que subestimar esta posibilidad y no prestar la máxima atención a la hora de repasar una y otra vez qué aspectos relevantes en un problema han podido ser pasados por alto o subestimados. Esto es válido tanto para problemas teóricos (científicos) como prácticos (éticos). De hecho, no es descabellado afirmar que las principales aberraciones ideológicas que triunfaron en el siglo XX (el fascismo, el comunismo, etc.) surgieron o, al menos, se extendieron, gracias a la ligereza con que la gente acepta simplificaciones burdas como modelos válidos para describir y operar ante la realidad. Ya decíamos en la página anterior que no podemos aspirar a una convivencia en la que nadie cometa errores prácticos, pues ni siquiera la buena intención basta para prevenirlos. La cuestión es qué debemos hacer cuando detectamos un error propio o ajeno (sin descartar, por supuesto, la posibilidad de que nosotros mismos nos equivoquemos al juzgar que hemos detectado una equivocación).

Ante todo, lo que no podemos hacer es caer en la falacia escéptica: dado que cualquier cosa que diga o haga puede ser un error, no sostendré ni haré nada con convicción. El escepticismo es una filosofía de opereta, porque en la vida real no es posible no hacer nada. El mero no hacer nada es ya hacer algo, y puede ser —a menudo lo es— la opción más errónea de todas, luego es falso que evitemos el error no haciendo nada. La actitud racional consiste en actuar en cada momento de acuerdo con la información disponible, lo cual no descarta el suspender temporalmente un juicio si las circunstancias lo permiten y se juzga que falta información relevante, pero si es necesario actuar (o juzgar), habrá que hacerlo con los criterios y los datos disponibles, y si luego juzgamos que hemos cometido un error, lo corregiremos como podamos, y si luego juzgamos que había un error en nuestro juicio según el cual había un error, corregiremos la corrección como las circunstancias lo permitan, y así ad infinitum.

Si advertimos que otra persona está cometiendo un error (un error práctico, es decir, que cree que obra bien y en realidad obra mal), podemos advertírselo. En principio, aunque sería, sin duda, una acción altruista, no puede decirse que uno tenga la obligación de corregir los errores ajenos, pero si tenemos interés en que la persona en cuestión cambie su actitud (porque nos está perjudicando, o perjudica a otra persona a la que deseamos evitar el perjuicio), lo que procede es, obviamente, —siempre que sea posible— tratar de hacerle ver que se está equivocando, que está obrando mal. Toda persona, por definición, desea obrar bien, luego debe desear que se le advierta de las ocasiones en que, por descuido, pueda estar obrando mal.

Por supuesto, puede ocurrir que nos encontremos con alguien que obra mal y que sería absurdo, o ingenuo, advertirle de ello (es absurdo advertir a alguien que nos está amenazando con un arma para robarnos el dinero que lo que hace está mal. Probablemente, o ya lo sabe, o carece del uso de razón necesario para entenderlo). También puede ocurrir que la persona en cuestión nos atienda, pero discrepe de nuestro juicio. Si honestamente juzgamos que nosotros tenemos razón y la otra persona se equivoca, es decir, si pensamos que realmente está obrando mal, dicha persona habrá perdido su dignidad ante nosotros, y deberemos actuar como estimemos conveniente teniendo en cuenta que la otra persona no es realmente una persona al efecto que nos ocupa. Por ejemplo, si estamos convencidos de que la persona que intenta atracarnos está obrando mal (lo cual sólo podría ser de otro modo en circunstancias muy, muy extrañas) y vemos que tenemos una opción de evitar el atraco y salir indemnes mediante el uso de la violencia, haremos bien en emplear la violencia. Obviamente, es una falta de respeto hacia el atracador, pero es que el atracador no es digno de respeto. Por supuesto, hemos de ser conscientes de que si empleamos la violencia o el engaño contra alguien a quien no juzgamos digno de respeto por alguna razón, pero nos equivocamos, entonces somos nosotros quienes perdemos nuestra dignidad con nuestra conducta. El escéptico concluirá que si presencia un atraco y tiene la ocasión de evitarlo, no debe hacerlo, ya que tal vez se esté equivocando al juzgar —porque nunca hay total garantía—, de modo que el atracador podría estar obrando bien al atracar a su víctima.

Hasta aquí no hemos dicho nada nuevo. La cuestión es qué sucede cuando uno mismo cae en la cuenta de que ha obrado mal. La palabra que expresa esta situación es arrepentimiento. Una persona se arrepiente de un acto que ha cometido cuando comprende que no era lo que debía haber hecho. Esto requiere algunas precisiones:

Ante todo, debemos tener presente que prácticamente todas las palabras que aparecen en el vocabulario específico de la Ética tienen también un significado puramente técnico que no hemos de confundir con su significado ético. Por ejemplo, la palabra "mal" no tiene el mismo significado cuando decimos que hemos obrado mal al mentir a alguien que no se lo merecía, que al decir que hemos arreglado mal un coche estropeado cuando constatamos que sigue sin funcionar. En el primer caso, "mal" tiene el sentido Ético de que con nuestra forma de obrar no hemos conseguido el fin genérico de obrar racionalmente, mientras que en el segundo caso estamos diciendo que nuestra forma de arreglar el coche no ha conseguido el fin específico de lograr que el coche funcione.

Del mismo modo, alguien que ha comprado un coche barato y se le ha estropeado a los pocos días, puede arrepentirse de haber comprado ese coche. Esto significa que reconoce que ha sido un error comprarlo. Más concretamente, para que esto tenga sentido hay que suponer que el comprador se había marcado el fin de tener un coche que le durara unos cuantos años, y ahora ve que su compra no ha sido un medio adecuado para lograr dicho fin. Se trata, pues, de un uso técnico de la palabra "arrepentimiento". El significado ético se obtiene sin más que cambiar el fin particular de "tener un coche que dure unos cuantos años" por el fin general de "obrar racionalmente". Alguien se arrepiente en sentido ético cuando comprende que lo que ha hecho no le permite cumplir su propósito de obrar racionalmente.

Mucho más importante es la precisión siguiente: Imaginemos que un matemático está haciendo un largo razonamiento y alguien le advierte que ha cometido un error en el paso 3. En tal caso, sería absurdo que corrigiera el paso 3 y, sin embargo, siguiera admitiendo los pasos 4 y 5 que dependen de la versión incorrecta del paso 3. Decimos que sería absurdo en el sentido de que no podemos decir que alguien que haga eso es racional. Por el contrario, lo que procede cuando se detecta un error es corregir el error y buscar todas las consecuencias que éste haya podido tener para corregirlas también. Por otra parte, si, en otro punto del razonamiento se vuelve a encontrar en una situación análoga a la que había resuelto mal en el paso 3 y, aun después de haber sido advertido, vuelve a cometer el mismo fallo (o bien actúa de otro modo creyendo que con ello evita incurrir en el error anterior, pero lo que hace sigue estando mal), concluiremos que, aunque haya corregido el paso 3, lo cierto es que no "se ha corregido a sí mismo", en el sentido de que no ha llegado a entender qué estaba mal y no es capaz, por lo tanto, de evitar el fallo en un futuro.

Todas estas consideraciones genéricas sobre lo que supone la corrección racional de un error son válidas en cualquier contexto, en particular en el contexto práctico que nos ocupa. La "traducción" es que, por una parte, no puede decirse que alguien está arrepentido de una mala acción si no corrige —en la medida de lo posible— todas las consecuencias que haya podido tener esa acción (por ejemplo, no se puede decir que un ladrón se arrepienta de haber robado si no está dispuesto a devolver lo robado, incluso compensándolo con su propio dinero, si es que lo robado ya no está en su poder) y, por otra parte, no puede decirse que alguien esté realmente arrepentido si en un futuro vuelve a cometer actos similares. En particular, alguien puede creer sinceramente que está arrepentido y no estarlo, por no haber entendido realmente qué ha hecho mal y por qué. Así pues, un arrepentimiento sincero no tiene por qué ser un arrepentimiento real.

El arrepentimiento real se da cuando la persona en cuestión queda en condiciones de comportarse como persona en un futuro, al menos en aquellas ocasiones en las que la comparación con el error ya advertido debiera bastar para no incurrir en el mismo error. (Evidentemente, que una persona detecte que ha cometido un error y haya sabido enmendarlo no le garantiza que, desde ese momento, no vaya a cometer ningún otro error de ninguna otra clase. Sólo le garantiza, si es realmente un ser racional, que no volverá a cometer errores análogos.)

Equivalentemente, podemos decir que una persona (realmente) arrepentida, recupera su dignidad. Así, por ejemplo, una persona que no duda en mentir siempre que le conviene, pierde (parte de) su dignidad, en el sentido de que no puede esperar que los demás respeten su palabra, es decir, que le crean cuando asegure algo, respeto del que sí que es digna toda persona que tenga claro que no debe mentir (a quien no se merezca que le mientan). Ahora bien, si el mentiroso comprende que su actitud no es racional y se arrepiente (realmente) de ella, recupera su dignidad, porque ahora ya es digno de crédito. De hecho, afirmar que su arrepentimiento es real es equivalente a afirmar que la persona ya es digna de crédito, lo cual, a su vez, es equivalente a afirmar que ha recuperado la dignidad que había perdido con sus mentiras.

Así, puede ser razonable desconfiar de alguien porque tengamos constancia de que ha mentido en otras ocasiones, pero dicha desconfianza sólo es razonable en la medida en que sospechemos que no se ha arrepentido. Nadie puede creer que un mentiroso se ha arrepentido (realmente) de sus mentiras y, al mismo tiempo, afirmar sin contradicción que no se fía de tal persona. Reconocer el arrepentimiento de una persona es lo que se llama perdonarla. Cuando alguien arrepentido de una acción pide perdón (en la práctica, a los afectados por su acción, pero, en teoría, el perdón debe pedírselo a todas las personas en general) está pidiendo que se le reconozca su arrepentimiento, es decir, que se le reconozca que ha recuperado la dignidad que su acción le había hecho perder.

Las consideraciones precedentes pueden reformularse así: Toda persona arrepentida es digna de perdón o, equivalentemente, Es inmoral no perdonar a una persona arrepentida. Lo contrario de perdonar a una persona arrepentida es guardarle rencor. Así, guardar rencor a alguien es negarle la dignidad, no por que su actitud impida reconocérsela, sino porque hubo un día en que su actitud impedía reconocérsela. El perjuicio que se le causa a alguien por causa del rencor (lo cual supone —por definición de rencor,— que hablamos de alguien arrepentido) se llama venganza. En estos términos, lo que acabamos de afirmar es que la venganza es inmoral.

Aceptar la venganza o el rencor es tan absurdo como aceptar que un alumno que ha suspendido un examen por cometer ciertos errores que no debía cometer, no merece aprobar, no ya en esa ocasión, sino en cualquier otra ocasión futura en la que repita el examen, incluso aunque para entonces haya estudiado lo necesario y esté en condiciones de evitar los errores que cometió en su día. Veamos un ejemplo:

Dos amigos discuten y uno de ellos, fuera de sí, dispara al otro y lo mata. Para no tener que entrar en consideraciones de carácter jurídico, vamos a suponer que esto sucede en el far west americano, en una colonia de granjeros pioneros que carece de toda organización jurídica, pues el lugar no ha sido organizado todavía como Estado, o siquiera como Territorio estadounidense. No hay sheriff, ni cárcel, ni cualquier otra clase de autoridad. El padre de la víctima sale a buscar al asesino de su hijo, lo encuentra y lo mata de un disparo.

¿Ha hecho mal el padre? Depende. Supongamos que el asesino no se ha arrepentido de su acción, es un hombre violento que puede matar en cualquier momento a cualquiera que se le ponga por delante sólo por haberlo mirado de mala manera. Entonces el padre puede argumentar que el asesino es un peligro para las personas y, a falta de otra forma de protegerse de él, a falta de una cárcel donde encerrarlo, matarlo es la única reacción posible ante la amenaza que supone. El hecho de que el asesino no quiera morir no es relevante, pues la vida de un asesino no es digna de respeto.

Si esto es así (y partiendo del hecho de que hemos excluido toda posibilidad de tener en cuenta consideraciones jurídicas), el padre tiene razón y hace bien matando al asesino. Con ello está protegiendo la vida de muchos inocentes. (También pasamos aquí por alto que habría que verificar que el asesino es realmente quien el padre cree que es. Vamos a suponer que no hay errores posibles de esa clase, por ejemplo, porque ha habido muchos testigos, o porque el asesino no ha dudado en admitir su crimen.)

Ahora bien, supongamos que el asesino se ha arrepentido (realmente) de su crimen y así lo manifiesta. En tal caso afirmamos que el padre hace mal al matarlo. Si lo mata porque no cree que tal arrepentimiento sea real, entonces podemos decir al menos que obra con buena intención, pero eso no impide que su acción sea mala. Para analizarlo más claramente, vamos a considerar una variante en la que el arrepentimiento del asesino sea constatable:

Supongamos que el padre no sabe quién es el asesino de su hijo. Indaga, pero no llega a descubrirlo. Pongamos que incluso pregunta al propio asesino si sabe algo sobre la muerte de su hijo. El asesino está arrepentido, pero, como sabe que el padre anda buscando al asesino para matarlo sin contemplaciones, le miente y dice no saber nada. Pasan varios años, durante los cuales el asesino demuestra llevar una vida absolutamente honrada. Ayuda en lo que puede al padre de la víctima para compensarlo por la pérdida de su hijo. El padre siente aprecio por el asesino —sin saber que lo es— porque constata en él que es un amigo leal, en quien puede confiar, dispuesto a ayudar en todo momento, esforzado, cumplidor, generoso, etc. Cuando el asesino cree que el padre tiene elementos de juicio suficientes para constatar su arrepentimiento, considera que ya no puede aducir como razón para ocultar su crimen el temor a la venganza del padre, además sabe que el padre desea saber quién mató a su hijo, por lo que le confiesa lo sucedido.

Notemos que si aceptamos que la venganza es inmoral (que es lo que queremos discutir aquí), podemos concluir que el asesino no hace mal ocultando al padre su crimen, pues si lo confesara el padre se vengaría, lo cual es inmoral, luego el padre no es digno de que se le diga la verdad en este punto. Volviendo al asunto principal, la cuestión es que ahora el padre no puede argumentar que es necesario matar al asesino para proteger a las demás personas de la amenaza que éste supone. Por el contrario, el padre puede constatar que ahora el asesino no es una amenaza para nadie. Tiene dos opciones: puede perdonarlo y seguir llevando la misma vida que llevaba hasta el momento de la confesión, o puede vengarse matándolo. La situación no es simétrica: la primera opción no requiere una razón. No se necesita una razón para respetar a alguien, es la segunda opción la que sí que requiere una razón. Hace falta una razón para faltarle al respeto a alguien. ¿Qué razón justifica la venganza?

Observemos que si el padre hubiera encontrado al asesino a punto de matar a su hijo y la situación fuera tal que sólo pudiera evitarlo disparándole desde lejos, entonces podría decir que mataba al (casi) asesino porque éste se disponía a matar a su hijo, y dispararle era la única forma de evitarlo. (Nuevamente, hemos de suponer aquí que, de un modo u otro, el padre podía saber que, en efecto, el asesino tenía la intención de matar a su hijo.) Alguien que se dispone a faltar al respeto a otra persona (en este caso, el asesino matando al hijo) no es una persona y, por ello, no es digno de respeto. El quid de la cuestión es que no decimos que no es una persona de forma arbitraria, sino que decimos que no es una persona porque es físicamente imposible considerarlo como tal. Es objetivamente un ser con el que —en ese momento crucial— no se puede razonar. No es el padre al disparar el que sustituye la razón por la fuerza, sino el (casi) asesino al disponerse a matar al hijo el que renuncia a la razón y la sustituye por la fuerza.

En cambio, en la situación que estamos considerando ahora, el padre ya no puede alegar que es imposible tratar al asesino como a una persona. El asesino está completamente dispuesto a responder de sus actos, y su respuesta al asesinato del hijo consiste en reconocer que se equivocó, y prueba de que no es una mera excusa es que no ha vuelto a incurrir en un error semejante nunca más. ¿Qué impide entonces considerarlo como persona? Afirmar que no es una persona porque un día no lo fue es tan dogmático como afirmar que alguien es un criminal por ser hijo de un criminal. Un ser es o no persona en función de cómo piensa y actúa, no en función de cómo pensaba o actuaba su padre ni de cómo pensaba o actuaba él mismo años atrás, ni de cómo pensaba o actuaba él mismo segundos atrás. Obviamente, si no hay arrepentimiento de por medio, no hay diferencia entre un ser ahora y un ser antes, pero si hay arrepentimiento de por medio, la situación es distinta. Tan injusto es castigar a un hijo por los crímenes de su padre como castigar a una persona por los errores que cometió cuando no era persona.

Debemos aclarar aquí algunas posibles malinterpretaciones de lo que estamos defendiendo:

Por ejemplo, no estamos afirmando que sea inmoral responsabilizar a una persona sobria de lo que hizo cuando estaba borracha. En sentido estricto, esto es cierto, pero una persona que cometa una inmoralidad mientras está borracha es culpable de la imprudencia o la negligencia de haberse emborrachado. Por ejemplo, supongamos que alguien que bajo ningún concepto aprobaría un homicidio ni estaría dispuesto a cometerlo, mata a alguien estando borracho y, una vez sobrio, se muestra arrepentido. La cuestión es que arrepentirse del homicidio no es suficiente. Más aún, en realidad, ni siquiera tiene sentido tal arrepentimiento, pues nunca se ha dado el caso de que el homicida creyera que el homicidio era bueno ni tampoco el caso de que decidiera cometer un homicidio. De lo que realmente tiene que arrepentirse es de la imprudencia o la negligencia de haberse emborrachado. De este modo, no podemos considerar arrepentida a una persona que se emborracha periódicamente y, en sus ratos de sobriedad, se manifiesta arrepentida de lo que ha hecho en sus ratos de embriaguez. El hecho de que vuelva a emborracharse prueba que el arrepentimiento no es real (o bien que no se arrepiente de haberse emborrachado, que es de lo que realmente debería arrepentirse).

Tampoco estamos afirmando que sea inmoral no poner la otra mejilla ante una agresión inmoral. Hay quien piensa que perdonar una inmoralidad es olvidarla, actuar como si no hubiera ocurrido, pero no es eso a lo que aquí estamos llamando perdonar. Puestos a darle nombre, a eso lo podríamos llamar disculpar. Cualquiera puede disculpar una inmoralidad ajena si así lo desea. Si el perjudicado por dicha inmoralidad es él mismo, la disculpa es altruista, mientras que si el perjudicado es una tercera persona, la disculpa es egoísta, pero, en cualquier caso, no es inmoral. Ahora bien, tampoco es inmoral no disculpar una inmoralidad, especialmente cuando el perjudicado es una tercera persona. El que se niega a perdonar es rencoroso, el que se niega a disculpar es severo, y lo que afirmamos es que el rencor es inmoral, pero no la severidad (que se mantenga dentro de los límites de la razón). Para que pueda darse el perdón es imprescindible que se haya dado el arrepentimiento: quien perdona a alguien falsamente arrepentido se está equivocando, es decir, le está atribuyendo al presunto arrepentido una dignidad que no se merece (sin perjuicio de que, a pesar de la falta de arrepentimiento, esté dispuesto a disculparlo).

Otra modalidad de falso arrepentimiento es el arrepentimiento calculado. Alguien dijo que un católico es alguien que el domingo se siente arrepentido de lo que hizo el sábado y volverá a hacer el lunes. Obviamente, no es ésta la noción de arrepentimiento que acepta la teología católica, pero sí que es verdad que la facilidad que tiene un católico para "comprar" el perdón divino puede inducir a esta perversión de la doctrina: no importa obrar mal, porque siempre está uno a tiempo de arrepentirse. Claramente, tal cálculo es inmoral, lo cual no excluye la posibilidad de que alguien pueda terminar arrepintiéndose del cálculo, pero el caso es que arrepentirse de lo hecho sin arrepentirse del cálculo no es un arrepentimiento real. Un caso distinto se da cuando alguien planea de antemano arrepentirse de lo que va a hacer si sospecha que cabe la posibilidad de que vaya a obrar mal, pero no tiene la seguridad de que así sea. Por ejemplo, en un caso de urgencia, una persona toma algo prestado a un amigo sin su permiso, suponiendo sinceramente que el amigo le habría dado permiso si hubiera tenido ocasión de pedírselo y, al mismo tiempo, está dispuesta a pedirle sinceramente perdón si luego descubre que el amigo no estaba dispuesto a hacerle el favor. Si sucede esto último, la persona tendrá que arrepentirse de haber tomado prestado el objeto, pero, en la medida en que no se le pueda reprochar temeridad, no hay razón para que se arrepienta de haber calculado arrepentirse en caso de que procediera. Al contrario, tomar una decisión provisional con el propósito de revisarla en un futuro (con más datos) si se duda de que sea correcta, no sólo no es irracional, sino que es el patrón básico de conducta racional, tanto en cuestiones teóricas como prácticas. Así es —en particular— como debe proceder un científico.

Queda claro, pues, que un problema crucial y nada trivial es el consistente en determinar si alguien que ha obrado mal y asegura estar arrepentido, lo está realmente o no, o, equivalentemente, si merece o no el perdón. Una vez más, es un problema de información restringida, como el de saber si una maleta contiene o no una bomba. Como en cualquier problema digno de tal nombre, no hay ningún criterio a priori que nos oriente sobre cómo resolverlo. Se trata de una tarea detectivesca en la que puede ser útil la psicología, puede ser útil la observación del comportamiento futuro, o a saber qué circunstancia puede, en un contexto dado, considerarse decisiva para llegar a un dictamen. El problema debe en parte su complejidad a que, como ya hemos observado antes, puede darse incluso el caso de que alguien crea sinceramente estar arrepentido y no pueda decirse que así sea realmente, porque no haya entendido en qué ha consistido su error, y nada asegure, pues, que no vuelva a incurrir en él, o también porque la persona en cuestión no sea capaz de controlar sus actos. Un violador que no es capaz de reprimir sus instintos no está arrepentido —en el sentido que estamos dando aquí al término— por mucho que asegure entender que violar está mal, si en la práctica va a seguir violando.

Con frecuencia, el criterio que usa la gente para aceptar como real el arrepentimiento aparente de una persona es el análisis de los sentimientos que manifiesta (si parece estar dolido, avergonzado, etc.) Esto no es definitivo, pues, por ejemplo, un mentiroso pillado en una mentira puede estar dolido, no por el hecho en sí de haber mentido, sino por la vergüenza de haber sido descubierto, de modo que sus muestras de arrepentimiento pueden ser únicamente la expresión sincera del deseo de que todo vuelva al estado anterior al momento en que fue descubierto, y que el incidente no le lleve a dejar de mentir en su provecho cuando lo estime oportuno, sino únicamente a hacerlo con más cautela.

También se suele considerar como signo de arrepentimiento la disposición a realizar alguna clase de penitencia (más allá del hecho de compensar las consecuencias del acto del que uno se arrepiente). La teoría subyacente es que si alguien está dispuesto a hacer algo que le resulta desagradable cuando obra mal, esto le servirá como motivación para no obrar mal y es, pues, una cierta garantía de arrepentimiento. Puede que sí... y puede que no. En cualquier caso, sería absurdo sostener que nadie puede estar verdaderamente arrepentido si no sufre alguna clase de castigo o penitencia para expiar su falta. Sería como si, en caso de buscar algo que se ha perdido, afirmáramos que no podemos confiar en la sinceridad de alguien que nos diga no saber dónde está, a menos que esté dispuesto a pasar una sesión de tortura. Del mismo modo que, en ocasiones, la palabra de una persona puede ser garantía más que suficiente de que nos está diciendo la verdad, también la palabra de una persona puede ser garantía de que su arrepentimiento es real... y otras veces no.

En último extremo, nunca debemos olvidar que el arrepentimiento, en sentido estrictamente ético, es un acto puramente intelectual que consiste exclusivamente en que un ser racional ha comprendido la naturaleza de un error que ha cometido y en un futuro va a ser capaz de someter su voluntad a la razón para compensar sus consecuencias y no volver a incurrir en él. Y nada de esto tiene nada que ver con sentimientos de culpa, malestar, pérdida del sueño, vocación de nazareno, etc. El dolor o la vergüenza que suelen acompañar al arrepentimiento son como la fiebre que suele acompañar a una infección. Si un paciente presenta una naturaleza atípica y no experimenta fiebre ante infecciones que provocan tal reacción en otros individuos, sería absurdo que un médico se negara a priori a admitir tal posibilidad y sentenciara que, si no hay fiebre, no hay infección, por más que un análisis  de anticuerpos indicara lo contrario. Cada persona es responsable de lo que piensa y de lo que hace, no de lo que siente o deja de sentir, en la medida en que no consienta que determinados sentimientos la lleven a obrar mal.

Para terminar debemos matizar —o, mejor dicho, extender— una afirmación que hemos hecho más arriba. Hemos sostenido que la venganza es inmoral, en el sentido de que es inmoral no perdonar a alguien realmente arrepentido. De hecho, hemos de ir más lejos y afirmar que la venganza, en sentido estricto, es inmoral incluso sobre alguien que no se arrepienta de sus inmoralidades. De entre las más groseras malinterpretaciones que un lector podría hacer de cuanto aquí estamos exponiendo, tal vez la más lamentable sería que pensara que aquí afirmamos que la Ética es —o justifica— el principio del ojo por ojo y diente por diente. Hemos sostenido en numerosas ocasiones que si la única forma de evitar que alguien cometa un crimen es matándolo, estará bien matarlo, pero esto no puede entenderse como una venganza, ni como la aplicación de la "justicia" del talión, sino únicamente como un medio para evitar que una voluntad inmoral prevalezca sobre la voluntad de una persona. Esto es algo muy distinto a decir que esté bien matar a quien ha matado o robar a quien ha robado. Ni siquiera tiene nada que ver con la cuestión de si la pena de muerte es moral o inmoral. (Más adelante abordaremos ese asunto.)

Por ejemplo, imaginemos que el ser más execrable que uno pueda imaginar, digamos, un dictador responsable de repugnantes crímenes contra la humanidad, tras ser derrocado, huye, se esconde y consigue llegar a viejo y convertirse en un anciano indefenso sin capacidad alguna para hacer daño a una mosca, pero totalmente dueño de sus facultades mentales y convencido de que no tiene nada de qué arrepentirse. Afirmamos que si una de sus antiguas víctimas (o el hijo de alguien asesinado por él en su día) se lo encuentra en este estado y se plantea la posibilidad de matarlo por venganza (aunque pretenda llamarlo justicia), no puede pretender que la Ética justifique su acción. De todos modos, no es posible tratar debidamente este asunto sin entrar en consideraciones jurídicas, pues el concepto de "castigo" sólo puede tener un fundamento jurídico, no ético. Volveremos sobre esto cuando tratemos sobre la relación entre la Ética y el Derecho.

La Ética
Índice Más allá del deber