La Ética de Spinoza se divide en cinco partes:
En las Meditaciones
metafísicas de Descartes podemos encontrar dos fases muy
distintas: en la primera, Descartes avanza con cautela, sopesando
cuidadosamente lo que sabe y lo que puede afirmar, siguiendo las
directrices de su propio Discurso
del método, pero, cuando llega a un punto en el que no es
capaz de avanzar más de ese modo, se arma de palabrería
escolástica para "demostrar" la existencia de Dios y, a partir
de ahí, "deduce" fácilmente cuanto tenía pensado
deducir, añadiendo algo más de palabrería
aquí o allá, según le va haciendo falta. Spinoza
se dio cuenta de que, puestos a "demostrar" a medio camino la
existencia de Dios, podemos ahorrarnos todo lo anterior y empezar por
ahí, ya que es mucho más fácil concluir cosas con
ayuda de Dios y de la palabrería escolástica que con el
análisis filosófico que tan prometedoramente había
iniciado Descartes. Yendo más allá, Spinoza sistematiza
su propia verborrea y adopta un esquema de exposición que imita
—si no parodia— a los Elementos
de Euclides. Cada parte de la Ética tiene sus definiciones,
axiomas, postulados, y proposiciones (de ahí el título
del tratado).
Evidentemente, Spinoza no llegó a sus conclusiones razonando
deductivamente según el esquema de su exposición:
cualquiera que intentara algo así no haría más que
avanzar al azar y sus conclusiones no podrían ser sino
disparates. Al contrario, Spinoza tuvo que esmerarse —y no poco— para
encorsetar sus conclusiones en su "sistema deductivo". Con ello
creía que estaba dotando a su filosofía del rigor
extremo, cuando en realidad estaba ocultando el auténtico hilo
de razonamiento por el que llegó a las conclusiones a las que
llegó, hilo que hubiera sido mucho más interesante para
nosotros y mucho más valioso para el desarrollo posterior de la
filosofía. No obstante, bajo el título de escolios,
preámbulos, apéndices, etc., Spinoza añade a
menudo comentarios y aclaraciones a sus enunciados y demostraciones, en
los que descubre en mayor o menor medida sus argumentos de fondo. Son
estos comentarios y no sus "demostraciones" los que contienen
argumentos
de valor.
Primera
parte: De Dios
Por si el lector tiene curiosidad sobre en qué consiste el
método deductivo de Spinoza. Reproduciremos aquí las
definiciones y los axiomas de esta primera parte:
Definiciones:
I. —Por causa de sí
entiendo aquello cuya esencia implica la existencia o, lo que es lo
mismo, aquello cuya naturaleza sólo puede concebirse como
existente.
II. —Se llama finita en su
género aquella cosa que puede ser limitada por otra de su
misma naturaleza. Por ejemplo, se dice que es finito un cuerpo porque
concebimos siempre otro mayor. De igual modo, un pensamiento es
limitado por otro pensamiento, pero un cuerpo no es limitado por un
pensamiento, ni un pensamiento por un cuerpo.
III. —Por substancia entiendo
aquello que es en sí y se concibe por sí, esto es,
aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa el concepto de otra
cosa.
IV. —Por atributo entiendo
aquello que el entendimiento percibe de una substancia como
constitutivo de la esencia de la misma.
V. —Por modo entiendo las
afecciones de una substancia, o sea, aquello que es en otra cosa, por
medio de la cual también es concebido.
VI. —Por Dios entiendo un ser
absolutamente infinito, esto es, una substancia que consta de infinitos
atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita.
VII. —Se llama libre a
aquella cosa que existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza
y es determinada por sí sola a obrar; y necesaria o, mejor, compelida, a la que es determinada
por otra cosa a existir y operar de cierta y determinada manera.
VIII. —Por eternidad entiendo
la existencia misma, en cuanto se la concibe como siguiéndose
necesariamente de la sola definición de una cosa eterna.
Axiomas:
I. —Todo lo que es, o es en sí, o es en otra cosa.
II. —Lo que no puede concebirse por medio de otra cosa, debe concebirse
por sí.
III. —De una determinada causa dada se sigue necesariamente un efecto
y, por el contrario, si no se da causa alguna determinada, es imposible
que un efecto se siga.
IV. —El conocimiento del efecto depende del conocimiento de la causa, y
lo implica.
V. —Las cosas que no tienen nada en común una con otra,
tampoco pueden entenderse una por otra, esto es, el concepto de una de
ellas no implica el concepto de la otra.
VI. —Una idea verdadera debe ser conforme a lo ideado por ella.
VII. —La esencia de todo lo que puede concebirse como no existente no
implica la existencia.
Vemos, pues, que los axiomas y definiciones son ambiguos,
susceptibles de ser interpretados de muchas formas distintas y que,
cualquier interpretación razonable que se dé a los
axiomas es, en la mayoría de los casos —si no en todos—
cuestionable. A partir de aquí, Spinoza inicia su cadena de
"demostraciones". Sirva ésta como ejemplo:
PROPOSICIÓN V
En el
orden natural no pueden
darse dos o más substancias de la misma naturaleza, o sea, con
el mismo atributo.
Demostración:
Si se
diesen varias substancias distintas, deberían distinguirse entre
sí, o en virtud de la diversidad de sus atributos, o en virtud
de la diversidad de sus afecciones (por la proposición
anterior). Si se distinguiesen por la diversidad de sus atributos,
tendrá que concederse que no hay sino una con el mismo atributo.
Pero si se distinguiesen por la diversidad de sus afecciones, entonces,
como es la substancia anterior por naturaleza a sus afecciones (por la
proposición I), dejando, por consiguiente, aparte esas
afecciones y considerándola en sí, esto es (por la
definición III y el axioma VI), considerándola en verdad,
no podrá ser pensada como distinta de otra, esto es (por la
proposición precedente), no podrán darse varias, sino
sólo una. Q.E.D.
Si un lector ingenuo cree que esto no se entiende porque faltan la
proposición anterior y la proposición I, a las cuales
alude la prueba, es precisamente porque el lector es un ingenuo, porque
las
proposiciones anteriores son simplemente más de lo mismo. En
general, todas las "demostraciones" de Spinoza son así. No
tienen valor alguno (salvo en algún caso en que ayudan a
precisar el sentido pretendido del enunciado "demostrado") y no
volveremos a citar ninguna más.
El lector menos ingenuo, ya habrá reconocido en las
definiciones y los axiomas los preparativos para una
demostración de la existencia de Dios al estilo de san Anselmo.
Concretamente, Spinoza necesita trece proposiciones previas para llegar
a la
PROPOSICIÓN XIV
No
puede darse ni concebirse substancia alguna excepto Dios.
PROPOSICIÓN XV
Todo
cuanto es, es en Dios, y sin Dios nada puede ser ni concebirse.
Esto es, a primera vista, chocante, ya que, por ejemplo, Descartes
admite la existencia de infinitas substancias: un hombre es una
substancia, un trozo de cera es una substancia, etc. Son cosas que
pueden
concebirse por sí mismas, sin considerarlas propiedades de algo
distinto. En cambio, Spinoza disiente. Ha "demostrado" que Dios es la
única substancia, así que, como corolario, concluye que
la
res extensa y la res cogitans de Descartes (es
decir, la materia y las almas) no son substancias, sino atributos de
Dios o afecciones de Dios. Esto puede parecer todavía más
absurdo si cabe, pero cobra perfecto sentido en cuanto comprendemos
que, para Spinoza, Dios no es ni más ni menos que el Universo,
la Naturaleza, la totalidad de lo que existe. En lugar de rastrear el
pensamiento de Spinoza y su concepto de Dios en las proposiciones
subsiguientes, nos es mucho más fácil saltárnoslas
y acudir a un apéndice de la primera parte, donde Spinoza resume
y argumenta sus puntos de vista de forma sensata:
APÉNDICE
Con lo dicho, he explicado la naturaleza
de Dios y sus propiedades, a saber: que existe necesariamente; que es
único; que es y obra en virtud de la sola necesidad de su
naturaleza; que es causa libre de todas las cosas, y de qué modo
lo es; que todas las cosas son en Dios y dependen de Él, de
suerte que sin Él no pueden ser ni concebirse; y, por
último, que todas han sido predeterminadas por Dios, no,
ciertamente, en virtud de la libertad de su voluntad o por su capricho
absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios, o sea, su infinita
potencia, tomada absolutamente.
Hasta aquí, el lector puede considerar que Spinoza no deja de
hacer filosofía-basura. Se podría discutir, ya que la
teología de Spinoza es muy peculiar, pero es sostenible. En
cambio, poco después Spinoza se pone a rebatir los prejuicios
que podrían impedir que un lector aceptara sus "demostraciones"
y, a partir de este punto, empieza a mostrar realmente su extrema
agudeza:
[...] Todos los prejuicios que intento
indicar aquí dependen
de uno solo, a saber, el hecho de que los hombres supongan,
comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan,
al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen
por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin,
pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha
creado al hombre para que le rinda culto. Consideraré, pues,
este solo prejuicio, buscando, en primer lugar, la causa por la que le
presta su asentimiento la mayoría, y por la que todos son tan
propensos naturalmente a darle acogida. Después mostraré
su falsedad y, finalmente, cómo han surgido de él los
prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la
alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y
la fealdad, y otros de este género.
Ahora bien: deducir todo ello a partir de
la naturaleza del alma
humana no corresponde a este lugar. Aquí me bastará con
tomar
como fundamento lo que todos deben reconocer, a saber: que todos los
hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos los
hombres poseen apetito de buscar lo que les es útil, y son
conscientes de ello. De ahí se sigue, primero, que los hombres
se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y
de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que los
disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo,
que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con
vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo
anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a
cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya
no les queda motivo alguno de duda. Si no pueden enterarse de ellas por
otra persona, no les queda otra salida que volver sobre sí
mismos y reflexionar sobre los fines en vista de los cuales suelen
ellos determinarse en casos semejantes, y así juzgan
necesariamente de la índole ajena a partir de la propia.
Además, como encuentran, dentro y fuera de sí mismos, no
pocos medios que cooperan en gran medida a la consecución de lo
que les es útil, como, por ejemplo, los ojos para ver, los
dientes para masticar, las hierbas y los animales para alimentarse, el
sol para iluminar, el mar para criar peces, ello hace que consideren
todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir
lo que les es útil. Y, puesto que saben que esos medios han sido
encontrados, pero no organizados, por ellos, han tenido así un
motivo para creer que hay algún otro que ha organizado dichos
medios con vistas a que ellos los usen, pues una vez que han
considerado las cosas como medios, no han podido creer que se hayan
hecho a sí mismas, sino que han tenido que concluir,
basándose en el hecho de que ellos mismos suelen servirse de
medios, que hay algún o algunos rectores de la naturaleza,
provistos de libertad humana, que les han proporcionado todo y han
hecho todas las cosas para que ellos las usen. Ahora bien: dado que no
han tenido nunca noticia de la índole de tales rectores, se han
visto obligados a juzgar de ella a partir de la suya, y así han
afirmado que los dioses enderezan todas las cosas a la humana
necesidad, con el fin de atraer a los hombres y ser tenidos por ellos
en el más alto honor; de donde resulta que todos, según
su propia índole, hayan discurrido diversos modos de dar culto a
Dios, con el fin de que Dios los amara más que a los otros, y
dirigiese la naturaleza entera en provecho de su ciego deseo e
insaciable avaricia. Y así, este prejuicio se ha trocado en
superstición, echando profundas raíces en las almas, lo
que ha sido causa de que todos se hayan esforzado al máximo en
comprender y explicar las
causas finales de todas las cosas.
Pero al pretender mostrar que la
naturaleza no hace nada en vano (esto es: no hace nada que no sea
útil a los hombres), no han mostrado —parece— otra cosa sino que
la naturaleza y los dioses deliran lo mismo que los hombres. Os ruego
que consideréis en qué ha parado el asunto. En medio de
tantas ventajas naturales no han podido dejar de hallar muchas
desventajas, como tempestades, terremotos, enfermedades, etc.; entonces
han afirmado que ello ocurría porque los dioses estaban airados
a causa de las ofensas que los hombres les inferían, o a causa
de los errores cometidos en el culto. Y aunque la experiencia
proclamase cada día, y patentizase con infinitos ejemplos, que
los beneficios y las desgracias acaecían indistintamente a
piadosos y a impíos, no por ello han desistido de su inveterado
prejuicio: situar este hecho entre otras cosas desconocidas, cuya
utilidad ignoraban (conservando así su presente e innato estado
de ignorancia) les ha sido más fácil que destruir todo
aquel edificio y planear otro nuevo. Y de ahí que afirmasen como
cosa cierta que los juicios de los dioses superaban con mucho la
capacidad humana, afirmación que habría sido, sin duda,
la única causa de que la verdad permaneciese eternamente oculta
para el género humano si la Matemática, que versa, no
sobre los fines, sino sólo sobre las esencias y propiedades de
las figuras, no hubiese mostrado a los hombres otra norma de verdad; y,
además de la Matemática, pueden también
señalarse otras causas (cuya enumeración es aquí
superflua) responsables de que los hombres se diesen cuenta de estos
vulgares prejuicios y se orientasen hacia el verdadero conocimiento de
las cosas.
Evidentemente, Spinoza emplea "Matemáticas" en el sentido en
que hoy usaríamos "Ciencia". Tanta lucidez en un hombre del
siglo XVII resulta pasmosa, maxime
cuando hoy en día tantos carecen de ella. Spinoza revela
aquí el origen real de su concepción del mundo: el mundo
ha de ser como la ciencia sugiere que ha de ser, es decir, una gran
máquina que se mueve por leyes físicas de causa-efecto,
sin ninguna finalidad en particular, y no como la religión dice
que es: un juguete en manos de Dios. Más concretamente:
Con esto he explicado suficientemente lo
que prometí en primer lugar. Mas para mostrar ahora que la
naturaleza no tiene fin alguno prefijado, y que todas las causas
finales son, sencillamente, ficciones humanas, no harán falta
muchas palabras. Creo, en efecto, que ello ya consta suficientemente,
tanto en virtud de los fundamentos y causas de donde he mostrado que
este prejuicio tomó su origen, cuanto en virtud de la
proposición XVI y los corolarios de la proposición XXXII,
y además, en virtud de todo aquello por lo que he mostrado que
las cosas de la naturaleza acontecen todas con una necesidad eterna y
una suprema perfección.
Éste es un buen momento para prestar atención a
los corolarios aludidos:
Corolario I: Dios no obra en virtud de la
libertad de su voluntad.
Corolario II: La voluntad y el
entendimiento se relacionan con la naturaleza de Dios como lo hacen el
movimiento y el reposo y, en general todas las cosas de la naturaleza,
las cuales deben ser determinadas por Dios a existir y obrar de cierta
manera.
La expresión "como lo hacen el movimiento y el reposo, etc."
ha de entenderse como que la voluntad y el entendimiento de Dios, al
igual que la voluntad y el entendimiento de los hombres, se rigen por
leyes físicas, semejantes a las leyes que determinan el
movimiento y el reposo de los cuerpos. Por ejemplo, si dejamos una
piedra en el aire, Spinoza dirá que cae porque es voluntad de
Dios que caiga, pero que esto no significa otra cosa sino que las leyes
de la física determinan que debe caer. Continuemos ahora con la
argumentación del apéndice. Nos saltamos un
párrafo en el que Spinoza arremete contra sutiles (léase
vacuos) argumentos teológicos que, al no tener interés en
sí mismos, quitan interés a la refutación.
[...] Y no debe olvidarse aquí que
los secuaces de esta doctrina, que han querido exhibir su ingenio
señalando fines a las cosas, han introducido, para probar esta
doctrina suya, una nueva manera de argumentar, a saber, la
reducción, no a lo imposible, sino a la ignorancia, lo que
muestra que no había ningún otro medio de probarla. Pues
si, por ejemplo, cayese una piedra desde lo alto sobre la cabeza de
alguien y lo matase, demostrarán, de la manera siguiente, que la
piedra ha caído para matar a ese hombre: Si no ha caído
con dicho fin, queriéndolo dios, ¿cómo han podido
juntarse al azar tantas circunstancias? (y, efectivamente, a menudo
concurren muchas a la vez). Acaso responderéis que ello ha
sucedido porque el viento soplaba y el hombre pasaba por allí,
pero —insistirán— ¿por qué soplaba entonces el
viento? ¿Por qué el hombre pasaba por allí
entonces? Si respondéis, de nuevo, que el viento se
levantó porque el mar, estando el tiempo aún tranquilo,
había empezado a agitarse el día anterior, y que el
hombre había sido invitado por un amigo, insistirán de
nuevo, a su vez —ya que el preguntar no tiene fin—: ¿y por
qué se agitaba el mar?, ¿por qué el hombre fue
invitado en aquel momento? Y, de tal suerte, no cesarán de
preguntar las causas de las causas, hasta que os refugiéis en la
voluntad de Dios, ese asilo de la ignorancia. Así
también, cuando contemplan la maquinaria del cuerpo humano,
quedan estupefactos, y concluyen, puesto que ignoran las causas de algo
tan bien hecho, que es obra no mecánica, sino divina o
sobrenatural, y constituida de modo tal que ninguna parte perjudica a
la otra. Y de aquí proviene que, quien investiga las verdaderas
causas de los milagros y procura, tocante a las cosas naturales,
entenderlas como sabio y no admitirlas como necio, sea considerado
hereje e impío, y proclamado como tal por aquellos a quien el
vulgo adora como intérpretes de la naturaleza y de los dioses.
Porque ellos saben que, suprimida la ignorancia, se suprime la
estúpida admiración, esto es, se les quita el
único medio que tienen de argumentar y de preservar su
autoridad. Pero voy a dejar este asunto y pasar al que he decidido
tratar aquí en tercer lugar.
Una vez que los hombres se han persuadido
de que todo lo que ocurre ocurre por causa de ellos, han debido juzgar
como lo principal en toda cosa aquello que les resultaba más
útil, y estimar como las más excelentes de todas,
aquellas cosas que les afectaban del mejor modo, de donde han debido
formar nociones con las que intentaban explicar la naturaleza de las
cosas, tales como bien, mal, orden, confusión, calor,
frío, belleza y fealdad, y, dado que se consideran a sí
mismos como libres, de ahí han salido nociones tales como
alabanza, vituperio, pecado y mérito. Éstas
últimas las explicaré más adelante, después
de que trate de la naturaleza humana; a las primeras me referiré
ahora brevemente. Han llamado "bien" a todo lo que se encamina a la
salud y al culto de Dios, y "mal" a lo contrario de estas cosas. Y,
como aquellos que no entienden la naturaleza de las cosas nada afirman
realmente acerca de ellas, sino que sólo se las imaginan, y
confunden la imaginación con el entendimiento, creen por ello
firmemente que en las cosas hay un orden, ignorantes como son de la
naturaleza de las cosas y de la suya propia, pues decimos que
están bien ordenadas cuando están dispuestas de tal
manera que, al representárnoslas por medio de los sentidos,
podemos imaginarlas fácilmente y, por consiguiente, recordarlas
con facilidad; y, si no es así, decimos que están mal
ordenadas o que son confusas. Y, puesto que las cosas que más
nos agradan son las que podemos imaginar fácilmente, los hombres
prefieren, por ello, el orden a la confusión, como si, en la
naturaleza, el orden fuese algo independiente de nuestra
imaginación; y dicen que Dios ha creado todo según un
orden, atribuyendo, de ese modo, sin darse cuenta, imaginación a
Dios, a no ser, quizá, que prefieran creer que Dios, providente
con la humana imaginación, ha dispuesto todas las cosas de
manera tal que ellos puedan imaginarlas muy fácilmente. Y acaso
no sería óbice para ellos el hecho de que se encuentran
infinitas cosas que sobrepasan con mucho nuestra imaginación, y
muchísimas que la confunden a causa de su debilidad. Pero de
esto ya he dicho bastante.
Por lo que toca a las otras nociones,
tampoco son otra cosa que modos de imaginar, por los que la
imaginación es afectada de diversas maneras, y, sin embargo, son
consideradas por los ignorantes como si fuesen los principales
atributos de las cosas; porque, como ya hemos dicho, creen que todas
las cosas han sido hechas con vistas a ellos, y a la naturaleza de una
cosa la llaman buena o mala, sana o pútrida y corrompida,
según son afectados por ella. Por ejemplo, si el movimiento que
los nervios reciben de los objetos captados por los ojos conviene a la
salud, los objetos por los que es causado son llamados bellos; y feos
los que provocan un movimiento contrario; los que actúan sobre
el sentido por medio de la nariz son llamados aromáticos o
fétidos; los que actúan por medio de la lengua, dulces o
amargos, sabrosos o insípidos, etc.; los que actúan por
medio del tacto, duros o blandos, ásperos o lisos, etc. Y, por
último, los que excitan al oído se dice que producen
ruido, sonido o armonía, y ésta última ha
enloquecido a los hombres hasta el punto de creer que también
Dios se complace con la armonía, y no faltan filósofos
persuadidos de que los movimientos celestes componen una
armonía. Todo ello muestra suficientemente que cada cual juzga
las cosas según la disposición de su cerebro o,
más bien, toma por realidades las afecciones de su
imaginación. Por ello, no es de admirar (notémoslo de
pasada) que hayan surgido entre los hombres tantas controversias como
conocemos, y de ellas, por último, el escepticismo. Pues, aunque
los cuerpos humanos concuerdan en muchas cosas, difieren, con todo, en
muchas más, y por eso lo que a uno le parece bueno, parece malo
a otro; lo que ordenado a uno, a otro confuso; lo agradable para uno es
desagradable para otro; y así ocurre con las demás cosas,
que omito aquí, no sólo por no ser éste el lugar
para tratar expresamente de ellas, sino porque todos tienen suficiente
experiencia del caso. En efecto, en boca de todos están estas
sentencias: hay tantas opiniones como cabezas; cada cual abunda en su
opinión; no hay menos desacuerdo entre cerebros que entre
paladares. Ellas muestran suficientemente que los hombres juzgan de las
cosas según la disposición de su cerebro, y que
más bien las imaginan que las entienden. Pues si las entendiesen
—y de ello es testigo la Matemática—, al menos las cosas
serían igualmente convincentes para todos, ya que no igualmente
atractivas.
Vemos, pues, que todas las nociones por
las cuales suele el vulgo explicar la naturaleza son sólo modos
de imaginar, y no indican la naturaleza de cosa alguna, sino
sólo la contextura de la imaginación; y, pues tienen
nombres como los que tendrían entidades existentes fuera de la
imaginación, no las llamo entes de razón, sino de
imaginación, y así, todos los argumentos que contra
nosotros se han obtenido de tales nociones, pueden rechazarse
fácilmente. En efecto, muchos suelen argumentar así: si
todas las cosas se han seguido en virtud de la necesidad de la
perfectísima naturaleza de Dios, ¿de dónde han
surgido entonces tantas imperfecciones en la naturaleza, a saber, la
corrupción de las cosas hasta el hedor, la fealdad que provoca
nauseas, la confusión, el mal, el pecado, etc.? Pero, como acabo
de decir, esto se refuta fácilmente, pues la perfección
de las cosas debe estimarse por su sola naturaleza y potencia, y no son
más o menos perfectas porque deleiten u ofendan los sentidos de
los hombres, ni porque convengan o repugnen a la naturaleza humana. Y a
quienes se preguntan: ¿por qué Dios no ha creado a todos
los hombres de manera que se gobiernen por la sola guía de la
razón? respondo sencillamente: porque no le ha faltado materia
para crearlo todo, desde el más alto al más bajo grado de
perfección; o, hablando con más propiedad, porque las
leyes de su naturaleza han sido lo bastante amplias como para producir
todo lo que puede ser concebido por un entendimiento infinito,
según he demostrado en la proposición XVI.
Éstos son los prejuicios que
aquí he pretendido señalar. Si todavía quedan
algunos de la misma estofa, cada cual podrá corregirlos a poco
que medite.
Quizá sea éste un buen momento para citar la
PROPOSICIÓN XXXIII
Las
cosas no han podido ser producidas por Dios de ninguna otra manera y en
ningún otro orden que como lo han sido.
En efecto, la unicidad de Dios es, para Spinoza, equivalente a la
unicidad del universo. El mundo en que vivimos es el único mundo
posible. Todo lo que sucede en él, sucede porque no
podría ser de otro modo. Cuando decimos que algo es contingente,
es decir, que podría no haber sucedido, con ello sólo
expresamos nuestra ignorancia sobre las causas que hacían
necesario que sucediera. Más aún, el mundo es perfecto
así como es. Las presuntas imperfecciones del mundo son
sólo valoraciones subjetivas, ya que el mundo no está
hecho a la medida de los hombres. Que un terremoto mate a miles de
personas no es una imperfección. La imperfección
sería que un milagro salvara a esas personas de su muerte
necesaria, ya que un milagro supondría la violación de
las leyes de la naturaleza, que son la voluntad perfecta de Dios.
Segunda
parte: De la naturaleza y origen del alma
A partir de los oportunos axiomas y definiciones, Spinoza empieza la segunda parte demostrando:
PROPOSICIÓN I
El
pensamiento es un atributo de Dios, o sea, Dios es una cosa pensante.
PROPOSICIÓN II
La
extensión es un atributo de Dios, o sea, Dios es una cosa
extensa.
La primera parece contradecir la concepción de Spinoza de
Dios, mientras que la segunda contradice la concepción
más habitual de Dios, pero, respecto a lo primero, debemos
aclarar que lo que Spinoza quiere expresar es que en la naturaleza (es
decir, en Dios) hay objetos extensos y objetos que piensan. Pensamiento
y extensión son propiedades pertinentes a la hora de describir
la naturaleza, es decir, a la hora de describir a Dios. Los
pensamientos de cada hombre son pensamientos de Dios (o sea,
propiedades del mundo) exactamente igual que el tamaño de un
cierto hombre es una característica del mundo. Más
aún, toda descripción de un estado mental se corresponde
con la descripción de un estado material, en el sentido de que
una y otra son dos formas alternativas de describir una misma realidad.
A Spinoza le cuesta decir esto con claridad, pero termina
diciéndolo, obviamente, no en sus proposiciones, sino en sus
comentarios. Tras la
PROPOSICIÓN VII
El orden y
conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión
de las cosas.
Spinoza incluye un escolio en el que empieza abordar razonablemente
la conexión entre mente y materia:
Escolio:
Antes de seguir adelante, debemos traer a la memoria aquí lo que
más arriba hemos mostrado, a saber, que todo cuanto puede ser
percibido por el entendimiento infinito como constitutivo de la esencia
de una substancia pertenece sólo a una única substancia
y, consiguientemente, que la substancia pensante y la substancia
extensa son una sola y misma substancia, aprehendida, ya desde un
atributo, ya desde otro. [...]
Cuando intenta explicar esto mejor, se pierde por el camino, pero
luego lo retoma más centradamente ya en la tercera parte del
tratado, pasaje que anticipamos aquí por claridad. Se trata del
escolio a la
PROPOSICIÓN II
Ni el
cuerpo puede determinar al alma a pensar, ni el alma puede determinar
al cuerpo al movimiento ni al reposo, no a otra cosa alguna (si la hay).
Escolio: Esto se entiende de un modo más claro por lo dicho en el escolio de la Proposición VII de la Parte II, a saber: que el alma y el cuerpo son una sola y misma cosa, que se concibe, ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el de la extensión, de donde resulta que el orden o concatenación de las cosas es uno solo, ya se conciba la naturaleza bajo tal atributo, ya bajo tal otro, y, por consiguiente, que el orden de las acciones y pasiones de nuestro cuerpo se corresponde por naturaleza con el orden de las acciones y pasiones del alma. [...] Ahora bien, aunque las cosas sean de tal modo que no queda ningún motivo para dudar de ello, con todo, creo que, no mediando comprobación experimental, es muy difícil poder convencer a los hombres de que sopesen esta cuestión sin prejuicios. Hasta tal punto están persuadidos firmemente de que el cuerpo se mueve o reposa al más mínimo mandato del alma, y de que el cuerpo obra muchas cosas que dependen exclusivamente de la voluntad del alma y de su capacidad de pensamiento. Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea, y qué es lo que no puede hacer salvo que el alma lo determine. Pues nadie hasta ahora ha conocido la maquinaria del cuerpo de un modo lo suficientemente preciso como para poder explicar todas sus funciones, por no hablar ahora de que en los animales se observan muchas cosas que exceden con largueza la humana sagacidad, y de que los sonámbulos hacen en sueños muchísimas cosas que no osarían hacer estando despiertos; ello basta para mostrar que el cuerpo, en virtud de las solas leyes de su naturaleza, puede hacer muchas cosas que resultan asombrosas a su propia alma. Además, nadie sabe de qué modo ni con qué medios el alma mueve al cuerpo, ni cuántos grados de movimiento puede imprimirle, ni con qué rapidez puede moverlo. De donde se sigue que cuando los hombres dicen que tal o cual acción proviene del alma, por tener esta imperio sobre el cuerpo, no saben lo que dicen, y no hacen sino confesar, con palabras especiosas, su ignorancia —que les trae sin cuidado— acerca de la verdadera causa de esa acción.
Me dirán, empero, que, sepan o no
por qué medios el alma mueve al cuerpo, saben en cualquier caso
por experiencia que, si la mente humana no fuese apta para pensar, el
cuerpo sería inerte. Además, saben por experiencia que
caen bajo la sola potestad del alma cosas como el hablar o el callar, y
muchas otras que, por ende, creen que dependen del mandato del alma.
Pues bien, en lo que atañe a lo primero, les pregunto:
¿acaso la experiencia no enseña también, y al
contrario, que si el cuerpo está inerte, el alma es al mismo
tiempo inepta para pensar? Pues cuando el cuerpo reposa durante el
sueño, el alma permanece también adormecida, y no tiene
el poder de pensar, como en la vigilia. Además, creo que todos
tenemos experiencia de que el alma no siempre es igualmente apta para
pensar sobre un mismo objeto, sino que, según el cuerpo sea
más apto para ser excitado por la imagen de tal o cual objeto,
en esa medida es el alma más apta para considerar tal o cual
objeto. Dirán, empero, que no es posible que de las solas leyes
de la naturaleza, considerada como puramente corpórea, surjan
las causas de los edificios, las pinturas y cosas de índole
similar (que se producen sólo en virtud del arte humano), y que
el cuerpo humano, si no estuviera determinado y orientado por el alma,
no sería capaz de edificar un templo. Pero ya he mostrado que
ellos ignoran lo que puede hacer el cuerpo, o lo que puede deducirse de
la sola consideración de su naturaleza, y han experimentado que
se producen muchas cosas en virtud de las solas leyes de la naturaleza,
cuya producción nunca hubiera creído posible sin la
dirección del alma, como son las que hacen los sonámbulos
durante el sueño, y que a ellos mismos les asombran cuando
están despiertos. Añado aquí el ejemplo de la
maquinaria del cuerpo humano, que supera con mucho en artificio a todas
las cosas fabricadas por el arte de los hombres, por no hablar de lo
que he mostrado más arriba: que de la naturaleza, considerada
bajo un atributo cualquiera, se siguen infinitas cosas.
Por lo que atañe a lo segundo,
digo que los asuntos humanos se hallarían en mucha mejor
situación si cayese igualmente bajo la potestad del hombre tanto
el callar como el hablar. Pero la experiencia enseña
sobradamente que los hombres no tienen sobre ninguna cosa menos poder
que sobre su lengua, y para nada son más impotentes que para
moderar sus apetitos; de donde resulta que los más creen que
sólo hacemos libremente aquello que apetecemos escasamente, ya
que el apetito de tales cosas puede fácilmente ser dominado por
la memoria de otra cosa de que nos acordamos con frecuencia, y, en
cambio, no haríamos libremente aquellas cosas que apetecemos con
un deseo muy fuerte, que no puede calmarse con el recuerdo de otra
cosa. Si los hombres no tuviesen experiencia de que hacemos muchas
cosas de las que después nos arrepentimos, y de que, a menudo,
cuando hay en nosotros conflicto entre afectos contrarios, reconocemos
lo que es mejor y hacemos lo que es peor, nada impediría que
creyesen que lo hacemos todo libremente. Así, el niño
cree que le apetece libremente la leche, el muchacho irritado, que
quiere libremente la venganza, y el tímido la fuga.
También el ebrio cree decir por libre decisión de su alma
lo que, ya sobrio, quisiera haber callado, y asimismo el que delira, la
charlatana, el niño y otros muchos de esta clase creen hablar
por libre decisión del alma, siendo así que no pueden
reprimir el impulso que les hace hablar.
De este modo, la experiencia misma, no
menos claramente que la razón, enseña que los hombres
creen ser libres sólo a causa de que son conscientes de sus
acciones e ignorantes de las causas que las determinan y,
además, porque las decisiones del alma no son otra cosa que los
apetitos mismos, y varían según la diversa
disposición del cuerpo, pues cada cual se comporta según
su afecto, y quienes padecen conflicto entre afectos contrarios no
saben lo que quieren, y quienes carecen de afecto son impulsados
acá y allá por cosas sin importancia. Todo ello muestra
claramente que tanto la decisión como el apetito del alma y la
determinación del cuerpo son cosas simultáneas por
naturaleza, o, mejor dicho, son una sola y una misma cosa, a la que
llamaremos decisión cuando la consideramos bajo el atributo del
pensamiento y determinación cuando la consideramos bajo el
atributo de la extensión, y la deducimos de las leyes del
movimiento y el reposo. [...]
Este pasaje (que —recordemos— es de la tercera parte), alude a
algunos hechos que Spinoza ha abordado ya en la segunda. Por ejemplo,
la referencia final a las leyes del movimiento y el reposo deben
entenderse, en general, como lo que en términos modernos
llamaríamos las leyes de la física. En efecto, en la
segunda parte Spinoza presenta un esbozo de la dinámica
elemental, con enunciados como:
Lema III
Un
cuerpo en movimiento o en reposo ha debido ser determinado al
movimiento o al reposo por otro cuerpo, el cual ha sido también
determinado al movimiento o al reposo por otro, y éste a su vez
por otro, y así hasta el infinito.
Spinoza considera que los cuerpos simples sólo se distinguen
entre sí por su estado de movimiento o de reposo, pero los
cuerpos simples pueden combinarse para formar estructuras más
complejas que, a su vez, pueden ser consideradas como cuerpos o
individuos, los cuales a su vez pueden estructurarse en individuos
más complejos aún, así hasta formar cuerpos de una
enorme complejidad interna. Esta complejidad se traduce en propiedades
sofisticadas de los compuestos, como la blandura o dureza, la solidez o
la fluidez, que dependen de la forma en que se relacionan entre
sí las distintas partes del compuesto. No obstante, el
comportamiento de todo individuo podría, en última
instancia, explicarse a partir de sus componentes elementales a partir
de las leyes del movimiento. Incidentalmente, Spinoza señala que
toda la naturaleza puede concebirse como un único gran individuo
compuesto de infinitas partes en infinitos grados de complejidad, en el
mismo sentido en que un cuerpo humano se considera un único
individuo, a pesar de ser un compuesto de muchísimos individuos,
cada uno de los cuales es, a su vez, "muy compuesto".
Después de teorizar sobre los compuestos en general, esboza
la fisiología del cuerpo humano, sin mucho detalle, y
después aborda cuestiones psicológicas sobre la memoria,
la imaginación, etc., incidiendo especialmente en el grado de
conocimiento que el alma tiene del cuerpo, que no es, ni mucho menos,
absoluto. Luego expone una teoría del conocimiento, es decir,
estudia las ideas que el alma se forma de la naturaleza, cómo
construye conceptos comunes y conceptos universales, y divide el
conocimiento en tres grados según su procedencia y fiabilidad
(el tercer grado de conocimiento es el conocimiento científico).
El núcleo de la última parte de esta sección
segunda es la
PROPOSICIÓN XLVIII
No hay
en el alma ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es
determinada a querer esto o aquello por una causa, que también
es determinada por otra, y ésta a su vez por otra, y así
hasta el infinito.
Cuyos argumentos reales (no su "demostración") ya los hemos
visto más arriba. Spinoza termina la segunda sección
vendiendo su teoría:
Queda sólo por indicar cuán
útil es para la vida el conocimiento de esta doctrina, lo que
advertimos fácilmente por lo que sigue, a saber:
En realidad, Spinoza no ha dado ningún argumento que
justifique nada de todo esto. Parte será tratado más
adelante, y las implicaciones políticas las abordó en su Tractatus políticus, que no
pudo terminar antes de morir.
Tercera
parte: Del origen y la naturaleza de los afectos
Esta parte es la versión de Spinoza de Las pasiones del alma, de
Descartes. Tras un prefacio en el que insiste en que el alma
está sometida a las mismas leyes de la física que el
resto del universo, Spinoza distingue entre acciones del alma, que son los
actos que realiza comprendiendo completamente por qué los
realiza, y las pasiones, que
son los actos que realiza sin conocimiento completo de sus causas.
Mientras Descartes se limitó a clasificar y describir las
pasiones del alma, Spinoza va más lejos y pretende explicar sus
causas y justificar, por consiguiente, su necesidad. Así,
"demuestra" cosas tan lindas como la
PROPOSICIÓN XXXII
Si
imaginamos que alguien goza de alguna cosa que sólo uno puede
poseer, nos esforzaremos por conseguir que no posea esa cosa.
o la
PROPOSICIÓN XL
Quien
imagina que alguien lo odia, y no cree haberle dado causa alguna para
ello, lo odiará a su vez.
Sin entrar a valorar el contenido psicológico de esta parte,
lo cierto es que no hay en ella gran cosa de valor filosófico,
aparte del pasaje citado al comentar la segunda parte y otros sobre el
mismo tema.
Cuarta
parte: De la servidumbre humana o de la fuerza de los afectos
Llamo servidumbre a la impotencia humana
para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los
afectos no es independiente, sino que está bajo la
jurisdicción de la fortuna, cuyo poder sobre él llega
hasta tal punto que a menudo se siente obligado, aun viendo lo que es
mejor para él, a hacer lo que es peor. Me he propuesto demostrar
en esta parte la causa de dicho estado y, además, qué
tienen de bueno o de malo los afectos. [...] Por lo que atañe al
bien y al mal, tampoco aluden a nada positivo en las cosas
—consideradas éstas en sí mismas—, ni son otra cosa que
modos de pensar, o sea, nociones que formamos a partir de la
comparación de las cosas entre sí, pues una sola y misma
cosa puede ser al mismo tiempo buena y mala, y también
indiferente. Por ejemplo, la música es buena para el que es
propenso a una suave tristeza o melancolía, y es mala para el
afligido; en cambio, para un sordo no es ni buena ni mala. De todas
formas, aun siendo esto así, debemos conservar estos vocablos,
pues, ya que deseamos formar una idea del hombre que sea como un modelo
ideal de la naturaleza humana, para tenerlo a la vista, no será
útil conservar esos vocablos en el sentido que he dicho.
Así pues, entenderé en adelante por "bueno" aquello que
sabemos con certeza que es un medio para acercarnos cada vez más
al modelo ideal de naturaleza humana que nos proponemos, y por "malo",
en cambio, entenderé aquello que sabemos ciertamente que nos
impide referirnos a dicho modelo. [...]
A partir de aquí, Spinoza trata de "demostrar", con mayor o
peor fortuna, qué cosas son buenas y qué cosas son malas.
Su ética, más o menos convencional a veces, más o
menos pintoresca en otras, no es especialmente notable. Spinoza llama hombre libre al que se ajusta a ese
modelo ideal de la naturaleza humana del que habla en el párrafo
anterior, que no es sino el hombre que se rige por la razón, es
decir, el hombre que conoce todas las causas de sus actos y, por
consiguiente, no está sometido a la servidumbre de las pasiones.
Ahora bien, es crucial entender que esta libertad no está
reñida con el sometimiento a las leyes de la naturaleza. Un
hombre no es libre porque no esté sometido a dichas leyes, sino
porque comprende dichas leyes y se halla en armonía con ellas,
de modo que lo que las leyes de la naturaleza le obligan a hacer por
necesidad concuerda con lo que le exhorta a hacer la razón.
Quinta
parte: Del poder del entendimiento o de la libertad humana
Paso, por fin, a esta última parte
de la Ética, que trata de la manera de alcanzar la libertad, es
decir, del camino para llegar a ella. En esta parte me ocuparé,
pues, de la potencia de la razón, mostrando qué es lo que
ella puede contra los afectos, y, a continuación, qué es
la libertad del alma, o sea, la felicidad. Por todo ello, veremos
cuánto más poderoso es el sabio que el ignorante. [...]
Seguidamente, Spinoza recuerda las opiniones de Descartes sobre la
relación entre el alma y el cuerpo a través de la
glándula pineal, y en particular a su convicción de que
no hay alma tan débil que no sea capaz de dominar sus pasiones.
[...] Tales son las opiniones de este
preclarísimo varón (según puedo conjeturarlas por
sus palabras), y difícilmente hubiera podido creer que
provenían de un hombre tan eminente si no fuesen tan ingeniosas.
Verdaderamente, no puedo dejar de asombrarme de que un filósofo
que había decidido tan firmemente no deducir nada sino de
principios evidentes por sí, ni afirmar nada que no percibiese
clara y distintamente, y que había censurado tantas veces a los
escolásticos en que hubieran querido explicar cosas oscuras
mediante cualidades ocultas, parta de una hipótesis más
oculta que cualquier cualidad oculta. [...]
A lo largo de esta quinta parte, Spinoza defiende (o, mejor dicho,
"demuestra") que la única vía para tratar de controlar
las pasiones es el conocimiento de nosotros mismos, que a su vez
requiere conocer las leyes generales de la naturaleza y esto, en el
lenguaje equívoco de Spinoza, es el amor a Dios. Siguiendo con
sus equívocos característicos, Spinoza se las arregla
para "demostrar" que el alma del hombre libre es eterna, insistiendo
siempre en que el concepto de eternidad no tiene nada que ver con la
duración en el tiempo, ya que, sin duda, el alma se extingue con
el cuerpo.