El tratado se divide en cuatro libros más un apéndice
con críticas a la filosofía kantiana, precedidos de un
prólogo. El primer libro trata sobre teoría del
conocimiento. Schopenhauer presenta en él una teoría
rudimentaria y torpe si se compara con la kantiana. Kant
calificaría de metafísica el contenido del segundo, el
tercero trata sobre el arte y el cuarto sobre la ética. Nosotros
nos ocuparemos únicamente de los dos primeros, y del
prólogo, que tiene su morbo.
PRÓLOGO
En el prólogo advierte de que para leer su tratado es
necesario conocer su tesis Sobre la
cuádruple raíz del principio de razón suficiente,
así como los escritos principales de Kant. También indica
como recomendable, aunque no necesaria, la familiaridad del lector con
la filosofía de Platón y los Vedas (los escritos básicos
del hinduismo). En la segunda edición cambió el
prólogo para quejarse amargamente de que su trabajo no hubiera
obtenido la aprobación general mientras triunfaban Ficthe,
Schelling y Hegel. La siguiente declaración de principios es
tristemente
admirable (porque debería ser habitual y supuesta de partida en
cualquier autor, y no algo excepcional y casi único en su
tiempo, al menos en el campo de la filosofía):
Durante el largo tiempo en que la
filosofía ha tenido que servir por un lado a fines
públicos y por otro a fines privados, yo me he entregado
impasible al curso de mis pensamientos desde hace más de treinta
años, porque tenía que ser precisamente así y no
de otra manera, por un impulso instintivo que, no obstante, estaba
respaldado por la confianza de que la verdad que uno ha pensado y lo
oculto que ha iluminado será alguna vez comprendido por otro
espíritu pensante y le supondrá un agrado, una
alegría y un consuelo: a alguien así hablamos, igual que
nos han hablado los semejantes a nosotros convirtiéndose
así en nuestro consuelo dentro del desierto de nuestra vida.
Entretanto, nos ocupamos de nuestro asunto por y para sí mismo.
Pero ocurre curiosamente con las meditaciones filosóficas que
los pensamientos que uno ha reflexionado e investigado por sí
mismo son los únicos que después redundan en provecho de
otros; no así los que estaban ya en su origen destinados a
otros. Aquéllos se conocen ante todo por el carácter de
una absoluta honradez; porque nadie busca engañarse a sí
mismo ni se sirve nueces huecas; así que eliminan toda
sofística y toda palabrería, y como consecuencia de ello
todo párrafo escrito compensa enseguida el esfuerzo de leerlo.
Los tres famosos sofistas a los que se refiere a continuación
son Fichte, Schelling y Hegel:
Conforme a ello, mis escritos llevan
acuñado el sello de la honradez y la franqueza con tal claridad
que ya por ello contrastan llamativamente con los de los tres famosos
sofistas del periodo postkantiano: a mí se me encuentra siempre
en el punto de vista de la reflexión, es decir, de la
meditación racional y de la honrada comunicación de mis
pensamientos, nunca en el de la inspiración, llamada intuición intelectual o
también pensamiento absoluto,
aunque su nombre correcto es patraña y charlatanería.
—Así pues, trabajando en ese espíritu y viendo mientras
tanto lo falso y lo malo universalmente vigentes y hasta la
patraña y la charlatanería honradas, he renunciado hace
ya mucho tiempo al aplauso de mis contemporáneos. Es imposible
que una generación que durante veinte años ha aclamado
como el mayor de los filósofos a Hegel, ese Calibán intelectual, tan
alto que ha resonado en toda Europa, pudiera hacer que quien ha
contemplado tal cosa desee su aplauso. Ya no tiene ninguna corona de
honor que otorgar: su aplauso está prostituido y su censura no
tiene significado alguno. Que hablo en serio puede apreciarse en que,
si yo hubiera aspirado al aplauso de mis contemporáneos,
tendría que haber tachado veinte pasajes que contradicen todas
sus opiniones y que en parte incluso tendrían que resultarles
escandalosos. Pero sería para mí un delito sacrificar una
sola sílaba a aquel aplauso. Mi norte ha sido siempre la verdad:
al perseguirla pude aspirar únicamente a mi propio aplauso,
apartado totalmente de una época que ha caído muy bajo
respecto a todo intento espiritual elevado y de una literatura nacional
degradada hasta la excepción, en la que ha alcanzado su cima el
arte de combinar palabras elevadas con bajeza de espíritu. No
puedo, desde luego, escapar de los defectos y debilidades de los que
necesariamente adolece mi naturaleza, como cualquier otra; pero no los
aumentaré con indignas acomodaciones. [...]
Calibán es un
personaje de La tempestad de
Shakespeare, un salvaje.
Ya en el prólogo a la primera edición he explicado que mi filosofía parte de la kantiana y supone por ello un profundo conocimiento de la misma: lo repito aquí. Pues la doctrina de Kant provoca en cualquier mente que la haya comprendido una transformación fundamental de tal magnitud que se la puede considerar un renacimiento intelectual. En efecto, sólo ella es capaz de eliminar realmente el realismo innato al hombre y proveniente del destino originario del intelecto, cosa para la que no bastaron ni Berkeley ni Malebranche; porque éstos se quedaron demasiado en lo general, mientras que Kant va a lo particular y, por cierto, de una forma que no conoce antecesor ni sucesor y que ejerce en el espíritu un efecto totalmente peculiar, podríamos decir que inmediato, como resultado del cual éste experimenta un profundo desengaño y en adelante ve todas las cosas a una luz diferente. Pero sólo así se hace receptivo a las explicaciones positivas que yo he de ofrecer. En cambio, el que no domine la filosofía kantiana, haga lo que haga, estará, por así decirlo, en estado de inocencia, es decir, permanecerá sumido en aquel realismo natural y pueril en el que todos hemos nacido y que capacita para todo excepto para la filosofía. Por consiguiente, será a aquél primero lo que el menor al mayor de edad.
A continuación Schopenhauer señala un daño que
hoy en día sigue pareciendo irreparable: es prácticamente
imposible que alguien que, no ya comparta, sino meramente esté
convencido de que la obra de Fichte, Schelling o Hegel tiene
algún sentido (hoy habría que añadir muchos
más autores a la lista: Heidegger, Derridá, etc.), pueda
estar en condiciones alguna vez de abordar la auténtica
filosofía:
El que esa verdad suene hoy
paradójica, cosa que en modo alguno habría ocurrido en
los primeros treinta años tras la aparición de la Crítica de la razón,
se debe a que desde entonces ha ido creciendo una generación que
no conoce verdaderamente a Kant, ya que para ello hace falta más
que una lectura pasajera e impaciente o una información de
segunda mano; y esto se debe a su vez a que, como consecuencia de una
mala instrucción, ha despilfarrado su tiempo con los filosofemas
de cabezas vulgares, es decir, incompetentes, o de simples sofistas
fanfarrones que se le recomiendan de manera irresponsable. De
ahí la confusión en los conceptos básicos y en
general la indecible rudeza y tosquedad que destacan de entre la
envoltura de preciosismo y pretenciosidad en los propios ensayos
filosóficos de la generación así educada. Pero
estará inmerso en un funesto error quien crea poder llegar a
conocer la filosofía kantiana a partir de las exposiciones de
otros. Antes bien, he de prevenirle seriamente contra tales
exposiciones, en especial de la época reciente: y en todos estos
últimos años he encontrado en los escritos de los
hegelianos exposiciones de la filosofía de Kant que rayan en la
fábula. ¿Cómo las mentes dislocadas y corrompidas
ya en la juventud con el sinsentido del hegelianismo pueden ser
todavía capaces de seguir las profundas investigaciones
kantianas? Pronto se han acostumbrado a tomar la hueca
palabrería por pensamientos filosóficos, los miserables
sofismas por sagacidad y el ridículo disparate por
dialéctica; y con la asimilación de vertiginosas
combinaciones de palabras que martirizan y agotan en vano al
espíritu que pretende pensar algo con ellas, sus mentes se han
desorganizado. No hace falta para ellos ninguna crítica de la
razón, ninguna filosofía: para ellos se necesita una medicina mentis; primero, como
catártico, un petit cours de
senscommunologie, y luego habrá que ver si en su caso se
podrá alguna vez hablar de filosofía.
Para terminar arremete contra los profesores universitarios. No
copiamos esta parte, no porque los profesores de filosofía
actuales hayan ganado mucho en competencia desde los tiempos de
Schopenhauer, sino porque sus defectos ahora son otros, y la
crítica de Schopenhauer queda ligeramente desfasada.
LIBRO
PRIMERO: EL MUNDO COMO REPRESENTACIÓN
Primera
consideración: La representación sometida al principio de
razón, el objeto de la experiencia y la ciencia
§ 1 Schopenhauer
empieza su tratado resumiendo en una frase —con todas las imprecisiones
que conlleva resumir en una frase— la filosofía kantiana:
«El mundo es mi
representación»: ésta es la verdad que vale para
todo ser
viviente y cognoscente, aunque sólo el hombre puede llevarla a
la
conciencia reflexiva abstracta: y cuando lo hace realmente, surge en
él la reflexión filosófica.
E inmediatamente introduce, aunque aquí lo haga de forma
secundaria, el principal error de toda su teoría del
conocimiento:
Entonces le resulta claro y cierto que no
conoce ningún sol ni ninguna tierra, sino solamente un ojo que
ve el sol, una mano que siente la tierra; que el mundo que le rodea no
existe más que como representación, es decir, sólo
en
relación con otro ser, el representante, que es él mismo.
El error es que Schopenhauer da por hecho que el hombre conoce sus
ojos y sus manos, como si éstos no fueran parte de ese mundo
exterior que sólo conoce como representación. Aquí
puede parecer sólo una forma torpe de expresar la idea
—esencialmente correcta— que desarrolla a continuación, pero
veremos que más adelante se apoya en ese ojo y esa mano cayendo
en un fatal círculo vicioso ya anticipado en la segunda frase de
su tratado. Tras algunos tecnicismos un poco sospechosos en sus formas,
resume, precisa y recapitula:
Ninguna verdad es, pues, más
cierta, más independiente de todas las demás y menos
necesitada de demostración que ésta: que todo lo que
existe para
el conocimiento, o sea, todo este mundo, es solamente objeto en
referencia a un sujeto, intuición de alguien que intuye; en una
palabra, representación. Naturalmente, esto vale, igual que del
presente, también de todo pasado y futuro, de lo más
lejano como de lo próximo: pues vale del tiempo y el espacio
mismos, únicamente en los cuales todo aquello se distingue. Todo
lo que pertenece y puede pertenecer al mundo adolece inevitablemente de
ese estar condicionado por el sujeto y existe sólo para el
sujeto. El mundo es representación.
Aquí también esboza otro error que más adelante
amplificará y que, desde luego, lo distancia de Kant: podemos
admitir (como resumen en una frase) que el mundo es
representación, siempre y cuando entendamos esta palabra en el
sentido amplio kantiano, que no sólo incluye intuiciones, sino
también conceptos y modelos abstractos. Pero Schopenhauer dice
literalmente todo este mundo es
solamente intuición y eso no es admisible. El
sobrevalorar la intuición es el preparativo típico de
quien quiere colar alguna clase de misticismo en calidad de
conocimiento legítimo, algo análogo a cuando cuando un
mormón de estos que van por las calles predicando intenta
convencerte de que puedes sentir a Dios. El primer apartado termina con
algunas referencias históricas de que esto ya lo dijo Berkeley y
que también está en los Vedas,
y algunas orientaciones sobre la estructura del tratado.
§ 2 El segundo apartado
empieza dando un paso más hacia el error que advertíamos
antes: el ojo y las manos se convierten ahora en el cuerpo:
Aquello que todo lo conoce y de nada es
conocido, es el sujeto. Él es, por lo tanto, el soporte del
mundo, la condición general y siempre supuesta de todo lo que se
manifiesta, de todo objeto: pues lo que existe sólo existe para
el sujeto. Cada uno se descubre a sí mismo como ese sujeto, pero
sólo en la medida en que conoce y no en cuanto es objeto de
conocimiento. Mas objeto lo es ya su cuerpo, que por eso denominamos,
desde este punto de vista, representación. Pues el cuerpo es un
objeto entre objetos y se encuentra sometido a las leyes de los
objetos, aun cuando es objeto inmediato.
No tan inmediato. Por lo menos, no tanto como Schopenhauer va a
pretender que lo sea. El resto es filosofía kantiana: Yo tengo
un conocimiento de mí mismo como sujeto de conocimiento (lo cual
no tiene nada que ver con que conozca mi cuerpo), pero este
conocimiento no consiste en que yo sea uno de los objetos que conozco
(mi cuerpo no soy yo en este sentido), sino que mi conocimiento de
mí mismo es puramente formal: lo que sé sin lugar a dudas
es que pienso y percibo, pero no tengo ningún dato
empírico sobre qué cosa es esta que soy yo, que piensa y
percibe. No puedo decir nada a priori sobre la naturaleza de este yo
cuya existencia es evidente para mí. Siguiendo con el cuerpo:
Como todos los objetos de la
intuición, está inserto en las formas de todo conocer, en
el tiempo y el espacio, mediante los cuales se da la pluralidad. Pero
el sujeto, el cognoscente y nunca conocido, no se halla dentro de esas
formas sino que más bien está ya supuesto por ellas:
así que no le conviene ni la pluralidad ni su opuesto, la
unidad. No lo conocemos nunca, sino que él es precisamente el
que conoce allá donde se conoce.
Más lenguaje kantiano: El cuerpo se intuye en el espacio y en
el tiempo, que son (o, mejor dicho, la geometría del espacio y
del tiempo son) el marco teórico necesario para interpretar
nuestras intuiciones. Sólo en el espacio y en el tiempo podemos
hablar de una pluralidad de objetos (cada uno en una posición
y/o un momento diferente de los otros), pero yo no estoy en el espacio
y en el tiempo (mi cuerpo sí), al contrario, el espacio y el
tiempo (intuitivos) aparecen cuando yo interpreto mis sensaciones y las
entiendo como intuiciones (cuando paso del mero ver unas manchas de
colores a entender que estoy viendo figuras tridimensionales que se
mueven con el tiempo). Después de dar más vueltas a lo
mismo añade:
[Sujeto y objeto] se limitan
inmediatamente: donde comienza el objeto, cesa el sujeto. El
carácter común de esos límites se muestra
precisamente en que las formas esenciales y universales de todo objeto:
tiempo, espacio y causalidad, pueden ser descubiertas y plenamente
conocidas partiendo del sujeto y sin conocer siquiera el objeto; es
decir, en lenguaje kantiano, se hallan a priori en nuestra conciencia.
Haber descubierto eso constituye un mérito principal de Kant, y
de gran magnitud.
Aquí Schopenhauer está modificando deliberadamente la
concepción kantiana. Kant distinguiría entre intuiciones, cuya forma pura es el
espacio y el tiempo y fenómenos,
cuya forma pura son las categorías del entendimiento, las
intuiciones son el objeto de la (facultad de) intuición y los
fenómenos son objeto del entendimiento (por ejemplo, la
intuición de una mesa es la representación de una figura
geométrica, lo que propiamente puedo deducir de mis sensaciones
simplemente al "ordenarlas" geométricamente, mientras que el
fenómeno de una mesa es el objeto en el que pienso cuando
además mi entendimiento me dice que esa forma es precisamente
una mesa, de madera, que sirve para dejar cosas encima, etc.).
Schopenhauer hace una crítica acertada sobre lo mal que Kant
delimitó la frontera entre intuición y fenómeno,
pero su propuesta de corrección es más bien una mezcla
confusa por la que tiende a identificar ambas cosas con la etiqueta de
intuición, por eso dice que las formas esenciales (Kant
diría puras y a priori) de todo objeto son tiempo, espacio y
causalidad. En efecto, por otra parte, Schopenhauer considera que todo
el sistema de categorías kantiano es artificial —y lo es— y que
debe sustituirse por lo que, siguiendo a Leibniz, llama principio de razón suficiente,
que, en este contexto, es el principio de que todo suceso tiene una
causa.
Yo afirmo además que el principio
de razón es la expresión común de todas aquellas
formas del objeto que nos son conocidas a priori, y que todo lo que
conocemos puramente a priori no es sino justamente el contenido de
aquel principio y lo que de él se sigue, así que en
él se expresa todo nuestro conocimiento a priori. En mi tratado
Sobre el principio de razón he mostrado detenidamente
cómo cualquier objeto posible está sometido a él,
es decir, se encuentra en una relación necesaria con otros
objetos, por un lado como determinado y por otro como determinante: eso
llega hasta el punto de que la completa existencia de todos los
objetos, en la medida en que son objetos, representaciones y nada
más, se reduce totalmente a aquella relación necesaria
entre ellos, no consiste más que en ella, o sea, es totalmente
relativa: enseguida hablaré más de esto.
Esto es pura palabrería (con sentido, no como la de Hegel),
pero pura palabrería en el sentido de que todo lo que
Schopenhauer afirma haber probado es tan falaz como la deducción
kantiana de las categorías.
§ 3 Seguidamente
Schopenhauer expone su particular estética trascendental, que se
diferencia de la kantiana en que es más imprecisa y proclive al
equívoco:
Todas nuestras representaciones se
diferencian principalmente por ser intuitivas o abstractas. Las
últimas están constituidas por una sola clase de
representaciones, los conceptos: éstos son patrimonio exclusivo
del hombre, que se distingue de todos los animales por esa capacidad
para ellos que desde siempre se ha denominado razón.
Al margen de lo aventurado que es meterse en lo que entiende un
animal, Kant discreparía de esto. En el sentido kantiano, un
perro maneja perfectamente conceptos tales como "conejo" o "mi amo", en
el sentido de que sabe aplicarlos a sus intuiciones para entender, por
ejemplo, que el hombre que le lanza el palo ahora es el mismo que se lo
ha lanzado otros días, aunque no ha estado permanentemente en su
campo visual, es decir, aunque, como intuición es otra distinta.
Nuevamente, Schopenhauer censura acertadamente a Kant por no haber
establecido claramente qué entendía por razón,
pero su corrección —que vincula la aplicación de
conceptos al uso de razón— es bastante capciosa.
Más adelante examinaremos esas
representaciones abstractas en sí mismas, pero enprimer lugar
hablaremos exclusivamente de la representación intuitiva.
Ésta
abarca todo el mundo visible, o el conjunto de la experiencia, junto
con sus condiciones de posibilidad.
Al identificar intuición con experiencia está
volviendo difusa una distinción kantiana muy valiosa. En
correspondencia, en el párrafo siguiente identifica de nuevo
intuiciones con fenómenos:
Como se ha dicho, constituye un
importante descubrimiento de Kant la tesis de que precisamente esas
condiciones, esas formas de la experiencia, es decir, lo más
general en su percepción, lo que pertenece por igual a todos sus
fenómenos, es decir, el tiempo y el espacio, no sólo
pueden ser
pensados in abstracto por sí mismos y al margen de su contenido,
sino también inmediatamente intuidos; que esa intuición
no es acaso un fantasma tomado de la experiencia mediante
repetición, sino que es tan independiente de la experiencia que,
más bien a la inversa, ésta ha de pensarse como
dependiente de
ella; pues las propiedades del espacio y el tiempo, tal y como las
conoce la intuición a priori, rigen como leyes de toda
experiencia posible a las que ésta siempre se tiene que
conformar.
Salvo leves perturbaciones, esto es teoría kantiana: para que
unas sensaciones dadas puedan tener sentido para nosotros en calidad de
intuiciones es necesario que puedan interpretarse según la
geometría espacio-temporal. Y esto es algo que podemos afirmar a
priori.
Por eso en mi tratado Sobre el principio
de razón he considerado el tiempo y el espacio como una clase
especial y autónoma de representaciones, en la medida en que son
intuidas en forma pura y vacía de contenido. Tan importante es
ese carácter de las formas generales de la intuición
descubierto por Kant, que éstas son cognoscibles de manera
intuitiva y
según su completa legalidad por sí mismas y al margen de
la experiencia, hecho éste en el que se basa la
matemática y su
infalibilidad;
Teoría kantiana: las matemáticas se fundan en lo que
podemos afirmar a priori sobre la geometría del espacio y del
tiempo basándonos en que sabemos qué podemos intuir y
qué no podemos intuir. Por ejemplo, cualquiera tiene claro que
no puede intuir un polígono limitado sólo por dos lados,
así que podemos afirmar a priori, basándonos en nuestra
intuición, que todo polígono ha de tener al menos tres
lados.
pero no es una propiedad menos notable de
aquellas formas el hecho de que el principio de razón, que
determina la experiencia como ley de causalidad y motivación, y
el pensamiento como ley de fundamentación de los juicios,
aparezca aquí en una forma totalmente peculiar a la que he dado
el nombre de razón de ser y que constituye en el tiempo la
sucesión de sus momentos y en el espacio la posición de
sus partes que se determinan recíprocamente hasta el infinito.
Esto ya es de Schopenhauer, que llama Principio de razón suficiente
al principio general según todo
ha de tener una razón y distingue en él cuatro
afirmaciones distintas: aplicado a la experiencia afirma que todo
suceso ha de tener una causa o un motivo (donde un motivo es una causa
psicológica, que para él es de naturaleza distinta a las
causas físicas) que toda afirmación ha de tener una
justificación, y la razón de ser que explica aquí
afirma que todo objeto ha de tener una historia en el espacio y en el
tiempo, que lo que ahora está aquí antes ha tenido que
estar en alguna otra parte. En términos kantianos está
mezclando intuición con entendimiento. La sección termina
con comparaciones históricas con otros filósofos.
§ 4 La sección
cuarta empieza recordando cómo el espacio y el tiempo sirven de
fundamento a las matemáticas. Nos saltamos esta parte porque es
prácticamente kantiana. Destacamos lo que dice al mezclar en
esto la causalidad, pues esto ya es propio de él y, por
consiguiente, más confuso:
[...] quien haya conocido la ley de la
causalidad, ese habrá conocido toda la esencia de la materia en
cuanto tal: pues ésta no es en su totalidad sino causalidad,
como cualquiera comprende inmediatamente en cuanto reflexiona. En
efecto, su ser es su obrar: ningún otro ser de la misma se puede
ni siquiera pensar. Solamente en cuanto actúa llena el espacio y
llena el tiempo: su acción sobre el objeto inmediato (que es
él mismo materia) condiciona la intuición, en la que
sólo ella existe: la consecuencia de la acción de un
objeto material sobre otro no se conoce más que en la medida en
que el último actúa ahora de manera distinta que antes
sobre el objeto inmediato, y consiste únicamente en eso. Causa y
efecto son, pues, la esencia de la materia: su ser es su obrar.
Siendo generosos, esto podría intepretarse sensatamente en
términos modernos: la materia (quizá hoy sería
mejor decir la energía) está determinada por lo que puede
hacer: por su masa, que determina la atracción gravitatoria, por
su carga eléctrica, y por todas las cualidades que los
físicos descubren en ella. El idealismo trascendental puede
justificar que con esto está dicho todo, y que cualquier
pregunta sobre qué es "en el fondo" la materia sería
metafísica irrelevante o sin sentido, según lo proclive
que sea uno a reconocer que la metafísica tiene sentido o no.
Seguidamente Schopenhauer pasa a filosofar sobre el tiempo, el espacio
y cómo la materia y la causalidad dependen de ambos, para meter
la pata cada vez más, pues acaba afirmando que:
Al tener su esencia en la unión
del tiempo y el espacio, la materia lleva el sello de ambos. [...] En
esa deducción de las determinaciones fundamentales de la materia
a partir de nuestras formas cognoscitivas a priori se basa el hecho de
que le atribuyamos a priori ciertas propiedades, a saber: el ocupar un
espacio, es decir, la impenetrabilidad o la actividad, luego la
extensión, la divisibilidad infinita, la permanencia, es decir,
la indestructibilidad, y finalmente el movimiento: en cambio, el peso,
pese a carecer de excepción, hay que contarlo dentro del
conocimiento a posteriori, si bien Kant, en los Fundamentos metafísicos de la
ciencia natural, lo establece como cognoscible a priori.
Vamos que, como la materia ocupa a priori un espacio infinitamente
divisible, ha de ser a priori infinitamente divisible. Schopenhauer (al
igual que Kant, que llega a las mismas conclusiones) no es consciente
de que el entendimiento puede aplicar a nuestras intuiciones conceptos
cuyo fundamento no es la intuición, sino la razón, como
el concepto de átomo o de electrón, de los que no existe
una representación intuitiva en absoluto, y que estos conceptos
no tienen por qué estar sujetos a las condiciones formales de la
intuición, es decir, que no son "bolitas en el espacio" porque
nunca los vamos a intuir como "bolitas" y, por consiguiente, no tienen
por qué ser infinitamente divisibles. Al reconocer que el hecho
de que la materia pese no es algo que podamos predecir a priori se pone
un paso por delante de Kant en este asunto, aunque sea un paso muy
pequeño.
Pero así como el objeto en general
no existe más que para el sujeto como representación
suya, tampoco cada clase especial de representaciones existe más
que para una especial determinación del sujeto denominada
facultad de conocer. El correlato subjetivo del tiempo y el espacio por
sí mismos, como formas puras, lo denominó Kant
sensibilidad pura, expresión ésta que podemos conservar,
dado
que Kant abrió en esto el camino; si bien no es del todo
adecuada, puesto que la sensibilidad presupone ya la materia.
Es decir: la capacidad que tenemos de intuir el espacio y el tiempo
vacío es la sensibilidad pura. Su objeción al nombre es
razonable.
El correlato subjetivo de la materia o la
causalidad, pues ambas son lo mismo, lo constituye el entendimiento,
que no es nada más que eso. Conocer la causalidad es su
única función, su única fuerza; y una fuerza de
gran magnitud, que abarca una multiplicidad y tiene numerosas
aplicaciones pero una inequívoca identidad en todas sus
exteriorizaciones. A la inversa, toda causalidad, o sea, toda materia y
por tanto toda realidad, existe únicamente para, por y en el
entendimiento.
Identificar materia con causalidad es forzar el lenguaje, pero puede
admitirse como forma de expresar que la causa de cualquier cosa que le
pase a un objeto (material) será otro objeto (material) que le
influirá gravitatoriamente, eléctricamente o de cualquier
forma que una porción de materia (o de energía) puede
influir sobre otra. Para Schopenhauer el entendimiento es la facultad
de determinar qué es la causa de qué. Es una
definición mucho más restrictiva que la de Kant, y mucho
menos operativa. Para Kant, cuando veo algo y concluyo "esto que estoy
viendo es una mesa", eso es un acto de entendimiento, pero no en el
sentido que Schopenhauer da al término. Para él,
directamente intuyo una mesa. Es mucho menos fino. A
continuación viene el mayor despropósito de toda la
teoría del conocimiento básica de Schopenhauer:
La primera, más simple y siempre
presente manifestación del entendimiento es la intuición
del mundo real: ésta consiste en el conocimiento de la causa a
partir
del efecto, y por eso toda intuición es intelectual.
Quiere decir que, por ejemplo, para reconocer que estoy viendo una
mesa, he de ser capaz de interpretar que la imagen distorsionada que
hay en mi retina ha sido provocada por una mesa (es el efecto causado
en ella por una mesa gracias a la mediación de la luz). En
efecto:
Pero nadie podría llegar a ella si
no conociera inmediatamente algún efecto del que servirse como
punto de partida. Tal punto de partida lo constituye la acción
sobre los cuerpos animales. En esa medida, éstos son los objetos
inmediatos del sujeto: la intuición de todos los demás
objetos está mediada por ellos. Los cambios que experimenta cada
cuerpo animal son conocidos inmediatamente, esto es, sentidos; y al
referirse inmediatamente ese efecto a su causa, nace la
intuición de ésta como objeto. Esa referencia no es un
razonamiento realizado con conceptos abstractos, no se realiza mediante
la reflexión ni voluntariamente sino de forma inmediata,
necesaria y segura.
Se supone que Schopenhauer tendría que explicar cómo
llegamos a entender nuestra experiencia, pero en su explicación
supone conocidos nuestros ojos y nuestras manos, que son objetos que
conocemos a través de esa experiencia, con lo que cae en un
nefasto círculo vicioso: Lo que deberían ser conclusiones
a priori, se vuelven empíricas. Por otra parte, ya puestos a
entrar en psicología, no es cierto que la interpretación
de las sensaciones se haga de forma inmediata, necesaria y segura:
requiere un tiempo y puede dar lugar a vacilaciones o incluso a errores.
Es la forma cognoscitiva del
entendimiento puro, sin la cual nunca tendría lugar la
intuición, sino que quedaría simplemente una conciencia
vaga, semejante a la de las plantas, de los cambios del objeto
inmediato, que se seguirían unos a otros sin significado
ninguno, siempre y cuando no tuvieran significado para la voluntad por
no ser dolorosos o placenteros.
La última coletilla engancha con lo que explicará en
el libro segundo. No tiene importancia ahora.
Pero, así como con la
irrupción del sol se presenta el mundo visible, igualmente el
entendimiento, con su simple y única función, transforma
de un golpe la oscura e insignificante sensación en
intuición. Lo que el ojo, el oído, la mano sienten no es
intuición, son meros datos. Sólo cuando el entendimiento
pasa
del efecto a la causa aparece el mundo como intuición extendida
en el espacio, cambiante en la forma y permanente en la materia a lo
largo del tiempo. Pues él une espacio y tiempo en la
representación materia, es decir, actividad. Este mundo como
representación existe solamente por y para el entendimiento.
Schopenhauer mezcla dos cosas: una es cuál es la causa de que
mi mesa tenga hoy la pata rota, y otra cuál es la causa de que
ahora esté viendo lo que veo (cuya respuesta es que la causa es
una mesa con la pata rota que está ante mí). En realidad
es más confuso, porque Schopenhauer parece insinuar que la
pregunta es "cuál es la causa de que en la retina de mis ojos se
haya formado la imagen que se ha formado", cuando yo no tengo ninguna
información (pese a lo inmediato que es para Schopenhauer el
conocimiento de mis ojos) de qué imagen hay formada en mi
retina. Por otra parte, llamar "mundo" al producto de mi entendimiento
(nada más que a esto) es restrictivo, pues entonces un
átomo no formaría parte del mundo, ya que es
físicamente imposible que sea objeto de intuición.
En el primer capítulo de mi tratado Sobre la visión y los colores he explicado ya que el entendimiento crea la intuición a partir de los datos que ofrecen los sentidos, que el niño aprende a intuir comparando las impresiones que los distintos sentidos reciben de un mismo objeto, y que sólo esto proporciona la clave acerca de tantos fenómenos sensoriales: la visión simple con dos ojos, la visión doble en el estrabismo, o la diferente distancia de dos objetos que están uno tras otro y se ven a la vez, como también la ilusión que se produce por un repentino cambio en los órganos sensoriales.
Todo esto es psicología o fisiología, y Kant se
debió de revolver en su tumba, porque, como veremos justo a
continuación, Schopenhauer pretende usar estas observaciones
empíricas para concluir que el principio de causalidad es
válido a priori. Esto es una barbaridad. Tras más
observaciones empíricas impertinentes concluye:
[...] todo eso son pruebas sólidas
e irrefutables de que la intuición no es meramente sensual, sino
intelectual, es decir, conocimiento puro de la causa a partir del
efecto por parte del entendimiento;
Es decir, que para entender lo que estoy percibiendo, he de deducir
qué objetos han causado mis sensaciones a partir de éstas
(los efectos de los objetos sobre mis órganos sensoriales).
por consiguiente, supone la ley de la
causalidad, de cuyo conocimiento depende toda intuición, y con
ella toda experiencia, en su primera y completa posibilidad; y no es, a
la inversa, el conocimiento de la ley de la causalidad el que depende
de la experiencia, tal y como sostenía el escepticismo humeano,
que queda así refutado por primera vez. Pues la independencia
del conocimiento de la causalidad respecto de toda experiencia, es
decir, su aprioridad, sólo puede demostrarse a partir de la
dependencia de toda experiencia respecto de él: y esto a su vez
sólo puede lograrse demostrando de la forma expuesta aquí
y explicada en los pasajes citados, que el conocimiento de la
causalidad está ya contenido en la intuición en general,
en cuyo ámbito se halla toda experiencia; o sea, que es
totalmente a priori en relación con la experiencia y está
supuesto por ella como condición sin suponerla por su parte:
pero eso no se puede demostrar de la forma en que Kant lo
intentó y que yo he criticado en el tratado Sobre el principio
de razón.
En suma, como para saber qué estoy viendo tengo que suponer
que mis sensaciones son efectos de alguna causa y he de determinar
qué causa es ésa, puedo concluir a priori que todo lo que
sucede tiene una causa y, más aún (pues esto es el
escepticismo humeano), que si veo que el fuego calienta una y otra vez,
podré estar seguro de que el fuego siempre va a calentar. Se
puede refutar por mil sitios diferentes. Casi es peor que el argumento
ontológico para demostrar la existencia de Dios. Usando una
frase del propio Schopenhauer a propósito de dicho argumento: «Si no fuese tan ingeniosa la idea,
dieran ganas de llamarla estúpida.»
§ 5 A partir de
aquí los razonamientos degeneran cada vez más:
Hemos de guardarnos del gran
equívoco de pensar que, puesto que la intuición
está mediada por el conocimiento de la causalidad, entre objeto
y sujeto existe una relación de causa y efecto; porque
ésta sólo
se da entre el objeto inmediato y el mediato, o sea, únicamente
entre objetos.
La relación de causalidad de la que hablaba más arriba
se da entre la mesa (el objeto mediato) y mis ojos (el objeto
—presuntamente— inmediato), pero no entre sujeto y objeto, es decir, no
se está diciendo que el sujeto sea la causa del objeto. A partir
de aquí pasa a discutir la polémica sobre si existe o no
realmente el mundo externo, y concluye que la pregunta no tiene
sentido, aunque sí tiene sentido preguntarse si no
podríamos estar soñando. En principio es un poco
paradójico, pero tampoco tanto, porque acaba concluyendo que da
igual si soñamos o no, que los sueños también son
páginas del libro de la vida.
§ 6 En este apartado
empieza dando más vueltas a lo de que el cuerpo es un objeto
inmediato del entendimiento, compara el entendimiento de los animales
con el de los seres humanos, y luego pasa a hablar de la razón,
que, según él, sólo es propia de éstos.
Pero el grado de su agudeza y la
extensión de su esfera cognoscitiva son sumamente diferentes y
variados [en los distintos animales], y se hallan en distinta
gradación, desde el grado inferior que soóo conoce la
relación causal entre el objeto inmediato y el mediato, o sea,
que llega justo a pasar de la acción que sufre el cuerpo a su
causa, y así intuir ésta como objeto en el espacio, hasta
el grado superior del conocimiento de la conexión causal entre
los objetos meramente mediatos, que llega hasta la comprensión
de las cadenas complejas de causas y efectos en la naturaleza. Pues
también este último conocimiento sigue perteneciendo al
entendimiento, no a la razón, cuyos conceptos abstractos no
pueden servir más que para asimilar, fijar y combinar aquello
que se ha comprendido inmediatamente, pero nunca para producir la
comprensión misma. Toda fuerza y ley natural, cualquier caso en
los que éstas se exteriorizan, tiene que ser conocida
inmediatamente por el entendimiento, captada intuitivamente, antes de
que pueda presentarse in abstracto a la razón en la conciencia
reflexiva. Captación intuitiva e inmediata del entendimiento fue
el descubrimiento de la ley de gravitación por parte de R. Hooke
y la reducción a esa ley única de tantos y tan grandes
fenómenos como luego probaron los cálculos de Newton; eso
mismo fue el descubrimiento del oxígeno y su importante papel en
la naturaleza por Lavoisier, así como el descubrimiento del
origen físico de los colores por parte de Goethe.
No comento estas afirmaciones porque parecen simplemente absurdas
cuando en realidad son mucho más sutiles de lo que parecen (y
mucho más lamentables, si cabe), porque aquí parece que
Schopenhauer está diciendo que no se puede entender lo que no
podemos contemplar en nuestra intuición, lo que no podemos ver o
tocar, y así, no es posible entender lo que es un átomo o
un dinosaurio, o que Hooke "vio" de algún modo, que la fuerza
con la que se atraen dos cuerpos es exactamente invérsamente
proporcional al cuadrado de las distancias, pero Schopenhauer no
pretende decir nada de esto, como veremos enseguida. En cualquier caso,
el hecho de que acepte la teoría de los colores de Goethe
evidencia la nula preparación científica de Schopenhauer.
Ningún científico de la época se la tomó en
serio.
Aquí se empieza a poner de manifiesto el segundo drama de la
filosofía: los filósofos que no han perdido el norte
siguiendo Ficthe, Schelling y Hegel, pese a sus buenas intenciones y su
honestidad intelectual, se han visto incapacitados para hacer cualquier
aportación valiosa por su pobre formación
científica, merma ésta que continúa tan vigente
hoy en día como en los tiempos de Schopenhauer. Pero veamos ya
qué quiere decir cuando afirma que los descubrimientos
científicos teóricos son intuitivos:
Todos esos descubrimientos no son
más que un correcto retroceso inmediato del efecto a la causa,
al que sigue después el conocimiento de la identidad de la
fuerza natural que se manifiesta en todas las causas de la misma clase:
y todo ese conocimiento es una manifestación, diferente
sólo en
el grado, de la misma y única función del entendimiento
mediante la cual un animal intuye como objeto en el espacio la causa
que actúa sobre su cuerpo. Por eso también todos aquellos
grandes descubrimientos, al igual que la intuición y cualquier
manifestación del entendimiento, son un conocimiento inmediato
y, en cuanto tal, obra de un instante, un aperçu, una ocurrencia, y no
el producto de largas cadenas de razonamientos in abstracto; éstas
últimas, en cambio, sirven para fijar el conocimiento inmediato
del entendimiento para la razón depositándolo en sus
conceptos abstractos; es decir, para clarificarlo, para ponerlo en su
lugar, mostrarlo y comunicárselo a los demás.
Así pues, cuando dice que la ley de gravitación
universal se descubre por intuición, no quiere decir que la
intuición nos la muestre cuando la vemos actuar, de forma
análoga a como nos muestra una mesa cuando estamos ante una
mesa, sino únicamente que el que la descubre, la descubre "de
golpe", como diciendo: ¡ya lo tengo! Por eso dice Schopenhauer
que se trata de una intuición. Esto es totalmente capcioso. En
primer lugar, aun suponiendo que todo descubrimiento surja
necesariamente de ese modo, lo cual es una afirmación
psicológica más que dudosa, lo que es indudable es que,
de todas las veces que alguien ha dicho "¡eureka!" a lo largo de la
historia, sólo una ínfima parte de las veces el
"descubrimiento" ha sido algo, no ya verdadero, sino meramente
plausible. En la mayoría de los casos, bastan unos segundos para
darse cuenta de que la "ocurrencia" ha sido una tontería. El
hecho de que la psicología de la mente humana sea tal que el
subconsciente baraje ideas y, de vez en cuando, se las transmita a la
parte consciente, que las recibe a modo de intuiciones (pensamientos),
es algo poco menos que irrelevante. Afirmar a partir de ahí que
las teorías científicas surgen por intuición es
meter en el mismo saco el conocimiento a posteriori que tengo cuando
veo una mesa y concluyo que estoy viendo una mesa (porque la veo) y el
conocimiento a priori que tengo cuando veo moverse los planetas y se me
ocurre una ley que explica su movimiento. Esta ley es un conocimiento a
priori que no procede de ninguna experiencia, por la sencilla
razón de que su contenido (su universalidad) no cabe en ninguna
experiencia (ni tampoco su expresión matemática, no hay
ninguna experiencia que proporcione fórmulas
matemáticas), pero una cosa es la procedencia lógica de
esa ley, que es un postulado a priori que luego deberá ser
contrastado con la experiencia de acuerdo con el método
científico, y otra cosa su procedencia psicológica, es
decir, el modo en que me viene a la mente, no el conocimiento que ella
supone, sino la idea de probar a ver si esa teoría sirve para
explicar unos fenómenos dados.
Después de algunas digresiones que no perdemos nada si
omitimos, viene un párrafo que arroja alguna luz sobre la
frontera que Schopenhauer traza entre entendimiento y razón:
La sección termina con otras observaciones empíricas
irrelevantes.
§ 7 En este apartado
Schopenhauer arruina su teoría del conocimiento de todos los
modos imaginables. Está dedicada a comparar su teoría con
otras alternativas. Empieza ironizando sobre Hegel y Fichte y, claro,
en esto no puede equivocarse: cualquiera que se burle de un idealista
alemán tiene necesariamente razón:
Podría pensarse que la
filosofía de la identidad surgida en nuestros días y de
todos conocida no se incluye en esta contraposición, ya que no
pone su punto de partida en el objeto ni el sujeto sino en un tercero,
el Absoluto cognoscible por
intuición racional, que no es objeto ni sujeto sino la
indiferencia de ambos. Aunque yo, debido a la completa carencia de toda
intuición racional, no osaré hablar de la mencionada
honorable indiferencia ni del Absoluto; sin embargo, puesto que yo me
apoyo simplemente en los protocolos abiertos a todos —también a
nosotros, los profanos—, de los que intuyen racionalmente, he de
observar que [...] Yo hago renuncia de la profunda
sabiduría que contiene aquella construcción; porque a
mí, que carezco totalmente de intuición racional, todas
aquellas exposiciones que la suponen me han de resultar como un libro
de siete sellos; lo cual es así hasta el punto de que, por muy
raro que suene, en todas aquellas doctrinas de honda sabiduría
para mí es como si no oyera más que patrañas
terribles y, por añadidura, sumamente aburridas.
Después la emprende contra el materialismo:
Éste establece la materia, y con
ella el tiempo y el espacio, como lo que propiamente existe, pasando
por alto la relación con el sujeto, aunque sólo en ella
tiene todo eso su existencia. Además, toma como hilo conductor
la ley de la causalidad, por la que pretende avanzar
considerándola un orden de las cosas existente por sí
mismo, como una veritas aeterna;
pasando, pues, por alto el entendimiento, que es lo único en y
para lo cual existe la causalidad. Luego intenta descubrir el estado
primero y más simple de la materia para desarrollar a partir de
él todos los demás, ascendiendo del simple mecanismo a la
química, la polaridad, la vegetación, la animalidad: y,
en el supuesto de que lo consiguiera, el último miembro de la
cadena sería la sensibilidad animal, el conocimiento, que
aparecería así como una mera modificación de la
materia, un estado de la misma producido por causalidad.
Un materialista afirma que la materia es lo único que existe
y que todo lo demás puede explicarse en términos de la
materia y sus propiedades. Ahora bien, el materialismo puede ser
cuestionado como teoría metafísica, pero el idealismo
kantiano no está reñido con que el materialismo sea
empíricamente real, es decir, con la posibilidad de que la
Ciencia, en su descripción del mundo, llegue a reducir, a
explicar, todos los fenómenos, incluyendo los
psicológicos, en términos materialistas. Sin embargo,
esto causa hilaridad a Schopenhauer:
Si siguiéramos hasta ahí al
materialismo con representaciones intuitivas, al llegar con él a
su cumbre experimentaríamos un repentino ataque de la
inextinguible risa de los dioses del Olimpo; pues, como al despertar de
un sueño, nos daríamos cuenta de que su resultado
último tan fatigosamente buscado, el conocimiento, estaba ya
supuesto como condición inexcusable en el primer punto de
partida, en la pura materia; con él nos habíamos
imaginado que pensábamos la materia, pero de hecho no
habíamos pensado nada más que el sujeto que representa la
materia, el ojo que la ve, la mano que la siente, el entendimiento que
la conoce. Así se descubriría inesperadamente la enorme petitio principii: pues de repente
el último miembro se mostraría como el soporte del que
pendía ya el primero, la cadena como un círculo; y el
materialista se asemejaría al Barón de Münchhausen que,
estando dentro del agua con su caballo, tiraba de él hacia
arriba con las piernas y de sí mismo con la coleta de su peluca
puesta hacia delante. En consecuencia, el absurdo fundamental del
materialismo consiste en que parte de lo objetivo, en que toma como
fundamento explicativo último un ser objetivo, bien sea la
materia in abstracto, tal
como es simplemente pensada, o bien ya ingresada en la forma,
empíricamente dada, o sea, el material acaso los elementos
químicos con sus combinaciones próximas. Tales cosas las
toma como existentes en sí y de forma absoluta, para hacer
surgir de ahí la naturaleza orgánica y al final el sujeto
cognoscente, explicándolos así completamente;
Más aún, notemos que el materialismo podrá
incluso ser verdadero como teoría metafísica, aunque
nunca podriamos demostrarlo. Sin embargo, Schopenhauer no denuncia al
materialismo como problemático, sino como absurdo, lo cual
sí que es absurdo. Y lo más deplorable es que, con ello,
pretende negar a priori el
sentido a toda una línea de investigación
científica, o a dos: la psicología y la inteligencia
artificial. Kant había supuesto un gran avance para conciliar el
idealismo trascendental con un materialismo empírico (no
trascendente) al demostrar que no se puede demostrar que el alma sea
una sustancia, de modo que perfectamente se podría explicar
empíricamente como un accidente de otra sustancia, por ejemplo,
del cerebro humano. Nunca llegó —que yo sepa— a especular sobre
esto, pero indudablemente la posición de Schopenhauer es un
inmenso paso atrás. Se trata de un caso particular de algo
más general: Kant comprendía perfectamente (al menos en
teoría) que una teoría del conocimiento es una
teoría pura a priori, que no puede concluir nada sobre
contenidos científicos, es decir, que nunca estará en
condiciones de decirle a los científicos lo que pueden o no
pueden encontrar en sus investigaciones (aunque a veces el propio Kant
fuera demasiado lejos y "demostrara" que todo tiene una causa o que en
la naturaleza no pueden producirse discontinuidades, etc.) Pero lo que
en Kant son pequeños deslices concernientes a aspectos
aparentemente tan básicos y universales que era difícil
concebir que pudieran acabar siendo falsos, en Schopenhauer es una
continua injerencia de y en la fisiología y la psicología
que está a priori fuera de lugar en lo que debería ser su
proyecto para poder considerarlo una teoría del conocimiento
seria.
Finalmente, Schopenhauer carga contra la Ciencia en sí:
[...] Así pues, a la
afirmación de que el conocimiento es una modificación de
la materia se opone siempre con el mismo derecho su contraria: que toda
materia es una simple modificación del conocimiento del sujeto
en cuanto representación del mismo. No obstante el fin y el
ideal de toda ciencia natural es en el fondo un materialismo plenamente
realizado. Al conocer que éste es manifiestamente imposible, se
confirma otra verdad que resultará de nuestra
consideración ulterior, a saber: que toda ciencia en sentido
propio, por la cual entiendo el conocimiento sistemático al hilo
del principio de razón, nunca puede alcanzar un fin
último ni ofrecer una explicación plenamente
satisfactoria; porque no llega nunca a la esencia íntima del
mundo, nunca puede ir más allá de la
representación sino que en el fondo no alcanza más que a
conocer la relación de una representación con otras.
Empieza aquí a preparar el brote místico que nos
reserva para el libro segundo. En cualquier caso, aunque esta
afirmación fuera cierta, no es razón suficiente por la
que la Ciencia no pudiera tener éxito en mostrar cómo
todos los contenidos mentales pueden explicarse a partir de la
fisiología del cerebro. Por si alguien pudiera dudar de la pobre
comprensión que Schopenhauer tenía de la ciencia de su
época, a continuación se burla explícitamente de
teorías concretas que hoy nadie cuestiona:
La ciencia natural investiga el primero
como química y el segundo como fisiología. Mas hasta
ahora ninguno de los dos extremos se ha alcanzado y sólo se ha
conseguido algo intermedio entre ambos. Y la perspectiva es bastante
desesperanzadora. Los químicos, bajo el supuesto de que la
división cualitativa de la materia no llegará hasta el
infinito como la cuantitativa, intentan rebajar cada vez más la
cifra de sus elementos, que ahora son aún unos sesenta: y si
llegaran hasta dos, querrían reducirlos a uno solo. Pues la ley
de la homogeneidad conduce a la hipótesis de un primer estado
químico de la materia que ha precedido a todos los demás
—los cuales no son esenciales a la materia en cuanto tal sino
sólo formas accidentales, cualidades— y que es el único
que conviene a la materia como tal.
Schopenhauer delira. Los químicos no trataban de reducir los
elementos a uno solo. Simplemente constataron que las reacciones
químicas permitían distinguir coherentemente entre
elementos y compuestos químicos y comprendieron que eso era algo
importante.
Por otra parte, no se puede comprender
cómo ese elemento pudo experimentar un cambio químico,
puesto que no existía un segundo elemento para actuar sobre
él; con lo que aquí se produce en la química en
mismo atolladero con el que se encontró Epicuro en la
mecánica cuando tuvo que explicar cómo el átomo
único se desvió de la dirección originaria de su
movimiento: e incluso esa contradicción que se desarrolló
por sí misma y era imposible de evitar como de resolver,
podía plantearse verdaderamente como una antinomia
química: tal y como ésta se plantea aquí en el
primero de los dos extremos que busca la ciencia natural,
también en el segundo se nos mostrará su correspondiente
pareja.
Sólo un filósofo con una deplorable carencia de base
científica (más brevemente: sólo un
filósofo) podría formular semejante "filosofía
química" con antinomias incluidas. A continuación habla
el oráculo de Delfos:
—Tampoco hay una mayor esperanza de
conseguir ese otro extremo de la ciencia natural; porque cada vez
comprendemos mejor que nunca se puede reducir un elemento
químico a uno mecánico ni un elemento orgánico a
uno químico o eléctrico. Pero aquellos que hoy en
día toman de nuevo esa antigua senda equivocada pronto la
desandarán en silencio y avergonzados, al igual que todos sus
predecesores. De ello se tratará detenidamente en el siguiente
libro. Las dificultades mencionadas aquí sólo de pasada
se enfrentan a la ciencia natural en su propio terreno. Tomada como
filosofía, aquélla sería además
materialismo: mas, como ya hemos visto, éste lleva en sí
la muerte ya desde su nacimiento; porque pasa por alto el sujeto y las
formas del conocer que se hallan tan supuestas ya en la materia bruta
de la que quiere partir como en el organismo al que quiere llegar. Pues
«Ningún objeto sin sujeto» es el principio que hace
para siempre imposible todo materialismo.
Por si no hubiera metido la pata suficientemente honda, ahora
Schopenhauer pasa a derrumbar directamente su propio idealismo,
demostrando que ha retrocedido de los logros de Kant a los esbozos de
Berkeley:
Soles y planetas sin un ojo que los vea y
un entendimiento que los conozca se pueden, ciertamente, expresar con
palabras: pero esas palabras son para la representación un sideroxylon [un madero de hierro,
una contradicción]. Mas, por otra parte, la ley de la causalidad
y el análisis e investigación de la naturaleza que la
siguen nos llevan necesariamente a suponer con seguridad que en el
tiempo cada estado más organizado de la materia ha seguido a uno
más simple: que, en efecto, los animales han existido antes que
los hombres, los peces antes que los animales terrestres, las plantas
antes que todos éstos y lo inorgánico antes que lo
orgánico; que, por consiguiente, la masa originaria ha tenido
que atravesar una larga serie de cambios antes de que se pudiera abrir
el primer ojo. Y, no obstante, de ese primer ojo que se abrió,
aunque fuera de un insecto, sigue siempre dependiendo la existencia de
todo aquel mundo; porque él es el mediador necesario del
conocimiento, sólo para él y en él existe el mundo
y sin
él no se podría ni siquiera pensar: pues el mundo es
propiamente representación y en cuanto tal precisa del sujeto
cognoscente como soporte de su existencia: incluso aquella larga serie
temporal llena de innumerables cambios y a través de la cual la
materia se elevó de forma en forma hasta que finalmente
nació el primer animal cognoscente, todo ese tiempo mismo
sólo
es pensable en la identidad de una conciencia: él es su
secuencia de representaciones y su forma de conocimiento, y fuera de
ella pierde todo significado y no es nada.
Así pues, Schopenhauer se burla de los materialistas porque
postulan la materia como apoyo primario de su concepción del
mundo y, en cambio, el sistema de nuestro filósofo, no necesita
la materia, no, necesita: ¡un insecto! ¡un primer ojo! Kant
afirmó que no hay contradicción (en particular, no hay
contradicción con su idealismo trascendental) en la posibilidad
de que el universo haya existido siempre, sin poner como
condición que siempre haya habido un ojo en él. En
cambio, el mundo de Schopenhauer no tiene sentido si le falta un ojo.
Es ridículo. Para sostener esto tendría que pasar a
discutir en qué sentido entiende que existen las personas que no
son él y en qué sentido el mundo que conocen (sus
representaciones) es el mismo mundo que conoce él (o yo), y, tal
y como va, también tendría que explicar en qué
sentido afirma que el mundo que ve el insecto ese que abrió el
primer ojo es el mismo mundo que conozco yo. Pero de todo eso no dice
nada.
No obstante, parece que se dio cuenta de que se estaba metiendo en
terreno pantanoso y admitió que estaba ante una
contradicción:
Así vemos, por un lado, que la existencia de todo el mundo depende necesariamente del primer ser cognoscente, por muy imperfecto que éste pueda ser; por otro lado, ese primer animal cognoscente es con la misma necesidad totalmente dependiente de una larga cadena de causas y efectos que le precede y en la que él mismo aparece como un pequeño eslabón. Estas dos visiones contradictorias a cada una de las cuales somos de hecho conducidos con igual necesidad las podríamos denominar una antinomia en nuestra facultad de conocer, [...]
Pero se muestra incapaz de resolverla sin apelar al misticismo que
nos tiene reservado:
—No obstante, la contradicción que
resulta aquí de forma necesaria encuentra su solución en
el hecho de que, hablando en lenguaje kantiano, tiempo, espacio y
causalidad no pertenecen a la cosa en sí sino únicamente
a su fenómeno, del que son forma; lo cual significa en mi
lenguaje que el mundo objetivo, el mundo como representación, no
es el único sino sólo uno de los aspectos, algo
así como el aspecto externo del mundo, que posee además
otro aspecto totalmente distinto constituido por su esencia
íntima, su núcleo, la cosa en sí: ésta la
consideraremos en el libro siguiente, denominándola voluntad en
conformidad con la más inmediata de sus objetivaciones.
Seguidamente destroza la sutil y admirable teoría kantiana
sobre el tiempo como una forma empíricamente real y
trascendentalmente ideal:
Pero el mundo como representación,
único que aquí consideramos, no comenzó hasta que
se abrió el primer ojo; y sin ese medio del conocimiento no
puede existir, así que tampoco existió antes. Pero sin
aquel ojo, es decir, al margen del conocimiento, tampoco había
ningún antes, ningún tiempo.
Aquí fue cuando Kant volvió a revolverse en su tumba:
el tiempo empíricamente real puede perfectamente ser infinito,
tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Es absurdo decir que,
empíricamente, el tiempo surgió a la par que un
ojo. Ese "surgir" no tiene sentido a menos que se refiera a alguna
clase de tiempo trascendente del que Schopenhauer nunca ha hablado y
cuya existencia está negando de hecho (porque no considera otro
mundo más que el mundo como representación).
Pero ahora intenta arreglarlo:
Mas no por ello tiene el tiempo un
comienzo, sino que todo comienzo existe en él: y, dado que es la
forma más general de la cognoscibilidad en la que se insertan
todos los fenómenos por medio del nexo de la causalidad, con el
primer conocimiento se presenta también él (el tiempo)
con toda su infinitud en ambos sentidos; y el fenómeno que llena
ese primer presente ha de ser conocido a la vez en una
vinculación causal y dependiendo de una serie de
fenómenos que se extiende infinitamente en el pasado, pasado
que, sin embargo, está tan condicionado por el primer presente
como éste por él; de modo que, al igual que el primer
presente, también el pasado del que procede depende del sujeto
cognoscente y no es nada sin él, aunque lleva consigo la
necesidad de que ese primer presente no aparezca como el primero, es
decir, sin tener por madre ningún pasado y como comienzo del
tiempo; sino que ha de presentarse como consecuencia del pasado
conforme a la razón de ser en el tiempo, y también el
fenómeno que lo llena ha de aparecer como efecto de los estados
anteriores que llenan aquel pasado, conforme a la ley de la causalidad.
Aquí Schopenhauer se ha
hecho un lío y se contradice abiertamente, pues está
diciendo: El mundo [...] no comenzó hasta que se abrió el
primer ojo [...] Mas no por ello tiene el tiempo un comienzo [...] Pese
a ello y a que este párrafo parece un galimatías,
sería injusto tacharlo de hegeliano. Con toda la torpeza
imaginable, Schopenhauer está tratando de decir algo con
sentido, sólo que, para que lo que dice fuera coherente,
tendría que olvidarse de sus propias teorías y apelar a
Kant. Analicemos:
[...] dado que es la forma más general de la cognoscibilidad en la que se insertan todos los fenómenos por medio del nexo de la causalidad, con el primer conocimiento se presenta también él (el tiempo) con toda su infinitud en ambos sentidos;
El primero que conoció el mundo como representación,
se representó un mundo inmerso en un tiempo infinito, tanto
hacia el pasado como hacia el futuro,
[...] y el fenómeno que llena ese primer presente ha de ser conocido a la vez en una vinculación causal y dependiendo de una serie de fenómenos que se extiende infinitamente en el pasado,
porque los fenómenos que percibió en él
tenían una historia que podía
ser reconstruida por conexiones causales, aunque nadie estuviera
allí
para percibir ese pasado. (Notemos que la expresión "primer
presente" es una contradicción, pues supone una "creación
del tiempo", en un sentido que Schopenhauer no está en
condiciones de explicar. Para ello necesitaría una parte
fundamental de la teoría kantiana que se obstina en rechazar, y
el resultado es éste.)
[...] pasado que, sin embargo, está tan condicionado por el primer presente como éste por él;
Del mismo modo que el pasado condiciona (determina) el presente,
conociendo el presente podemos reconstruir el pasado (y así, los
científicos pueden afirmar que el Sol surgió hace 5.000
millones de años aunque nadie estuviera allí para verlo).
[...] de modo que, al igual que el primer presente, también el pasado del que procede depende del sujeto cognoscente y no es nada sin él, aunque lleva consigo la necesidad de que ese primer presente no aparezca como el primero, es decir, sin tener por madre ningún pasado y como comienzo del tiempo; sino que ha de presentarse como consecuencia del pasado conforme a la razón de ser en el tiempo, y también el fenómeno que lo llena ha de aparecer como efecto de los estados anteriores que llenan aquel pasado, conforme a la ley de la causalidad.
Ese contradictorio "primer presente" tiene que aparecer ante un ser
consciente como consecuencia de un pasado, pero Schopenhauer no
está en condiciones de explicar en qué sentido existe ese
pasado, pues se obstina en decir que el mundo sólo existe como
representación, lo que lo lleva a decir que el mundo surge con
"el primer ojo" y, entonces, ese pasado que no es representación
de nadie ¿es parte del mundo o no lo es? Si lo es, tiene que
admitir que una parte del mundo no es representación, o tal vez
que una parte del mundo es verdadera pero no es real, si somos
consecuentes con su afirmación de que el concepto de realidad
sólo es aplicable a las representaciones del entendimiento. Kant
puede decir cosas similares a éstas con toda coherencia y
naturalidad, pero, en la pluma de Schopenhauer,
todo está cogido con pinzas, por lo burdamente que ha presentado
su
idealismo, privándolo de todos los matices kantianos. A
continuación nos presenta una analogía mitológica
sobre Cronos que nos vamos a saltar, porque una cosa es ser
condescendiente con su
falta de sutileza y otra permitirle que nos venda cuentos chinos (o
griegos). Llegados a este punto podemos decir ya que la teoría
del conocimiento de Schopenhauer es un fracaso. El apartado termina con
nuevas críticas a Fichte y
nuevas autoalabanzas. Podemos pasar ambas por alto por irrelevantes.
§ 8 Esta sección
es una introducción romántica destinada a anunciar que a
continuación va a hablar de la razón. No dice nada de
interés. En § 9 y § 10 se expone una
teoría sobre los conceptos, la lógica y la verdad de los
juicios. Podemos prescindir de todo esto. Digamos únicamente
que, para Schopenhauer, la razón transforma el conocimiento
intuitivo en conocimiento abstracto en términos de conceptos. El
conocimiento abstracto, a diferencia del intuitivo, es expresable en
términos del lenguaje y, en particular, transmitible de un
sujeto a otro. Este conocimiento abstracto constituye el saber:
El saber es, pues, la conciencia
abstracta, el fijar en conceptos de la razón lo conocido de otro
modo.
§ 11 En el
apartado siguiente da un paso más hacia el misticismo:
En este sentido, el verdadero opuesto del
saber es el sentimiento, cuya
dilucidación hemos, pues, de acometer aquí. El concepto
designado por la palabra sentimiento tiene un contenido meramente
negativo, en concreto, éste: que algo presente a la conciencia
no es un concepto, un conocimiento abstracto de la razón: sea lo
que sea aparte de eso, cae bajo el concepto de sentimiento, cuya esfera
desmesuradamente amplia abarca así las cosas más
heterogéneas, sin que comprendamos nunca cómo coinciden
hasta que no nos damos cuenta de que sólo concuerdan en ese
respecto negativo de no ser conceptos abstractos. Pues en aquel
concepto se encuentran tranquilamente unidos los elementos más
diversos y hasta dispares, por ejemplo, el sentimiento religioso, el
sentimiento del placer, el sentimiento moral, el sentimiento corporal
como tacto, como dolor, como sentido de los colores, de los tonos y sus
armonías y desarmonías, el sentimiento de odio, de
repugnancia, de autocomplacencia, del honor, de la deshonra, de la
justicia, de la injusticia, el sentimiento de la verdad, el sentimiento
estético, el sentimiento de fuerza, de flaqueza, de salud,
amistad, amor, etc. Entre ellos no hay ningún elemento
común más que el negativo de no ser ningún
conocimiento abstracto de la razón; pero eso resulta ser lo
más llamativo, cuando en aquel concepto se incluye incluso el
conocimiento intuitivo a priori de las relaciones espaciales y el del
entendimiento puro en su totalidad; y, en general, de todo
conocimiento, de toda verdad de la que se es consciente sólo de
forma intuitiva pero que todavía no se ha depositado en
conceptos abstractos, se dice que se siente.
Otra vez ha surgido el mormón que insiste en que siente a
Dios. Ciertamente, Schopenhauer está usando la palabra
"sentimiento" como un cajón de sastre. Algunos de sus
sentimientos son obviamente sensaciones, esa materia prima de la
intuición de la que ya ha hablado y que ahora parece presentar
como algo nuevo: el placer, el tacto, el dolor, el sentido del color,
etc.; otros son pasiones más sofisticadas, pero intuiciones al
fin y al cabo, es decir, datos que llegan a la conciencia sobre el
estado de la mente, como el odio, la repugnancia, la deshonra, el
sentimiento estético, la salud, el amor, etc.; otros son
pensamientos o juicios abstractos que irrumpen en la mente, como el
pensamiento de que algo es justo o injusto, o de que algo nos honra o
nos deshonra, a los que es forzado llamar "conocimientos" o "verdades".
Si alguien siente que está haciendo el ridículo en un
momento dado, no cabe duda de que es verdad que eso es lo que
está sintiendo, pero eso no significa necesariamente que
esté haciendo el ridículo. Eso habrá que
analizarlo. Cualquier "sentimiento" en este sentido no es más
que un juicio formado inconscientemente, y puede ser indicio de una
verdad o no serlo. En sí mismo no supone un conocimiento de nada
más allá de la indubitable realidad de que un sujeto se
encuentra en un momento dado en un determinado estado de ánimo.
Si este concepto ya es de de por sí sospechoso, los ejemplos
siguientes demuestran que sólo surge de una psicología
mal entendida:
En la introducción a una edición alemana de Euclides recuerdo haber leído que en geometría a los principiantes hay que hacerles trazar todas las figuras antes de pasar a las demostraciones, ya que entonces sienten la verdad geométrica antes de que la demostración les proporcione el conocimiento completo.
Eso se llama familiarizarse con algo. Es más fácil
dirigir a unas personas a las que ya se conoce que tratar de hacerlo al
mismo tiempo que se las va conociendo. De ahí a decir que la
diferencia es que si primero te familiarizas con los integrantes de un
equipo de trabajo entonces puedes "sentirlos" hay un abismo.
Igualmente, en la Crítica de la doctrina moral de F. Schleiermacher se habla del sentido lógico y matemático y también del sentimiento de la igualdad o diversidad de dos fórmulas; además, en la Historia de la filosofía de Tennemann se dice: «Uno siente que las inferencias engañosas no serían correctas aun cuando no se pudiera descubrir el fallo».
Lo que hay en el fondo de esto es que a nuestra mente llegan pensamientos con juicios elaborados inconscientemente, pero estos juicios no son conocimientos ni verdades: al analizarse conscientemente, se puede acabar concluyendo que son verdaderos o que son falsos. Uno puede estar convencido de que una inferencia es falsa y al final acabar reconociendo que era correcta, aunque a él le pareciera paradójica. Tales "sentimientos" no son en ningún caso una fuente de conocimiento. Pueden ser una fuente de "inspiración" que nos dé una pista fundamental para llegar a un conocimiento. Schopenhauer, en cambio, tiene su propia interpretación:Así pues, Schopenhauer quiere presentar a los "sentimientos"
como algo que compite con la razón como fuente de conocimiento,
y que la razón desdeña por orgullo. Esto es absurdo. No
es más que una preparación para que, llegado el momento,
pueda tomarse la licencia de decir, "sé que esto es cierto
porque lo siento, aunque no pueda expresarlo con palabras ni
razonarlo". Un sentimiento no es más que un estado mental y,
como tal, no puede trascender de la propia mente, es decir, no puede
garantizar ninguna verdad que haga referencia a algo que no sea que la
propia mente se encuentra en un determinado estado. Otra cosa es que la
mente pueda generar inconscientemente dicho sentimiento, no de forma
caprichosa, sino a partir de datos abstractos almacenados en ella
(recuerdos vagos de situaciones análogas) o a partir de
razonamientos inconscientes de la misma naturaleza que los que tienen
lugar cada vez que tenemos ciertas sensaciones e inmediatamente nos
surge el pensamiento ¿o el sentimiento? de que lo que tenemos
ante nosotros es concretamente una mesa. Desde un punto de vista
psicológico podemos afirmar que nuestra mente razona
inconscientemente siguiendo técnicas heurísticas que en
general son muy eficientes, aunque no infalibles; desde un punto de
vista trascendental sólo podemos decir que a nuestra conciencia
acuden pensamientos que interpretan nuestras experiencias, desde
niveles básicos como "estoy viendo una mesa", hasta niveles
sofisticados como "aquí hay gato encerrado", pensamientos en los
que podemos confiar moderadamente, sin perder de vista que en cualquier
momento podemos vernos obligados a revisar cualquiera de ellos,
excepcionalmente hasta los más básicos. En cualquier
caso, no hay nada de místico en esto.
§ 12 En esta
sección Schopenhauer aclara, por si aún pudieran quedar
dudas, que su visión de la ciencia y del uso de la razón
está totalmente distorsionado:
El saber, que según acabo de
explicar tiene su opuesto contradictorio en el concepto de sentimiento,
es, como se dijo, todo conocimiento abstracto, es decir, conocimiento
racional. Pero dado que la razón no hace más que volver a
presentar ante el conocimiento lo que antes se ha sentido de otro modo,
no amplía verdaderamente nuestro conocer sino que simplemente le
da otra forma. En efecto, lo que fue conocido intuitivamente, in
concreto, lo da a conocer en abstracto y universalmente.
Esto es insostenible. Pensemos por ejemplo en la forma en que Kepler
llegó a constatar que los planetas seguían órbitas
elípticas. Tenía un montón de datos sobre
posiciones planetarias a lo largo del tiempo, y su problema era buscar
unas posibles órbitas cuya proyección sobre la esfera
celeste coincidieran con sus datos. Hizo un montón de pruebas
que no se correspondían, hasta que probó con elipses y
los cálculos le dijeron que todo cuadraba. Eso no es
conocimiento intuitivo. Kepler obtuvo el resultado a través de
la razón, que, partiendo de unas hipótesis (un modelo de
órbita) dedujo qué observaciones cabría esperar y
los resultados de sus razonamientos (sus cálculos) mostraron que
el modelo que había supuesto a priori describía
correctamente la experiencia.
[...] Así, por ejemplo, el
conocimiento de la relación de causa y efecto que posee el
entendimiento es en sí mucho más perfecto, profundo y
exhaustivo de lo que sobre ella se pueda pensar in abstracto: sólo el
entendimiento conoce intuitiva, inmediata y perfectamente la forma de
actuar de una palanca, una polea o una rueda dentada, el descanso de
una bóveda sobre sí misma, etc.
No es cierto: nadie puede ser consciente al ver una bóveda de
los requisitos que ha de cumplir para que sea estable. Éstos
sólo pueden entenderse sobre el papel. Y nadie puede ver una
palanca y deducir de ello la regla que relaciona los pesos y las
longitudes. Esto se deduce racionalmente de analizar los resultados de
diversos experimentos con palancas. Y no digamos si pensamos, por
ejemplo, en una reacción química. Alguien que la vea
producirse sólo tiene un conocimiento superficial de lo que
ocurre ahí. Sólo después de hacer cálculos
y razonamientos y llegar a la fórmula química de la
reacción es cuando realmente uno entiende lo que ha sucedido. La
expresión in abstracto
de la reacción no es un resumen esquemático y superficial
de la misma, sino todo lo contrario, es un análisis mucho
más profundo que lo que pueda deducir de ella alguien que
meramente la ve producirse.
[...] Del mismo modo, en la
intuición pura conocemos perfectamente la esencia y legalidad de
una parábola, una hipérbola o una espiral;
No es cierto. Nadie puede distinguir intuitivamente una
parábola de otra curva que no sea una parábola pero se le
parezca mucho. Sólo entiende lo que es una parábola quien
conoce su definición teórica (racional), no intuitiva. Si
estamos ante una curva, la única forma de poder asegurar que es
una parábola es medir las posiciones de una muestra de puntos y
comprobar si satisfacen la ecuación de una parábola. Y a
lo mejor resulta que no es una parábola sino otro tipo de curva,
en cuyo caso, será la razón y no la intuición la
que nos lo revele. El
desvarío va en aumento:
[...] Pero aquí sale a
colación una peculiaridad de nuestra facultad de conocer que no
se ha podido observar mientras no se ha hecho totalmente clara la
distinción entre conocimiento intuitivo y abstracto. Se trata de
ésta: que las relaciones espaciales no se pueden trasladar
inmediatamente y como tales al conocimiento abstracto, sino que
sólo
son susceptibles de eso las magnitudes temporales, es decir, los
números. Únicamente los números pueden ser
expresados en conceptos abstractos que se corresponden exactamente con
ellos, no así las magnitudes espaciales. El concepto
«mil» tiene respecto del concepto «diez»
exactamente la misma diferencia que poseen las dos magnitudes
temporales en la intuición: con «mil» pensamos una
determinada repetición de diez en la que podemos resolver a
voluntad aquella cifra para la intuición en el tiempo, es decir,
podemos contarla. Pero entre el concepto abstracto de una milla y el de
un pie, al margen de cualquier representación intuitiva de ambos
y sin recurrir a los números, no existe ninguna diferencia
exacta que se corresponda con aquellas magnitudes. En ambas se piensa
en general una simple magnitud espacial, y para diferenciarlas
suficientemente hay que recurrir a la intuición espacial, o sea,
abandonar el terreno del conocimiento abstracto, o pensar la diferencia
en números.
Lo que dice, tomado estrictamente al pie de la letra, podría
aceptarse como verdadero, aunque del todo irrelevante, pero las
consecuencias que pretende extraer de aquí son deplorables:
Así que si se quiere tener un conocimiento abstracto de las relaciones espaciales, hay que traducidas primero a relaciones temporales, es decir, a números: por eso solamente la aritmética, y no la geometría, es una teoría general de las magnitudes, y la geometría ha de traducirse a aritmética si ha de tener carácter transmisible, exacta definición y aplicabilidad a la práctica.
No es cierto. La geometría puede traducirse a números
(geometría analítica), pero es perfectamente posible en
teoría desarrollar la geometría sintéticamente sin
hacer un sólo dibujo en ningún momento. Otra cosa es que
los dibujos ayuden a asimilar las pruebas más
rápidamente, pero no son en absoluto necesarios para hacer
transmitible la geometría.
Ciertamente, una relación espacial
puede pensarse como tal también in abstracto, por ejemplo,
«el seno aumenta en proporción al ángulo»;
pero si se ha de indicar la medida de esa relación se necesitan
números.
Pues claro, es que toda medida es un número. ¿Y
qué? Ahora viene lo mejor:
Esa necesidad de que el espacio, con sus
tres dimensiones, se traduzca en el tiempo, que sólo tiene una
dimensión, si se quiere tener un conocimiento abstracto (es
decir, un saber, no una mera intuición) de sus relaciones, esa
necesidad es la que hace tan difícil la matemática. Eso
se hace muy claro cuando comparamos la intuición de las curvas
con el cálculo analítico de las mismas, o simplemente las
tablas de los logaritmos de las funciones trigonométricas con la
intuición de las relaciones variables de las partes del
triángulo que aquellos expresan: lo que la intuición
capta aquí de un vistazo, perfectamente y con manifiesta
exactitud, a saber, cómo disminuye el coseno al aumentar el
seno, cómo el coseno de un ángulo es el seno de otro, la
relación inversa de la disminución y aumento de ambos
ángulos, etc., ¡qué enorme entramado de
números, qué fatigoso cálculo no se necesita para
expresarlo in abstracto!
¡Schopenhauer pretende usar como argumento filosófico
serio que sus entendederas tienen problemas para asimilar las
matemáticas abstractas! No comprende que la ventaja principal de
la geometría analítica es que simplifica los razonamientos
geométricos y los cálculos geométricos (sin
perjuicio de que, en algunas ocasiones, un ingenioso argumento
sintético pueda ser más rápido y elegante, pero
eso es la excepción y no la norma).
¡Cómo —podría
decirse— no ha de atormentarse el tiempo con su dimensión
única para reproducir el espacio con sus tres dimensiones!
Esto es una necedad (como todo lo anterior, en realidad). Que el
espacio tenga tres dimensiones sólo se traduce en que para
representar un punto hacen falta tres números. Eso no atormenta
a nadie con capacidad para las matemáticas (lo cual,
evidentemente, no incluye a Schopenhauer). Abrevio algunas falacias
más según las cuales la intuición es superior a la
razón, aunque no está de más mencionar alguna de
ellas:
Igualmente perturbadora es también
la aplicación de la razón en la comprensión de la
fisonomía: también ésta ha de producirse
inmediatamente
por medio del entendimiento: se dice que la expresión, el
significado de los rasgos, sólo se puede sentir, es decir, que
no se
adapta a los conceptos abstractos. Todo hombre tiene su inmediato
conocimiento intuitivo de la fisonomía y la patonomía:
pero unos conocen mejor que otros aquella signatura rerum. Pero no es
factible enseñar ni aprender una ciencia de la fisonomía
in abstracto; porque los matices son aquí tan sutiles que el
concepto no puede descender hasta ellos; por eso el saber abstracto es
a ellos lo que una imagen mosaica a un van der Werft o un Denner: al
igual que, por muy fino que sea el mosaico, siempre permanecen los
límites de las piedras y no es posible un tránsito
continuado de una tinta a otra, también los conceptos con su
fijeza y nítida delimitación, por muy finamente que se
los divida con determinaciones próximas, son siempre incapaces
de lograr las sutiles modificaciones de lo intuitivo, que es
precisamente lo que importa en la fisonomía que se ha tomado
aquí como ejemplo.
En pocas palabras, que es imposible hacer una foto digital y
enviarla por correo electrónico, porque lo que llegará
tras dicho proceso de conceptualización, será
necesariamente un tosco mosaico. Si alguien pretende defender a
Schopenhauer alegando que no conocía la fotografía
digital, eso no es excusa. Debería tener claro que no puede
hablar a priori de lo que
puede o no puede hacer la razón. Esto vale en general, pero
mucho más si se supone que está elaborando una
teoría del conocimiento.
En resumen, se vuelve evidente que la filosofía de
Schopenhauer está sesgada hacia la intuición en
detrimento de la razón debido a que nuestro filósofo ni
tiene la capacidad necesaria para usar la razón con eficiencia,
ni para entender cómo la usan otros, a lo que hay que
añadir que esto le pasa por completo inadvertido, pues, si no,
no se atrevería a decir las cosas tan ridículas que dice.
§ 13 En esta
sección Schopenhauer decide contarnos sus teorías sobre
la risa y el sentido del humor, pero ya ha quedado claro que su
especialidad no es precisamente la de idear teorías razonables.
§ 14 Aquí
continúa teorizando sobre la ciencia según sus criterios
surrealistas. La sección es un tanto extensa, y no merece la
pena recorrerla con detalle, pues toda ella son disparates.
Destacaremos los más sorprendentes:
[...] No puede existir ninguna verdad que
tenga que deducirse ineludiblemente sólo mediante razonamientos,
sino
que la necesidad de fundarla en ellos es siempre relativa y hasta
subjetiva. Puesto que todas las demostraciones son razonamientos, para
una nueva verdad no hay que buscar en primer lugar una
demostración sino una evidencia inmediata, y sólo
mientras se carezca de ésta hay que formular la
demostración provisionalmente.
¡Qué atrevida es la ignorancia!
[...] Por ejemplo, el aparente movimiento
de los planetas es empíricamente conocido: tras muchas
hipótesis falsas acerca de las relaciones espaciales de ese
movimiento (órbita planetaria), por fin se descubrió la
correcta, luego las leyes que sigue ese movimiento (las de Kepler), al
final sus causas (gravitación universal); y el conocimiento
empírico del acuerdo de todos los casos que se presentaban con
las hipótesis y sus consecuencias, es decir, la
inducción, otorgó a las hipótesis una completa
certeza. El descubrimiento de la hipótesis era asunto del
juicio, que captó correctamente el hecho dado y lo
expresó en forma conveniente; pero la inducción, es
decir, la intuición reiterada, confirmó su verdad. Mas
ésta podría incluso fundamentarse inmediatamente, con una
sola
intuición empírica, si pudiéramos recorrer
libremente el espacio del universo y poseyéramos ojos
telescópicos. En consecuencia, los razonamientos no son
aquí tampoco la fuente esencial y única del conocimiento,
sino un simple recurso.
¡Claro que sí! Simplemente observando el movimiento de
los planetas con suficiente perspectiva podríamos haber
concluido que sus órbitas son precisamente elípticas (y
no otras curvas parecidas) y que las velocidades de los planetas
guardan con su distancia al Sol precisamente la proporción que
marca la tercera ley de Kepler. No hace falta ningún
cálculo ni ningún razonamiento. ¡Qué cosa
más trivial es esto de la astronomía! También
bastaría tener unos buenos ojos y un cuerpo resistente a
temperaturas elevadas para saber cuál es la composición
química del Sol. Lo de analizar el espectro solar y razonar la
interpretación de las bandas de absorción es un mero
rodeo.
§ 15 Esta
sección está destinada a dejar fuera de toda duda que
Schopenhauer no entiende a Euclides. Destacamos fragmentos:
[...] Euclides
siguió este último camino para claro perjuicio de la
ciencia. (¡!)
Despues de esta "perla", Schopenhauer tiene a bien explicarnos
qué debería haber hecho Euclides:
Pues, por ejemplo, ya al comienzo
debería mostrar de una vez por todas cómo en el
triángulo los ángulos y los lados se determinan
mutuamente y son razón y consecuencia unos de otros de acuerdo
con la forma que tiene el principio de razón en el mero espacio
y que ahí, como en todo, genera la necesidad de que una cosa sea
como es porque otra distinta de ella es como es; sin embargo, en lugar
de ofrecer una profunda comprensión de la esencia de él,
formula algunos principios incoherentes
y elegidos a voluntad acerca del triángulo, y ofrece una
razón cognoscitiva lógica del mismo por medio de una
laboriosa demostración lógica guiada conforme al
principio de contradicción. En lugar de un conocimiento
exhaustivo de esas relaciones espaciales, se obtienen únicamente
algunos resultados de las mismas comunicados a voluntad; y así
nos encontramos como alguien a quien se le hubieran mostrado los
efectos de una máquina artificial pero ocultandole su
conexión interna y sus mecanismos. Que lo que Euclides
demostró es así hemos de admitirlo forzados por el
principio de contradicción: pero de por qué es
así, no nos enteramos.
A menudo, como en el teorema de
Pitágoras, se trazan líneas sin que se sepa por qué:
posteriormente se muestra que eran lazos que se corren inesperadamente
y capturan el asentimiento del estudioso, quien entonces ha de admitir
sorprendido lo que en su conexión interna le sigue resultando
incomprensible, tanto que puede estudiar a Euclides de principio a fin
sin conseguir penetrar verdaderamente en las leyes de las relaciones
espaciales, y en lugar de ello se limita a aprender de memoria algunos
resultados de las mismas. Ese conocimiento realmente empírico y acientífico
[...] Sin embargo, a nuestros ojos aquel método de Euclides en
las matemáticas sólo puede aparecer como una magnífica equivocación. [...]
hasta entonces no hemos podido comprender que el tratamiento
lógico de la matemática que hace Euclides es una inútil precaución,
[...]
Sin comentarios.
Para mejorar el método de la
matemática se requiere prioritariamente abandonar el prejuicio
de que la verdad demostrada tiene alguna ventaja sobre la conocida
intuitivamente o que la verdad lógica, basada en el principio de
contradicción, es preferible a la metafísica, que es
inmediatamente evidente y a la cual pertenece también la
intuición pura del tiempo.
Después pasa a divagar sobre otras ciencias y sobre la
filosofía. No dice nada importante.
§ 16 La
última sección del libro primero está dedicada a
algunas generalidades sobre la ética. La omitimos también.
LIBRO
SEGUNDO: EL MUNDO COMO VOLUNTAD
Primera
consideración: La objetivación de la voluntad
Esto es capcioso. El concepto de átomo surge como medio de
entender unas intuiciones (Kant diría, más precisamente,
unos fenómenos), a saber, las reacciones químicas, y en
este sentido recibe su contenido de la experiencia, pero no podemos
intuir un átomo. No podemos afirmar estrictamente que esto
contradiga el párrafo precedente, pero Schopenhauer tiende a
insinuar que los conceptos meramente "resumen" la experiencia, y no
puede decirse que el concepto de átomo resuma nada, sino
más bien nos permite pensar la realidad de una forma más
profunda de lo que nos lo permitiría la mera
experimentación.
Así pues, al centramos plenamente
en la representación intuitiva pretenderemos llegar a conocer
también su contenido, sus determinaciones próximas y las
formas que nos presenta. En especial nos importará obtener una
explicación sobre su verdadero significado, sobre aquella
significación suya que comúnmente es sólo sentida
y en virtud de la cual esas imágenes no pasan ante nosotros como
algo totalmente ajeno y trivial como por lo demás habría
de ocurrir, sino que nos hablan inmediatamente, son comprendidas y
cobran un interés que ocupa todo nuestro ser.
Ahora se ve más claramente que Schopenhauer está
siendo capcioso. Su propósito es buscar la naturaleza
última del mundo, y empieza diciendo que podemos centrarnos en
la intuición porque los conceptos remiten a la intuición.
Esto ya es claramente falso. Si la razón concluye que el mundo
está hecho de átomos, para buscar qué es en el
fondo un átomo no podemos buscar en la intuición, pues no
tenemos intuición alguna de un átomo individual.
Dirigimos nuestra mirada a las
matemáticas, la ciencia natural y la filosofía, de las
que cada uno de nosotros puede esperar que le proporcione una parte de
la deseada información. Pero en primer lugar encontramos la
filosofía como un monstruo de muchas cabezas cada una de las
cuales habla un lenguaje diferente. Es cierto que no todos estamos en
desacuerdo sobre el punto aquí propuesto, el significado de
aquella representación intuitiva: pues, con excepción de
los escépticos y los idealistas, todos los demás hablan,
bastante de acuerdo en lo fundamental, de un objeto que es el
fundamento de la representación y que es diferente de ella en
toda su existencia y esencia, pero se le asemeja en todas sus partes
como un huevo a otro. Mas eso no nos sirve de ayuda: pues no somos
capaces en absoluto de distinguir entre ese objeto y la
representación sino que encontramos que ambos son una y la misma
cosa, ya que todo objeto supone siempre y eternamente un sujeto, por lo
que sigue siendo representación; como también hemos visto
que el ser objeto pertenece a la forma más general de la
representación, que es precisamente la descomposición en
objeto y sujeto.
Es decir, que afirmar que nuestras representaciones mentales son réplicas de unas cosas-en-sí trascendentes no es satisfactorio. Según Schopenhauer no hay más objeto de conocimiento que nuestras representaciones y semejantes cosas-en-sí son quimeras.
Si ahora buscamos en la matemática
el conocimiento cercano de aquella representación intuitiva que
conocimos de forma meramente general, según su forma,
sólo nos hablará de aquellas representaciones en la
medida en que llenan el tiempo y el espacio, es decir, en cuanto son
magnitudes. Nos indicará con suma exactitud el cuánto y
cuán grande: pero dado que eso es siempre meramente relativo, es
decir, una comparación de una representación con otra y
solamente en aquella unilateral consideración a la magnitud,
tampoco esa será la información que principalmente
buscamos.
En resumen: que la matemática describe la forma de nuestras
intuiciones, pero no dice nada sobre su contenido. Esto es cierto.
Si, por último, dirigimos la
mirada al amplio dominio de la ciencia natural, dividido en muchas
parcelas, podemos ante todo distinguir dos secciones principales en la
misma. Ésta es, o bien descripción de formas, a la que
denomino morfología, o
bien explicación de los cambios, a la que llamo etiología. La primera
considera las formas permanentes, la segunda la materia cambiante
según las leyes de su tránsito de una forma a otra. La
primera es lo que, aunque de manera impropia, se denomina historia natural en toda su
extensión: en particular como botánica y zoología
nos da a conocer las distintas formas orgánicas que permanecen
bajo el incesante cambio de los individuos y están así
firmemente definidas, formas que constituyen una gran parte del
contenido de la representación intuitiva: ella las clasifica,
las separa, las une, las ordena en sistemas naturales y artificiales, y
las traduce en conceptos que hacen posible la visión de conjunto
y el conocimiento de todas ellas. [...] Etiología propiamente
dicha son todas las ramas de la ciencia natural cuyo tema fundamental
es el conocimiento de la causa y el efecto: éstas enseñan
cómo, según una indefectible regla, a un estado de la
materia sigue necesariamente otro determinado; cómo un cambio
concreto determina, condiciona y provoca necesariamente otro: esta
demostración se llama explicación. Aquí
encontramos principalmente la mecánica, la física, la
química y la fisiología.
Sin embargo, ninguna de estas ciencias alcanza a descubrir
qué es en esencia el mundo:
[...] La fuerza misma que se manifiesta,
la esencia interior de los fenómenos que se presentan conforme a
aquellas leyes, sigue siendo un eterno secreto para ella, algo
totalmente extraño y desconocido tanto en el fenómeno
más simple como en el más complejo. Pues, aun cuando la
etiología hasta ahora ha logrado su fin con la máxima
perfección en la mecánica y con la mínima en la
fisiología, la fuerza en virtud de la cual una piedra cae al
suelo o un cuerpo empuja a otro no nos resulta en su esencia menos
extraña y misteriosa que aquella que provoca los movimientos y
el crecimiento de un animal. La mecánica da por supuestas como
insondables la materia, la gravedad, la impenetrabilidad, la
transmisión del movimiento mediante el choque, la rigidez, etc.,
las denomina fuerzas naturales y a su manifestación necesaria y
regular bajo ciertas condiciones, ley natural; y sólo
después comienza su explicación, consistente en indicar
con fidelidad y exactitud matemática cómo, dónde y
cuándo se exterioriza cada fuerza, y reducir cada
fenómeno que se le presenta a una de aquellas fuerzas. Eso mismo
hacen la física, la química y la fisiología en su
terreno, sólo que éstas suponen todavía más
y ofrecen menos. En consecuencia, ni siquiera la más completa
explicación etiológica de toda la naturaleza sería
en realidad más que un índice de las fuerzas
inexplicables y una indicación segura de la regla conforme a la
cual sus fenómenos se presentan en el tiempo y el espacio, se
suceden y dejan lugar unos a otros: pero tendría que dejar sin
explicación la esencia interna de las fuerzas que así se
manifiestan, ya que la ley que sigue no conduce hasta ella, y quedarse
en el fenómeno y su orden.
Esto no es una tontería. Schopenhauer ha descrito un problema
filosófico clásico, una limitación de la ciencia
que los científicos no niegan. Las tonterías
vendrán cuando intente resolverlo.
Mas lo que nos impulsa a investigar es
precisamente que no nos basta con saber que tenemos representaciones,
que son de esta y la otra manera y se relacionan conforme a estas y
aquellas leyes, cuya expresión universal es el principio de
razón. Queremos saber el significado de aquellas
representaciones: preguntamos si este mundo no es nada más que
representación, en cuyo caso tendría que pasar ante
nosotros como un sueño inconsistente o un espejismo
fantasmagórico sin merecer nuestra atención;
Lo que va después del "en cuyo caso" se lo podría
haber ahorrado.
[...] o si es otra cosa, algo más,
y qué es entonces. [...] Vemos ya aquí que desde fuera no
se puede nunca acceder a la esencia de las cosas: por mucho que se
investigue, no se consigue nada más que imágenes y
nombres. Nos asemejamos a aquel que diera vueltas alrededor de un
castillo buscando en vano la entrada y mientras tanto dibujara las
fachadas. Y, sin embargo, ése es el camino que han recorrido
todos los filósofos anteriores a mí.
¡Pero aquí llega él!
§ 18 Ahora empieza a
recolectar las semillas capciosas que ha ido sembrando en el libro
primero. Para empezar, la presunta "inmediatez" del cuerpo:
De hecho, el significado del mundo que se
presenta ante mí simplemente como mi representación, o el
tránsito desde él, en cuanto mera representación
del sujeto cognoscente, hasta lo que además pueda ser, no
podría nunca encontrarse si el investigador mismo no fuera nada
más que el puro sujeto cognoscente (cabeza de ángel alada
sin cuerpo). Pero él mismo tiene sus raíces en aquel
mundo, se encuentra en él como individuo; es decir, su
conocimiento, que es el soporte que condiciona todo el mundo como
representación, está mediado por un cuerpo cuyas
afecciones, según se mostró, constituyen para el
entendimiento el punto de partida de la intuición de aquel mundo.
Se mostró falazmente, pues el punto de partida son las
intuiciones en sí. El cuerpo se conoce a posteriori y
considerarlo en punto de partida de la intuición es delicado. De
hecho, es incongruente que acepte al cuerpo como punto de partida de la
intuición y no acepte al cerebro como punto de partida del
pensamiento y de la voluntad, cosa que tiraría abajo todas las
conclusiones a las que pretende llegar.
Para el puro sujeto cognoscente ese
cuerpo es en cuanto tal una representación como cualquier otra,
un objeto entre objetos: sus movimientos y acciones no le son conocidos
de forma distinta a como lo son los cambios de todos los demás
objetos intuitivos, y le resultarían igual de ajenos e
incomprensibles si su significado no le fuera descifrado de otra manera
totalmente distinta. En otro caso, vería que su obrar se sigue
de los motivos que se le presentan, con la constancia de una ley
natural, exactamente igual que acontecen los cambios de los
demás objetos a partir de causas, estímulos y motivos.
Recordemos que Schopenhauer distingue entre causas (que alguien me
empuje es la causa de que me caiga), estímulos (que me llege luz
a los ojos es el estímulo que hace que mi pupila se cierre) y
motivos (que tenga sed es el motivo que me mueve a llevarme un vaso a
la boca). Para él son de naturaleza distinta.
Pero no comprendería el influjo de
los motivos mejor que la conexión entre todos los demás
efectos que se le manifiestan y sus causas. Entonces a la esencia
interna e incomprensible para él de aquellas manifestaciones y
acciones de su cuerpo la denominaría, a discreción, una
fuerza, una cualidad o un carácter, pero no tendría una
mayor comprensión de ella. Mas las cosas no son así:
antes bien, al sujeto del conocimiento que se manifiesta como individuo
le es dada la palabra del enigma: y esa palabra reza voluntad. Esto, y sólo esto,
le ofrece la clave de su propio fenómeno, le revela el
significado, le muestra el mecanismo interno de su ser, de su obrar, de
sus movimientos. Al sujeto del conocimiento, que por su identidad con
el cuerpo aparece como individuo, ese cuerpo le es dado de dos formas
completamente distintas: una vez como representación en la
intuición del entendimiento, como objeto entre objetos y
sometido a las leyes de éstos; pero a la vez, de una forma
totalmente diferente, a saber, como lo inmediatamente conocido para
cada cual y designado por la palabra voluntad. Todo verdadero acto de
su voluntad es también inmediata e indefectiblemente un
movimiento de su cuerpo: no puede querer realmente el acto sin percibir
al mismo tiempo su aparición como movimiento del cuerpo. El acto
de voluntad y la acción del cuerpo no son dos estados distintos
conocidos objetivamente y vinculados por el nexo de la causalidad, no
se hallan en la relación de causa y efecto, sino que son una y
la misma cosa, sólo que dada de dos formas totalmente
diferentes: de un lado, de forma totalmente inmediata y, de otro, en la
intuición para el entendimiento.
Esto es cierto, pero no en el sentido en que él cree que es
cierto. El movimiento del cuerpo es efecto de un cambio en el cerebro
(esto es un matiz que Schopenhauer no tiene en cuenta aquí, pero
que sin duda aceptaría), y es verdad que ese cambio en el
cerebro y nuestra voluntad de mover el cuerpo no son uno causa y otro
efecto, sino que ambos son la misma cosa intuida de dos formas
distintas: externamente, a través de la intuición del
movimiento del cuerpo e internamente, como un estado mental.
Schopenhauer resume esto en esta frase:
Es una forma de decirlo muy forzada y muy capciosa. Podríamos
considerarla aceptable, pero el problema es que, a partir de
aquí, va a hablar de "objetivación de la voluntad" en un
sentido mucho más general que no tiene más fundamento que
esta expresión, que ya al caso concreto al que aquí se
aplica resulta forzada:
De aquí en adelante se nos
mostrará que lo mismo vale de todo movimiento del cuerpo, no
sólo del que se efectúa por motivos sino también
del movimiento involuntario que se produce por meros estímulos;
e incluso que todo el cuerpo no es sino la voluntad objetivada, es
decir, convertida en representación; todo ello se
demostrará y hará claro al seguir adelante. Por lo tanto,
el cuerpo, que en el libro anterior y en el tratado Sobre el principio de razón
denominé el objeto inmediato
conforme al punto de vista unilateral adoptado allí a
propósito (el de la representación), lo denominaré
aquí, desde otra consideración, la objetividad de la voluntad.
Con propiedad, debería decir a lo sumo que el cerebro es la
objetividad de la voluntad, aunque es capcioso que diga esto y que no
diga al mismo tiempo que es la objetividad de la intuición y del
pensamiento. El tratar aparte a la voluntad es una completa
arbitrariedad.
De ahí que se pueda también
decir en un cierto sentido: la voluntad es el conocimiento a priori del
cuerpo, y el cuerpo el conocimiento a posteriori de la voluntad.
Lo que habría que decir, a lo sumo es: la mente (en su
conjunto) es el conocimiento a priori del cerebro.
Las decisiones de la voluntad referentes
al futuro son simples reflexiones de la razón acerca de lo que
un día se querrá y no actos de voluntad propiamente
dichos: sólo la ejecución marca la decisión, que
hasta entonces sigue siendo una mera intención variable y no
existe más que en la razón, in abstracto. Solamente en la
reflexión difieren el querer y el obrar: en la realidad son una
misma cosa. Todo acto de voluntad inmediato, verdadero y
auténtico es enseguida e inmediatamente un manifiesto acto del
cuerpo: y, en correspondencia con ello, toda acción sobre el
cuerpo es enseguida e inmediatamente una acción sobre la
voluntad: en cuanto tal se llama dolor cuando es contraria a la
voluntad, y bienestar, placer, cuando es acorde a ella. Las gradaciones
de ambos son muy distintas.
Éste es el origen de la confusión de Schopenhauer:
él cree que la voluntad modifica el cuerpo, mientras que la
intuición no. Si en lugar de hablar del cuerpo se centrara en el
cerebro se daría cuenta de que, en función de lo que se
sabe empíricamente del cerebro (que es en lo que él se
basa) todas las modificaciones de la mente (sean voliciones o
representaciones) se corresponden con modificaciones del cerebro.
Schopenhauer no llamará acto de voluntad a imaginarse un
unicornio, pero imaginarse un unicornio se corresponde con una
modificación del cerebro exactamente igual que lo supone la
decisión de mover un dedo.
Pero está totalmente equivocado quien denomina el dolor y el placer representaciones: no lo son en modo alguno, sino afecciones inmediatas de la voluntad en su fenómeno, el cuerpo: son un forzado y momentáneo querer o no querer la impresión que éste sufre. Sólo se pueden considerar inmediatamente como simples representaciones, y así excepciones a lo dicho, unas pocas impresiones sobre el cuerpo que no excitan la voluntad y sólo mediante las cuales el cuerpo es un objeto inmediato de conocimiento, ya que en cuanto intuición en el entendimiento es ya un objeto mediato igual que todos los demás. Me refiero aquí en concreto a las afecciones de los sentidos puramente objetivos: la vista, el oído y el tacto, aunque sólo en la medida en que esos órganos son afectados de la forma peculiar, específica y natural a ellos, forma que constituye una excitación tan sumamente débil de la elevada y específicamente modificada sensibilidad de esos órganos, que no afecta a la voluntad sino que, sin ser perturbada por ninguna excitación de ésta, se limita a proporcionar al entendimiento los datos de los que resulta la intuición.
Eso es hablar por hablar.
[...] Además, la identidad del
cuerpo y la voluntad se muestra también, entre otras cosas, en
que todo movimiento violento y desmesurado de la voluntad, es decir,
todo afecto, sacude inmediatamente el cuerpo y su mecanismo interno, y
perturba el curso de sus funciones vitales.
Esto es una bobada de argumento.
Para dar sentido a esto hay que entender que querer contar hasta 10
y encontrarse la mente llena con los pensamientos 1, 2, 3, 4, etc. no
es un acto de voluntad, porque si lo es, se trata de un acto de
voluntad que podría ejercer incluso un sujeto sin cuerpo. Sin
embargo, no hay ninguna diferencia esencial entre querer contar hasta
10 y querer mover un dedo.
En el tratado Sobre el principio de razón
se ha presentado la voluntad o, más bien, el sujeto del querer,
como una clase especial de representaciones u objetos: pero ya
allí vimos que ese objeto coincide con el sujeto, es decir, que
cesa de ser objeto: allá denominamos esa coincidencia el milagro
κατ’εξοχην [por antonomasia]: todo el presente escrito es en cierto
modo la explicación del mismo.
Para "entender" esto tendremos que consultar la obra aludida. Los
pasajes siguientes pertenecen a La
cuádruple raíz del principio de razón suficiente:
El
sujeto del conocer no puede ser conocido, esto es, no puede ser objeto,
representación, según queda demostrado;
Se refiere a que el yo-sujeto de conocimiento es, en lenguaje
kantiano apercepción pura,
es decir, estrictamente sujeto y nunca objeto de conocimiento. Yo
sé que yo conozco, pero no tengo a priori ninguna
información sobre qué soy yo como sujeto de conocimiento.
Tengo información empírica de yo-objeto, lo que me dice
si estoy alegre, si soy listo, si estoy de buen humor, etc., pero nada
de eso dice nada sobre qué soy yo como sujeto.
[...] pero
como nosotros tenemos, no sólo un conocimiento de nosotros
mismos exterior (en la intuición sensitiva), sino también
interior, y todo conocimiento, con arreglo a su esencia, supone un
conocido y un cognoscente, así lo conocido en nosotros no
será el cognoscente, sino el volente, el sujeto del querer, la
voluntad.
Lo conocido en nosotros es lo que podemos llamar yo-empírico,
al que podemos atribuir las voliciones al igual que los pensamientos,
etc. Es el yo que podemos decir que conocemos en cuanto sabemos de
él determinaciones empíricas como lo que piensa y lo que
quiere.
Partiendo del
conocimiento, se puede decir que la proposición «Yo
conozco» es una proposición analítica; por el
contrario, la proposición «Yo quiero» es una
proposición sintética, y, por cierto, a posteriori, a
saber, dada por la experiencia (aquí por experiencia interna,
esto es, sólo en el tiempo). En este respecto, es para nosotros
el sujeto del querer un objeto.
Sí, pero dicho así es capcioso (el preludio de un
juego de palabras). Podemos decir que el yo-volente es el sujeto de las
voliciones exactamente en el mismo sentido en que podemos decir que una
rosa roja es el sujeto que posee la cualidad de ser rojo, o que un
niño que corre es el sujeto que realiza la acción de
correr, pero, desde un punto de vista trascendental, la rosa, el
niño y mi yo-volente, son tres objetos de conocimiento, ninguno
de los cuales puede ser considerado sujeto en el sentido trascendental
en que lo soy yo como apercepción pura. Mis voliciones no son
objetos de un yo-volente, sino que son objetos de yo-sujeto de
conocimiento, y objetos en calidad de representaciones, de estados
mentales, como las intuiciones y los pensamientos. No hay ninguna
entidad especial a la que llamar yo-volente, sino que éste no es
más que un aspecto de mi yo empírico, sin que sea sujeto
en ningún sentido especial de la palabra. El que quiere, en
sentido trascendental, es el que recibe mis voliciones igual que recibe
mis pensamientos y mis intuiciones, es decir, el yo-cognoscente.
Si miramos dentro de nosotros mismos, nos
vemos siempre queriendo.
Y siempre pensando, y siempre intuyendo...
[...]
Pero la identidad del sujeto volente con el sujeto cognoscente, por
medio de la cual (y, por cierto, necesariamente) la palabra
«Yo» comprende y designa a ambos, es el nudo del mundo, y,
por tanto, inexplicable, pues sólo podemos comprender las
relaciones de los objetos, y, entre éstos, sólo pueden
dos constituir uno cuando son partes de un todo. Por el contrario,
allí donde se habla de sujeto, ya no son aplicables las reglas
del conocimiento del objeto, y se nos da una identidad real, inmediata,
del sujeto cognoscente con el objeto volente, esto es, del sujeto con
el objeto. El que comprenda lo incomprensible de esta identidad la
llamará conmigo el milagro κατ'εξοχην.
No hay tal identidad: hay un sujeto cognoscente (la
apercepción pura en sentido kantiano) del que no podemos decir
nada a priori sobre su
naturaleza, que es sujeto de diversos estados mentales, que incluyen
las intuiciones, los pensamientos y las voliciones (y no sería
descabellado considerar a los dos últimos como clases
particulares de las primeras). Las voliciones no tienen más
sujeto que el sujeto que se las encuentra en su mente, igual que se
encuentra sus propios pensamientos y sus propias intuiciones. No hay
dos cosas distintas que identificar. No hay misterio alguno, por lo
mentos en esto. Otra cosa es que alguien considere un misterio la
existencia de un sujeto de conocimiento, pero es otra historia.
Volvemos a El mundo como voluntad y
representación:
La identidad de la voluntad y el cuerpo
presentada aquí provisionalmente sólo puede demostrarse
tal y como se ha hecho aquí —y, por cierto, por vez primera— y
se seguirá haciendo en adelante cada vez más; es decir,
solamente se la puede elevar desde la conciencia inmediata, desde el
conocimiento in concreto, al saber de la razón,
trasladándola al conocimiento in abstracto: en cambio, nunca
puede ser demostrada según su naturaleza, es decir, no se la
puede inferir como conocimiento mediato a partir de otro más
inmediato, precisamente porque ella misma es lo más inmediato; y
si no la concebimos y constatamos como tal, en vano esperaremos
recuperada de manera mediata, en forma de conocimiento inferido.
Schopenhauer se obstina en presentar falsas diferencias entre la
voluntad y la intuición. Pretende que la intuición se
deriva de los sentidos, mientras que la voluntad es inmediata, pero
desde un punto de vista trascendental la intuición es tan
inmediata como la intuición, pues los órganos sensoriales
los conocemos a posteriori a través de la intuición.
Recíprocamente, si queremos insistir en que, desde un punto de
vista empírico, la intuición se genera en los sentidos,
entonces igualmente podremos decir que la voluntad se genera en el
cerebro.
[La identidad de la voluntad y el cuerpo
no es] la relación de una representación abstracta con
otra representación o con la forma necesaria del representar
intuitivo o el abstracto, sino que es la referencia de un juicio a la
relación que una representación intuitiva, el cuerpo,
tiene con aquello que no es representación, sino algo toto genere distinto de
ésta: voluntad. Por eso quiero resaltar esa verdad sobre todas
la demás y denominarla la verdad filosófica κατ’εξοχην.
Más en general, debería dar dicho nombre a la
identidad de la mente y el cerebro. Otro punto es que la pueda
calificar así de llanamente como "verdad", cuando muchos la
cuestionarían. Pero Schopenhauer tiene la misma base
empírica para decir que la voluntad (en la medida en que
ésta afecta al cuerpo) se corresponde exactamente con los
movimientos del cuerpo como para afirmar que los estados mentales se
corresponden exactamente con estados cerebrales.
Se puede dar la vuelta a su
expresión de diversas formas y decir: mi cuerpo y mi voluntad
son lo mismo; o: lo que en cuanto representación intuitiva
denomino mi cuerpo, en la medida en que se me hace consciente de una
forma totalmente distinta y no comparable con ninguna otra, lo llamo mi
voluntad; o: mi cuerpo es la objetividad de mi voluntad, o aparte de
ser mi representación, mi cuerpo es también mi voluntad;
etcétera.
O se puede decir más en general, que lo que en cuanto a
representación intuitiva externa llamo mi cerebro, en la medida
en que se me hace consciente internamente, lo llamo mi mente (aunque
sería más exacto decir que mi mente es sólo una
parte de mi cerebro, pues hay actividades cerebrales que no tienen
correlato en la consciencia).
§ 19 Ahora va a
introducir Schopenhauer lo más genuino y descabellado de su
filosofía:
Si en el libro primero, con resistencia
interna, consideramos el propio cuerpo, al igual que todos los
demás objetos de este mundo intuitivo, como una mera
representación del sujeto cognoscente, ahora se nos ha hecho
claro lo que en la conciencia de cada uno distingue la
representación del propio cuerpo de todas las demás, que
en otros respectos son totalmente semejantes a ella, a saber: que el
cuerpo se presenta además en la conciencia de otra forma toto genere distinta designada con
la palabra voluntad, y que precisamente ese doble conocimiento que
poseemos del propio cuerpo nos proporciona la explicación sobre
él mismo, sobre su acción y su movimiento a partir de
motivos como también sobre su padecimiento de los influjos
externos; en una palabra, sobre aquello que es, no en cuanto
representación sino también en sí; una explicación
que no tenemos de forma inmediata respecto de la esencia, acción
y pasión de todos los demás objetos reales.
El "en sí" en
negrita es el preparativo de una enorme falacia. El conocimiento de
nuestras voliciones no es el conocimiento de nada "en sí", pues
nuestras voliciones son estados mentales como otros cualesquiera, como
las intuiciones o los pensamientos. No menos falaz es lo de insistir en
que la voluntad es de naturaleza diferente a toda
representación. Es una afirmación arbitraria. La voluntad
es un contenido mental exactamente igual que lo es un pensamiento.
Si consideramos esto como definición de individuo, sea, pero
no está claro en qué sentido sería menos
"individuo" un ser consciente que no tuviera cuerpo. ¿Y
qué diría Schopenhauer si tuviera conciencia y capacidad
de mover objetos a voluntad, pero sin recibir ninguna sensación
a partir de ellos? ¿Diría que su cuerpo es todo el
universo porque puede actuar sobre él o que no tiene cuerpo
porque no lo siente? En el libro primero, la singularidad del cuerpo
frente a las demás representaciones no la basaba en que el
cuerpo se corresponda con la voluntad, sino en que el cuerpo
proporciona las sensaciones de las que se obtienen las intuiciones. A
partir de aquí empieza a sacar todo de quicio:
Mas si hacemos abstracción de
aquella relación especial, de aquel conocimiento doble y
totalmente heterogéneo de una y la misma cosa, entonces aquella
unidad, el cuerpo, es una representación igual que todas las
demás: y así el individuo cognoscente, para orientarse al
respecto, o bien tiene que admitir que lo distintivo de aquella
representación única consiste meramente en que
sólo con ella se encuentra su conocimiento en esa doble
relación, y sólo en ese objeto intuitivo único le
es accesible la comprensión de dos maneras simultáneas,
si bien eso no se puede interpretar por una diferencia de ese objeto
respecto de todos los demás sino sólo por una diferencia
entre la relación de su conocimiento con ese objeto y la que
tiene con todos los demás; o bien ha de suponer que ese objeto
único es esencialmente distinto de todos los demás, que
sólo él es al mismo tiempo voluntad y
representación mientras que los demás son mera
representación, es decir, meros fantasmas; así que su
cuerpo será el único individuo real del mundo, esto es,
el único fenómeno de la voluntad y el único objeto
inmediato del sujeto.
Así pues, mi cuerpo es real porque me obedece (y, aunque
ahora ha decidido olvidarse de ello, porque lo siento), si no,
sería un fantasma. Los demás cuerpos, aunque no me
obedecen, podrían ser reales, con la condición de que
obedezcan a otra voluntad:
Que los demás objetos considerados
como meras representaciones son iguales a su cuerpo, es decir, al igual
que este llenan el espacio (cuya existencia sólo es posible en
cuanto representación) y también como él
actúan en el espacio, se puede demostrar con certeza a partir de
la ley de causalidad, que es segura a
priori para las representaciones y no admite un efecto sin
causa: pero, dejando aparte que desde el efecto sólo se puede
inferir una causa en general y no una causa igual, con eso nos
mantenemos en el ámbito de la mera representación,
sólo para la cual rige la ley de causalidad y más
allá de la cual ésta no nos puede nunca conducir. Mas la
cuestión de si los objetos conocidos por el individuo como meras
representaciones son al igual que su propio cuerpo fenómenos de
su voluntad constituye, tal y como se declaró en el libro
anterior, el verdadero sentido de la pregunta acerca de la realidad del
mundo externo: su negación es el sentido del egoísmo
teórico, que justamente así considera meros fantasmas
todos los fenómenos excepto su propio individuo, al igual que el
egoísmo práctico hace exactamente lo mismo en el terreno
práctico, a saber: sólo considera la propia persona como
realmente tal, mientras que todas las demás las ve y trata como
simples fantasmas. El egoísmo teórico nunca se puede
refutar con argumentaciones: sin embargo, dentro de la filosofía
seguramente no se ha utilizado nunca más que como sofisma
escéptico, es decir, por aparentar. En cambio, como
convicción seria sólo podría encontrarse en el
manicomio: en cuanto tal, contra él no se precisarían
tanto demostraciones como cura. De ahí que no entremos
más en él sino que lo consideremos únicamente como
la última fortaleza del escepticismo, que es siempre
polémico.
En resumen: los demás cuerpos también obedecen
voluntades, porque sólo los locos piensan lo contrario. No es un
argumento muy sólido, ni siquiera reforzado con el
párrafo que sigue:
Así pues, nuestro conocimiento,
que está siempre ligado a la individualidad y en ello
precisamente tiene su limitación, lleva consigo que cada cual
sólo pueda ser uno y, en cambio, pueda conocer todo lo
demás, limitación esta que genera la necesidad de la
filosofía; y así nosotros, que precisamente por eso
aspiramos a ampliar los límites de nuestro conocimiento a
través de la filosofía, consideraremos el argumento
escéptico que aquí nos opone el egoísmo
teórico como un pequeño reducto que es ciertamente
inexpugnable pero cuya guarnición nunca puede salir de
él, por lo que se puede pasar junto a él y darle la
espalda sin peligro.
En suma: que no tenemos constancia de que los demás cuerpos
también obedecen voluntades porque sólo tenemos un
cuerpo, pero ahí está la filosofía para hacernos
ver que no vamos a dejar de entender el mundo sólo porque no
tengamos más que un cuerpo.
En consecuencia, el doble conocimiento
que poseemos del ser y actuar de nuestro propio cuerpo, conocimiento
que se ofrece de dos formas completamente heterogéneas y que
aquí ha llegado a hacerse claro, lo emplearemos en adelante como
una clave de la esencia de todo fenómeno de la naturaleza; y
todos los objetos que no se ofrecen a la conciencia como nuestro propio
cuerpo de esas dos maneras sino solamente como representación,
los juzgaremos en analogía con aquel cuerpo; y supondremos que,
así como por una parte aquellos son representación como
él, y en ello semejantes a él, también por otra
parte, si dejamos al margen su existencia como representación
del sujeto, lo que queda ha de ser en su esencia íntima lo mismo
que en nosotros llamamos voluntad. ¿Pues
qué otra clase de existencia o realidad deberíamos
atribuir al resto del mundo corpóreo? ¿De dónde
habríamos de tomar los elementos con que componerlo? Fuera de la
voluntad y la representación no conocemos ni podemos pensar
nada. Si queremos atribuir la máxima realidad que conocemos al
mundo corpóreo que no existe inmediatamente más que en
nuestra representación, le otorgaremos la realidad que para cada
cual tiene su cuerpo: pues él es para cada uno lo más
real. Pero si analizamos la realidad de ese cuerpo y de sus acciones,
aparte del hecho de que es nuestra representación no encontramos
nada más que la voluntad: con ello se agota su realidad. De
ahí que no podamos de ningún modo encontrar otra clase de
realidad que adjudicar al mundo corpóreo. Así pues, si
este ha de ser algo más que nuestra mera representación,
hemos de decir que al margen de la representación, esto es, en
sí y en su esencia más íntima, es aquello que en
nosotros mismos descubrimos inmediatamente como voluntad.
Si algo hay que reconocer en Schopenhauer es su honestidad: Los
filósofos, siguiendo a Descartes, siempre han pasado de decir
cosas lúcidas a decir desparates a base de empezar a
embarullarlo todo a partir del momento en que ya no se tienen
argumentos para seguir razonando con claridad. Schopenhauer, en cambio,
no duda en dejar bien claramente expuesto en un párrafo la
debilidad de sus argumentos. El proceso es:
Eso sí, es muy importante entender que Schopenhauer no
está "humanizando" el mundo:
Digo: en su esencia más
íntima. Pero antes que nada hemos de llegar a conocer de cerca
esa esencia de la voluntad, a fin de saber distinguirla de lo que no le
pertenece a ella en sí misma sino ya a su fenómeno, el
cual posee muchos grados: tales son, por ejemplo, el estar
acompañado de conocimiento y el consiguiente determinarse por
motivos; según veremos más adelante, eso no pertenece a
su esencia sino sólo a su más claro fenómeno: el
animal y el hombre. Por lo tanto, si digo: la fuerza que impulsa la
piedra hacia la tierra es en esencia, en sí y fuera de toda
representación, voluntad,
esa frase no se interpretará como la descabellada opinión
de que la piedra se mueve por un motivo conocido, ya que en el hombre
la voluntad se manifiesta así. Pero lo expuesto hasta
aquí provisionalmente y en general quisiéramos ahora
demostrarlo y fundamentarlo con más detalle y claridad,
desarrollándolo en toda su extensión.
Así pues, Schopenhauer se va a meter dentro de una piedra y
nos va a explicar que la piedra es como el cuerpo de una voluntad que,
aunque le demos ese nombre, es muy diferente a la voluntad humana.
Dejaremos que se explique en los apartados siguientes, pero observemos
que lo que pretende haber descubierto es que las cosas-en-sí kantianas
son voluntades, donde el sentido de esto queda en suspenso hasta que
nos explique en qué consisten esas voluntades (queda advertido
que la exposición hasta ahora es provisional), pero, para el
caso de los seres humanos, en los que sí que sabemos en
qué consiste nuestra voluntad, tenemos la respuesta completa: el
sujeto de conocimiento, como cosa en sí, es voluntad. Kant
esforzándose por demostrar que no podemos decir nada a priori
sobre qué somos como númenos,
y resulta que Schopenhauer, tras dar varios saltos acrobáticos
en el vacío, tiene la respuesta. Aquí es donde la
lápida de Kant se resquebraja.
§ 20 Empezamos
aquí a analizar el concepto de voluntad en sentido amplio que
acabamos de conocer. Empezamos analizando la voluntad humana y luego
generalizaremos:
Todo esto es una interpretación retorcida de algo mucho
más simple: las causas de nuestra voluntad son externas,
dependen de la parte de la actividad cerebral que no tiene un correlato
consciente. Lo que sigue ya es absurdo sin salvación:
Si toda acción de mi cuerpo es
fenómeno de un acto de voluntad en el que bajo motivos dados se
expresa a su vez mi voluntad en general y en conjunto, o sea, mi
carácter, también la condición imprescindible y el
supuesto de aquella acción ha de ser fenómeno de la
voluntad: pues su manifestarse no puede depender de algo que no exista
inmediata y exclusivamente por ella, que sea meramente casual para
ella, en cuyo caso su mismo manifestarse sería meramente casual:
mas aquella condición es el cuerpo mismo. Así pues,
éste tiene que ser ya fenómeno de la voluntad, y ha de
ser a mi voluntad en su conjunto, es decir, a mi carácter
inteligible cuyo fenómeno en el tiempo es mi carácter
empírico, lo que la acción individual del cuerpo al acto
individual de la voluntad. Así que todo el cuerpo no puede ser
más que mi voluntad hecha visible, ha de ser mi voluntad misma
en cuanto ésta constituye un objeto intuitivo, una
representación de la primera clase.
¿Y por qué no mi cerebro? ¿Si me arrancan un
brazo me están extirpando parte de mi voluntad? ¿O es que
ésta se apretuja en el resto de mi cuerpo?
Como confirmación de esto se ha
alegado ya que toda acción sobre mi cuerpo afecta enseguida e
inmediatamente también a mi voluntad y en ese sentido se llama
dolor o placer, en los grados inferiores sensación agradable o
desagradable; y también que, a la inversa, todo movimiento
violento de la voluntad, o sea, todo afecto y pasión, sacude el
cuerpo y perturba el curso de sus funciones.
¿Y si me anestesian el cuerpo? Es absurdo.
Ciertamente, es posible, aunque de forma
muy imperfecta, dar una explicación etiológica del
surgimiento de mi cuerpo, y algo mejor de su desarrollo y
conservación: eso es precisamente la fisiología; pero
ésta explica su tema exactamente igual como los motivos explican
la acción. Por eso, así como la fundamentación de
la acción individual por el motivo y su ocurrencia necesaria a
partir de él no está reñida con el hecho de que la
acción en general y en su esencia sea un simple fenómeno
de una voluntad en sí carente de razón, tampoco la
explicación fisiológica de las acciones corporales
perjudica la verdad filosófica de que toda la existencia de ese
cuerpo y toda la serie de sus funciones es sólo la
objetivación de aquella voluntad que se manifiesta en las
acciones exteriores del mismo cuerpo conforme a motivos.
Esto es pura palabrería al viejo estilo.
Pero la fisiología intenta reducir
a causas orgánicas incluso esas acciones exteriores, los
movimientos voluntarios inmediatos; por ejemplo, pretende explicar el
movimiento del músculo por una afluencia de jugos «como la
contracción de una cuerda que se moja», dice Reil en su
Archivo de fisiología, vol. 6, p. 153): pero suponiendo que se
llegara realmente a una explicación profunda de esa clase, ello
no aboliría nunca la verdad inmediatamente cierta de que todo
movimiento voluntario (functiones
animales) es fenómeno de un acto de voluntad. Tampoco la
explicación fisiológica de la vida vegetativa (functiones
naturales, vitales), por mucho que progrese, puede suprimir la verdad
de que toda esa vida animal que así evoluciona es ella misma un
fenómeno de la voluntad. En general, como antes se expuso,
ninguna explicación etiológica puede indicar más
que la posición necesariamente determinada en el tiempo y el
espacio de un fenómeno individual, su irrupción necesaria
en ellos conforme a una regla fija: en cambio, la esencia interna de
cada fenómeno permanece siempre insondable por esa vía, y
toda explicación etiológica la supone y se limita a
designarla con el nombre de fuerza o ley natural, o bien, cuando se
trata de acciones, con el de carácter o voluntad.
Ya, pero la ciencia sí que puede invalidar las
interpretaciones sui generis
que Schopenhauer ha usado a la ligera para proponer (que no justificar,
porque no ha justificado nada, sólo ha dicho que los objetos
tienen que ser voluntades porque no se le ocurre qué otra cosa
podrían ser) su teoría surrealista. Y si a alguien no le
parece surrealista es porque no ha leído esto:
[...] Por eso las partes del cuerpo han
de corresponder plenamente a los deseos fundamentales por los que se
manifiesta la voluntad, han de ser la expresión visible de la
misma: los dientes, la garganta y el conducto intestinal son el hambre
objetivada; los genitales, el instinto sexual objetivado; las manos que
asen, los pies veloces, corresponden al afán ya más
mediato de la voluntad que representan.
¿Y si se me cae un diente, éste sigue siendo mi hambre
objetivada, o ya no? ¿Y una escultura en marfil sigue siendo el
hambre objetivada de un elefante o ya no?
§ 21 Hasta aquí
ha hablado de la voluntad en el hombre, y ahora extrapola:
Si por medio de todas estas
consideraciones ha llegado a hacerse también abstracto, y con
ello claro y seguro, el conocimiento que cada cual posee in concreto de
forma inmediata, es decir, como sentimiento: que el ser en sí de
su propio fenómeno, que en cuanto representación se
le presenta tanto a través de sus acciones como a través
del sustrato
permanente de las mismas, su cuerpo, es su voluntad; [...]
Sabemos que somos voluntad porque lo sentimos. Pero ya
advertíamos en su momento, en previsión de falacias como
ésta, que un sentimiento no es garantía de verdad de nada
que no sea el hecho de que la mente lo posee.
[...] que ésta constituye lo
más inmediato de su conciencia pero en cuanto tal no está
introducida totalmente en la forma de la representación en la
que se enfrentan el sujeto y el objeto, sino que se manifiesta de una
forma inmediata en la que el sujeto y el objeto no se diferencian con
total claridad, aunque al individuo no le resulta reconocible en su
totalidad sino sólo en sus actos individuales: a aquel que, como
digo, haya alcanzado conmigo esa convicción,
convicción, sentimiento... todo muy místico. Y ahora
el gran salto al vacío:
[...] ésta se le convertirá
por sí misma en la clave para el conocimiento de la esencia
íntima de toda la naturaleza, al transferirla a todos aquellos
fenómenos que no le son dados, como el suyo propio, en un
conocimiento inmediato unido al mediato, sino solamente en el
último, o sea, de forma meramente parcial, solamente como
representación. No sólo reconocerá aquella misma
voluntad como esencia íntima de los fenómenos totalmente
análogos al suyo —los hombres y los animales—, sino que la
reflexión mantenida le llevará a conocer que la fuerza
que florece y vegeta en las plantas, aquella por la que cristaliza el
cristal, la que dirige al imán hacia el Polo Norte, la que ve
descargarse al contacto de metales heterogéneos, la que en las
afinidades electivas se manifiesta como atracción y
repulsión, separación y unión, e incluso la
gravedad que tan poderosamente actúa en toda la materia
atrayendo la piedra hacia la Tierra y la Tierra hacia el Sol, todo eso
es diferente sólo en el fenómeno pero en su esencia
íntima es una misma cosa: aquello que él conoce inmediata
e íntimamente, y mejor que todo lo demás; aquello que,
allá donde se destaca con mayor claridad, se llama voluntad.
Sólo la aplicación de esa reflexión puede hacer
que no nos quedemos en el fenómeno, sino que accedamos a la cosa
en sí. Fenómeno significa representación y nada
más: toda representación de cualquier clase, todo objeto,
es fenómeno. Cosa en sí lo es únicamente la
voluntad: en cuanto tal, no es en absoluto representación, sino
algo toto genere diferente de
ella: es aquello de lo que toda representación, todo objeto, es
fenómeno, visibilidad, objetividad. Es lo más
íntimo, el núcleo de todo lo individual y también
de la totalidad: se manifiesta en toda fuerza natural que actúa
ciegamente, como también en el obrar reflexivo del hombre; pues
la gran diferencia entre ambos sólo afecta al grado de la
manifestación y no a la esencia de lo que se manifiesta.
La tumba de Kant ya está hecha gravilla. ¿Qué
está afirmando realmente Schopenhauer? ¿Aporta algo decir
que la gravedad y la electricidad son ambos voluntad?, ¿aporta
algo darles ese nombre común? Partíamos de que no
sabíamos qué son en el fondo las fuerzas de la
naturaleza, pero ¿hemos resuelto algo llamándolas
voluntad? ¿Ahora ya sabemos lo que son? ¿Hay alguna
diferencia entre que Kant hable de unas cosas-en-sí
completamente desconocidas y que Schopenhauer las llame voluntad? La
única diferencia significativa es que con ello Schopenhauer
está afirmando que nuestra voluntad es una cosa en sí, lo
cual lo deduce de su mera decisión de considerar que la voluntad
no es una representación, mientras que un pensamiento sí
que lo es, cuando no hay nada que justifique que recordar un poema sea
algo trascendentalmente distinto de mover un dedo. En un caso tiene un
correlato empírico que es la alteración de unas neuronas
del cerebro, y el el otro caso tiene un correlato empírico que
es la alteración de otras neuronas que a su vez desencadenan un
proceso fisiológico que mueve el dedo.
§ 22 Ahora entra en un
círculo vicioso:
Esa
cosa en sí (quisiéramos mantener la
expresión kantiana como fórmula consolidada) que en
cuanto tal no es nunca objeto precisamente porque todo objeto es ya su
mero fenómeno y no ella misma, para que pudiera ser pensada
objetivamente tenía que tomar el nombre y concepto de un objeto,
de algo que de alguna forma estuviera objetivamente dado, y por lo
tanto de uno de sus fenómenos: mas ese fenómeno que
sirviera de punto de partida de la comprensión no podía
ser sino el más perfecto de todos, es decir, el más
claro, el más desarrollado e iluminado inmediatamente por el
conocimiento: y tal es precisamente la voluntad del hombre.
Al principio el hecho de que la voluntad no era objeto de
ningún sujeto era algo cogido con pinzas, pero, ahora que ya
hemos dado el salto al vacío, ya podemos decir que no es objeto
porque todo objeto es voluntad.
No obstante, hay que observar que
aquí sólo utilizamos una denominatio a potiori con la que el concepto de
voluntad recibe una extensión mayor de la que tenía hasta
ahora.
Quiere decir que nombra esta voluntad en sentido amplio que nadie
conocía antes de que Schopenhauer nos la revelara con el nombre
que se le da a su manifestación más importante, que es la
voluntad humana.
Pero hasta ahora no se había
conocido la identidad de la esencia de todas las fuerzas que se agitan
y actúan en la naturaleza con la voluntad, y de ahí que
los variados fenómenos, que sólo son especies distintas
del mismo género, no hubieran sido considerados como tales sino
como heterogéneos: por esa razón no podía tampoco
existir ninguna palabra para designar el concepto de ese género.
Por eso yo designo el género según la especie superior,
cuyo conocimiento inmediato y más cercano a nosotros conduce al
conocimiento mediato de todas las demás. En consecuencia, se
hallaría en un permanente error quien no fuera capaz de llevar a
término la ampliación del concepto aquí requerida
y con la palabra voluntad pretendiera seguir entendiendo la especie
única designada hasta el momento, la que está guiada por
el conocimiento y se manifiesta exclusivamente por motivos o incluso
sólo por motivos abstractos, o sea, bajo la dirección de
la razón; ése, como se ha dicho, es sólo el
más claro fenómeno de la voluntad. Tenemos que distinguir
netamente en nuestro pensamiento la esencia íntima de ese
fenómeno que nos es inmediatamente conocida y luego transferirla
a todos los fenómenos más débiles y confusos de la
misma esencia, con lo que llevaremos a cabo la requerida
ampliación del concepto de la voluntad. Me comprendería
mal en sentido opuesto quien acaso pensara que es en último
término indiferente designar aquel ser en sí de todos los
fenómenos con la palabra voluntad o con cualquier otra.
Así sería en el caso de que aquella cosa en sí
fuera algo cuya existencia nos hubiéramos limitado a inferir y
la conociéramos de forma meramente mediata e in abstracto:
entonces, desde luego, se la podría llamar como se quisiera: el
nombre sería un simple signo de una magnitud desconocida. Pero
la palabra voluntad, que como una fórmula mágica nos ha
de hacer patente la esencia íntima de todas las cosas en la
naturaleza, no designa en absoluto una magnitud desconocida, un algo
alcanzado mediante razonamientos, sino algo inmediatamente conocido,
tan conocido que sabemos y entendemos mejor qué es la voluntad
que cualquier otra cosa de la clase que sea.
§ 23 Resumimos este
apartado por el mismo motivo que acabamos de indicar. Destacamos, no
obstante, algunas aberraciones lógicas. En principio,
podría pensarse que Schopenhauer presenta su doctrina sobre la
voluntad como una teoría metafísica que, a costa de
estropear un poco la tumba de Kant, ha logrado "justificar", pero, no,
él pretende relacionarla con hechos empíricos:
El ave de un año no tiene ninguna
representación de los huevos para los que construye un nido, ni
la araña joven de la presa para la que teje su tela, ni la
hormiga león de las hormigas para las que excava un foso por
primera vez; la larva del ciervo volante practica un agujero en la
madera donde quiere sufrir su metamorfosis, agujero que es el doble de
grande cuando va a ser un escarabajo macho que cuando va a ser hembra,
en el primer caso a fin de tener sitio para los cuernos de los que no
tiene representación alguna. En tal actuar de esos animales la
actividad de la voluntad es tan manifiesta como en sus restantes
actuaciones; pero se trata de una actividad ciega, acompañada de
conocimiento pero no dirigida por él. Una vez que alcancemos a
ver que la representación en cuanto motivo no es ninguna
condición necesaria ni esencial de la actividad de la voluntad,
reconoceremos su acción más fácilmente en casos
donde es menos patente; y entonces, por ejemplo, no atribuiremos la
concha del caracol a una voluntad ajena a él pero guiada por el
conocimiento, como no consideramos que la casa que nosotros mismos
construimos llegue a existir por otra voluntad que la nuestra; sino que
sabremos que las dos moradas son obra de la voluntad que se objetiva en
ambos fenómenos y que en nosotros actúa por motivos
mientras que en el caracol lo hace ciegamente, como instinto
constructivo dirigido hacia fuera.
Lo insostenible de párrafos como éste, más
allá de las tonterías que contienen, es que con ellos
Schopenhauer dice implícitamente que su teoría no tiene
cabida únicamente en los libros de filosofía, sino que
sería de mención obligada en cualquier libro de
biología: nadie puede entender el comportamiento de los animales
sin su teoría de la voluntad.
También en nosotros la voluntad
actúa ciegamente de muchas maneras: en todas las funciones de
nuestro cuerpo que no están dirigidas por ningún
conocimiento, en todos sus procesos vitales y vegetativos: la
digestión, la corriente sanguínea, la secreción,
el crecimiento, la reproducción. No sólo las acciones del
cuerpo sino también este mismo es, como antes se mostró,
fenómeno de la voluntad, voluntad objetivada, voluntad concreta:
todo lo que en él sucede tiene que suceder por voluntad, si bien
esa voluntad no está aquí guiada por el conocimiento, no
se determina por motivos sino que actúa ciegamente por causas
que en este caso se denominan estímulos.
Queremos entender que aquí Schopenhauer se considera
legitimado a llamar voluntad a todos estos procesos sólo en
virtud de la extensión que ha hecho del concepto, pero que esta
voluntad es como la que supone en las piedras, es decir, no es la que
nosotros percibimos "íntimamente", como él dice. A
continuación un ejemplo más de la deformada
concepción de la ciencia que tiene Schopenhauer:
Llamo causa en el sentido más
estricto de la palabra a aquel estado de la materia que, al provocar
otro con necesidad, sufre él mismo un cambio de la misma
magnitud que el que causa, lo cual se expresa con la regla
«acción y reacción son iguales».
Además, en la causa propiamente dicha, la acción crece en
proporción exacta con la causa y, por lo tanto, también
la reacción; de manera que, una vez conocido el modo de
acción, a partir del grado de intensidad de la causa se puede
medir y calcular el grado del efecto, y viceversa. Tales causas en
sentido propio actúan en todos los fenómenos de la
mecánica, la química, etc., en suma, en todos los cambios
de los cuerpos inorgánicos. En cambio, llamo estímulo
aquella causa que no sufre ninguna reacción adecuada a su
acción y cuyo grado de intensidad no es paralelo al del efecto,
el cual no puede así calcularse conforme a él: antes
bien, un pequeño incremento del estímulo puede ocasionar
un gran aumento del efecto o también, a la inversa, suprimir
totalmente el efecto anterior. De esa clase es toda acción sobre
los cuerpos orgánicos en cuanto tales: así pues, todos
los cambios orgánicos y vegetativos del cuerpo animal se
producen por estímulos y no por meras causas.
Según esto, cuando apretamos el botón de un timbre no
causamos un sonido, sino que lo estimulamos, porque por apretar el
doble de fuerte no sonará el doble de intenso. O, a la inversa,
Schopenhauer está diciendo que las reacciones de un animal a un
estímulo no pueden explicarse causalmente. Por otra parte,
además de las causas y los estímulos, Schopenhauer
considera los motivos, que son actos
en los que la voluntad interviene en virtud de una
representación, y da ejemplos:
[...] la ascensión de la savia en
las plantas se produce por estímulos y no se puede explicar por
meras causas: ni por las leyes de la hidráulica ni por los tubos
capilares; sin embargo, está apoyada por ellas y se halla muy
próxima al cambio puramente causal. En cambio, los movimientos
del Hedysarum gyrans y de la Mimosa pudica, aunque se producen
aún por simples estímulos, son ya muy semejantes a los
que resultan de motivos y parece que quieren ya realizar el
tránsito a éstos. La contracción de la pupila al
aumentar
la luz se produce por estímulos pero se convierte en un
movimiento por motivos; pues se produce porque la luz demasiado intensa
afectaría dolorosamente a la retina y, para evitarlo, contraemos
la pupila.
Así pues, pretende que su distinción metafísica
entre causas, estímulos y motivos se aplique a la
comprensión de la fisiología, a la vez que insinúa
que un motivo nunca podrá reducirse a estímulos ni
éstos a causas. Él, en su manifiesta ignorancia en
cuestiones científicas, está en condiciones de determinar
desde su sillón qué podrá y qué no
podrá explicar alguna vez la ciencia. A continuación un
poco de romanticismo:
Cuando los examinamos con mirada
inquisitiva, cuando contemplamos el poderoso e incontenible afán
con el que las aguas se precipitan a las profundidades y el magneto se
vuelve una y otra vez hacia el Polo Norte, el ansia con que el hierro
corre hacia aquel, la violencia con que los polos eléctricos
aspiran a reunirse y que, exactamente igual que los deseos humanos, se
acrecienta con los obstáculos; cuando vemos formarse el cristal
rápida y repentinamente, con una regularidad de formas tal que
claramente se trata de un esfuerzo en diferentes direcciones plenamente
decidido, exactamente determinado y que queda dominado y retenido por
la solidificación; cuando observamos la selección con que
los cuerpos puestos en libertad por el estado de fluidez y liberados de
los lazos de la solidez se buscan y se rehúyen, se unen y se
separan; cuando, por último, sentimos de forma totalmente
inmediata cómo una carga cuyo afán en dirección a
la masa terrestre paraliza nuestro cuerpo, ejerce una incesante
presión sobre él y lo empuja persiguiendo su única
aspiración: entonces no nos costará ningún
esfuerzo de imaginación reconocer incluso a tan gran distancia
nuestra propia esencia, aquel mismo ser que en nosotros persigue sus
fines a la luz del conocimiento pero aquí, en el más
débil de sus fenómenos, solamente se agita de forma
ciega, sorda, unilateral e inmutable; pero, porque en todos los casos
es una y la misma cosa —igual que el primer crepúsculo del
amanecer comparte con los rayos del mediodía el nombre de luz
solar—, también aquí como allá ha de llevar el
nombre voluntad, que designa aquello que constituye el ser en sí
de todas las cosas del mundo y el núcleo único de todos
los fenómenos.
Leyendo pasajes como éste, cuesta sostener que Schopenhauer
no está humanizando la naturaleza. Pero, si él lo dice...
será que lo entendemos mal.
§ 24 Ya hemos comentado
cómo Schopenhauer pretende dar lecciones a la ciencia con su
doctrina. Esto lo hace explícito en este apartado, en el que se
autodestruye definitivamente sin ningún rubor:
Sin embargo, en todas las épocas
una etiología desconocedora de su fin se ha afanado en reducir
toda vida orgánica a quimismo o electricidad, a su vez todo
quimismo, es decir, cualidad, a mecanismo (acción por la forma
de los átomos), y este a su vez en parte al objeto de la
foronomía —es decir, tiempo y espacio unidos para hacer posible
el movimiento— y en parte al de la simple geometría, es decir,
la posición en el espacio (más o menos como cuando, con
razón, se calcula la disminución de un efecto
según el cuadrado de la distancia y se construye la
teoría de la palanca de forma puramente geométrica): por
último, la geometría se puede resolver en
aritmética que, debido a la unidad de la dimensión, es la
forma del principio de razón más comprensible, más
abarcable y que más a fondo se puede investigar. Ejemplos del
método señalado aquí en general son: los
átomos de Demócrito, el torbellino de Descartes, la
física mecánica de Lesage, que, hacia finales del siglo
pasado, intentó explicar mecánicamente, por el choque y
la presión, tanto las afinidades químicas como la
gravitación, tal y como puede apreciarse con más detalle
a partir del Lucrèce Neutonien; también Reil tiende a eso
al considerar la forma y la mezcla como causa de la vida animal:
plenamente de esta clase es, por último, el grosero
materialismo, desenterrado precisamente ahora, en la mitad del siglo
XIX, y que por ignorancia se las da de original: bajo la estúpida negación de
la fuerza vital, primero explica los fenómenos de la vida
a partir de fuerzas físicas y químicas, y a su vez hace
surgir éstas de la acción mecánica de la materia,
de la
posición, forma y movimiento de unos átomos imaginarios; y
así pretende reducir todas las fuerzas de la naturaleza a
acción y reacción, que son su «Cosa en
sí». Conforme a ello, incluso
la luz es la vibración mecánica o la ondulación de
un éter imaginario y postulado para ese fin que al llegar
a la retina hace un redoble de tambor en ella donde, por ejemplo, 483
billones de redobles de tambor por segundo dan el rojo, 727 billones el
violeta, etc.: los ciegos al color serían entonces los que no
son capaces de contar los redobles de tambor: ¿no es verdad? Tales teorías groseras,
mecánicas, democriteas, burdas y verdaderamente
prominentes son dignas de la gente
que, cincuenta años después de aparecer la
teoría de los colores de Goethe, todavía cree en las luces
homogéneas de Newton y no se avergüenza de decirlo.
La teoría de los colores de Goethe es una teoría tan
surrealista como la filosofía de Schopenhauer, basada en el mero
observar atentamente la luz pasando por un prisma y fantaseando al
respecto, sin ninguna clase de experimentación. Obviamente,
ningún científico se la tomó en serio. Entre otras
"lindezas", Goethe afirmaba que la oscuridad no es la ausencia de luz,
y que la luz blanca no contiene los colores, sino que éstos los
genera el prisma, así como que todos los colores se producen por
combinaciones de azul y amarillo.
Ya se enterarán de que lo que se
perdona al niño (Demócrito) no se le perdonará al
hombre. Podrían incluso terminar alguna vez por avergonzarse:
pero entonces cada uno sale a hurtadillas y hace como si no hubiera
estado allí. Pronto volveremos a referirnos a esa falsa reducción de las fuerzas
naturales originarias unas a otras: de momento es suficiente.
Suponiendo que eso fuera posible, todo sería explicado e
investigado, y hasta reducido a un ejemplo de cálculo que luego
sería el sancta sanctorum en el templo de la sabiduría al
que al final habría conducido felizmente el principio de
razón. Pero todo el contenido del fenómeno habría
desaparecido y quedaría la mera forma: aquello que ahí se
manifiesta quedaría reducido a cómo se manifiesta y ese
cómo sería lo cognoscible también a priori, luego
totalmente dependiente del sujeto, por lo tanto solamente para
él, y por consiguiente mero fantasma, representación y
forma de la representación en todos los respectos: no se
podría preguntar por una cosa en sí.
En definitiva, la ciencia no puede progresar hasta ese punto, porque
entonces lo explicaría todo y no habría cabida para las
explicaciones místicas de Schopenhauer. Casi está
diciendo: la ciencia no puede progresar tanto porque entonces yo
estaría equivocado. En realidad es lo que dice en el
párrafo siguiente, sólo que, en vez de decir, "yo
estaría equivocado", lo dice de una forma más espantosa:
"Fichte tendría razón":
Suponiendo que eso fuera posible, el
mundo entero se deduciría del sujeto y el resultado sería
de hecho el que Fichte con sus patrañas pretendió
aparentar. Pero no es posible. De aquella forma se han creado
fantasías, sofismas y castillos en el aire, pero no ciencia.
Huelga decir que Ficthe no tendría razón por que la
ciencia pueda reducir los fenómenos biológicos a
fenómenos físicos. Para tener razón Fichte
tendría que decir cosas con significado, susceptibles entonces
de ser consideradas verdaderas.
Se ha conseguido, y en esa medida hubo un
verdadero progreso, reducir los muchos y variados fenómenos
naturales a una única fuerza originaria: fuerzas y cualidades
que al principio se consideraban distintas han sido derivadas unas de
otras (por ejemplo, el magnetismo de la electricidad) y así ha
disminuido su número: la etiología logrará su
objetivo cuando haya conocido y establecido todas las fuerzas
originarias de la naturaleza, y haya fijado sus modos de acción,
es decir, la regla según la cual, al hilo de la causalidad,
aparecen sus fenómenos en el tiempo y el espacio, y sus
posiciones se determinan entre sí: pero siempre quedarán
fuerzas originarias, siempre permanecerá, como un residuo
insoluble, un contenido del fenómeno que no se puede reducir a
su forma ni puede así ser explicado por otra cosa según
el principio de razón. Pues en cada cosa de la naturaleza hay
algo de lo que no puede darse razón, de lo que no existe
explicación posible ni se puede buscar una causa ulterior: se
trata de la forma específica de su acción, es decir, la
forma de su existencia, su esencia. Ciertamente, para toda
acción individual de la cosa se puede demostrar una causa de la
que se infiere que tuviera que actuar precisamente ahora, precisamente
aquí: pero de que actúe en general y precisamente
así, nunca. Si no tiene otras propiedades, si es una mota de
polvo solar, aquel «algo» insondable se muestra al menos
como gravedad e impenetrabilidad:
Al leer esto uno espera a cada momento la conclusión de que
Dios existe, pero no. En serio: ahora está haciendo muchas
concesiones. Al principio se escandalizaba de la posibilidad de que la
ciencia redujera lo biológico a lo físico, ahora parece
conformarse con que no pueda dar explicaciones de las últimas
fuerzas físicas. Pero enseguida recapacita vuelve a la carga:
[...] mas eso [el último reducto
de la explicación física, como la gravedad], afirmo yo,
es a ella [a cada acción individual] lo que al hombre su
voluntad y, [la gravedad] como ésta [ese reducto], en su esencia
interna no se halla sujeto a explicación, siendo incluso en
sí mismo idéntico a ella [la voluntad]. Cierto que para
cada manifestación de la voluntad, para cada acto individual de
la misma en este momento y en este lugar, se puede demostrar un motivo
del que se ha de seguir necesariamente bajo el supuesto del
carácter del hombre. Pero que él tenga ese
carácter, que quiera en general, que de varios motivos sea
precisamente este y ningún otro, o incluso que sea alguno el que
mueva su voluntad, de eso no se puede dar razón alguna. Lo que
es al hombre su carácter insondable, supuesto en toda
explicación de sus hechos por motivos, es a cada cuerpo
inorgánico su cualidad esencial, su modo de acción, cuyas
manifestaciones se suscitan por el influjo externo aunque ella misma no
está determinada por nada exterior, así que tampoco es
explicable por nada: sus fenómenos individuales, sólo
mediante
los cuales se hace visible, están sometidos al principio de
razón: pero ella misma no tiene razón alguna.
Así pues, ya no concede lo que parecía conceder: la
voluntad humana no admite ninguna reducción ni
explicación ulterior. Y no sería descabellado que incluya
en esa voluntad toda su actividad fisiológica. Si en este
párrafo queda dudoso, el siguiente despeja la duda:
Es un error tan grande como usual el
pensar que los fenómenos más habituales, generales y
simples son los que mejor entendemos; porque más bien son
aquellos a cuya vista e ignorancia nuestra sobre ellos más nos
hemos acostumbrado. Nos resulta tan inexplicable que una piedra caiga
al suelo como que un animal se mueva. Como ya se mencionó, se ha
pensado que partiendo de las fuerzas naturales más universales
(por ejemplo, gravitación, cohesión, impenetrabilidad) a
partir de ellas se explicarían las más infrecuentes que
actúan sólo bajo circunstancias combinadas (por ejemplo,
la
cualidad química, la electricidad o el magnetismo), y que a
partir de éstas se comprendería a su vez el organismo y
la vida
de los animales, y hasta el conocimiento y querer del hombre. Incluso
se convino tácitamente en partir de puras qualitates occultae a cuyo
esclarecimiento se renunciaba por completo, ya que se pretendía
edificar sobre ellas, no socavarlas. Pero, como se dijo, eso no puede tener éxito. Y,
prescindiendo de ello, tal edificio estaría siempre en el aire.
¿Qué ayuda proporcionan explicaciones que al final
remiten a algo tan desconocido como lo era el primer problema?
¿Al final se comprende más de la esencia interna de
aquellas fuerzas naturales universales que de la esencia interna de un
animal? ¿No queda lo uno tan inexplorado como lo otro? No se
puede dar razón de ello porque carece de razón, porque es
el contenido, el qué del fenómeno que nunca puede ser
reducido a su forma, al cómo, al principio de razón.
¡Anda que no proporciona poca ayuda a la medicina conocer las
reducciones de los procesos biológicos a la física o la
química, en la medida en que la conocemos, que no es total!
Esto sí que no es de ninguna ayuda.
§ 25 De esta
sección destacamos únicamente esta "perla":
Por consiguiente, y como ya se le
habrá ocurrido a cualquier discípulo de Platón, en
el próximo libro será objeto de un detallado examen lo
siguiente: que aquellos diferentes grados de objetivación de la
voluntad que, expresados en innumerables individuos, existen como
ejemplares inaccesibles para éstos o como formas eternas de las
cosas, que no entran nunca en el tiempo y el espacio —el medio de los
individuos— sino que se mantienen fijos, no sometidos a cambio, que
siempre son y nunca devienen, mientras que aquellos nacen y perecen,
siempre devienen y nunca son: esos grados de la objetivación de
la voluntad no son más que las ideas de Platón. [...]
Así pues, entiendo por idea cada grado determinado y fijo de
objetivación de la voluntad en la medida en que es cosa en
sí y, por tanto, ajena a la pluralidad; grados éstos que
son a las cosas individuales como sus formas eternas o sus modelos.
No merece la pena recorrer la palabrería por la que Schopenhauer acaba encontrando esta pintoresca conexión.
Nos saltamos § 26, que
es más de lo mismo, y del §
27 destacamos un nuevo reconocimiento suicida de que la
filosofía de Schopenauer tiene que estar mal si es que la
ciencia está bien:
Pero, como ya mencioné, ese es el
camino que se toma cuando se pretende reducir toda acción
fisiológica a forma y mezcla, acaso a electricidad, ésta
a su vez a quimismo y éste a mecanismo. Éste
último fue, por ejemplo, el fallo de Descartes y todos los
atomistas, que redujeron el movimiento de los cuerpos mundanos al
choque de un fluido y las cualidades a la conexión y forma de
los átomos, esforzándose por explicar todos los
fenómenos de la naturaleza como simples fenómenos de
impenetrabilidad y cohesión. Aunque se está de vuelta de
eso, en nuestros días también hacen lo mismo los
fisiólogos eléctricos, químicos y
mecánicos, que obstinadamente pretenden explicar toda la vida y
funciones del organismo a partir de la «forma y mezcla» de
sus partes constitutivas. Que la finalidad de la explicación
fisiológica es la reducción de la vida orgánica a
las fuerzas universales que examina la física, lo encontramos
aún expresado en el Archivo de fisiología de Meckel,
1820, volumen S, página 185. También Lamarck en su
Philosophie zoologique, volumen 2, capítulo 3, interpreta la
vida como un simple efecto del calor y la electricidad: le calorique et
la matiere électrique suffisent parfaitement pour composer
ensemble cette cause essentielle de la vie1 (p. 16). Según eso,
el calor y la electricidad serían verdaderamente la cosa en
sí, y el mundo animal y vegetal su fenómeno.
¡Por qué serían la cosa en sí? Es como
decir que un ordenador es una cosa en sí y un programa es su
fenómeno. Es como decir que los miembros de una sociedad son una
cosa en sí y la sociedad es su fenómeno.
[...] Es de todos conocido que en la
época más reciente han vuelto a surgir con renovada
insolencia todas aquellas concepciones tan a menudo hechas estallar.
Examinadas con exactitud se basan en último término en el
supuesto de que el organismo no es más que un agregado de
fenómenos de fuerzas físicas, químicas y
mecánicas que, reunidas por azar, dieron lugar al organismo a
modo de juego natural sin mayor significación. Por lo tanto,
filosóficamente considerado, el organismo de un animal o del
hombre no sería la representación de una idea propia, es
decir, objetividad inmediata de la voluntad en un grado superior
determinado, sino que en él se manifestarían
únicamente aquellas ideas que objetivan la voluntad en la
electricidad, el quimismo y el mecanismo: en consecuencia, el organismo
se habría conformado a partir de la unión de esas fuerzas
de forma tan casual como las formas de hombres y animales a partir de
las nubes o estalactitas, por lo que la cosa no tendría en
sí mayor interés.
¿No tendría interés? Y aun si así fuera, ¿la razón por la que Schopenhauer ha de tener razón es porque si no las cosas no serían interesantes? Es como decir que Dios ha de existir porque si no la vida no tendría razón de ser.
En conformidad con todo lo dicho, es un error de la ciencia natural el pretender reducir los grados superiores de objetividad de la voluntad a los inferiores; porque el desconocimiento y la negación de fuerzas originarias y existentes por sí mismas es tan erróneo como la suposición infundada de fuerzas peculiares allá donde simplemente se da una especial forma de fenómeno ya conocida. Con razón dice Kant que es absurdo esperar un Newton de la brizna de hierba, es decir, uno que redujese la brizna a fenómenos de fuerzas físicas y químicas de las que aquella fuera una concreción casual, o sea, un mero juego de la naturaleza en el que no se manifestaría ninguna idea peculiar, es decir, la voluntad no se revelaría inmediatamente en un grado superior y especial, sino solamente del modo en que lo hace en los fenómenos de la naturaleza inorgánica y casualmente en esa forma. Los escolásticos, que en modo alguno habrían permitido semejante cosa, habrían dicho con toda razón que se trataba de una total negación de la forma substantialis y su degradación a una mera forma accidentalis. Pues la forma substantialis de Aristóteles designa exactamente lo que yo llamo el grado de objetivación de la voluntad en una cosa.
Claro, y como la forma
substantialis no puede ser forma
accidentalis, queda demostrado que la ciencia se equivoca. Todo
un argumento de peso.
[...] Especial hincapié han hecho en que la polaridad, es decir, la disgregación de una fuerza en dos actividades cualitativamente distintas, contrarias y que aspiran a reunirse —fenómeno este que la mayoría de las veces se manifiesta también en el espacio por una separación en direcciones opuestas—, es un tipo fundamental de casi todos los fenómenos de la naturaleza, desde el imán y el cristal hasta el hombre. Sin embargo, en China ese conocimiento es común desde los tiempos más antiguos, y se encuentra en la doctrina de la oposición del Yin y el Yang.
¡Lo mismito! Los delirios de Schopenhauer son cada vez
más grandiosos:
De acuerdo con la opinión
presentada, se podrán demostrar en el organismo las huellas de
la forma de acción química y física, pero nunca se
podrán explicar por ellas; porque en modo alguno se trata de un
fenómeno provocado por la acción conjunta de tales
fuerzas, es decir, casual, sino de una idea superior que ha sometido a
las inferiores por medio de una asimilación victoriosa; porque
la voluntad única que se objetiva en todas las ideas aspirando a
la máxima objetivación posible abandona aquí los
grados inferiores de su fenómeno tras un conflicto entre los
mismos, para manifestarse en uno superior y tanto más poderoso.
No hay victoria sin lucha: en la medida en que la idea u
objetivación superior de la voluntad sólo puede surgir
sometiendo a las inferiores, sufre la resistencia de éstas que,
aunque reducidas a la sumisión, siguen aspirando a conseguir la
manifestación independiente y completa de su esencia. El
imán que ha levantado un hierro sostiene una lucha continuada
con la gravedad que, en cuanto objetivación ínfima de la
voluntad, posee un derecho más originario sobre la materia de
aquel hierro; en esa lucha perpetua el imán incluso se refuerza
al estimularle la resistencia a un mayor esfuerzo.
Ah, pero que no se diga que Schopenhauer está humanizando la
naturaleza, que eso sería no entenderlo cabalmente.
Del mismo modo, todo fenómeno de
la voluntad, también el que se presenta en el organismo humano,
sostiene una lucha duradera contra las muchas fuerzas físicas y
químicas que, en cuanto ideas inferiores, poseen un derecho
anterior sobre aquella materia. Por eso cae el brazo que durante un
tiempo se ha sostenido en alto dominando la gravedad: por eso se
interrumpe con tanta frecuencia la confortable sensación de
salud, que expresa la victoria de la idea del organismo consciente de
sí mismo sobre las leyes físicas y químicas que
originariamente dominan los jugos del cuerpo; y de hecho está
siempre acompañada por una cierta incomodidad de mayor o menor
grado, que nace de la oposición de aquellas fuerzas y en virtud
de la cual ya la parte vegetativa de nuestra vida se encuentra
permanentemente ligada a un ligero sufrimiento. De ahí
también que la digestión deprima todas las funciones
animales, ya que requiere toda la fuerza vital para superar las fuerzas
naturales químicas a través de la asimilación. Y
de ahí procede también, en general, el peso de la vida
física, la necesidad del sueño y en último
término de la muerte, cuando al final, favorecidas por las
circunstancias, aquellas fuerzas naturales subyugadas vuelven a
arrebatarle al organismo, fatigado él mismo por la constante
victoria, la materia que se les había sustraído y
consiguen presentar su esencia sin impedimentos.
¿Quién necesita investigar la fisiología
animal, si la filosofía de Schopenhauer ya lo explica todo tan
bien? Si uno se pone enfermo, no es porque coja un virus, sino que la
culpa es de las fuerzas físicas y químicas de disputan la
idea superior de su humanidad.
[...] Así, por todas partes de la
naturaleza vemos disputa, lucha y alternancia en la victoria, y
precisamente en ello conoceremos con mayor claridad la esencial
escisión de la voluntad respecto de sí misma. Cada grado
de la objetivación de la voluntad disputa a los demás la
materia, el espacio y el tiempo. Continuamente la materia persistente
tiene que cambiar de forma cuando, al hilo de la causalidad,
fenómenos mecánicos, físicos, químicos y
orgánicos, ávidos de manifestarse, se arrebatan unos a
otros la materia, porque cada uno quiere revelar su idea.