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EL ALMA IV: LA ILUSIÓN PSICOLÓGICA

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Finalmente estamos en condiciones de desmantelar el argumento esencial que parece demostrar la existencia del alma. Recordemos que en la página anterior lo hemos resumido así:

  1. Yo sólo puedo considerarme a mí mismo como sujeto de las capacidades de pensar, percibir y querer, y nunca como propiedad de ninguna otra cosa, por lo que en mí hay un sustrato sustancial, yo soy una cosa y no una propiedad, yo soy un alma.
  2. La materia no puede poseer las propiedades de pensamiento, percepción y voluntad, por lo que el alma es una sustancia de naturaleza distinta a la materia.

Aquí pretendemos argumentar que al aceptar estas afirmaciones estamos siendo víctimas de una ilusión trascendental, a la que hemos llamado ilusión psicológica, de la que ya hemos mostrado una de sus facetas en la página anterior al analizar el libre albedrío. Aquí veremos que, al igual que en ese caso, la apariencia de que en mí hay algo más que no puedo reconocer en ningún objeto material (incluidos otros seres humanos) se debe a que, por las características inherentes a lo que es en sí el conocimiento, hay hechos que puedo concebir racionalmente pero no trascendentalmente. (En el caso del libre albedrío estos hechos eran las conexiones causales entre los fenómenos fisiológicos que suceden en mi cerebro y las resoluciones de mi voluntad, de las que no tengo constancia trascendental.)

El problema que nos ocupa es esencialmente análogo. Consideremos el primero de los dos puntos: yo no puedo considerarme como una propiedad de ninguna otra cosa; en particular, no puedo considerarme como un producto de la actividad de mi cerebro. ¿Por qué no? Ya hemos indicado que un ordenador que se comporte como un ser consciente fundamenta con su actividad el uso de un concepto racional de "yo" (o de "él", si queremos verlo desde fuera), que es completamente equivalente al concepto racional de mi yo interno. Ahora bien, también fundamenta el uso lógico de un concepto de "él" que, lógicamente, desempeña la misma función que el concepto lógico de mi yo trascendental, es decir, plasma el hecho de que toda la información que maneja el ordenador se articula en forma de conocimientos de una única conciencia. En el caso del ordenador está claro (o estaría claro si efectivamente supiéramos programar un ordenador consciente) que dicha unidad de conciencia sería simplemente una coordinación adecuada de diversos procesos, y lo que estamos discutiendo aquí es si el hecho de que yo me reconozca como un ser consciente, como un sujeto de conocimiento, como un yo trascendental, no podría ser la mera consecuencia inevitable de que en mi cerebro se estén realizando ciertos procesos coordinados adecuadamente.

En este punto, el hecho crucial es darnos cuenta que el conocimiento trascendental que tengo de mí mismo es puramente formal, es decir, que yo sé trascendentalmente que tengo una conciencia en la que pasan cosas, pero no tengo ninguna información trascendental sobre en qué consiste tener una conciencia y en qué consisten los procesos que sé que suceden en mi conciencia. La consecuencia más razonable que podemos sacar de aquí es que mi conciencia puede ser cualquier cosa, mientras que la conclusión habitual es que mi conciencia ha de ser algo distinto a todo lo que conozco; pero, ¿qué fundamento tiene esta afirmación?, ¿por qué para que exista "alguien" (un sujeto de conocimiento en el sentido en que trascendentalmente sé que yo lo soy) ha de haber "algo" (un alma) y no basta con que suceda "algo" (por ejemplo, que un cerebro realice una actividad)?

El argumento en favor de las almas se reduce al monólogo siguiente:

¿Qué soy?

No lo sé.

¿Puedo ser la actividad de mi cerebro?

No. No sé lo que soy, pero eso no. Soy un alma.

¿Qué es un alma?

No lo sé, sólo sé que es algo que no es la actividad de nada.

Evidentemente, no puedo afirmar qué no soy a partir de la ignorancia de lo que soy. Si hay algún argumento que pueda justificar la existencia del alma, no ha de apoyarse en lo que no sé de mí, sino en lo que sí sé, y lo único que sé trascendentalmente de mí (y recordemos que lo único que puede distinguirme racionalmente de otros seres racionalmente conscientes es lo que trascendentalmente sé de mí) es que soy un sujeto de conocimiento y que, como tal, sólo puedo considerarme un sujeto, y no una propiedad de ninguna otra cosa. Ahora bien, el hecho de que trascendentalmente no pueda considerarme una propiedad de otra cosa puede deberse a que no sea propiedad de otra cosa, o también a que trascendentalmente no tenga acceso a la cosa en cuestión, que es precisamente lo que sucede: que no tengo ningún conocimiento trascendental, ni siquiera interno, de mi cerebro o de parte de la actividad de mi cerebro.

Estamos exactamente en la misma situación que cuando analizábamos el libre albedrío: cuando SHRDLU "sabe" que ve un bloque azul, no tiene ni la más remota idea de qué procesos están teniendo lugar en el ordenador que le sirve de soporte para que él se encuentre en situación de "saber" que ve un bloque azul. Nuevamente, al trasladar este hecho a un ser humano, podemos eliminar las comillas: mi conciencia puede ser un proceso fisiológico sin que ello implique que yo haya de tener conciencia (internamente) de la naturaleza de dicho proceso. Pongamos que me viene a la mente el pensamiento "me apetece oír música" (articulado en palabras o no). Podría ocurrir que el hecho de que me haya venido esto a la mente se redujera únicamente a que en mi cerebro ha tenido lugar un cierto proceso fisiológico, pero yo no percibo internamente ese proceso como una combinación de reacciones químicas y eléctricas, sino como el pensamiento "me apetece oír música"; es esencialmente lo mismo que le sucede a SHRDLU y lo mismo que le sucedería a un ordenador capaz de comportarse como dotado de plena conciencia: una determinada activación de un subprograma que modificaría el estado global del sistema se traduciría en el pensamiento "me apetece oír música" sin que el ordenador pudiera explicar ni el origen (como ya hemos señalado al hablar del libre albedrío) ni el desarrollo del proceso (que es lo que nos interesa ahora). Por ello, si alguien me mostrara una imagen de mi cerebro en actividad y me dijera "esto que pasa ahora es tu deseo de oír música", yo tendría que contestar que no veo qué relación tiene lo uno con lo otro.

Más en general, yo, como sujeto de conocimiento, tengo conciencia de un mundo que construyo a partir de los datos que me ofrece la intuición. Mi entendimiento me permite decir aquí hay esto, allí hay esto otro, etc., pero hay una excepción: Los datos que me proporciona la intuición interna (y también lo que sé trascendentalmente sobre mí mismo) me vienen sin una ubicación espacial. A priori, yo podría no formar parte del mundo, podría ser un espectro sin cuerpo que ve cosas sin estar yo mismo en escena. Lo único que me sitúa en el mundo es que lo veo desde un determinado punto de vista. En ese sentido, si veo mi casa puedo decir que estoy en mi casa, pero, salvo por este detalle, yo no estoy "técnicamente" en ningún sitio y, aun así, sería más preciso decir que "mis ojos están en mi casa". Una intuición interna como "me apetece oír música" no está vinculada a ninguna situación en el espacio. Puedo decir que "ahí fuera" hay una silla, y allí otra, y más allá una maceta con una planta, etc., pero mi deseo de oír música no está en ningún sitio concreto del espacio, está "aquí dentro". Esto es completamente natural si yo soy el producto de la actividad de mi cerebro. En tal caso, mi deseo de oír música es parte de dicha actividad, no es algo que perciba, algo que tenga que entrar en mi mente y pueda detectar de dónde proviene, sino que es algo que ya está en ella y no necesita "entrar por ninguna puerta". Aunque dicha actividad se desarrolle en un lugar concreto del espacio, ese lugar no aparece reflejado en la actividad misma. En cualquier caso, lo cierto es que yo distingo necesariamente entre los hechos externos que suceden "ahí fuera" y los hechos internos que suceden "aquí dentro", y lo crucial es que la diferencia entre unos y otros no es realmente una diferencia de posición en el espacio, sino de la forma en que llego a ser consciente de ellos: están "ahí fuera" los hechos que me llegan a través de mi capacidad de percibir el exterior y están "aquí dentro" los que ya están en mi mente, y no tienen que entrar. En este contexto, "fuera" y "dentro" significan en realidad "con posición identificada" y "sin posición identificada", respectivamente. Ésta es la razón por la que, internamente, me es imposible identificar mis contenidos mentales, que están "aquí dentro" con la actividad de mi cerebro, que sucede "ahí fuera", pero eso no significa que sean cosas distintas, sino que las conozco de forma distinta.

Vemos así que estamos de nuevo ante una ilusión similar a las que producen los ilusionistas: siguiendo la analogía planteada en la página anterior, podría ser que yo fuera algo singular, como una mujer levitante, pero también podría ocurrir que yo fuera algo que no tiene nada de inusual, por ejemplo un producto de la actividad de mi cerebro, y que al mismo tiempo no pudiera reconocerme trascendentalmente como tal (y siguiera pensando en mí mismo como algo singular, víctima de una ilusión) debido a que soy incapaz de ver el análogo a la estructura que sujeta a la mujer en el aire, que la conecta con un punto de apoyo y hace que en realidad no levite. En nuestro contexto, la conexión que no percibo es la conexión entre, por una parte, mi conciencia y mis intuiciones internas y, por otra, la actividad de mi cerebro. Como ya hemos comentado, aunque se me mostrara dicha actividad, con ella, en principio, no llegaría a concebir una conexión (y mucho menos una identidad), sino sólo una correlación. Se me podría mostrar que cada vez que se estimula mi cerebro de una determinada forma me apetece oír música, pero eso sería como si el ilusionista me mostrara la grúa que hace subir y bajar la plataforma que sostiene a la mujer, pero siguiera ocultándome la barra que la conecta con la plataforma. Entonces observaría la correlación entre que la grúa suba o baje y que la mujer levitante suba o baje, pero me seguiría pareciendo que la mujer levita.

Kant sostenía que las ilusiones trascendentales son inevitables, en el sentido de que no desaparecen por el mero hecho de reconocerlas como tales ilusiones (como le ocurre, por ejemplo, a la barra que parece quebrada por estar medio sumergida en el agua, que sigue pareciendo quebrada aunque sepa lo que es la refracción). En el caso del ilusionista, siempre puedo acabar viendo la barra, y entonces se desvanece la ilusión. Seguiré reconociendo que parece que la mujer levita, pero ya no me sorprenderá o me desconcertará y, desde luego, no me sentiré inclinado a creer que levita. En el caso de la ilusión psicológica, lo que es indudablemente cierto es que no hay un análogo a "ver la barra", es decir, que, tal y como hemos explicado, es técnicamente imposible que en mi conciencia quepa algo que vincule una intuición interna con otra externa hasta el punto de que pueda representármelas como dos intuiciones del mismo fenómeno. Internamente, aunque yo fuera la actividad de mi cerebro, el conocimiento que yo tengo de dicha actividad por ser yo mismo parte de ella, y el conocimiento que tengo de ella en virtud de mi capacidad de percibir mi entorno, seguirían siendo conocimientos de naturaleza completamente distinta. Ahora bien, ¿significa eso que nunca podré dejar de "tener la sensación" de que no soy la actividad de mi cerebro? No necesariamente.

Observemos que mi entendimiento sí que vincula a menudo sensaciones distintas en una única intuición, por ejemplo, cuando interpreta como un mismo fenómeno la información proveniente de la vista y del tacto. Otras veces, cuando el entendimiento no es capaz de sintetizar datos diferentes (porque corresponden a experiencias distintas) puede hacerlo la razón, como cuando considero que el bolígrafo que guardo en mi cajón es el mismo que el que encuentro cuando vuelvo a abrirlo. Del mismo modo, ¿qué dificultad conceptual hay en vincular en un único concepto de "yo" los datos que me proporciona la intuición interna y los datos que me proporciona la razón sobre la actividad de mi cerebro (que, normalmente, son indirectos, ya que nunca he experimentado con mi cerebro)?

Un obstáculo a que mi entendimiento acepte esto con naturalidad es que la información interna y la información externa que tengo de mí mismo llega a mi conciencia conceptualizada en términos de conceptos completamente distintos (pensamientos, percepciones y voliciones frente a reacciones químicas, impulsos nerviosos, etc.). Pero, en principio, esto tampoco es algo novedoso. La descripción racional de un objeto material como una configuración determinada de una gran cantidad de moléculas es conceptualmente muy distinta a la descripción empírica que puedo formarme de ese mismo objeto, que puede parecerme una masa continua en la que no distingo partes constituyentes y, desde luego, no reconozco moléculas por ningún sitio. La diferencia es que, en este caso, soy capaz de concebir la correspondencia entre ambas conceptualizaciones, es decir, puedo entender que muchas moléculas juntas pueden tener el aspecto que presenta ante mi vista y mi tacto el objeto que percibo; en cambio, mi desconocimiento del funcionamiento del cerebro me impide traducir un fenómeno fisiológico en la forma equivalente de percibirlo internamente. Más aún, aunque lograra aprender cómo funciona mi cerebro exactamente, sería un conocimiento del que podría disponer racionalmente, pero eso no lo incorporaría a los criterios que emplea mi entendimiento para sintetizar espontáneamente intuiciones distintas bajo un mismo concepto. Así pues, podríamos comparar el desconcierto que provoca la idea de que yo sea la actividad de mi cerebro con el desconcierto que provocan algunas de las ideas de la mecánica cuántica:

¿Por qué desconcierta pensar que un electrón puede ir de un sitio a otro siguiendo a la vez dos caminos distintos? (Estoy aludiendo al conocido experimento de la doble rendija. No es necesario explicarlo aquí para entender el ejemplo que planteo.) Esto es totalmente coherente en el contexto en el que la mecánica cuántica afirma que sucede, pues afirma que sucede precisamente cuando es imposible detectar empíricamente qué camino ha seguido el electrón. Desconcierta porque el entendimiento no puede concebir la experiencia de un electrón viajando por dos caminos a la vez, pero el caso es que nadie afirma que exista esa experiencia (y, aun así, desconcierta). La razón tiene derecho a concluir que un electrón, cuando no es observado, viaja de un sitio a otro por todos los caminos posibles, ya que con ello consigue explicar correctamente el comportamiento observado de los electrones. Si causa extrañeza es porque eso contradice los criterios que el entendimiento sigue habitualmente para conceptualizar las experiencias: si veo un ratón en mi despacho, me pregunto, ¿por dónde habrá entrado? y, cuando miro a mi alrededor tratando de entenderlo, mi entendimiento nunca me sugerirá que puede haber entrado por varios sitios a la vez. Del mismo modo que mi entendimiento (al contrario que mi razón) no sabe cómo concebir un electrón que sigue varios caminos al mismo tiempo (ni falta que le hace), tampoco sabe cómo vincular cualquier experiencia sobre mi actividad cerebral con una experiencia interna, aunque, en teoría, mi razón podría llegar a saber cómo hacerlo. En ambos casos, la extrañeza, la sensación de que algo no está bien, procede de que mi entendimiento pretende hacer más de lo que está capacitado para hacer (concebir algo que no puede ser objeto de ninguna experiencia en un caso y, en el otro, encontrar un nexo entre dos intuiciones que sólo puede ser establecido por la razón y que, además, hoy por hoy, no sabe efectuar con detalle). Quien afirma convencido que es evidente que yo no puedo ser la actividad de mi cerebro puede ser equiparado con quien afirma convencido que un electrón no puede seguir dos caminos al mismo tiempo. Será "evidente", pero no es cierto.

A la luz de estas consideraciones, la opinión kantiana de la inevitabilidad de las ilusiones trascendentales es, cuanto menos, discutible: internamente yo soy (lógicamente) una sustancia, igual que la mesa que tengo ante mí es una sustancia en mi experiencia, y esto no contradice a que racionalmente pueda (y deba) considerarme el resultado de la actividad de mi cerebro (de la que no tengo ninguna experiencia), igual que debo considerar a mi mesa el resultado de la agregación de numerosas moléculas (de las que no tengo ninguna experiencia). (Digo que ahora no tengo ninguna experiencia de mi actividad cerebral igual que ahora no tengo ninguna experiencia de las moléculas que forman mi mesa. Los conceptos de "mi actividad cerebral" y "las moléculas que forman mi mesa" los manejo a un nivel puramente racional.) ¿En qué queda entonces la ilusión psicológica?, ¿qué tiene de inevitable? Tal vez Kant no podía desembarazarse completamente de la ilusión psicológica porque no llegó a ver La guerra de las galaxias (o, dicho más seriamente, porque, pese a su genial perspicacia, no estuviera en situación de formarse una idea clara de lo que podría llegar a hacer una máquina suficientemente sofisticada).

En realidad nos estamos precipitando al sacar conclusiones, pues todavía nos falta analizar el segundo punto del argumento en favor de las almas. Para empezar, no hay razón para afirmar que la materia no puede tener pensamiento o voluntad. ¿Por qué no podemos decir que un ordenador piensa o desea algo? Si un robot tipo C3PO tiene una idea, ¿no podemos decir con toda propiedad que ha tenido una idea, que ha pensado sobre un problema y ha llegado a una posible solución? Si C3PO afirma que desea algo, por ejemplo, que se le repare un componente estropeado, ¿no podemos decir en el pleno sentido de la palabra que ésa es su voluntad? El punto realmente delicado es el de la percepción. Cuando C3PO dice "veo que el cielo está rojo", no cabe duda de que tiene un sistema para captar una imagen del cielo y reconocer que su color es rojo, eso lo puede hacer hasta un ordenador de los que existen hoy en día, pero ¿realmente está viendo el color rojo del cielo en el sentido en que nosotros lo miramos y vemos que es rojo? Imaginemos que enfocamos al cielo con una cámara conectada a un ordenador (de los que existen hoy en día) que analiza la imagen y nos escribe un mensaje en la pantalla que dice "rojo". Todo esto puede hacerse muy sencillamente y, sin mirar al cielo, llegamos a saber que es rojo, pero sin haber visto nunca el color rojo del cielo. ¿No será eso lo que hace C3PO, saber que el cielo es rojo porque en su interior aparece la palabra "rojo" como consecuencia de una medición ciega, pero no le aparece el color rojo como se nos aparece a nosotros?

Si el lector piensa que hemos despachado muy rápidamente lo concerniente al pensamiento y la voluntad, debería tener presente que lo que podría haber de polémico en estos conceptos aplicados a un robot está incluido en el caso que estamos analizando: Vale que C3PO piensa en el sentido de que puede generar juicios inteligentes, pero ¿es consciente de que piensa?, ¿intuye que piensa en el sentido en que nuestros pensamientos están canalizados por intuiciones internas de las que somos conscientes? En suma, estamos enfocando el análisis del segundo punto observando que lo problemático no es que un robot (o un ser humano distinto de mí mismo) pueda comportarse como si viera, como si pensara y como si tuviera voliciones (eso es teóricamente posible), sino que la cuestión es si, en tal caso, deberíamos admitir que dicho comportamiento no sería una actividad "ciega", como el "pensamiento" de un programa de ajedrez, sino que conlleva la percepción de lo que ve, de lo que piensa y de lo que desea, en el mismo sentido en que yo, no sólo afirmo que veo colores o que me duele una muela, o que pienso en un problema de álgebra, o que me apetece oír música, sino que veo los colores, siento el dolor de mi muela, escucho interiormente mis propias ideas sobre el problema y experimento mi deseo de oír música. En suma, todo el segundo punto se reduce a un problema al nivel intuitivo: ¿puede una actividad (la de un cerebro o la de un ordenador) tener una facultad de representación equiparable a la facultad que sé que tengo yo mismo y que llamo intuición, en todo su espectro, que va desde las intuiciones externas hasta las intuiciones internas de mis pensamientos y deseos?

El interés de esta observación es que nos muestra que las dificultades aparentes que surgen al tratar de vincular mi yo interno con la actividad de mi cerebro están relacionados con los dos extremos del proceso de conocimiento: yo, que soy el final del proceso (el conocimiento se produce cuando yo llego a ser consciente de algo) y la intuición, que es el principio de todo conocimiento. (En realidad, si hablamos de intuiciones externas, podemos reducir el problema al nivel sensorial, pues el paso de la sensación a la intuición es una actividad intelectual que una máquina puede hacer en el pleno sentido de la palabra, mientras que en las intuiciones internas, como los pensamientos o las voliciones, no hay una sensación subyacente y la intuición es ahí el nivel más básico.)

Así se ve claramente que el problema es el mismo en ambos extremos: Yo "parezco" algo distinto de cualquier otra cosa que conozca porque, en mi sistema conceptual interno, no hay nada superior a lo que pueda referir el concepto de "yo": todo cuanto hay en mi conciencia son contenidos mentales de "yo", y no puedo identificar a ninguno de ellos con "yo". La vinculación entre "yo" y la actividad de mi cerebro requiere que deje de considerar a "yo" como el final del proceso y esté dispuesto a considerarlo como una parte de "lo que hay", es decir, del mundo. Una vez privado de su protagonismo (forzado por el punto de vista, por mi punto de vista como espectador del mundo, como sujeto de conocimiento) "yo" puede ser ya cualquier cosa, por ejemplo un producto de la actividad de mi cerebro.

Del mismo modo, mis sensaciones y mis intuiciones externas parecen algo distinto de cualquier otra cosa que pueda encontrar en un cerebro o un ordenador porque, en mi sistema conceptual interno, no hay nada inferior a ellas a lo que pueda referirlas: el concepto racional de "mi mesa" procede de las experiencias de "mi mesa", las cuales proceden de las intuiciones de "mi mesa", las cuales proceden de unas determinadas sensaciones, para las cuales, no encuentro ya nada en mi mente a partir de lo cual mi entendimiento las haya podido construir. Las sensaciones (o las intuiciones internas) son lo primero que llega a mi mente en el proceso que acaba con que yo obtengo un conocimiento de algo. En el lenguaje aristotélico, las sensaciones son la materia de mi conocimiento. Todo él consiste en reconocer propiedades en mis sensaciones a distintos niveles, de modo que, si prescindimos de toda propiedad concreta que mi entendimiento sea capaz de detectar, ya no me quedan mesas, ni imágenes de mesas, sino únicamente sensaciones. A nivel empírico, puedo decir que el color marrón que veo es el color de mi mesa de madera, que el color es una propiedad de mi mesa, pero a nivel trascendental los términos se invierten: mi mesa resulta del análisis de las propiedades de mis sensaciones, de modo que tengo que decir que esa sensación marrón tiene forma de mesa, y no al revés.

Si esa sensación marrón me parece algo inusual, algo que no puede darse en un ordenador ni en cualquier sistema meramente material, puede ser debido a que realmente sea algo esencialmente distinto de cualquier otro fenómeno físico, o también a que el paso inmediatamente inferior en el proceso cognitivo quede ya fuera del alcance de mi conciencia, que es lo que le sucede a SHRDLU cuando afirma que un bloque es azul. Para él, esto es el nivel más bajo, pero por debajo de este nivel se encuentra una región de su memoria en la que está consignado el color azul del bloque, probablemente como un simple número que requiere un código arbitrario para ser interpretado como un color.

Observemos que si programamos un ordenador para que se comporte como un ser consciente (suponiendo que supiéramos como hacerlo) tendríamos un cierto grado de libertad para establecer hasta qué límites el ordenador sería consciente de sí mismo, pero esos límites, más o menos generosos, tendrían que existir. Por ejemplo, podríamos hacer que el ordenador tuviera conciencia individualizada de cada una de sus direcciones de memoria, de modo que supiera su contenido y la relación entre éste y sus contenidos mentales. Si fuera así, si el ordenador pudiera decir que "este objeto es verde porque en mis direcciones de memoria que contienen la información sobre su color figura el número hexadecimal 33cc00, que en el sistema RGB corresponde a una tonalidad de verde", entonces habríamos creado un ordenador ciego a los colores, en el sentido de que "ver" el verde es "no ver" en qué consiste "ver" algo verde. Para este ordenador el verde sería un concepto definible, como para nosotros es el de "cubo". En cambio, este ordenador percibiría números, en el sentido de que sabría decir que en tal dirección de memoria "ve" el número 33cc00 y, al mismo tiempo, no sabría explicar qué es el número 33cc00, no como concepto matemático abstracto (que sí que podría definir, igual que nosotros podemos definir "recta" como un conjunto de pares de números que cumplen una ecuación lineal), sino como lo que "ve" en sus distintas direcciones de memoria, que para él sería algo indefinible, como para nosotros una recta de las que podemos ver, sin relación ninguna con ecuaciones.

Este ordenador tendría una capacidad de sensación muy distinta a la nuestra, igual que un perro debe de tener una capacidad olfativa muy distinta a la nuestra. El ordenador percibiría números igual que nosotros percibimos colores y consideraría que los objetos que percibe tienen propiedades numéricas en lugar de cromáticas. Así, igual que nosotros decimos que la luz de 0,52 µ corresponde a la sensación del color verde, el ordenador diría que corresponde al número hexadecimal 00ff00, simplemente, porque ése es el número que él ve cuando llega a sus cámaras luz de esa longitud de onda. Por el contrario, si impedimos que el ordenador tenga acceso consciente a sus direcciones de memoria (en el mismo sentido en que SHRDLU no tiene acceso a las suyas, aunque sí lo tiene el ordenador que lo soporta) y hacemos que cada vez que ciertas direcciones de memoria contengan números en un cierto rango el ordenador esté en situación de afirmar que ve algo verde, sin tener datos acerca de qué le pone en semejante situación, entonces el ordenador vería el color verde en el mismo sentido en que nosotros decimos que lo vemos.

Entendamos esto: lo que queremos decir es que el ordenador tendría una capacidad de sensación cromática formalmente equiparable a la nuestra. Naturalmente, no podemos afirmar que sería exactamente la nuestra. De hecho, esta afirmación carece de sentido, ya que nunca podríamos ponernos "en el lugar del ordenador" para ver si ve como nosotros, igual que no podemos ponernos "en el lugar de un perro" para ver hasta qué punto se diferencia su olfato del nuestro.

Si admitimos, según lo que hemos discutido en torno al punto primero, que no hay razón para negar que la actividad de un cerebro o de un ordenador pueda generar un ser consciente en el mismo sentido en que nosotros nos consideramos conscientes, ¿cómo podrá tal ser consciente concebir los datos que sólo conoce formalmente, que sabe vincular a los fenómenos que se representa y de qué modo debe hacerlo, pero sin saber qué es realmente el dato que está manejando (una configuración neuronal, un número archivado en una dirección de memoria, etc.)?, ¿no es evidente que la única forma en que podrá concebirlo es exactamente igual que nosotros concebimos nuestras sensaciones? Por lo tanto, la actividad de un cerebro o de un ordenador, si es lo suficientemente sofisticada como para generar un ser consciente, generará necesariamente un ser consciente capaz de percibir en el mismo sentido en que nosotros percibimos. Es imposible que un cerebro o un ordenador parezca tener percepciones (e intuiciones internas, que incluyen pensamientos y voliciones) y no las tenga realmente, donde "parecer" ha de ser entendido en un sentido fuerte, no en el sentido en que un peluche que dice "te quiero mucho" cuando lo abrazas parece percibir el afecto, sino en el sentido de que es empíricamente imposible distinguirlo de un ser plenamente consciente.

Es verdad que cuando inspeccionamos un cerebro o un ordenador no vemos pensamientos, percepciones o voliciones, sino una actividad fisiológica o mecánica, que es otra cosa; pero eso puede deberse meramente a que vemos todo el proceso y no sólo una forma esquemática de una parte del mismo, al igual que si asistimos al rodaje de la última película de superman no veremos a ningún hombre volando, sino únicamente a un hombre suspendido de unos hilos, que es otra cosa. El hombre volando es sólo una parte de lo que vemos (es lo que vemos cuando se ocultan los hilos), igual que los pensamientos son sólo una parte de lo que vemos en un cerebro (son lo que "vemos" cuando se nos ocultan las neuronas y sólo tenemos acceso a algunos de sus actos y estados).

En conclusión, podemos afirmar que no hay razón para suponer que un ser consciente (sea yo, sea otro ser humano, sea un ordenador que supere un test de Turing que no considere relevantes las diferencias accidentales, aunque ostensibles, que un ser consciente pudiera tener respecto a un ser humano) sea algo más que una clase de actividad sofisticada, y que los presuntos indicios de que en mí mismo veo algo "especial", algo de más que no podría ver en una actividad semejante, pueden ser meros efectos de la ilusión psicológica, es decir, del hecho de que trascendentalmente "vemos" en nosotros mucho menos de lo que podemos ver empíricamente cuando vemos un cerebro o un ordenador; en suma un efecto de lo fragmentario y esquemático que es (indudablemente) el conocimiento trascendental que tenemos de nosotros mismos. Dejamos a juicio del lector si esta ilusión psicológica permanece en algún sentido una vez explicada, como afirmaba Kant, o si desaparece en el mismo sentido en que la mujer deja de levitar en cuanto vemos la barra que la sujeta. Ahora bien, si decidimos que permanece, sólo podremos decir que lo hace en el mismo sentido en que el palo parcialmente sumergido en el agua parece quebrado, cuando en realidad sabemos que eso es falso.

Para ser más exactos, hemos de admitir que no hemos demostrado que, después de todo, no pudiera existir en nosotros algo inmaterial llamado alma, pero la posible existencia del alma se equipara entonces con la posible existencia de los fantasmas, de los extraterrestres, de los gnomos, de Dios, del infierno, y de todas esas cosas que podrían existir y podrían no existir, por lo que no es posible pronunciarse sobre ellas sin partir de unos presupuestos dogmáticos adecuados a lo que hayamos decidido a priori (irracionalmente) que queremos creer. En suma, hemos relegado la existencia del alma al oscuro y pantanoso ámbito de la metafísica.

Dedicaremos la página siguiente a extraer consecuencias de estas conclusiones, pero vamos a terminar aquí discutiendo una de ellas, que nos permite comparar la ilusión psicológica con la ilusión ontológica. Recordemos que ésta consiste en la apariencia de que nuestra descripción racional del mundo deba corresponderse con una hipotética realidad trascendente, cuando esto no es realmente necesario. El ejemplo más simple es la posibilidad (metafísica) de que estuviéramos conectados a Matrix, de modo que nuestra ciencia no describiría la realidad trascendente (formada por la Tierra dominada por las máquinas con los humanos conectados a un enorme ordenador, etc.) sino que describiría el mundo que Matrix nos muestra, es decir, que describiría una parte del software de Matrix. La ilusión psicológica nos lleva a que existe otra alternativa: así como yo podría estar conectado a Matrix, también podría ser que yo fuera una parte de Matrix, es decir, uno de los seres humanos virtuales que Matrix muestra a los humanos reales que tiene conectados, pero cuyo comportamiento está totalmente regulado por Matrix, sin responder a las interacciones con un cerebro humano real. Esto significaría que, desde el punto de vista trascendente, yo no sería la actividad de mi cerebro, sino la actividad de un ordenador (lo cual no contradiría a que, racionalmente, yo seguiría siendo la actividad de mi cerebro).

Esta posibilidad está explotada dramáticamente en la película Abre los ojos. En ella, el protagonista, César, descontento con su vida, decide contratar los servicios de una empresa que le hace olvidar el último tramo (desagradable) de sus recuerdos y le muestra una realidad virtual que reproduce su entorno, sus amigos, etc., pero donde la vida transcurre tal y como a él le hubiera gustado; una especie de Matrix, pero con un único cerebro conectado. Todos los demás personajes son virtuales. César no es consciente de su situación y, por una serie de circunstancias, empiezan a suceder cosas extrañas que lo llevan a investigar qué está pasando, con la ayuda de otro personaje. Al final, César es informado de su situación (desde la realidad trascendente, a través de un personaje virtual que actúa como mensajero), aunque se resiste a creer que todo lo que está viendo es virtual, pero más traumático resulta todo para su amigo, que se encuentra ante la (para él deprimente y aterradora) posibilidad de que él mismo sea virtual.

Analicemos la situación: ante todo, cuando decimos que algo (o alguien) es virtual, hemos de entender que existe una realidad trascendente en la cual no es real. En el caso de Abre los ojos, todo lo que César considera real es, desde un punto de vista trascendente, una construcción mental generada por su cerebro trascendente (es decir, no por el cerebro que ve, o podría ver si se abriera la cabeza, sino por su auténtico cerebro) a partir de las sensaciones que le genera un ordenador. Ahora bien, esto exige que el ordenador tenga una información precisa sobre el estado del mundo que muestra a César y la forma en que evoluciona. En particular, el ordenador ha de ir calculando la forma en que evoluciona cada personaje que ha de mostrar. Notemos que dichos personajes no existen sólo cuando César los ve, sino que han de ser capaces de recordar lo que vieron e hicieron cuando estaban solos, por lo que el ordenador ha de tratarlos igual que a César, es decir, ha de calcular sus reacciones ante el mundo en todo momento.

Para entender esto, olvidemos de momento esta situación y pensemos que, igual que podríamos (en teoría) conectar un cerebro humano a un ordenador que le genere una realidad virtual, también podríamos (más fácilmente, de hecho) conectar un ordenador consciente a otro ordenador que le genere una realidad virtual, con lo que en la práctica tenemos un único ordenador en el que podemos distinguir un subprograma encargado de generar una conciencia y otro subprograma encargado de generar la realidad que experimenta dicha conciencia. Notemos que éste es precisamente el caso de SHRDLU, que no opera sobre el mundo real, sino sobre una realidad virtual integrada en el propio programa.

Pues ésta es la situación en Abre los ojos: los seres humanos virtuales son en teoría como ordenadores conscientes conectados a un ordenador que les genera una realidad virtual, aunque, en la práctica, todas las actividades pueden ser realizadas por el mismo ordenador. (En realidad, la distinción entre un ordenador o varios ordenadores no significa nada, pues un ordenador gigante puede estar formado por varios módulos que operen en paralelo de forma más o menos independiente.) Lo que queremos destacar de esta situación es que, desde un punto de vista trascendente, la realidad que perciben todos los habitantes del mundo ficticio es virtual, pero todos esos habitantes son igualmente reales. Uno de ellos es la actividad del cerebro de César y todos los demás son la actividad de un (mismo) ordenador, pero, según todo lo que hemos visto en esta página, eso no los hace menos reales. La clave es que una persona no es una cosa, sino una actividad, y lo que cambia al pasar del plano virtual al plano real es únicamente quién realiza esa actividad (en el plano virtual es un cerebro virtual, en el plano real es un ordenador), pero eso no cambia que esa actividad que genera la conciencia está siendo realizada. Alguien podría observar que si se parara el ordenador las conciencias virtuales desaparecerían, mientras que la conciencia de César seguiría existiendo. Es verdad, pero si César muriera y el ordenador siguiera funcionando, entonces su conciencia desaparecería y las de los personajes virtuales seguirían existiendo. La situación es simétrica.

En general, esto nos lleva a descartar casi totalmente el solipsismo: aun suponiendo que toda la realidad que veo fuese, digamos, como un sueño, un producto de mi mente, si mi mente es capaz de generar una realidad virtual determinada hasta el último detalle por unas leyes físicas, entonces, todos los seres conscientes que aparecen en mi experiencia son tan reales como yo. De hecho, sería inapropiado decir que la realidad que experimento es un producto de mi mente; tendría que decir que, en todo caso, sería un producto de la mente colectiva de todas las conciencias que aparecen en ella, pues dicha mente sería tan mía como de cualquier otro. La conciencia nunca puede ser virtual. Si en mi experiencia aparece algo que se comporta como un ser consciente y no hay forma empírica de comprobar que no lo es, entonces puedo afirmar que es consciente, exactamente en el mismo sentido que lo soy yo.

El alma III (para lectores racionales)

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Otra vez yo