EL
ENTENDIMIENTO Y LA RAZÓN |
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Nos ocupamos ahora de lo que podríamos llamar el
entendimiento en sentido estricto, es decir, en lo que supone
entender
la experiencia más allá del nivel intuitivo. Lo que hay
más allá de la intuición es el pensamiento. Una
cosa es intuir, es decir, ver, oír, tocar, etc. y otra cosa es
pensar en lo que vemos, oímos, tocamos, etc. A la hora de
analizar el pensamiento contamos con una posibilidad que
simplifica
mucho
el trabajo: el pensamiento, al contrario que la intuición, puede
expresarse completamente con palabras. Sin duda alguna es
posible
pensar sin palabras, y no vamos a entrar aquí en si es posible
pensar algo sin palabras que no pueda expresarse adecuadamente
con
palabras. En la práctica nos basta con el hecho de que todos los
pensamientos que nos van a interesar pueden, de hecho, ser
expresados
con palabras.
Con estas consideraciones, podemos decir que el entendimiento
(en
sentido estricto) interpreta las intuiciones en términos de lo
que podemos llamar afirmaciones
empíricas. Esta interpretación consiste en aplicar
conceptos oportunos a las intuiciones (conceptos
empíricos), de modo que podemos decir que una
experiencia
es una intuición conceptualizada. En esta
conceptualización podemos distinguir a su vez varios niveles. En
el nivel más elemental, el entendimiento puede expresar mediante
afirmaciones la información que ya está contenida en las
intuiciones, sin añadir nada, más bien eliminando mucho.
A las afirmaciones que obtenemos al hacer esto podemos llamarlas
afirmaciones intuitivas,
y a los
conceptos que involucran conceptos
intuitivos.
Por ejemplo, retomando un ejemplo que ya habíamos considerado
anteriormente, supongamos que hablo un rato con una persona y,
cuando
ya se ha ido, alguien me pregunta de qué color tenía los
ojos. Esta persona ha estado ante mí y no llevaba nada que le
cubriera los ojos, sin embargo, puede ocurrir perfectamente que
yo no
me haya fijado en ellos y no sepa de qué color son. No puedo
decir que no lo sé porque se me ha olvidado, ya que nunca lo he
sabido. Intrigado, la busco y vuelvo a hablar con ella, y
entonces me
fijo en que sus ojos son verdes. ¿Qué significa "me
fijo"? Significa que mi entendimiento ha analizado mi intuición
y ha extraído la afirmación intuitiva "Esta persona tiene los ojos verdes",
ha aplicado el concepto intuitivo "verde" para describir un
aspecto
específico de una intuición.
No vamos a filosofar sobre si tiene sentido decir que he visto
los
ojos de una persona con la que he estado hablando si no me he
fijado en
ellos. Parece razonable decir que los ojos estaban en mi
intuición, ya que estaban a mi disposición para que me
fijara en ellos cuando quisiera, pero también es cierto que una
intuición "a nuestra disposición" es casi lo mismo que
nada si no me fijo en ella, si mi entendimiento no la traduce en
pensamientos. En cualquier caso, no debería haber dudas acerca
de que una cosa es ver algo verde y otra cosa distinta es ser
capaz de
decir "he visto algo verde". Lo segundo requiere el concurso del
entendimiento en sentido estricto, más allá de su
concurso a la hora de construir una intuición a partir de las
sensaciones disponibles. Por otra parte, insistimos en que no es
necesario pronunciar las palabras "sus ojos son verdes", ni
siquiera
mentalmente, para que podamos decir que esta información ha sido
procesada por mi entendimiento; basta con que podamos hacerlo,
ya que
también podemos pensar sin palabras.
También ahora debería estar claro por qué hemos
dicho que, en general, en la traducción a pensamientos de una
intuición se pierde mucha información. Si digo que algo
es verde, con ello no estoy expresando todos los matices que
puede
presentar el verde que estoy viendo. Puedo precisar mi
afirmación diciendo que es verde claro, verde oscuro, verde
turquesa, etc., pero no dejarán de perderse matices. De todos
modos, esto es una mera afirmación psicológica, no
trascendental, pues cabe imaginar que no fuera así. Por ejemplo,
si quiero describir una imagen con total fidelidad en términos
no intuitivos, sólo tengo que hacer una foto digital de calidad
e imprimir la foto, no como imagen, sino como la lista de
números que el ordenador que la contiene guarda en su memoria.
Los números son palabras, son algo en lo que puedo pensar. Es
cierto que, a partir de esos números, no soy capaz de
reconstruir la imagen, pero eso es una carencia de mi
conciencia.
Cabría imaginar un ser consciente que fuera capaz de convertir
esos números en intuiciones igual que un músico ve una
partitura y se imagina la música.
Un concepto intuitivo no es más que un criterio (o una
capacidad) que tiene mi entendimiento para decidir cuándo es
adecuado y cuándo no es adecuado aplicarlo a una
intuición dada. A menudo, los límites de su aplicabilidad
son difusos. Por ejemplo, decir que yo entiendo el concepto de
"verde"
significa que soy capaz de reconocer como verdes las cosas
verdes y de
reconocer que no es verde una cosa que claramente es azul, sin
perjuicio de que pueda encontrarme con algo de color verde
azulado
hasta el punto que vacile en calificarlo de "más bien verde" o
"más bien azul". De todos modos, esto no significa que no tenga
claro lo que significa "verde" o "azul", sino que la intuición
que estoy teniendo no se ajusta propiamente a ninguno de los dos
conceptos y pretendo usarlos por proximidad.
El entendimiento también puede dudar, o equivocarse, al
aplicar un concepto por cuestiones de precisión. Por ejemplo, ya
hemos comentado que mi entendimiento tomará por recto el
horizonte en el mar, cuando en realidad es un arco de
circunferencia.
Sin ánimo, una vez más, de entrar en una discusión
bizantina, quizá sería más acertado decir que el
horizonte es intuitivamente recto, pues mi entendimiento estima
correcto aplicarle el concepto intuitivo de "recta", mientras
que la
afirmación "en realidad no es recto", que es cierta, no es una
afirmación intuitiva, sino una afirmación racional, en un
sentido que explicaremos más adelante.
No debería desconcertar a nadie que los conceptos intuitivos
no puedan ser definidos con palabras, salvo aludiendo a
intuiciones,
como si definimos el azul como el color del cielo. Ello es
debido a que
el contenido de los conceptos intuitivos son las intuiciones a
las
cuales es aplicable, y las intuiciones no son palabras. Esto no
excluye
que unos conceptos intuitivos puedan definirse a partir de
otros, como
cuando definimos un triángulo como un polígono de tres
lados.
Si, en general, el pensamiento es más pobre que la
intuición cuando trata de competir con ella, no es menos cierto
que el pensamiento incorpora a nuestras experiencias mucha más
información de la que cabe en una intuición. Supongamos,
por ejemplo, que oigo el timbre de mi casa. Si en ese momento
estuviera
charlando con un nativo de una tribu africana que no supiera
nada sobre
las costumbres occidentales, él y yo tendríamos la misma
intuición, a saber, la de un sonido con unas
características determinadas. Su entendimiento y el mío
podrían traducir a palabras esa intuición de la misma
forma, pero mi entendimiento me diría a mí más que
a él, hasta el punto de que, hablando grosso modo, podríamos decir
que yo entendería la intuición y él no.
Sólo yo podría entender que lo que ha pasado es que "alguien ha llamado al timbre"
y
que, por consiguiente, que "alguien
está
esperando que le abra la puerta". Estas dos
afirmaciones son de naturaleza muy distinta a la afirmación
intuitiva "he oído un sonido"
y, a su vez, son muy distintas entre sí. Ninguna de las dos es
intuitiva. Los conceptos de "llamar" o "timbre" no son
intuitivos. Ciertamente, es correcto decir "intuyo un
timbre" (lo que más habitualmente expresamos diciendo "oigo
un timbre" o "veo un timbre"), pero desde el
momento en que nuestro entendimiento aplica el concepto de "timbre"
para construir una intuición, está construyendo de hecho una
experiencia que contiene más información de la estrictamente
contenida en la intuición.
Para empezar, el sonido que oigo no me informa de su
procedencia.
Puedo intuir de qué zona proviene, pero no que proviene de un
determinado aparato eléctrico que no estoy viendo y que
está situado en una habitación cercana (el recibidor de
mi casa). La prueba de ello es que es imposible que mi invitado
africano pueda deducir todo eso por sí mismo de la
intuición que recibe (la misma que recibo yo). Nuevamente
estamos ante un mensaje que no puede leerse si no se dispone a
priori
del código en que está escrito. La "gramática" que
necesita el entendimiento para entender las intuiciones es la
ciencia,
en
el sentido más amplio del término, es decir, el
conocimiento del mundo. Para reconocer un timbre cuando suena,
no basta
con tener buen oído; hace falta saber a priori qué es un
timbre y, en el ejemplo que estamos considerando, saber que en
mi casa
hay uno, saber cómo suena, etc.
Pese a todo, es correcto decir que sé que suena el timbre de
mi casa porque lo estoy oyendo, es decir, que tengo la
experiencia que
puede expresarse mediante la afirmación empírica "suena el timbre de mi casa".
En cambio, no
puedo decir lo mismo de "alguien
está
llamando para que le abra la puerta". No tengo ninguna
experiencia acerca de este hecho. Esto no lo sé porque me lo
muestre la experiencia, sino que lo deduzco racionalmente de mi
experiencia "suena el
timbre".
Estamos ante un ejemplo de afirmación
racional.
Antes de extraer consecuencias, vamos a considerar otro ejemplo
que
muestra más claramente la diferencia entre las afirmaciones
empíricas y las racionales: Ahora mismo tengo ante mí un
bolígrafo. Mi bolígrafo es un fenómeno, un objeto
que me es dado en la experiencia. Es esto que estoy viendo y que
puedo
tocar y coger con mis manos. Yo tengo conocimiento de su
existencia a
partir de ciertas sensaciones visuales y táctiles que mi
entendimiento convierte primero en la intuición de un
determinado objeto con una forma, tamaño y tacto determinados,
y, en una segunda fase, interpreta esta intuición como
correspondiente a un bolígrafo, que está hecho de
plástico, que sirve para escribir, etc. Cuando digo que
realmente hay un bolígrafo ante mí no estoy diciendo sino
que puedo verlo y tocarlo, y que no hay razón para suponer que
esté siendo víctima de ninguna clase de
alucinación. Esto es lo que significa "aquí tengo un
bolígrafo", ni más ni menos. Es una afirmación
empírica, justificada por mi experiencia.
Supongamos ahora que guardo el bolígrafo en un cajón
de mi mesa. Al cabo de un rato, viene alguien que me pregunta si
tengo
un bolígrafo y yo le respondo que sí, que hay uno en el
cajón de mi mesa. ¿Cómo sé yo esto? Cuando
el bolígrafo estaba ante mí, podía decir que
sabía que estaba ahí porque me lo mostraba la
experiencia, pero, ahora no tengo experiencia alguna de mi
bolígrafo. No puedo verlo ni tocarlo y, pese a ello, afirmo que
dentro del cajón de mi mesa hay un bolígrafo. Antes
podía decir que el bolígrafo del que hablaba era el
fenómeno que estaba viendo y tocando, pero ahora no experimento
ningún fenómeno al que pueda llamar bolígrafo, de
modo que ¿a qué estoy llamando bolígrafo? Si digo "antes había un bolígrafo
encima de la mesa", esto es una afirmación
empírica en la que hablo de un determinado fenómeno, pero
si digo "ahora hay un
bolígrafo en el cajón de la mesa", esto no es una
afirmación empírica, ni tengo intuición alguna que
pueda entender como el fenómeno "un bolígrafo ahora" ("un
bolígrafo antes" sí, pero "un bolígrafo ahora", no).
Obviamente, puedo abrir el cajón y constatar que, en efecto,
contiene un bolígrafo, pero esto no responde a ninguna de las
preguntas que estamos haciendo. Si he metido el bolígrafo en el
cajón a las 10 y he vuelto a abrirlo a las 10'15, tengo
empíricamente comprobado que había un bolígrafo en
el cajón a las 10 y que hay un bolígrafo en el
cajón a las 10'15, pero no tengo ninguna experiencia en la que
pueda fundarse mi afirmación "a
las 10'05 había un
bolígrafo en el cajón". Esta afirmación no
es empírica en absoluto.
Para algunos filósofos empiristas, observaciones tan
elementales como ésta resultan traumáticas, y se han
considerado obligados a buscar explicaciones peregrinas, como
que el
bolígrafo existe a las 10'05 porque Dios lo ve todo y, sin duda,
también ve el bolígrafo dentro del cajón. Como
suele suceder, Dios está de más en cualquier
planteamiento racional.
Sólo hay una interpretación posible de estos hechos
que, por otra parte, es completamente satisfactoria: en primer
lugar
hemos de admitir que el concepto general de "mi bolígrafo" no es
empírico, sino que es un concepto
racional, es decir, un concepto cuyo uso no está
regulado
por mi entendimiento, sino por mi razón. Cuando mi entendimiento
me dice que hay un bolígrafo en el cajón de mi mesa
(antes de que lo cierre), mi razón traduce esta
afirmación empírica sobre mi experiencia en una
afirmación racional sobre el mundo: "en un lugar del mundo, a saber, en el
cajón de mi mesa, está mi bolígrafo." El
proceso completo es:
El punto crucial es que esta tercera afirmación ha sido
"leída" de una experiencia, pero en sí misma no es una
afirmación empírica. Desde un punto de vista racional,
tiene sentido decir que el bolígrafo sigue ahí
después de cerrar el cajón. Para afirmar esto no me baso
en ninguna experiencia sobre mi bolígrafo, ya que no tengo
ninguna relevante (tengo experiencias anteriores y posteriores,
pero no
del intervalo de tiempo en que el bolígrafo permanece dentro del
cajón). Las afirmaciones racionales se deducen
lógicamente a partir de las afirmaciones científicas
sobre el mundo. Uno de los hechos científicos que sé
sobre el mundo (más adelante discutiremos por qué puedo
decir que lo sé) es que los objetos no desaparecen ni cambian de
lugar atravesando recipientes de madera. Por lo tanto, si he
metido el
bolígrafo en el cajón y nadie ha abierto el cajón
desde entonces, deduzco,
a
partir de premisas científicas que supongo a priori, que el
bolígrafo sigue en el mismo sitio. Yo sé
empíricamente que he dejado el bolígrafo en el
cajón y sé racionalmente que el bolígrafo sigue
ahí, aunque no lo vea.
Lo que llamamos ciencia
es
un sistema de afirmaciones sobre el mundo que podemos dividir
en dos clases:
Ahora debería de estar claro cuál es el papel que
representa la razón en el proceso que llamamos conocimiento: la
razón se ocupa de construir una representación ideal a la
que llamamos el mundo.
Construir un mundo es fácil, muchos novelistas construyen mundos
más o menos detallados. Aunque no sea lo más habitual, un
novelista puede diseñar un mundo que tenga su propia
física, su propio espacio, su propio tiempo, sus propios hechos,
etc. Así como para diseñar experiencias necesitamos, en
principio, algo así como Matrix,
para diseñar mundos sólo hace falta un papel y un
bolígrafo. Sin embargo, el objetivo de la razón no es
así de fácil. La razón pretende representarse un
mundo tal que aquellas afirmaciones sobre el mismo que puedan
ser
contrastadas empíricamente se vean confirmadas y nunca refutadas
por la experiencia, mientras que aquellas afirmaciones que, por
su
naturaleza, no puedan ser contrastadas empíricamente se reduzcan
a las imprescindibles para reflejar todas las conexiones
posibles entre
las afirmaciones empíricas.
Ésta es la finalidad básica de la razón:
conectar experiencias. Toda conexión entre experiencias
trasciende necesariamente a las experiencias mismas, por lo que,
necesariamente, tiene que ser establecida a priori por la razón.
Por poner un ejemplo elemental: cuando abro el cajón y veo el
bolígrafo que había metido en él, es mi
razón la que me dice que se trata del mismo bolígrafo. Yo he
tenido la experiencia de un fenómeno antes de cerrar el
cajón y la experiencia de otro fenómeno después de
abrirlo de nuevo. Aunque el bolígrafo que veo es idéntico
al que veía antes, no hay ninguna experiencia que pueda
mostrarme que se trata del mismo. Indudablemente, se obtienen de
intuiciones distintas. No tiene sentido decir que la intuición
del bolígrafo que tuve al guardarlo es la misma que tengo ahora.
Es mi entendimiento el que considera a priori que lo oportuno es
entender que ambas intuiciones corresponden al mismo fenómeno,
al mismo bolígrafo; pero, como siempre, a priori no significa
arbitrariamente, sino que mi entendimiento toma esta decisión
porque la razón, a partir de mi conocimiento del mundo, me dice
que tiene que ser el mismo bolígrafo. Esta conexión (no
constatable empíricamente) no es gratuita, sino que me permite
deducir hechos que sí son constatables empíricamente. Por
ejemplo, si yo sé que el bolígrafo que metí en el
cajón tenía casi completa su carga de tinta, puedo
asegurar que si, al abrir el cajón, compruebo la carga de tinta
del bolígrafo que encuentro, veré que estará casi
completa.
Como las afirmaciones empíricas pretenden describir
experiencias, una afirmación empírica tendrá que
ser aceptada o rechazada en función de si se ajusta o no a la
experiencia que pretende describir. En cambio, como las
afirmaciones
racionales pretenden conectar experiencias, una afirmación
racional tendrá que ser aceptada o rechazada en función
de su capacidad para conectar correctamente experiencias. Así,
si he metido un bolígrafo en mi cajón (y sólo
uno), la afirmación racional "ahora
hay
dos bolígrafos en mi cajón" ha de ser tenida
por falsa, pues no conecta adecuadamente con los principios de
la
ciencia y con una determinada experiencia. Lo mismo sucede con "Una forma de hacer que llueva es
llevar
la figura del santo patrón del pueblo a los campos para que
vea
la necesidad del agua", que no superará las pruebas
estadísticas más elementales. Similarmente, la
afirmación "la hostia se
convierte en el cuerpo de Cristo cuando es consagrada por el
sacerdote",
ha de ser descartada como afirmación científica sobre el
mundo porque no aporta nada a la hora de conectar experiencias.
(No es
que lo haga mal, como la anterior, sino que no lo hace ni bien
ni mal.)
Lo que sí es un hecho científico sobre el mundo, con
muchas consecuencias empíricas, es que "hay muchas personas que creen que una
hostia se convierte en el cuerpo de Cristo cuando es
consagrada por un
sacerdote". Por ejemplo, esto explica por qué muchas
personas acuden periódicamente a una iglesia a comerse una
hostia.
Así pues, vemos que el entendimiento realiza un doble proceso
de interpretación: interpreta las percepciones como intuiciones
basándose en los principios de la geometría
tridimensional euclídea y luego interpreta las intuiciones como
experiencias basándose en los principios de la ciencia y en los
hechos conocidos sobre el mundo. Ambas interpretaciones
requieren un
"código" a priori, pero la naturaleza de este "a priori" es
distinta en cada caso. Al construir las intuiciones, no estamos
en
condiciones de elegir el código, lo cual no excluye que
interpretemos nuestras percepciones como lo hacemos inducidos
por
nuestras percepciones. Es como alguien que sepa hablar un idioma
y no
conozca ninguno más: no es que haya nacido sabiendo ése
precisamente,
sino que ése es el que ha aprendido al analizar los sonidos que
le llegaban desde que nació. Si se hubiera criado en otro
ambiente, habría aprendido otro, pero lo cierto es que ahora
sólo es capaz de entender ese idioma. Por el contrario, el
código con el que interpretamos racionalmente nuestras
intuiciones no nos viene impuesto de ningún modo, sino que, si
bien nada nos libra de tener que fijar uno a priori, nos vemos
obligados a fijarlo conscientemente y optando entre una
infinidad de
alternativas. En la práctica, este proceso es equiparable al de
descifrar un mensaje
en clave. Necesitamos el mensaje para especular sobre la clave
desconocida y poder llegar a conocerla, pero necesitamos la
clave para
poder leer el mensaje. Igualmente, el entendimiento aporta
información sobre el mundo a la razón, pero necesita de
la razón y de la información disponible sobre el mundo
para interpretar las intuiciones como experiencias. El resultado
es un
proceso interactivo: leemos lo que podemos usando las claves de
que
disponemos, y vamos corrigiendo las claves a medida que nos
encontramos
con datos que carecerían de sentido con las claves disponibles.
Conviene observar también que, aunque en nuestro
análisis es conveniente distinguir, como
hemos hecho, entre la intuición, el entendimiento y la
razón, ello no significa que estas capacidades sean
compartimentos estancos, sino que en realidad son facetas de un
único proceso en el que todos los datos disponibles en
cualquiera de los niveles interactúan, o pueden interactuar
cuando conviene, con los demás datos de los demás
niveles. Ya habíamos puesto algunos ejemplos sobre esto: Si veo
algo
moverse sobre el cielo y mi entendimiento, por su forma,
establece que
es un avión, entonces mi intuición se apoya en mi
razón para formarse
la imagen de un objeto grande y lejano. Es mi razón la que
calcula el
tamaño que debe de tener el avión para que mi
intuición pueda situarlo
correctamente en el espacio. Aquí se ve con claridad que el
proceso que
culmina con mi conciencia de que estoy viendo pasar un avión no
puede
descomponerse en etapas sucesivas (primero tengo unas
percepciones, con
ellas me formo una intuición, la interpreto como un avión
y por último
añado un dato más a mi conocimiento sobre el mundo).
Ciertamente, las
percepciones que originan el proceso son previas a todo lo
demás, pero
todo lo demás es un único proceso en el que mi
entendimiento encaja
como mejor puede todos los datos que le aportan la percepción y
la
razón.
Este "como mejor puede" nos devuelve al problema de la
legitimidad
de la ciencia, que ya discutimos en la página 1.
No vamos a añadir ningún argumento nuevo a los que ya
aportamos allí, pero lo que sí podemos hacer, tras el
análisis que hemos llevado a cabo, es mostrar más
claramente el abismo que separa las tres posibilidades que allí
discutimos: el escepticismo, la ciencia y el dogmatismo.
El escepticismo cuestiona la legitimidad de todo intento de
conectar
experiencias mediante leyes establecidas a priori. Ahora estamos
en
condiciones de entender qué debe cuestionar realmente un
escéptico coherente consigo mismo: cada vez que abro un
cajón
con la esperanza de encontrar lo mismo que había en él
cuando lo cerré, estoy apoyándome en un principio
racional a priori: el
contenido de
los cajones no cambia mientras éstos permanecen cerrados.
Lógicamente, esta afirmación tiene el mismo fundamento
empírico que las leyes de Kepler, es decir, en sentido estricto,
no tiene ninguno. Tenemos el mismo motivo para desconfiar de que
los
planetas seguirán girando alrededor del Sol siguiendo las leyes
que han seguido hasta ahora como para desconfiar de que los
cajones
seguirán conservando su contenido como hasta ahora. Si nos
negamos a entender el mundo en términos de principios inducidos
(aunque no deducidos) de nuestras experiencias, entonces tenemos
un
buen motivo para pasarnos el día abriendo y cerrando un
cajón vacío, a ver si en una de tantas lo abrimos y ya no
está vacío, sino que contiene, por ejemplo, un lingote de
oro. Claro que, ¿para qué queremos un lingote de oro si
no tenemos ninguna garantía de que a los cinco minutos no
desaparezca en la nada, o se convierta en puré de guisantes? (Un
escéptico coherente debe cuestionar que tengamos esa
garantía.)
Ironías aparte, es evidente que el escepticismo sólo
puede existir como teoría frívola en una tertulia de
salón. Entender el mundo requiere establecer principios
generales que sólo pueden ser establecidos a priori, por lo que
no puede llamarse dogmático a quien acepte construir una ciencia
basada en leyes a priori. Observemos que si el escéptico insiste
en preguntar si podemos asegurar que no cabe la más remota
posibilidad de que al abrir un cajón del que tenemos constancia
de que no ha sido manipulado (excluyendo incluso juegos de
ilusionismo)
nos encontraremos justo lo que había al cerrarlo, la respuesta
es que no podemos asegurarlo, y la razón es que si
estuviéramos en Matrix,
cosa que no podemos descartar, nada impediría a un programador
de Matrix hacer que
tuviéramos tal experiencia. Sin embargo, eso no contradice en
nada los hechos siguientes:
Sería pervertir el argumento afirmar que debemos creer en la
ciencia porque nos conviene. No es una cuestión de creencias. El
punto crucial es que "Si nos
ponemos
a hacer ciencia, admitiendo todo lo que es imprescindible
admitir para
que la ciencia sea posible, sale lo que sale, y no otra cosa".
La ciencia está ahí, tanto si nos gusta, como si no.
Incluso un escéptico puede hacer ciencia, si se olvida de su
escepticismo, y la ciencia que le saldrá será la misma
que le saldrá a alguien religiosamente convencido de que las
afirmaciones científicas no pueden fallar. La objetividad de la
ciencia está por encima del grado de confianza que uno tenga en
ella. La ciencia está por encima de toda conveniencia. Por
último, una vez tenemos la ciencia ante nosotros, podemos usarla
o recelar de ella. Esto no altera a la ciencia, sino que nos
define a
nosotros: quien acepta la ciencia está aceptando el producto de
la razón y es, por tanto, racional; quien desconfía de la
ciencia está desconfiando del producto de la razón y es,
por
tanto, irracional. Nada nos permite asegurar que no sea el
irracional
el que esté en lo cierto (y un día de estos veamos
cuerpos levitando y desapareciendo en la nada), pero es que ser
racional o irracional es una cosa y acertar o equivocarse es
otra
distinta. Lo que sucede es que no tenemos ningún criterio para
determinar cuándo una decisión es acertada o desacertada,
y sí que tenemos un criterio para determinar cuándo una
decisión es racional y cuándo es irracional.
Lo mismo podemos decir si comparamos la ciencia con el
dogmatismo.
Nada nos asegura que alguien convencido de que rezar a Dios
pueda
ayudar a que un enfermo se cure no pueda estar en lo cierto,
pero aun
si lo está, no es menos cierto que está en lo cierto "por
casualidad", ya que dicha creencia es una entre una infinidad de
creencias posibles mutuamente contradictorias entre sí:
Podrá tener la verdad, pero no por ello tendrá
razón, a pesar de que esta última expresión se use
habitualmente en el sentido de "estar en lo cierto".