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Ya hemos tenido ocasión de señalar que el concepto de
"persona", es decir, de ser con dignidad, para el que existe la
obligación moral de respetarlo como un fin en sí mismo,
no coincide exactamente con el de "ser humano". Nadie pondrá en
duda que Hitler era humano al cien por cien, como un análisis de
su código genético habría demostrado
irrefutablemente, lo cual no lo convierte en persona en
absoluto, y no
es obstáculo para que cualquiera que hubiera estado en
disposición de pegarle un tiro y lo hubiera hecho, habría
merecido, no sólo la aprobación, sino también el
agradecimiento de cualquier persona. Por el contrario, si un día
aterrizara una nave espacial y de ella descendiera un ser
extraño, que de ningún modo podría ser un ser
humano, no podríamos deducir de ello que no es una persona, sino
que esto se decidiría en función de cómo responde
cuando se le trata como a tal, es decir, en términos
éticamente correctos. Si respondiera como debe responder una
persona, entonces es
una
persona, y si no, no. Todo esto con independencia de si es un
ser
animal, vegetal o mineral o de todo un poco, y con independencia
de si
ha surgido por un proceso de evolución natural o si ha sido
creado artificialmente por otro ser inteligente. Todo eso da
igual. Lo
que importa es su comportamiento. Quien discrepe de esto está
defendiendo una variante más o menos restrictiva del dogmatismo
conocido normalmente como racismo.
Esto implica que un código genético no aporta dignidad
alguna a quien lo posee, y esto es especialmente molesto a la
hora de
justificar el trato que debe darse a algunos especímenes humanos
que no encajan dentro del concepto de "persona", como son los
niños, los ancianos que han perdido total o parcialmente sus
facultades mentales, deficientes mentales, locos, pacientes en
coma,
etc.
Decir que merecen respeto porque son seres humanos es una frase
muy
hermosa y muy adecuada para los manuales de ética-de-boy-scout, pero
que
se derrumba inmediatamente ante un análisis serio. Por una
parte, acabamos de explicar que no es posible atribuirles
dignidad por
su código genético y, por otra parte, no es cierto que
merezcan respeto. A lo sumo, lo que pueden merecer es tutela.
En la página anterior hemos explicado brevemente lo que
debemos entender por tutelar a un niño. Se trata de que uno o
varios tutores
(usualmente
sus padres, pero eso no es más que una tradición)
impongan su voluntad sobre la del niño, pero no en provecho
propio, sino tratando de actuar de forma que sus decisiones
merezcan la
aprobación del niño en un futuro, cuando madure y pueda
ser considerado como una persona. En el caso de un anciano, la
tutela
se puede definir en sentido inverso: tutelar a un anciano es
imponer
sobre él nuestra voluntad pero tratando de respetar los
criterios que el anciano habría aplicado cuando todavía
era dueño de sus facultades mentales. Más complicado es
definir la tutela de un deficiente mental, pues ni ha sido ni
será nunca una persona. En la práctica es tratarlo como
si fuera un niño, aunque nunca se convertirá en adulto y,
por consiguiente, nunca estará en condiciones de juzgar la labor
desempeñada por el tutor. Un enfermo mental (no de nacimiento)
puede ser equiparable a un anciano.
No haría falta aclarar que, cuando hablamos de deficientes
mentales, nos referimos a aquellos cuyas limitaciones alteran
sensiblemente su capacidad de relación. Si la minusvalía
consiste únicamente en un menor grado de inteligencia que les
impide desempeñar tareas que otros seres humanos consideran
sencillas, eso no tiene por qué impedir que sean personas a
todos los efectos, por lo menos en la mayoría de las
situaciones. Un deficiente mental que necesite que le
expliquemos
despacio y simplificadamente cosas que otros cazan al vuelo no
es menos
persona por ello que un analfabeto que necesite que le leamos un
papel
que otros leen de corrido, o que un ser humano de inteligencia
media
que apenas puede entender una teoría física que un
superdotado entiende sin dificultad. El uso de razón requerido
para ser persona tiene algo que ver, pero no mucho, con el nivel
de
inteligencia.
Con respecto a estos seres humanos se plantean dos problemas
éticos y un sinfín de problemas técnicos. Los
primeros son: por qué merecen
ser tutelados y en
qué
consiste tutelarlos correctamente, es decir, si alguien
no
necesita ningún argumento racional para hacerse cargo de un
niño, o de un anciano, o de un deficiente mental y pretende
hacerlo con su mejor intención, ¿qué criterio debe
adoptar a la hora de decidir por él? Por ejemplo, si un anciano
ha fumado toda su vida y ahora no está en plena posesión
de sus facultades mentales pero quiere seguir fumando, ¿debe su
tutor prohibírselo porque el tabaco perjudica a su salud o debe
permitírselo porque es lo que siempre ha hecho? Ésta es
una cuestión ética, porque su respuesta ha de darse a priori: no hay ninguna
clase de
experimento que pudiera justificar que la mejor respuesta es una
u
otra. En cambio, el problema de cómo lograr que el anciano vaya
al médico cuando se obstina en no ir, es un ejemplo (sencillo)
de los muchos problemas técnicos que puede entrañar una
tutela. Éste es técnico porque sí que se puede
experimentar hasta descubrir a
posteriori qué estrategia funciona mejor y además
el fin ya está dado, y el problema es decidir cuál es el
mejor medio para lograrlo.
Consideremos en primer lugar el caso de la tutela de un niño
mentalmente sano, es decir, un niño que, si no sucede
ningún imprevisto, puede convertirse en una persona adulta con
plena capacidad mental. Como ya hemos dicho, tutelar a un niño
es, por definición, imponer nuestra voluntad sobre él de
tal modo que, cuando sea una persona, apruebe las decisiones que
hemos
tomado en su nombre. De este fin general se pueden deducir
cuatro fines
particulares inherentes en el concepto de tutela de un niño. Los
tres primeros constituyen lo que podemos llamar su educación:
Naturalmente, la parte más complicada a la hora de llevar adelante estos fines es determinar cómo hacerlo concretamente. Aquellos aspectos de la tutela de un menor sobre los que no cabe una duda razonable en cuanto a si son adecuados o inadecuados pueden —y deben— ser objeto de una legislación oportuna. Las leyes de protección de menores se fundamentan "retroactivamente": los menores no están en condiciones de acordar un sistema legal que los proteja, pero cuando lleguen a adultos aprobarán la existencia de las leyes que los han protegido durante su infancia, si es que éstas son justas —y en eso, precisamente, consiste en esencia su justicia—. Además de esto tenemos el interés social de que los menores lleguen a adultos en condiciones de integrarse debidamente en la sociedad, lo cual depende esencialmente de que hayan recibido una tutela adecuada. Así pues, la protección de los menores es una cuestión sobre la que el Estado tiene derecho a intervenir para exigir ciertas garantías.
Por supuesto, sólo es posible legislar sobre lo que puede
"encerrarse" en principios generales objetivos que puedan tener
forma
de ley. Esto no es difícil en lo tocante a la
conservación y protección de los menores, en el sentido
de que es fácil discernir entre lo que es cuidar bien o no a un
niño. Lo tocante a la educación ya es más
etéreo. La ley podrá privar del derecho de tutela, por
ejemplo, si un tutor no adopta las medidas oportunas para que el
niño curse la educación obligatoria, o si lo induce a
delinquir, etc., pero fuera de casos extremos, es imposible
establecer
objetivamente si una forma de educar a un niño es mejor o peor
que otra, y una legislación que imponga demasiadas restricciones
sería injusta por contravenir dogmáticamente los
criterios de los tutores (sin perjuicio de que éstos sean
también más o menos dogmáticos, pero el dogmatismo
es admisible allí donde la razón no tiene objetivamente
nada que decir).
Observemos también que los fines que hemos señalado
como integrantes del proceso educativo pueden entrar mutuamente
en
conflicto. Por ejemplo, alguien podría argumentar que es inmoral
educar a un niño inculcándole dogmas de forma deliberada,
por ejemplo, unas creencias religiosas. En efecto: esto puede
volverlo
intolerante con aquellas personas que no compartan sus creencias
(por
ejemplo, puede volverse antiabortista militante, y eso es
inmoral).
Así pues, la religión puede alejarnos (parcialmente) del
fin esencial de convertir al niño en persona. Sin embargo,
podría ocurrir que el privar al niño de una
educación religiosa le cree un vacío interior que lo
lleve a no encontrarle sentido a la vida y termine siendo
infeliz. No
tiene por qué ser así necesariamente, pero ¿y si
los tutores del niño no quieren arriesgarse a que esto suceda?
¿No es razonable rebajar un poco la dignidad futura del
niño (si es que sale antiabortista o algo similar) a cambio de
no abocarlo a la infelicidad absoluta? Habrá quien piense
así y quien se considerará capaz de enseñar al
niño a ser feliz sin necesidad de apelar a creencias
dogmáticas. Sin embargo, como nada puede decirse a ciencia
cierta, a la hora de juzgar las estrategias educativas es
necesario
armarse de cautela y tolerancia. La esencia de la inmoralidad es
imponer un criterio a los demás sin tener sólidas razones
para ello.
El aspecto más polémico de la educación es la
capacidad que tiene el educador de "modelar" la personalidad del
niño. Un educador que conozca bien "el oficio" puede lograr que
sus tutelados salgan beatos, fascistas, ecologistas, rebeldes,
conformistas o cualquier cosa que se proponga, con un alto
margen de
probabilidad. Es verdad que a menudo un hijo acaba con unas
ideas muy
diferentes de las de sus padres, pero esto significa que una
cosa es
criarse en una familia con una ideología determinada y otra
criarse en una familia manipuladora. El arte de manipular puede,
a su
vez, practicarse de forma consciente o inconsciente. Alguien
podría sostener que lo éticamente correcto en materia de
educación es presentar al niño todas las opciones para
que él elija libremente la que más se le acomode, de modo
que dirigirlo hacia una opción determinada es inmoral. No
creemos que, así, sin más matices, esto sea sostenible.
Es tanto como decir que una ruleta es mejor que un plan
predeterminado.
"Dejar libertad" a un niño para que se forme su propia forma de
pensar es dejar que dicha forma de pensar la determine, tal vez,
el
primer individuo que se encuentra por la calle y se convierte en
su
amigo en lugar de determinarla sus tutores. El método no tiene
ninguna garantía de aportar beneficio alguno.
Otra cosa es que podemos distinguir lo que podríamos llamar manipulación en sentido
estricto y lo que sería propiamente educación, en su sentido
etimológico de "dirección", "conducción". Podemos
considerar que se manipula a alguien cuando se le ofrece una
visión sesgada de las cosas, con mentiras, ocultando argumentos
o hechos contrarios, exagerando lo favorable a una posición
determinada, etc. Otra cosa diferente es presentarle los hechos,
no
imparcialmente, sino abogando honestamente por una determinada
visión. Argumentar no es inmoral, engañar sí.
Naturalmente, los argumentos éticos con niños son un poco
más sofisticados: engañar a un niño es inmoral
porque, cuando llegue a adulto y sea una persona, tendrá
razón al quejarse de haber sido engañado. En cambio,
presentar argumentadamente un punto de vista no es inmoral. En
el caso
de un niño sería inmoral, de todos modos, presentar
argumentadamente un punto de vista de una complejidad tal que el
niño no estuviera en condiciones de asimilarlo debidamente y
replicar como lo podría hacer en un estadio de mayor madurez. De
adulto, podría considerarse igualmente engañado y, por
consiguiente, manipulado. Así pues, no hay razón para
considerar inmoral que un tutor "conduzca" a un menor
presentándole argumentos en favor de una línea de
pensamiento en la medida en que éste esté en condiciones
de asimilarlos y sopesarlos. Otra cosa es recurrir a engaños o
estrategias emocionales que pretendan aprovecharse de la
debilidad
intelectual del menor.
Quizá éste sea un buen lugar para hacer algún
comentario sobre la manipulación de embriones: selección,
clonación, manipulación genética, uso de
células embrionarias con fines terapéuticos,
experimentación en general, sobre los que recaen ciertas
sospechas de inmoralidad o de atentar contra la (presunta)
dignidad
humana. La situación es muy simple después de todo lo que
ya hemos discutido en esta página y en la anterior: cualquier
técnica que termine con la gestación de un individuo
será buena o mala en función de si el individuo, una vez
llegado a adulto, tiene o no razones para sentirse beneficiado o
perjudicado por ella. (Faltaría considerar el caso en el que el
embrión manipulado acabara convertido en un deficiente mental
profundo, que no tuviera ni siquiera la opción de entender
qué manipulación ha sufrido. Nos ocuparemos de él
más tarde, cuando tratemos en general sobre los deficientes
mentales.) Por el contrario, cualquier técnica que no acabe con
la gestación de un individuo es sólo un proceso
bioquímico. Si alguien quiere ver en ello una tortura hacia un
angelito indefenso, puede creerlo como puede creer en Santa
Claus, pero
sería una inmoralidad que pretendiera emplear sus creencias
dogmáticas como argumento para decirle al prójimo lo que
debe o no debe hacer.
Consideremos ahora el caso de un anciano que ha perdido sus
facultades mentales hasta el punto de que es absurdo respetar
sus
criterios. (Notemos que un anciano en perfectas condiciones
mentales es
una persona más, y no hay nada que tratar sobre él de
forma específica.) En este caso es fácil precisar, al
menos en teoría, qué debemos entender por "tutela". Como
ya hemos indicado antes, cuando hablamos de tutelar a un anciano
nos
referimos a tratarlo cómo él hubiera indicado que deseaba
ser tratado (dentro de lo razonable) cuando era dueño de sus
facultades mentales. (El paréntesis es para advertir que,
obviamente, no vale que uno diga que, de mayor, desea ser
alimentado
exclusivamente con caviar, ostras y champán.) Naturalmente, en
muchos casos faltará información necesaria para concretar
qué significa esto en la práctica, y ésta
deberá ser sustituida por interpolaciones racionales, que
serán más acertadas cuanto más logren acercarse a
los criterios de la persona que fue el anciano. A falta de
evidencias
empíricas, no se podrá juzgar si son más o menos
acertadas, sino únicamente si son más o menos razonables,
más o menos plausibles. Así, por ejemplo, según
esta definición de tutela, si un anciano que es fumador desde
siempre desea seguir fumando, es inmoral impedírselo por razones
médicas, al menos, exactamente en la misma medida en que se
considere inmoral prohibírselo a un fumador en pleno uso de sus
facultades mentales.
Hemos definido así el concepto de "tutela" de niños y ancianos para que el deber ético de tutelarlos adecuadamente no sea sino un caso particular del deber ético de respetar a las personas. (Y aquí pasamos a ocuparnos del problema de por qué es un deber ético tutelar a niños y ancianos.) La idea esencial es que no tutelar debidamente a un niño es faltar al respeto a la persona en que se convertirá, y no tutelar debidamente a un anciano es faltar al respeto a la persona que fue. Notemos —no obstante— que, aunque aceptemos que niños y ancianos merecen ser tutelados, otra cuestión es quién está moralmente obligado a asumir esa responsabilidad. Es razonable considerar que la tutela de un niño es una obligación moral de quienes han decidido concebirlo. Nadie ha pedido nacer. Si una persona se siente perjudicada por haber recibido una mala educación, tendrá razón al juzgar que ha sido perjudicado por quienes tomaron la decisión de concebirlo. Notemos que éstos no tienen por qué ser los padres biológicos: si alguien, por ejemplo, paga a una mujer para que conciba un hijo para él, y ésta se presta a ello como mera intermediaria, si el hijo recibe luego una educación deficiente no tendrá razones para reprochar nada a su madre biológica, sino a quien —o quienes— se valieron de ella para concebirlo. Aunque no sea frecuente, un hijo tendría en principio razones para reprochar a sus padres el haberlo concebido voluntariamente sabiendo que no estaban en condiciones de alimentarlo o educarlo correctamente. Concebir un hijo a sabiendas de que se le va a dar una vida desdichada es un acto de egoísmo inmoral. Notemos que lo que estamos diciendo no implica que unos padres tengan la obligación moral de educar personalmente a sus hijos. Si consideran que lo mejor para ellos es darlos en adopción con ciertas garantías de que en su hogar de acogida serán bien tratados, no se les podrá reprochar nada por ello. De hecho, incluso sería admisible —sin insinuar con ello que tal política tuviera ninguna ventaja a priori— que los miembros de una sociedad acordaran de buen grado que fuera el Estado y no los padres el encargado de tutelar a los menores de edad, y no habría nada de inmoral en ello.
En cuanto a si una persona tiene el deber de tutelar a sus padres si es que éstos han perdido su uso de razón, aquí las cosas pueden ser más complicadas. Por ejemplo, si un hijo descubre que su padre es un asesino en serie, no hará nada inmoral por negarlo y decidir que no tiene por qué limpiarle las babas a un canalla. Al contrario, decir "será malo, pero conmigo siempre se ha portado bien" es una falta de respeto hacia las víctimas del asesino, que puede oscilar entre el mero egoísmo y la inmoralidad según las consecuencias prácticas que se extraigan de tal juicio. Lo mismo podría decirse de un hijo que niegue a sus padres porque tenga razones objetivas para considerar que éstos no lo han tratado debidamente durante su niñez.
Ahora bien, si unos padres han cumplido debidamente con sus responsabilidades como tales y, llegado el momento en que necesiten la tutela de sus hijos, éstos deciden que cuidar de ellos sería una carga excesiva que les amargaría la vida y no están dispuestos a ello, o aceptan en principio la responsabilidad pero no tutelan debidamente a sus mayores, se les podría admitir que no están obligados a arruinar sus vidas por cuidar de sus padres salvo en la medida en que pueda decirse que existe un acuerdo tácito que los obligue a aceptar dicha responsabilidad. En la medida en que los padres den por hecho que sus hijos estarán dispuestos a cuidar de ellos cuando lo necesiten y éstos no los saquen de su error, puede decirse que los hijos están engañando a sus padres, lo cual es inmoral. Se podría admitir que dejarles bien claro que no se ocuparán de ellos sería un acto egoísta, aunque no inmoral en sentido estricto, al menos si tal declaración viene acompañada de la renuncia a cualquier ventaja que pudieran obtener de ser hijos de sus padres (como, por ejemplo, la herencia) y si la hacen con antelación suficiente como para que los padres puedan asegurarse que alguien los atenderá debidamente cuando así lo precisen.
No vamos a dar más detalles sobre la tutela de menores y ancianos ya que éstos son fáciles de precisar y no se trata de un asunto controvertido. Una cuestión mucho más delicada es la contraria, es decir, no por qué hay que tutelar a niños y ancianos, sino por qué no hay que tutelar a otros seres humanos a los que más de uno puede sentirse tentado de negar unilateralmente el status de persona. Esto es lo que sucede cuando alguien impone su voluntad sobre la de otras personas argumentando que "lo hace por su bien", que "lo que más les conviene es obedecer, aunque sea contra su voluntad". Esto puede ser admisible de forma excepcional cuando las personas cuya voluntad no se respeta carecen de una información esencial. Por ejemplo, si alguien sabe que en un lugar hay una bomba a punto de estallar, trata de prevenir a quienes se encuentran cerca, pero éstos no le creen, hará bien en ahuyentarlos por la fuerza, confiando en que, cuando se convenzan de que, efectivamente, estaban en peligro, le agradecerán que no haya respetado su reticencia a ser desalojados.
Ahora bien, si algo le sobra al mundo son "iluminados" convencidos de que lo mejor que puede hacer el resto de la humanidad es seguir sus instrucciones. Dejando de lado que los criterios de tales "iluminados" suelen ser dogmáticos y, por consiguiente, todo intento de imponerlos es evidentemente inmoral, lo que debemos recalcar aquí es que es inmoral tutelar a las demás personas aun cuando la tutela pueda justificarse racionalmente. En realidad esta última frase es contradictoria, pues, afirmar que la tutela es inmoral es lo mismo que afirmar que no puede justificarse racionalmente. Explicaremos con un ejemplo lo que queremos decir: Imaginemos que un testigo de Jehovah va a morir sin remedio a no ser que reciba una transfusión de sangre, pero se niega a recibirla afirmando que su religión se lo prohíbe. Muchos se sentirán tentados de afirmar que, dado que eso de que Dios no quiere que uno reciba transfusiones de sangre es una necedad —que lo es— lo mejor que se puede hacer es realizarle la transfusión aun en contra de su voluntad, para salvarle la vida. Afirmamos que esto es inmoral. Más aún, si el enfermo entrara en coma a causa de su enfermedad, entonces necesitaría ser tutelado, y tutelarlo correctamente es, como ya hemos explicado en el caso de niños y ancianos, decidir por él tratando de ajustarse a lo que él aprobará cuando recobre la consciencia o lo que habría aprobado antes de perderla. En este caso, tutelarlo correctamente es dejarlo morir, pues ése es el criterio que él habría adoptado si hubiera estado en condiciones de decidir.
Nadie en sus cabales niega que perder la vida por no aceptar
una
transfusión es una estupidez, pero el quid de la cuestión
es que los deseos de cualquier persona son necesariamente
irracionales,
por lo que ninguna imposición puede justificarse por la mera
irracionalidad de un deseo. El enfermo del ejemplo desea morir.
Él dirá, probablemente, que no desea morir, pero que
está dispuesto a ello antes que a contravenir la voluntad
divina. No obstante, esta estupidez puede resumirse
adecuadamente
diciendo que el enfermo, en sus circunstancias, desea morir, en
el
sentido de que considera la muerte como su mejor opción. Es
cierto que el motivo por el que el enfermo desea morir es
irracional y
dogmático, pero esto es irrelevante, porque todo deseo es en
última instancia irracional, aunque no esté sustentado
por un argumento dogmático. Contravenir la voluntad de alguien
sólo porque no nos convencen sus explicaciones de por qué
desea lo que desea es inmoral, porque dicha persona siempre
podría sustituir sus explicaciones poco convincentes por la
explicación que cualquiera tiene derecho a aducir para
justificar sus propios deseos: "porque eso es lo que quiero".
Cualquier
presunto argumento racional que pretenda establecer lo que a una
persona le conviene hacer siempre tomará como axiomas ciertos
fines irracionales. Ciertamente, si una persona tiene como fin
conservar su vida, creer en un Dios meticón que le prohíbe las
transfusiones de sangre no es un buen medio para lograr tal fin,
pero
nadie puede justificar racionalmente que una persona deba asumir
como
fin prioritario conservar su vida. Si pretendemos forzar a
alguien a
que haga algo convencidos de que eso es lo mejor para él,
nuestra acción será inmoral (es decir, irracional) porque
estaremos imponiendo dogmáticamente que lo que nosotros
consideramos "lo mejor para él" ha de ser lo mismo que él
considere "lo mejor para él" y no hay forma alguna de justificar
eso racionalmente. El dicho "sarna
con
gusto no pica" encierra uno de los principios éticos
más difíciles de asimilar para muchas mentes
bienintencionadas que no son conscientes de la subjetividad de
sus
propios deseos. Por supuesto, nada de lo dicho aquí contradice
que sea lícito cualquier intento de convencer mediante
argumentos a cualquiera para que reniegue de algún dogma que le
perjudica. Tratar de hacerle renegar de un dogma que le hace
feliz es
un asunto más controvertido.
Así, por ejemplo, si un dictador transforma un país en
una cárcel comunista, en la que no existen desigualdades
sociales, donde no hay hambre ni desempleo, etc., pero se
encuentra con
que todos los que pueden tratan de huir al extranjero porque ser
pobre
en otro país tiene más perspectivas de futuro que ser
igual a todo el mundo en el propio, podrá tachar a los
tránsfugas de desleales ingratos, pero la realidad es que nadie
tiene que estarle agradecido por imponer por la fuerza un modelo
de
sociedad que tendrá todas las virtudes que se quiera, pero que
no sirven de nada si, en suma, no se trata del modelo de
sociedad que
desean sus compatriotas. Por el contrario, si se obstina en
mantenerse
en el poder por la fuerza, en contra de la Ética y del Derecho
(no del derecho de su sistema legal, sino del Derecho racional),
lo
único que consigue es justificar ética y
jurídicamente a cualquiera de sus compatriotas que se considere
oprimido a pegarle un tiro si encuentra la ocasión.
El principio fundamental de la Ética es que es persona todo aquel ser que, por su comportamiento, pueda ser tratado como tal, porque no hay razón para no tratar a un ser como persona excepto la pura imposibilidad física de hacerlo. Podrían darse casos excepcionales en los que no hay más remedio que tutelar a una persona. Por ejemplo, imaginemos que alguien secuestra a un miembro de una tribu primitiva que vive aislada de la civilización y lo suelta en medio de una gran ciudad. Pongamos que el salvaje se siente amenazado y adopta una actitud agresiva, destroza objetos que considera peligrosos, trata de robar comida y agrede a cualquiera que intenta acercársele. Alguien así necesita ser tutelado, y tutelarlo debidamente consiste en llevarlo junto a los suyos de nuevo. Pero, mientras tanto, no se le puede dejar que obre según sus propios criterios porque no entiende nada de lo que le rodea. Ahora bien, salvo en casos extremos como éste, debemos asumir que cada cual puede dirigir su vida con sus propios criterios, aunque éstos le perjudiquen, si es eso lo que desea y en la medida en que con ello no falte al respeto a otros, es decir, en la medida en que realizar sus deseos no sea inmoral.
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