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CÓMO NO SE FUNDAMENTA LA ÉTICA II
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En primer lugar acabemos con Sócrates, porque ya estoy harto de este invento de que no saber nada es un signo de sabiduría.
Isaac Asimov

Si la página precedente estaba dedicada a descartar (por dogmáticos) argumentos que pretendan distinguir el bien del mal, en ésta descartaremos (por imposibles) determinadas concepciones, más o menos extendidas, de lo que presuntamente podría ser la Ética como sistema. Es fácil encontrar factores que han contribuido a desfigurar lo que podemos esperar razonablemente que sea una fundamentación de la Ética:

La tradición de concebir la Ética como "lo que debe enseñarse al pueblo, o a los niños, para que se comporten razonablemente" ha llevado a confundir la Ética con un prontuario lo más sencillo posible que deje bien clarito qué está bien y qué está mal. Pero lo utópico de tal concepción salta a la vista en cuanto se compara con el equivalente teórico de esta cuestión práctica: ¿Alguien en su sano juicio esperará encontrar un "librito" sencillo que permita a todo el que lo lea distinguir fácilmente lo verdadero de lo falso? La Ética así concebida no es el equivalente práctico de la Ciencia, sino el de la divulgación científica, que es otra cosa muy distinta. Por poner un ejemplo sencillo, consideremos el problema siguiente:

Determinar de cuántas formas distintas pueden sentarse 6 personas en una mesa circular de 12 asientos, entendiendo que si dos personas intercambian sus puestos, o si todas ellas se desplazan un lugar hacia la izquierda o hacia la derecha, se ha de considerar que la distribución sigue siendo la misma.

¿Por qué podríamos suponer a priori que determinar, por ejemplo, si abortar está mal o no está mal, es un problema más simple que determinar si la solución del problema anterior es 80 o no es 80? ¿Dónde están los "diez axiomas" teóricos equivalentes  a los "diez mandamientos" prácticos que nos permitan resolver rápidamente ésta y cualquier otra cuestión teórica que se nos plantee? Cuando alguien dice que abortar está mal porque va en contra de la ley de Dios, o que abortar está bien porque una mujer tiene derecho a hacer lo que quiera con su cuerpo, está haciendo el equivalente práctico a "resolver" el problema anterior diciendo que la solución es 80 porque me lo ha revelado Dios, o que la solución no es 80, sino 6, porque cada persona tiene derecho a proponer una disposición, luego hay tantas disposiciones posibles como personas. Eso no es resolver el problema, sino inventarse una "solución" y, a continuación, inventarse un "argumento" para apoyarla. (Sin perjuicio de que si alguien dice que la solución es 80 porque se lo ha revelado Dios, tiene razón al afirmar que la solución es 80, aunque lo de la revelación divina no sea un argumento legítimo para justificarlo. Una cosa es la racionalidad de la respuesta y otra la racionalidad del argumento.)

Así pues, hemos de entender que la finalidad de una crítica de la razón práctica no puede ser encontrar una receta sencilla que hasta un niño de diez años pueda aplicar para distinguir el bien del mal, sino establecer los criterios que permitan asegurar que un argumento que pretenda justificar que una acción es buena o mala sea racionalmente válido, y en particular que no se apoye en supuestos dogmáticos. Cada situación práctica concreta requiere, en principio, un razonamiento específico cuya argumentación no puede ser establecida a priori, sin perjuicio de que un mismo argumento pueda ser lo suficientemente general como para aplicarse a una familia de situaciones con características comunes (igual que es posible encontrar una fórmula general que resuelva cualquier problema del estilo del planteado para cualquier número de personas y de asientos).

Las "recetas fáciles" son a la Ética como un manual de primeros auxilios es a la medicina. Yo no soy médico y no podría poner un ejemplo concreto, pero seguro que existen circunstancias —atípicas, pero posibles— en las que, si alguien se encuentra un accidentado y sigue al pie de la letra el procedimiento marcado por un manual de primeros auxilios, puede dañar gravemente a la víctima, mientras que un médico podría detectar la peculiaridad del caso y, contraviniendo el manual, podría salvarla. Si un (buen) médico se encuentra con un paciente que en apariencia tiene una determinada enfermedad, pero que presenta también algunas características excepcionales por las cuales el tratamiento usual podría no ser adecuado, no se limitará a desatenderlas y prescribir igualmente el tratamiento que conoce, sino que se planteará qué debe hacer ante esta situación novedosa. Incluso puede darse el caso de que deba decirle a su paciente que no sabe qué conviene hacer, y que debería consultar a otro médico que pueda saber más del asunto. Del mismo modo, si alguien se encuentra en una situación práctica en la que cabe la posibilidad de que mentir, o robar, o matar pudiera estar éticamente justificado, no puede —o, para ser exactos, no debe— escudarse en su "manual de boy scout ético" y negarse a mentir, o a robar, o a matar, "por principios", pues eso es el equivalente a lo que hace el médico hipócrita que prefiere prescribir un tratamiento "típico", aunque pueda ser perjudicial para el paciente, antes que pensar por sí mismo o reconocer su incapacidad para resolver el problema médico que se le plantea.

He aquí una diferencia notable entre la actitud que mucha gente adopta ante problemas de carácter teórico y de carácter práctico: Ante un problema teórico, nadie duda, si se da el caso, en reconocer su incapacidad para resolverlo y consultar, si lo necesita, a alguien que sepa más sobre el asunto. (Por ejemplo, muchos verán el problema de los doce asientos y dirán que no saben resolverlo sin sentirse traumatizados por ello.) En cambio, son muchos los que, ante un problema práctico que no tiene por qué ser más simple que el problema de los doce asientos, no dudan en inventarse una respuesta y defenderla contra viento y marea, y si alguien insinúa que no tienen la preparación debida para abordar el problema, o que, en cualquier caso, no lo han hecho con el rigor necesario para que su conclusión sea digna de crédito, pondrán el grito en el cielo. En el extremo opuesto están los escépticos, que no se limitan a afirmar que no saben resolver el problema, sino que afirman que no es posible resolverlo sin partir de presupuestos dogmáticos. Como opinión, es una opinión tan respetable como cualquier otra, pero si esta opinión se traduce en la práctica en la actitud de "lavarse las manos" ante cualquier problema que requiera una reflexión seria, entonces deja de ser una opinión para convertirse en irresponsabilidad, y la irresponsabilidad puede ser, en el peor de los casos, inmoral y, en el mejor de los casos, vergonzosa.

Esta combinación entre la incapacidad para razonar objetivamente sobre cuestiones delicadas con la facilidad para improvisar respuestas dogmáticas hace que, a menudo, las recetas de boy scout sean lo más recomendable en la práctica. Por ejemplo, si a un niño, en lugar de insistirle en que mentir está mal siempre, se le advierte que hay casos en los que mentir es lo correcto, seguro que acaba encontrando por sí mismo muchos de estos casos, y casi seguro que los casos que encuentre coincidirán con los casos en los que mentir le supone algún provecho. Así pues, no negamos la utilidad de las éticas simplificadas como medio para lograr que una gran masa de gente se comporte razonablemente bien en términos estadísticos, es decir, siguiendo unas recetas sencillas que sólo den lugar a respuestas inmorales en casos poco usuales. Sin embargo, esa posibilidad de que las recetas típicas no sean válidas en situaciones atípicas (en un sentido amplio que incluye, por ejemplo, discutir sobre la vida o la muerte, no de alguien que pasa por la calle, donde la gente de buena voluntad tiene claro a qué atenerse, sino de un feto) hace necesaria una crítica de la razón práctica que nos proporcione criterios para abordar seriamente esos casos residuales.

Ahora bien, debemos estar prevenidos de que las éticas simplificadas vician la lógica del discurso ético con sus burdas generalizaciones sistemáticas, y no podemos consentir que tales generalizaciones se infiltren dogmáticamente en un razonamiento serio, pues su efecto no es ya que den lugar a conclusiones dogmáticas, sino que vuelven contradictorio cualquier análisis serio de un problema. Para ilustrar a qué nos referimos vamos a considerar, por ejemplo, la Declaración universal de los derechos humanos. Ésta se encuentra a caballo entre la Ética y el Derecho, que son disciplinas de naturaleza muy distinta, pero aquí vamos a considerarla desde un punto de vista puramente ético. La idea es que si alguien afirma no reconocer como tales los derechos humanos, se pensará inmediatamente de él que es una mala persona. Vamos a discutir el asunto. Consideremos, por ejemplo, el artículo siguiente:

Artículo 13: Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.

Si hemos de aceptar este artículo en toda su generalidad, entonces estamos obligados a concluir que toda cárcel viola los derechos humanos, pues los reclusos no tienen derecho a circular libremente. (O eso, o admitimos que los reclusos no son personas.) Alguien dirá: Ya, pero es que se sobrentiende que el artículo hace referencia a personas que no hayan cometido ningún delito. Bien, ¿y qué ocurre con un niño de diez años que no haya cometido ningún delito? Si un niño de diez años les dice a sus padres que quiere irse al Polo Norte para visitar a Papá Noel y sus padres le dicen que a donde tiene que irse es a la cama, ¿están sus padres violando los derechos humanos del niño, concretamente el artículo 13, por no dejar que circule libremente por el mundo? Alguien dirá: Es que también se sobrentiende que el artículo hace referencia a personas mayores de edad. De acuerdo, pues. Consideremos entonces el artículo siguiente:

Artículo 3: Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.

Si hemos de sobrentender que el artículo 13 se refiere sólo a personas mayores de edad y que no hayan cometido ningún delito, ¿podemos hacer lo mismo en el artículo 3, y concluir que matar niños o delincuentes no viola los derechos humanos? Alguien dirá: No, es que lo que puede sobrentenderse en el artículo 13 no puede sobrentenderse en el artículo 3, que vale también para niños y delincuentes. Y entonces, preguntamos: ¿y en el artículo 3 hemos de sobrentender que se aplica a los fetos o no? Porque si se aplica a los fetos, entonces el aborto viola los derechos humanos, y si no, no. (Alguien podría introducir disquisiciones sobre la diferencia entre el "individuo" del artículo 3 y la "persona" del artículo 13, pero en la versión inglesa de la Declaración universal de los derechos humanos ambos artículos empiezan con Everyone, así que esa disquisición nos llevaría a distinguir entre los derechos humanos de los anglohablantes y los de los hispanohablantes, en contradicción con el artículo 2, que prohibe las discriminaciones por la nacionalidad.)

Vemos así que la "lógica" subyacente a la Declaración universal de los derechos humanos dista mucho de la lógica subyacente en cualquier texto científico serio. No es posible desarrollar una teoría racional de cualquier naturaleza sobre una red de afirmaciones en las que a veces hay que suponer que se aplican en unos casos, en otras hay que suponer que se aplican en otros, en otras no está claro a qué casos se aplican y a cuáles no, etc. Es obvio que la Declaración universal de los derechos humanos, tal cual está redactada, cumple satisfactoriamente la misión para la que fue concebida, y que no sería conveniente en absoluto sustituirla por un texto intrincado lleno de cláusulas y subcláusulas. Pero no es menos cierto que ni ella, ni su lógica laxa subyacente (que deja a cargo del sentido común determinar el alcance de cada artículo) son admisibles en una crítica de la razón práctica.

Es importante tener esto en cuenta porque más adelante tendremos ocasión de afirmar, por ejemplo, que los niños y los deficientes mentales no son personas. Evidentemente, si entendemos esto en los términos en que se interpretan habitualmente las declaraciones grandilocuentes, como la de los derechos humanos, suena aberrante, pero, según veremos, es simplemente el efecto de precisar el lenguaje para que, cuando afirmemos algo, pueda significar ni más ni menos que lo que afirmamos, sin necesidad de sobrentender esto o lo otro o no se sabe muy bien qué. Así, decir que un niño no es una persona no será una excusa para convertir la decapitación de niños en deporte olímpico, sino una forma de expresar en un lenguaje preciso que si, por ejemplo, un niño quiere viajar al Polo Norte, no hay nada de malo en impedírselo, aunque coja una rabieta por ello.

Otro tipo de generalizaciones que, indiscutiblemente, es efectivo como medio de inculcar un buen comportamiento en la gente sin obligarla a pensar mucho, es proponer modelos ideales de "santidad", instando a que cada cual trate de aproximarse al ideal en la medida de sus posibilidades. Un ejemplo arquetípico es la figura de Jesucristo, idealizada por el cristianismo. En su contexto histórico su doctrina era sensata, pues probablemente Jesús creía en la inminente llegada del Mesías (y tal vez llegara incluso a plantearse si no sería él mismo el Mesías) y además se dirigía específicamente al pueblo judío, al que trataba de aunar eliminando las numerosas rencillas y querellas internas entre sus distintos estratos. Sólo en ese contexto pueden entenderse afirmaciones como "Si alguno te abofetea en la mejilla derecha, muéstrale también la otra." o "No resistáis al mal", etc. Vienen a decir (quizá un tanto hiperbólicamente) "no os enfrentéis judíos contra judíos, ni os opongáis a quienes os oprimen, porque haréis mejor en prepararos para la próxima llegada del Mesías, que ha de encontrar un pueblo unido y dispuesto a seguirlo fielmente", pero cuando la inopinada muerte de su maestro obligó a los cristianos a improvisar una reinterpretación de sus enseñanzas que fuera coherente con los acontecimientos, terminaron generalizando ad absurdum este ideal de mansedumbre. Así, san Pablo dice: Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis, y el Apocalipsis: Si alguno es destinado a la cautividad, a la cautividad va; si alguno ha de morir a espada, a espada ha de morir. Ésta es la resistencia y la fe de los santos.

Es evidente que, entendida al pie de la letra, esta doctrina, no sólo no es propia de los santos, sino que es inmoral. Imaginemos qué sucedería si alguien recomendara públicamente a las mujeres víctimas de la violencia machista que, cuando su pareja les abofetee, presenten la otra mejilla y den gracias. Ya santo Tomás de Aquino se vio en la necesidad de argumentar que las palabras de Cristo son como los Derechos humanos, que hay que tenerlas en cuenta cuando es razonable tenerlas en cuenta, y no hacerles ni caso cuando evidentemente sería absurdo hacerles caso. (Evidentemente, santo Tomás no lo expresa en estos términos, pero sí que argumenta que la legítima defensa es ciertamente legítima, a pesar de las citas bíblicas anteriores y de muchas otras similares).

Éste y todos los ideales de santidad que a menudo se han propuesto como modelos a imitar (no necesariamente en relación con la mansedumbre, sino exaltando cualquier otra virtud hasta la hipertrofia) no son racionalmente sostenibles, pues es fácil poner ejemplos en los que una actitud beata resulta ser inmoral. Y aunque, ciertamente, puedan ser estrategias útiles para inculcar la ética en algunos casos, también pueden tener un efecto contrario, ya que alguien a quien se le haya convencido de que ser bueno es no mentir nunca, no enfadarse nunca, no usar nunca la violencia, etc., puede acabar concluyendo que ser bueno no está hecho para él, y así pierda el respeto a la Ética por confundirla con lo que en realidad es una caricatura de la Ética. Y, aun si encontramos un ejemplo de persona virtuosa que racionalmente pueda considerarse digna de imitación, siempre deberá quedar claro que su conducta podrá considerarse digna de imitación en la medida en que haya sido buena y lo continúe siendo en el futuro, cosa que sólo la razón práctica puede determinar en cada momento, pero nunca se podrá tomar su conducta como argumento que pruebe que una acción dada es buena o mala. Lo mismo sucede en el caso de la razón teórica: si Stephen Hawking hace una afirmación sobre física, probablemente será verdadera, porque sabe mucha física y es inteligente, pero sería absurdo decir: "Esto es verdad porque lo ha dicho Stephen Hawking, luego ya no hay nada más que añadir."

Hasta aquí hemos tratado de prevenir al lector contra las concepciones simplistas de la Ética que han alcanzado más o menos popularidad entre la gente en general. Ahora debemos añadir algunas observaciones similares sobre las teorías elaboradas por filósofos. No cabe duda de que si un hombre ha causado un grave daño a la filosofía del que nunca se ha llegado a recuperar plenamente, ése ha sido Sócrates. Al parecer, su especialidad era hacer preguntas que la gente no sabía responder, entre las cuales destaca la de ¿qué es el bien?, y su sofisma era interpretar la incapacidad de responder como ignorancia. No negamos que pueda ser razonable acusar a alguien de no saber qué es el bien, pero sí negamos que eso pueda deducirse de su incapacidad de responder a la pregunta ¿qué es el bien?, y, recíprocamente, afirmamos que quien quiera clarificar su idea de "bien" no deberá esforzarse por buscar una respuesta del tipo "el bien es...", sino más bien esforzarse por determinar qué está bien y qué está mal. Preguntarse ¿qué es el bien? es como preguntarse ¿qué es la verdad? Quien quiera entender el mundo racionalmente, no ha de hacerse esa pregunta. Ha de preguntarse cuáles son las leyes de la dinámica, qué clase de fuerzas afectan a la materia, cuál es la estructura de la materia, etc. Hay muchas preguntas cuya respuesta es necesaria para estar en condiciones de afirmar que se entiende el mundo, pero ¿qué es la verdad? no es una de ellas.

En realidad, es fácil responder a esas preguntas (las de la verdad y el bien, no a las de la estructura de la materia, etc.): Es verdadero lo que debe pensar todo aquel que quiera tener una concepción racional de lo que es el mundo. Por ejemplo, si observo que tengo dos manos, puedo decir que es verdad que tengo dos manos, y sería falso afirmar que tengo cinco, porque tal afirmación contradiría la observación más elemental. Cuando afirmo que es verdad que (dentro de los márgenes de la estadística) el aire puro está formado de un 78% de nitrógeno, de un 21% de oxígeno y de un 1% de otros gases y que es falso, por ejemplo, que el aire puro tenga un 56% de metano, lo que quiero decir es que, nada me impide afirmar lo segundo si así me place, pero el hecho es que esa afirmación está en contradicción con cualquier experimento razonable destinado a determinar la composición química del aire. Si afirmo lo primero estoy siendo racional (porque lo que afirmo concuerda con todos los elementos de juicio relevantes) y si afirmo lo segundo estoy siendo irracional. Verdadero es, en cierto sentido, sinónimo de racional.

Ciertamente, si Sócrates me oyera decir esto, me acribillaría a preguntas del estilo de ¿qué es ser racional?, ¿qué quieres decir con que una afirmación concuerda con unos elementos de juicio?, etc. Y no es menos cierto de que ni yo ni nadie puede responder a estas preguntas, pero también es cierto que eso es irrelevante. Del mismo modo que cualquiera que tenga vista y distinga bien los colores sabe que es verdad que el cielo es azul, aunque no pueda definir el azul, cualquiera que tenga uso de razón puede estudiar los experimentos y los análisis subsecuentes que llevan a determinar la composición química del aire y concluir que son correctos (si es que lo son) y que, por consiguiente, es correcto afirmar —o, dicho de otro modo, es verdad— que el aire tiene un 78% de nitrógeno. (Sin perjuicio de que, en determinadas zonas, esta proporción pueda variar y así, por ejemplo, pueda decirse que en una ciudad contaminada la proporción de otros gases sea mayor del 1% y, por consiguiente, la proporción de nitrógeno sea inferior al 78%, cosa que a su vez podría determinarse empíricamente.)

Del mismo modo, podríamos decir que una acción es buena si es lo que debe hacer todo aquel que quiera actuar racionalmente, y que es mala si no debe hacerla todo aquel que quiera actuar racionalmente, si bien en este caso cabe una tercera alternativa, y es que una acción no sea ni buena ni mala, ya que puede no haber argumentos racionales en su favor ni en su contra. (En realidad, esta tercera posibilidad hace recomendable a veces considerar como "buenas" algunas acciones que no pueden considerarse exigibles por la Ética. Por ejemplo, una persona puede sacrificar su vida para salvar la de sus hijos, y podemos decir que esto es una buena acción, pero no podemos decir que alguien esté moralmente obligado a renunciar a su vida para salvar la de sus hijos. En cualquier caso, se trata de una discusión puramente lingüística sobre la que no es oportuno extendernos más en este momento.)

Obviamente, estas "definiciones" de bien y mal no contentarían a Sócrates, porque no especifican si una acción en concreto es buena o mala, exactamente igual que la "definición" de verdad que hemos dado no especifica si una afirmación dada es verdadera o falsa. Cuando un científico especula sobre si una afirmación es verdadera o falsa (por ejemplo, si los tiranosaurios eran principalmente cazadores o carroñeros) no dispone de ningún criterio a priori sobre cómo puede llegar a una conclusión u otra. Tendrá que analizar la información disponible y decidir si con ella tiene elementos de juicio para decantarse por una de las opciones. Lo importante es que lo único que le preocupará es si los datos apuntan a que los tiranosaurios eran cazadores o si apuntan a que eran carroñeros y, en caso de que haya datos que sugieran respuestas distintas, tendrá que sopesarlos para decidir cuál de las opciones puede, después de todo, justificarlos a todos. Lo que no hará el paleontólogo como preámbulo a su investigación, es reflexionar sobre qué es la verdad.

Sin embargo, muchos filósofos, idólatras de Sócrates, han considerado que lo que procede a la hora de desarrollar la Ética (es decir, el análogo práctico de la Ciencia) es empezar definiendo qué es el bien, a ser posible, con una receta sencilla y maravillosa. Una de las recetas más famosas de este tipo la propuso Kant: "Obra de tal modo que puedas desear que tu máxima [tu criterio subjetivo de actuación] se convierta en universal [pueda ser aplicado objetivamente por todos]". Tales "fórmulas" son tan estériles como se puede suponer a priori que han de serlo necesariamente. El imperativo kantiano es, concretamente, ambiguo hasta la inutilidad.

Supongamos, por ejemplo, que me cae mal alguien y quiero matarlo, pero se me ocurre que tal vez eso no estaría bien y, para salir de dudas, recurro a Kant. Si me planteo que mi máxima es "matar a todo el que me cae mal" y me pregunto si puedo desear que cada cual mate a todo aquel que le caiga mal, he de responder en conciencia que no puedo desear tal cosa, ya que yo podría caerle mal a alguien y no quiero que nadie me mate por caerle mal. Visto así, mi proyecto de matar a la persona que me cae mal no es bueno. Ahora bien, pongamos que la persona en cuestión me cae mal porque tiene la costumbre de poner la música alta por las noches (cosa que yo nunca haría). Entonces, puedo considerar que mi máxima es "matar a todas las personas que ponen la música alta por las noches". Y observo con satisfacción que no me importaría que todo el mundo adoptara como máxima matar a las personas que ponen la música alta por las noches. Más aún, si fuera así, tal vez incluso alguien se me adelantara y matara en mi lugar a la persona que me cae mal, con lo que podría ahorrarme el trabajo. Desde este punto de vista —siempre según Kant— mi proyecto no es malo.

Algún filósofo podría alegar que en el segundo razonamiento no estoy aplicando correctamente el imperativo kantiano, sino que lo estoy distorsionando a mi conveniencia. Tal vez sea así, pero lo cierto es que uno puede usar el imperativo kantiano para deducir cualquier cosa y, si le preguntamos a un filósofo si un argumento ético basado en él es correcto o incorrecto, lo que hará el filósofo es analizar la consecuencia: si la consecuencia es buena me dirá que he argumentado correctamente, y si es mala me dirá que no. El resultado es que el imperativo kantiano no sirve para saber si una acción es buena o mala, sino que he de saber si una acción es buena o mala para determinar si he aplicado correctamente o no el imperativo kantiano. Por si alguien juzga el ejemplo anterior demasiado forzado, copio a continuación un argumento del propio Kant en el que aplica su imperativo para "demostrar" que el suicidio es malo:

Un hombre que, por una serie de circunstancias rayanas en la desesperación, siente despego de la vida, tiene aún suficiente razón como para preguntarse si no será contrario al deber para consigo mismo quitarse la vida. Pruebe a ver si la máxima de su acción puede convertirse en ley universal de la naturaleza. Su máxima es: "me planteo, por egoísmo, el principio de abreviar mi vida cuando ésta, a la larga, me ofrezca más males que bienes". Se trata ahora de saber si tal principio egoísta puede ser una ley universal de la naturaleza. Muy pronto se ve que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida misma mediante el mismo impulso encargado de conservarla sería, sin duda alguna, una naturaleza contradictoria y que no podría subsistir. Por lo tanto, aquella máxima no puede realizarse como ley natural universal y, en consecuencia, contradice por completo al principio supremo de todo deber.

Ante todo, si alguien quiere suicidarse, es muy probable que no vea ningún inconveniente en que el resto de la humanidad se suicide también, si así lo desea. Esto debería bastar como argumento en defensa del suicidio (libre) según el imperativo kantiano. De todos modos, si, al generalizar la máxima particular de nuestro individuo, no nos planteamos la posibilidad de que toda la humanidad decidiera suicidarse, sino únicamente que se suiciden aquellos que sienten desapego por la vida (como el propio Kant parece admitir), entonces ¿qué contradicción habría en aceptar tal ley como universal? Incluso alguien podría afirmar que si todos aquellos a quienes la vida no les ofrece alicientes decidieran suicidarse (en lugar de optar por otras alternativas, como darse a la delincuencia, o simplemente consumir recursos escasos) ello podría redundar en beneficio de la humanidad en su conjunto, como cuando se poda un árbol para regular su crecimiento. (Es un punto de vista más que polémico, pero, sin más principio de moralidad que la ética kantiana, es perfectamente defendible.) Más claramente aún: si aceptamos que el argumento del propio Kant es acorde al espíritu de su filosofía, y no puede considerarse tergiversado, ¿por qué no podemos decir lo mismo si lo modificamos tan sólo cambiando "abreviar mi vida" por "hacerme monje con voto de castidad" y poniendo "por devoción a Dios" en lugar de "por egoísmo"? No cabe duda que si toda la humanidad hiciera voto de castidad, la humanidad se extinguiría en una generación, luego deberíamos concluir igualmente que hacerse monje, o sacerdote católico, o la mera decisión de no tener hijos, debería considerarse inmoral. ¡Según Kant, Jesucristo era inmoral, porque no tuvo hijos! En suma, la ética kantiana es inútil.

Aquí es importante dejar claro un matiz: no es raro encontrar gente que "demuestra" matemáticamente las cosas más insólitas (y falsas). El hecho de que alguien pueda "pervertir" la matemática construyendo aparentes demostraciones de falsedades no dice nada en contra del rigor de la matemática, pues —al menos hasta la fecha— nadie ha presentado un par de demostraciones matemáticas de hechos mutuamente contradictorios sin que se haya podido justificar objetivamente que al menos una de las dos demostraciones era incorrecta. Cuando decimos que la ética kantiana carece de rigor no nos basamos meramente en el hecho de que podamos demostrar en su seno afirmaciones que los kantianos no considerarían admisibles bajo ningún concepto, sino en el hecho de que es imposible distinguir racionalmente lo que es una demostración correcta de una incorrecta. La demostración kantiana de que el suicidio es inmoral es formalmente idéntica a la variante que prueba que el celibato es inmoral. Nadie puede sostener objetivamente que la primera es válida y al mismo tiempo negar validez a la segunda. Ésa es la diferencia de rigor entre la ética kantiana y las matemáticas.

Si Kant peca de no decir nada realmente, otros filósofos pecan justo de lo contrario, pues pretenden atribuir arbitrariamente un contenido al concepto de "bien". El caso típico es el utilitarismo, defendido por numerosos autores, entre ellos Stuart Mill, por citar alguno, según el cual son buenas las acciones que son útiles para mejorar el bienestar general. Nuevamente estamos ante un principio que puede interpretarse de mil maneras y que hay que parchear adecuadamente para eliminar consecuencias desagradables.

Supongamos que cinco personas naufragan en una isla desierta y, mientras una se pasa el día pescando, las otras están tomando el sol sin hacer nada, pero, cuando el pescador vuelve con un cesto lleno de peces, los vagos argumentan que debe repartirlos porque así mejora el bienestar general. Como el pescador es utilitarista, acepta repartir su pescado. Propone a los demás que pesquen también, pero se niegan, porque si pescan todos en vez de uno, disminuye el bienestar general. Al pescador no se le ocurre dejar de pescar, pues, si no pesca nadie y no hay comida, disminuye el bienestar general. Obviamente, cualquier utilitarista rebatirá este ejemplo argumentando que el pescador idiota no es idiota por ser utilitarista, sino porque no ha entendido bien el utilitarismo. Pero estamos en las mismas: para aplicar la ética utilitarista, no sólo hemos de razonar según los principios del utilitarismo, sino que además hemos de razonar que los aplicamos correctamente, lo cual equivale en la práctica a asegurarnos que llegamos a conclusiones realmente buenas, con lo cual, al problema de determinar si una acción es buena o mala, se añade el problema estéril de justificar que una acción buena, además, es acorde con el utilitarismo, y una mala no.

Pero, al margen de la ambigüedad que el utilitarismo comparte con la doctrina kantiana, éste añade, según decíamos, la arbitrariedad de establecer que el bien es precisamente eso (lo que es útil, con todos los matices que se quiera) y no otra cosa. Supongamos que el utilitarismo, o cualquier otra secta ética, pudiera precisar sus principios hasta el punto de que no quedara margen de dudas sobre si una acción es útil o inútil y, por consiguiente, buena o mala. La cuestión es: Si Stuart Mill dice que el bien es lo útil y yo digo que el bien es lo divertido, ¿por qué va a tener razón él y no yo? ¿Cómo se puede justificar que el bien es lo que un filósofo decide decir que es y no otra cosa? Y lo que es más importante, ¿por qué el bien ha de ser algo tan sencillo como lo útil, o lo divertido, o lo redondo, mientras que la verdad es algo tan sutil que nadie intenta encerrarlo en un adjetivo (con todos los matices que se quiera)? Ya hemos dado antes nuestra opinión: intentar desarrollar la Ética definiendo el bien es como intentar hacer Ciencia definiendo la verdad. Sencillamente, no procede. Ha llovido mucho desde que Sócrates se tomó la cicuta.

En resumen, si nos proponemos fundamentar la Ética seriamente, hemos de asumir que debemos prescindir de nuestro sentido común, de nuestras creencias religiosas, de nuestros sentimientos, de principios arbitrarios que nos suenen bien, de fórmulas grandilocuentes técnicamente insostenibles (al estilo de los "derechos humanos"), y que debemos descartar la búsqueda de fórmulas maravillosas al estilo de los filósofos. También ayudará borrar de nuestra mente el menor recuerdo de cualquier diálogo de Platón que hayamos leído. (Por si alguien tiene la ventaja de no haber leído ninguno, le aclararemos que Sócrates es el protagonista de los diálogos platónicos.)

NOTA: Por si alguien no ha captado la ironía, aclararé que Sócrates y Platón me merecen —y deben merecer a cualquiera— un gran respeto y estima por lo que hicieron en la época en la que lo hicieron. Todos los sarcasmos precedentes van dirigidos en realidad a quienes no se dan cuenta de que tener la filosofía de Platón por auténtica filosofía (y no como una impresionante reliquia) es un despropósito idéntico al que sería tener la física de Aristóteles por auténtica física.

Cómo no se fundamenta la Ética I
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