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Tras haber analizado los aspectos fundamentales de la Ética
propiamente dicha, es decir, lo que objetivamente puede decirse
sobre
el deber y la dignidad de las personas, conviene dedicar también
un espacio al análisis de las conductas que sitúan a una
persona entre el egoísmo racional y el altruismo. Se trata de un
terreno subjetivo sobre el que la razón tiene poco que decir,
pero describirlo con un mínimo de detalle puede ser útil
para evitar confusiones que puedan inducir a juicios éticos
erróneos. La idea básica, que ya hemos analizado, es que
no es posible exigir a una persona que haga todo aquello que
podría hacer para contentar a otras personas, especialmente
cuando algunas de tales acciones pudieran suponer un perjuicio
para
sí misma. La Ética prohíbe faltar al respeto a otras
personas, pero, en general, no podemos considerar una falta de
respeto
el mero hecho de no hacer lo que otros quieran que hagamos. Lo
máximo que podemos exigir es que una persona no perjudique a
otras, aunque sea por omisión, sin un motivo aceptable para
ello. Ya hemos discutido el concepto de "motivo" y señalado
algunos presuntos motivos que no pueden ser aceptados como tales
(los
que puedan calificarse a la vez de dogmáticos y egoístas
y los que persigan como fin en sí mismo el perjuicio ajeno).
Más allá de estas restricciones, cada persona puede
decidir, legítima y subjetivamente, hasta qué punto
está dispuesta a mostrarse altruista o egoísta con el
resto de las personas. Así, más allá de la
dignidad, entendida como el grado de respeto que (objetivamente)
merece
una persona, podemos hablar del grado de estima que una persona le
concede
(subjetivamente) a otra, y que determina hasta qué punto y de
qué manera estará dispuesta a mostrar buena voluntad
hacia ella. En la práctica, es tal la variedad de grados y
modalidades que puede presentar la estima que una persona
manifiesta hacia otra, que el lenguaje dispone de una amplia
gama de
términos para expresar matices: simpatía, amistad, afecto, amor,
reverencia, admiración, fraternidad, etc. Incluso es
frecuente usar la palabra "respeto" (en expresiones como "sentir
un
gran respeto por alguien") en un sentido de "respeto altruista,
no
exigido estrictamente por el deber" que no debe inducirnos a
confusión. Por supuesto, también podemos hablar de aversión, desagrado, odio,
etc. para indicar la falta de estima. En principio, cualquiera
de ellas
es compatible con la Ética, en el sentido de que puede tener
sentido dentro de los límites que ésta impone.
Observemos que estas palabras que indican falta de estima
pueden
aplicarse a personas —que es el caso que realmente nos ocupa
ahora— y
también hacia no-personas (o personas sin dignidad, como
queramos decirlo). En este segundo caso, trivialmente, las
actitudes a
que dan lugar no son inmorales. Por ejemplo, alguien que odie a
un
dictador y trate de atentar contra él porque éste ha
asesinado injustamente a muchas personas cuyo único delito era
no aceptar su autoridad no está siendo inmoral por el hecho de
odiarlo y, en determinadas circunstancias, tampoco estaría
siendo inmoral si llegara a cumplir su objetivo de asesinarlo.
No
está siendo inmoral porque —siempre en ausencia de más
datos relevantes— un dictador que impone su voluntad por la
fuerza a
una nación no es una persona, y matarlo estará bien o mal
en función de las consecuencias que quepa esperar que tenga su
asesinato, sin que puedan alegarse en su defensa cosas absurdas
como
que es un ser humano y tiene derecho a la vida. (Es un ser
humano, pero
no una persona). Por ejemplo, si ha creado un gobierno fuerte
capaz de
mantener su régimen dictatorial y castigar masiva y
sangrientamente el tiranicidio, o si el tiranicidio pudiera
desatar una
guerra civil, entonces estaría mal —o podría estar mal,
siempre a falta de más datos— matarlo. Pero, por otra parte,
tampoco puede tacharse de inmoral el odio hacia una persona
propiamente
dicha si dicho odio no es dogmático (sino que tiene sus
motivos), y sólo se traduce en la decisión de no tener
para con ella más respeto que el que la Ética exige.
Insistimos en que cada cual es libre de administrar
(irracionalmente) la estima que decide otorgarle al prójimo,
mientras no traspase los límites marcados por la Ética.
Por ejemplo, en un contexto de escasez, el amor maternal que una
madre
siente por su hijo puede ser motivo suficiente para que le dé el
poco alimento que consiga reunir, aunque con ello deje sin comer
a
otras personas que no sean hijos suyos (incluso a sí misma). Sin
embargo, no puede ampararse en dicho amor maternal para
justificar que
le robe la comida a otras personas para dársela a sus hijos.
Para justificar algo así no basta un motivo, sino que
haría falta una razón.
En la práctica, los criterios que cada cual pueda seguir para
determinar dicha estima pueden ser de lo más variopintos.
Alguien puede estimar en mayor grado a una determinada persona
frente
al resto porque ésta sea su madre, porque sea su estrella de
rock favorita o simplemente porque le cae bien sin que sepa
explicar
por qué. Mientras la dignidad de una persona se altera
(objetivamente) por su forma de pensar y de obrar (según que
sean acordes o no con el deber), la forma de pensar y de obrar
de una
persona (en cuestiones que vayan más allá de lo que la
Ética puede juzgar objetivamente) puede ser uno más de
los muchos criterios subjetivos que otra persona tenga en cuenta
para
determinar el grado de estima que le concede. En particular, es
frecuente que una persona aumente la estima que le concede a
otra
cuando ésta le hace objeto de su buena voluntad, es decir,
cuando la complace con algo que, en principio, no tenía
necesidad de hacer (le hace un favor, un obsequio, etc.) A esto
se le
llama gratitud. La
gratitud
es un posible motivo para que una persona actúe con buena
voluntad hacia otra. No obstante, cabe
señalar que la gratitud es una forma de altruismo, en el sentido
de que no hay razón para considerarla un deber. Por contra,
tampoco hay necesidad de pagar el egoísmo con egoísmo,
sino que mostrar buena voluntad incluso ante un egoísta es una
forma de altruismo como otra cualquiera. En otras palabras, la
gratitud
es una virtud, y la ingratitud es un defecto, pero —en
principio— no es
inmoral.
Observemos que el concepto de gratitud sólo es aplicable
propiamente a acciones no exigidas por la Ética. Si A roba un
dinero a B, pero luego se arrepiente y se lo devuelve, no
tiene sentido que B le agradezca a A la devolución, pues con
ello A no ha hecho sino cumplir con su deber; por el contrario,
si A
ayuda a B a buscar un dinero que ha perdido, entonces B sí que
puede estarle agradecido, porque A no tenía el deber de
ayudarle, y lo ha hecho por buena voluntad.
Aunque pueda resultar un poco más forzado, también en
este contexto subjetivo podemos hablar de arrepentimiento y, por
consiguiente, de perdón. Decimos que resulta forzado porque
alguien podría objetar que si estamos hablando de actitudes que
cada cual puede elegir subjetivamente, no tiene sentido decir
que
alguien se equivoca cuando decide mostrar más o menos buena
voluntad hacia otros. Desde luego, quien no distinga entre deber
y
buena voluntad, no notará la diferencia. Pese a todo, lo cierto
es que una persona puede arrepentirse de no haber mostrado, no
ya la
buena voluntad debida hacia otra (puesto que si hablamos de
buena
voluntad en sentido estricto no tiene sentido hablar de buena
voluntad "debida"),
pero sí la buena
voluntad que hubiera debido mostrarle de acuerdo con la estima
que
subjetivamente ha decidido concederle. El caso más simple se da
cuando el error proviene de la típica falta de
información: A no coge el teléfono que suena
insistentemente porque está convencido de que es un pesado en
concreto con quien no desea hablar, pero más tarde se encuentra
con un amigo B que le explica que era él quien llamaba, porque
necesitaba preguntarle algo con urgencia. En tal caso, A puede
arrepentirse de no haber cogido el teléfono. Su error consiste
en que creía que era otro el que llamaba. Si hubiera sabido que
era B, lo habría atendido gustosamente. A expresa este
arrepentimiento a B y B puede entonces —no tiene sentido decir
que
debe— perdonarlo, lo cual significa que comprende que ha sido un
error
y decide que ello no disminuya el grado de estima que concede a
A.
También puede ocurrir que alguien se arrepienta por haber
valorado mal sus propios motivos. Por ejemplo, A propone a B ir
al
cine, pero B se niega porque no le apetece, así que A se queda
en casa aburrido. Más tarde, B puede reconsiderar su
decisión y concluir que, después de todo, no le hubiera
supuesto un gran inconveniente acompañar a A o, más
precisamente, que la estima que A le merece tiene para él
—siempre según sus propios criterios subjetivos— más peso
que el deseo que tenía de quedarse en casa tranquilo, de tal
forma que su negativa no era la decisión correcta en
función de sus propios criterios arbitrarios, sino una
decisión incorrecta debida a la falta de reflexión
suficiente.
Quizá el lector considere triviales todas estas
disquisiciones y, en cierto sentido, lo son. En realidad, lo que
realmente importa es darse cuenta de que estas argumentaciones
pueden
llegar a parecerse mucho formalmente a una argumentación
ética propiamente dicha, pero hay que tener presente que no es
así, y no hay que confundir las unas con las otras, pues
éstas son objetivas, mientras que aquéllas son
subjetivas. Sería un error (una inmoralidad) interpretar como
inmoral lo que en realidad no es más que un acto egoísta
razonable.
Otro hecho que hemos de advertir es la posibilidad de que
ciertas
formas de (aparente) altruismo sean en realidad conductas
inmorales. En
principio, hemos definido el altruismo como toda conducta por la
que
una persona satisface a otras más allá de lo que exige el
sentido del deber. Ahora bien, ¿cómo debemos calificar la
conducta de un estafador que se muestra altruista con una de sus
víctimas (la entretiene con conversación agradable, la
invita a comer, le hace regalos, etc.) con el fin de ganarse su
confianza y, finalmente, aprovecharse de dicha confianza y de su
buena
voluntad para robarle una importante suma de dinero?
La respuesta es sencilla: en general, decimos que invitar a
alguien
a comer es un acto altruista porque complace al agasajado sin
que se
pueda decir que uno tenga el deber moral de obrar así, pero, en
cambio, sí que podemos decir que una persona no debe invitar a
comer a otra como medio de ganarse su confianza para luego
robarle. Por
consiguiente, quien obra de tal modo sólo aparenta obrar
altruistamente ante quienes desconozcan sus fines, exactamente
igual
que un asesino puede parecer un buen hombre a alguien que
desconozca
sus crímenes. No obstante, la situación se vuelve
más sutil cuando eliminamos los
fines inmorales. Consideremos el ejemplo siguiente:
Un alumno identifica al compañero de clase al que se le dan mejor las matemáticas y se dedica a ganarse su amistad frecuentando su compañía, yendo con él al cine, etc. con el fin de pedirle que le ayude (gratis) a estudiar matemáticas, para evitar así tener que pagarse unas clases particulares. Así se lo pide, y el otro acepta, pero pronto descubre que, aunque —ciertamente— se le dan bien las matemáticas, es muy malo explicándolas, y no le sirve de gran ayuda. Por ello, se fija en otro compañero que también destaca en la materia y, apartándose del primero, vuelve a repetir la jugada con el segundo: tras ganarse su confianza le pide también que le ayude a estudiar y, ahora sí, con éste se entiende bien y resulta ser justo lo que necesita para aprobar sin problemas.
¿Es inmoral la conducta de este alumno? y, más
precisamente, ¿los actos aparentemente altruistas con los que se
gana la amistad de sus futuros profesores (invitaciones,
conversaciones
amables, etc.) son realmente altruistas o son inmorales? ¿Es
este alumno un estafador? Indudablemente, hay una diferencia
entre el
alumno y el estafador auténtico que considerábamos antes,
y es que, en el caso del estafador, el "cortejo a la víctima"
era un medio para conseguir algo inmoral (robarle), mientras que
recibir clases de matemáticas —el fin del alumno del ejemplo— no
es algo inmoral en sí mismo.
Obviamente, si podemos reprocharle algo al alumno, es que la
amistad
que ofrece es interesada. Notemos que no podemos afirmar que una
amistad interesada no sea realmente una amistad. Por ejemplo,
alguien
puede comerse una naranja simplemente porque le apetece comerse
una
naranja, en cuyo caso la acción es un fin en sí mismo, o
bien puede
comérsela porque el médico le ha dicho que le falta
vitamina C, con lo
que la acción es un medio para conseguir otro fin, a saber,
remediar una falta de vitaminas; pero del hecho de que alguien
coma
naranjas porque necesita vitamina C no podemos deducir que no le
gusten las naranjas. Ni siquiera podríamos concluir tal cosa
aunque supiéramos que, de no necesitar vitamina C, la persona en
cuestión dejaría de tomar naranjas y tomaría en su
lugar —digamos— peras. Ello no significaría necesariamente que
no le gustan las naranjas, sino sólo que las peras le gustan
más que las naranjas.
Volviendo a nuestro alumno, si considerara que el compañero
cuya amistad trata de lograr es aburrido e insoportable, pero
fingiera
que le cae bien para conseguir su propósito, podríamos
decir sin vacilar que su conducta es inmoral porque está
engañando a su "amigo", y un engaño es inmoral en
sí mismo —es una falta de respeto a una persona— con
independencia de que sea a su vez un medio para lograr un fin
inmoral
(un robo) o un fin no inmoral (unas clases particulares). Quizá
el alumno podría defenderse alegando que es un intercambio
justo: él ofrece su amistad a un compañero escaso de
amigos (una amistad falsa, es cierto, pero de la que el
compañero se beneficia exactamente igual que si fuera
auténtica) y luego se la cobra a un precio justo, a saber, el de
unas clases particulares.
Este argumento podría ser válido, pero sólo
bajo el supuesto de que el "pacto" fuera considerado aceptable
por
ambas partes. Por ejemplo, imaginemos que alguien advierte al
compañero: ¿no te das
cuenta de que tu "amigo" sólo va contigo porque quiere que le
des clase? y, en respuesta a tal advertencia, le
contesta: Me da igual. No me
importa si le caigo
bien o no. No me importa darle clases y me lo paso bien con
él.
En estas condiciones, no habría nada que objetar. No
habría realmente amistad, sino un "pacto de ayuda mutua", luego
la actitud de ambos al intercambiarse favores no sería ni
altruista ni egoísta, como no es ni altruista ni egoísta
ir a una tienda a comprar algo y pagar su precio. En todo caso,
podríamos objetar que el alumno está haciendo algo que
podría estar mal sin tener la garantía de que no es
así, y esta temeridad puede considerarse mala en sí
misma, con independencia de que, finalmente, la acción no
resulte ser inmoral.
Ahora bien, si la
"víctima" se sentiría decepcionada y engañada en
caso de descubrir los fines de su "amigo", entonces sí que
podemos decir que la actitud del amigo interesado es inmoral.
Está induciendo a su compañero mediante engaños a
hacer algo que no haría en caso de conocer la verdad y que, en
cualquier caso, no tiene ninguna obligación moral de hacer. No
hay ninguna diferencia sustancial entre el empleo de engaños y
el empleo de la fuerza. Si lo amenazara con matarlo de una
paliza si se
negara a darle clases, la situación sería la misma desde
un punto de vista ético.
Pero éste era el caso fácil. ¿Y si la amistad
que ofrece el alumno de nuestro ejemplo, sin dejar de ser
interesada,
no es falsa? ¿Y si realmente se siente a gusto con su
amigo-profesor? El hecho de que, al ver que el primero no le
sirve como
profesor lo abandone por el segundo no significa que no
estuviera a
gusto en su compañía, sino que prefiere la del segundo
porque le da una contrapartida que el primero no podía darle y
—pongamos— no tiene tiempo suficiente para los dos, o no le
gusta tener
más de un amigo. Aquí la situación se vuelve
más delicada, porque no está claro que podamos entrar a
valorar los criterios que uno tiene para escoger sus amistades.
Antes
de discutir el caso más a fondo veamos un ejemplo más
sutil aún que nos llevará a introducir algunas
precisiones:
Supongamos que A y B forman un matrimonio modélico y que ambos declaran estar sincera y desinteresadamente enamorados el uno del otro. Supongamos que, por sus caracteres, su vida en común gira en torno a actividades físicas (practican deportes, viajan, etc.) pero, en un momento dado, A tiene un accidente, a raíz del cual sufre una parálisis, lo cual impide que A y B sigan realizando las actividades que gustaban de realizar en común, ambos se aburren como ostras en su nueva vida en común y ello se traduce en que el amor que hasta entonces B manifestaba por A deje de ser el que era, hasta el punto de que deciden divorciarse y B se busca otra pareja con la que pueda volver a llevar su vida anterior y a la que amar como amaba a A.
¿El amor de B hacia A era interesado o desinteresado? Si
entendemos que una estima de cualquier clase (amistad, amor,
etc.) es
interesada cuando no es un fin en sí mismo, sino sólo un
medio para conseguir un fin ulterior, entonces podemos
argumentar que
el amor de B hacia A era un medio por el que B se había provisto
de la
compañía adecuada para llevar una vida que no
podría llevar solo. Por otra parte, no es menos cierto que, si
hemos de considerar interesado a cualquiera que procure llevarse
bien
con sus parientes, o hacer amigos, o buscarse una pareja con
quien
convivir, por el mero hecho de que con ello está alcanzando
precisamente la forma de vida que quiere tener (en vez de una
vida de
misántropo solitario), entonces una estima desinteresada
sería rara auis in terris.
Para clarificar este asunto, conviene introducir un término
más general: podemos decir que la estima (de cualquier clase,
amistad, admiración, amor, etc.) que alguien dispensa a otra
persona está condicionada
si se da como consecuencia de algunas circunstancias
específicas, que, si dejaran de darse, provocarían su
desaparición o una disminución de su intensidad. En caso
contrario diremos que la estima es incondicional.
En estos términos podemos decir indiscutiblemente que el amor
de B hacia A en el ejemplo anterior estaba condicionado a
ciertas
características de A, entre ellas su movilidad. Dado que la
naturaleza de la estima es irracional (o, al menos, puede
tener componentes irracionales e incluso subconscientes, en el
sentido
de que alguien puede sentir simpatía por alguien sin saber
él mismo por
qué), puede ocurrir perfectamente que las posibles condiciones
sobre
las que descansa la estima que una persona muestra por otra sean
desconocidas incluso para ella misma, en el sentido de que, B
podría haber afirmado sinceramente que seguiría amando a
A bajo cualquier
circunstancia, pero al suceder el accidente descubrió que estaba
equivocado y se
dio cuenta de que ya no lo ama y que sería
engañarse a sí mismo afirmar
lo contrario.
Así, ahora podemos convenir en llamar interés a una clase
particular de condición, a saber, la que se da cuando alguien
estima a otra persona con un fin deliberado —en particular,
consciente,
calculado— distinto del mero hecho de complacerla. En estos
términos, no tenemos información suficiente para decidir
si el amor de B por A en el ejemplo anterior era interesado o
desinteresado. En general, el hecho de que una persona obtenga
una
contrapartida por mostrar estima hacia otra persona no implica
necesariamente que lo haga precisamente por obtener dicha
contrapartida
y, por consiguiente, por interés. Incluso puede ocurrir que tal
contrapartida forme parte de las condiciones que dan lugar a que
la
persona en cuestión estime a la otra sin que ella misma lo sepa
o se lo proponga. Por ejemplo, imaginemos que, cuando A sufre el
accidente, B razona que no debe abandonar a su pareja por ello,
ya que
al casarse se comprometió a estar a su lado bajo cualquier
circunstancia. Consecuentemente, dedica a A todas las atenciones
posibles, pero lo cierto es que A se aburre con B tanto o más
como B con A y, sospechando que la situación es
recíproca, le pregunta a B si todavía le quiere. Pongamos
que B considera que debe responder sinceramente por respeto
hacia A. La
pregunta no carece de ambigüedad: si querer a A significa estar
dispuesto a seguir a su lado por buena voluntad, es decir, no
por
evitar habladurías ni por temor a que Dios lo envíe al
infierno por violar el juramento matrimonial, etc., sino por
sentido
del deber, es decir, porque considera que se comprometió a ello
en su día y no debe incumplir su compromiso, entonces la
respuesta es sí; pero si querer a A significa disfrutar de la
vida en común, entonces la respuesta sincera es no. En estas
circunstancias, no puede decirse —de acuerdo con el sentido que
hemos
dado al término— que el amor de B hacia A fuera interesado. Por
el contrario, el alumno que escoge sus amigos entre aquellos que
pueden
servirle para darle clases y aprobar, está ofreciendo obviamente
una amistad interesada.
Afirmamos que —salvo que circunstancias particulares pudieran
determinar lo contrario— cualquier clase de estima interesada es
inmoral, al menos en la medida en que oculte al objeto de estima
el
interés que subyace en ella. En efecto: ante todo, recordemos
que un interés es, por definición, una condición
consciente y deliberada, de modo que una estima no puede ser
interesada
sin que lo sepa quien la concede, de modo que quien ofrece una
estima
interesada sin revelar el interés subyacente, está
ocultando deliberadamente una información a una persona.
Ciertamente, no podemos considerar un deber informar a cada
persona
de aquello que le interesaría saber. No informar a una persona
de algo que agradecería saber es como presenciar cómo
alguien le roba dinero por la fuerza y no ayudarla, o como saber
quién le ha robado inadvertidamente y no decírselo. Es
una conducta egoísta, pero, en principio, no es inmoral. Ahora
bien, ocultar a una persona una información que nos permite
sacar de ella algún partido es equivalente a quitarle dinero por
la fuerza o por engaño. En tal caso somos nosotros los ladrones
y, por consiguiente, la acción es inmoral. En general, obtener
un provecho de alguien a través de mentiras o de ocultarle
información es lo que se llama manipulación,
y la manipulación es equivalente a la violencia, pues ambas
consisten en lograr que las personas hagan lo que nos interesa
que
hagan por medios distintos al entendimiento racional.
De nada sirve objetar que una persona manipulada puede no
llegar
nunca a sentirse perjudicada. Aquí es crucial tener presente que
la Ética no trata sobre perjuicios y beneficios (en todo nuestro
análisis, estos términos sólo nos han aparecido de
forma secundaria), sino sobre el respeto y la falta de respeto.
Habitualmente una falta de respeto viene acompañada de un
perjuicio, pero esto no es necesariamente así. Si le vendemos a
alguien un cuadro falso por un precio muy superior a su valor
real, y
esta persona lo cuelga en una pared de su casa y lo tiene ahí
hasta el día de su muerte, nunca se enterará de que, en
realidad, el cuadro no valía lo que pagó por él,
de lo que se habría enterado en cuanto hubiera intentado
venderlo; pero no por ello podemos decir que la estafa no ha
sido
inmoral. Lo que importa no es si la persona estafada se ha
sentido o no
perjudicada (si por eso fuera, no sería inmoral matar a alguien
suavemente mientras duerme, de modo que muriera sin enterarse)
sino si
se le ha faltado o no al respeto. Por consiguiente, si —como
cabe
suponer— la víctima no quería ser estafada, entonces la
estafa ha sido una falta de respeto hacia ella y, por
consiguiente,
inmoral.
Volviendo a la estima interesada (en la que se oculta el
interés), afirmamos ahora que es una forma de
manipulación. Del mismo modo que el alumno puede —en principio—
elegir a sus amistades con las condiciones que estime oportunas,
por
ejemplo, que sepan matemáticas y estén dispuestos a darle
clases, el "amigo" también puede tener sus propios criterios
para elegir a sus propios amigos, y uno de ellos puede ser
—aunque no
necesariamente— el de querer amigos desinteresados. Si le
ofrecemos una
amistad interesada haciéndola pasar por una amistad
desinteresada (es decir, ocultando el interés) es como si le
vendiéramos un cuadro falso haciéndolo pasar por uno
auténtico. (Y no vale como excusa el haberlo presentado con tal
ambigüedad que nunca se haya llegado a asegurar que era
auténtico, pero dejando que el comprador lo diera por supuesto.
Eso sólo es una forma de engaño más sutil que la
mentira.) De este modo, el alumno cobra un precio por su amistad
(se
beneficia de una gratitud traducida en las clases particulares
que
recibe) que el "amigo" le paga creyendo que está "comprando"
algo de más valor que lo que de hecho compra. Ésa es la
estafa que pone en evidencia la existencia de una manipulación.
Notemos que no puede decirse lo mismo de otro tipo de
condicionamientos que no sean un interés calculado. Por ejemplo,
una chica guapa puede estar interesada en saber si sus amigos la
aprecian sólo porque es guapa o ven en ella algo más. Es
una pregunta legítima, pero, aun en el supuesto de que, en caso
de tener un accidente que le desfigurara el rostro, el número de
sus amigos se redujera —digamos— en un 70%, ello no significaría
necesariamente que los "desertores" fueran amigos interesados o
siquiera manipuladores (sin negar por ello que las "deserciones"
fueran
egoístas). Por una parte, es muy probable que, en caso de haber
hecho una encuesta a sus amigos antes del accidente sobre si
seguirían queriéndola si no fuera guapa, y admitiendo que
las respuestas fueran sinceras, bien podría suceder que muchos
hubieran respondido sinceramente no saberlo, y que los que
hubieran
respondido "sí" o "no" no coincidieran con los que finalmente
hubieran permanecido a su lado o la hubieran abandonado, porque
las
condiciones a una estima son, en principio, irracionales, y en
gran
medida desconocidas para el propio sujeto, y también porque las
"deserciones" podrían deberse, no al cambio de imagen en
sí, sino a otras consecuencias del mismo, indirectas e
imprevisibles (cambios en el carácter de la chica, en sus
costumbres, etc.)
Concluimos, pues, que el altruismo en sentido estricto ha de
ser
necesariamente desinteresado. Esto no significa que esté mal
tratar de persuadir a otras personas para que actúen
según nuestros intereses. Lo que está mal es hacerlo
mediante la manipulación (y, ni que decir tiene, por la fuerza).
El único medio éticamente aceptable es la
negociación sincera, en cuyo caso, un intercambio pactado de
"favores" no es una acción altruista ni egoísta, porque
es el deber de cualquier persona que quiera obtener algo de otra
y no
pueda conseguirlo apelando a su altruismo.
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