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ÉTICA Y EL DERECHO |
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Formar parte de la sociedad es un fastidio,
pero estar excluido de ella es una tragedia.
Oscar Wilde
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Imaginemos una pequeña comunidad de medio centenar de
agricultores-granjeros que convivan de forma autosuficiente sin
ninguna clase de organización política o social. De vez en
cuando, pasa por su territorio una banda de cuatro o cinco
individuos que vive de tomar por la fuerza lo que se le antoja,
con lo cual los granjeros se enfrentan al problema común de
protegerse de la rapiña.
Un intento de resolver un problema es lo que se llama una estrategia y, cuando uno
tiene un problema, puede tratar de buscar la mejor estrategia, es decir,
la estrategia posible que resuelve el problema de la forma más
satisfactoria. Ahora bien, cuando diversas personas se enfrentan
a un mismo problema, el concepto de "estrategia posible" es
relativo, porque puede haber estrategias que sólo sean posibles
en el caso de que todas las personas estén dispuestas a
colaborar aunando sus esfuerzos. Son las llamadas estrategias cooperativas.
En caso contrario, las únicas estrategias posibles para cada
persona son las estrategias no
cooperativas, es decir, las que no requieren más que la
propia iniciativa. A menudo sucede que las estrategias no
cooperativas son competitivas,
es decir, que todo el beneficio que uno consigue gracias a la
elección de una buena estrategia no cooperativa se obtiene a
expensas de un perjuicio de las demás personas afectadas por el
problema.
Por ejemplo, si nuestros granjeros no están interesados en
cooperar para enfrentarse a los bandidos, una posible estrategia
no cooperativa para uno de ellos es tener un perro capaz de
mostrarse agresivo con los intrusos. Si todos los granjeros
tienen más o menos los mismos bienes "robables" y algunos de
ellos tienen sus tierras protegidas por un perro, los bandidos
—aun suponiendo que pudieran vencer sin gran dificultad el
obstáculo que les supone la presencia del perro— preferirán
atacar a los que no tienen perro por simple comodidad, con lo
cual, los granjeros con perro consiguen la protección a expensas
de los que no tienen perro, que se ven perjudicados porque ahora
serán atacados con mayor frecuencia que antes (ya que ahora
tienen más papeletas para la rifa).
Así pues, la protección se convierte en una competencia mutua
entre los granjeros. Los que no tienen perro, para competir con
sus vecinos tienen que hacer algo. Si todos acaban teniendo un
perro, entonces la estrategia se vuelve inútil, pues con ello
sólo forzarán a los bandidos a enfrentarse a los perros y,
nuevamente, todos tendrán las mismas probabilidades de ser
atacados. Supongamos que los granjeros sin perro deciden hacerse
competitivos haciéndose, no con uno, sino con varios perros. De
este modo, los bandidos, viéndose en la tesitura de enfrentarse
a unos perros, preferirán hacerlo atacando las granjas que sólo
tienen uno, en lugar de a las que tienen varios. Ahora, los
granjeros que tienen un perro han pasado a ser los no
competitivos. Podrían remediarlo haciéndose con un arma de
fuego, de modo que los bandidos prefirieran enfrentarse a los
perros en lugar de a los rifles, etc.
Vemos así que la decisión de no cooperar lleva a los granjeros
a una "carrera armamentística", pero ésta no tiene por qué ser
interminable. Por ejemplo, si todos acaban teniendo un arma de
fuego, es posible que los bandidos se hagan también con armas de
fuego y, como superan en número a cada granjero por separado,
puedan acabar matando a alguno para robarle. Tener un arma de
fuego puede ser una buena estrategia si otros vecinos no la
tienen y ello induce a los bandidos a atacar a otro, pero,
cuando todos tienen un arma de fuego y se ven obligados a usarla
contra los bandidos, puede resultar una estrategia suicida,
salvo que se mejore, por ejemplo, atrincherando la casa, de modo
que a los bandidos les resulte muy difícil acceder a ella, etc.
Pero, siguiendo esta progresión, llegará un momento en que los
recursos que un granjero dedica a su protección sean tantos que
le falten recursos para las actividades propias de su granja.
Por lo tanto, la "carrera armamentística" terminará cuando todos
alcancen un equilibrio dedicando a su protección lo máximo que
pueden dedicar sin dejar de cubrir sus otras necesidades. Si
alguien dedica a su protección menos recursos que los que
permite dicha estrategia de equilibrio será a él al único al que
ataquen los bandidos, si dedica más recursos, su granja se
colapsará.
En cambio, si los granjeros se muestran dispuestos a cooperar
para protegerse, sería suficiente con que una docena de ellos,
provistos de armas de fuego, se comprometiera a acudir allá
donde acudan los bandidos para enfrentarse a ellos, pues diez o
doce hombres armados son suficientes para hacer frente y
ahuyentar a cuatro o cinco bandidos. Podrían organizarse turnos
rotativos o, alternativamente, diez o doce voluntarios (por
ejemplo, los más capacitados) podrían encargarse permanentemente
de la protección de la comunidad a cambio de alguna
contrapartida. Por simplicidad, supongamos que acuerdan pagarles
un "salario" en especies. Esta estrategia cooperativa resulta
ser mucho más eficiente que cualquier estrategia no cooperativa,
pues, en ausencia de cooperación, cada granjero ha de proveerse
de un arma de fuego, lo que hace un total de cincuenta armas, y
además expone peligrosamente su vida al enfrentarse a unos
bandidos armados en una proporción de uno contra cinco; por el
contrario, la estrategia cooperativa sólo requiere que la
comunidad posea una docena de armas de fuego y que cada granjero
ceda una pequeña parte de los beneficios de su granja, y el
riesgo en un eventual enfrentamiento es mucho menor, pues lo más
probable es que los bandidos, ante un enfrentamiento de doce
contra cinco, opten por retirarse sin luchar.
Ahora bien, un granjero dado puede adoptar una estrategia mucho
más beneficiosa para sí mismo que la estrategia cooperativa que
acabamos de plantear: puede engañar a los demás granjeros
fingiendo que la acepta, para luego no respetar lo pactado no
pagando su parte correspondiente de salario a los encargados de
la seguridad. Así consigue el máximo beneficio (sus tierras
están protegidas sin tener que enfrentarse él mismo a los
bandidos) sin ninguna contrapartida. El único inconveniente de
las estrategias de este tipo es que son inestables: cuando los
demás granjeros descubran el fraude —si no son violentos y no
optan por colgar de un árbol al estafador— su reacción será
decir: pues si él no paga, yo
tampoco, con lo que el sistema de protección colectiva
desaparecerá y cada cual tendrá que volver a buscar su propia
estrategia no cooperativa. O eso, o bien se acuerda fijar alguna
pena para todo aquel que no cumpla su parte del compromiso (para
todo aquel que no pague lo estipulado a los encargados de la
seguridad y para todo aquel que cobre como tal y luego no
aparezca a hacer frente a los bandidos cuando sea requerido). La
pena ha de ser tal que a nadie le compense cumplirla a cambio de
beneficiarse de la estrategia cooperativa sin participar en
ella.
Notemos que si todos (o la mayoría) de los supuestamente
encargados de la seguridad optaran por una estrategia
fraudulenta (es decir, aceptaran cobrar su salario y luego no
aparecieran a enfrentarse a los bandidos), la estrategia
cooperativa habría sido —para los demás granjeros— una
estrategia mucho peor que la peor estrategia no cooperativa,
pues habrían pagado un salario en vano y, a la hora de la
verdad, estarían totalmente desprotegidos ante los bandidos.
Este ejemplo ilustra unos principios muy
generales: ante un problema común, la mejor estrategia
cooperativa es, como mínimo, igual de buena que la mejor
estrategia no cooperativa y, salvo en ocasiones muy peculiares,
es considerablemente mejor que la mejor estrategia no
cooperativa; pero si un grupo de personas adopta una estrategia
cooperativa, aparecen entonces estrategias no cooperativas
(fraudulentas) aún mejores, pero que sólo son beneficiosas en la
medida en que el resto (o una gran parte) de las personas
involucradas mantengan la estrategia cooperativa. Si dejan de
hacerlo (y pasan a adoptar una estrategia no cooperativa
adecuada) la estrategia fraudulenta puede resultar peor que la
mejor estrategia no cooperativa. El lector interesado tiene aquí
un ejemplo en el que
se analiza matemáticamente una situación sencilla de competencia
entre dos personas (aunque no es necesario en absoluto para el
propósito que aquí nos ocupa).
Volviendo al ejemplo de los granjeros, vemos que el plan de
cooperación defensiva no puede funcionar si los voluntarios para
enfrentarse a los bandidos dudan de que los otros les vayan a
pagar el salario establecido o si los que han de pagar el
salario dudan de que los voluntarios se vayan a enfrentar
realmente a los bandidos cuando llegue la ocasión. Dado que es
un asunto vital para todos ellos, es razonable que se exijan
garantías, y la única forma de tener garantías es obligar a cada
uno a cumplir su parte del acuerdo cuando sea posible y, en caso
de un incumplimiento consumado, aplicar al infractor una pena lo
suficientemente severa como para que nadie pueda considerarla un
precio aceptable a cambio de las ventajas de incumplir el
acuerdo.
En general: cuando diversas personas deciden comprometerse para
llevar adelante estrategias cooperativas que no podrían realizar
de forma individual, o que darían resultados mucho menos
satisfactorios, decimos que forman una sociedad y, por lo que acabamos de discutir,
la formación de sociedades es inviable si no se toman medidas
para evitar que alguien pueda violar en su propio provecho los
acuerdos de cooperación.
Así, por ejemplo, si un grupo de cazadores se da cuenta de que,
si no se abstienen de cazar periódicamente estableciendo un
tiempo de veda, la caza se extinguirá en un breve plazo, la
decisión de respetar la veda no sirve de nada si alguien decide
unilateralmente incumplirla. Al contrario, el cazador furtivo se
verá beneficiado por la veda, ya que le privará de competidores
en la caza y le permitirá hacerse él solo con todas las
existencias hasta su extinción (mientras que los demás cazadores
se quedarán sin nada). Por consiguiente, sólo tiene sentido
establecer una veda si al mismo tiempo se acuerda impedir que
nadie cace en época de veda (usando la fuerza si fuera
necesario) y establecer una pena para todo aquel que la
incumpla, una pena lo suficientemente severa como para que a
nadie le sea rentable incumplirla y cumplir la pena convenida
(una pena que se aplicará también usando la fuerza si fuera
necesario).
Concluimos que, en general, la existencia de una sociedad
requiere como condición necesaria que ésta establezca tres poderes: un poder legislativo, que determine
las leyes que deben
respetar los miembros de la sociedad y las penas que deberán aplicarse
a quienes las incumplan; un poder ejecutivo, que se encargue de tomar las
medidas necesarias —incluyendo el uso de la fuerza si es
necesario— para que las leyes sean cumplidas, y un poder judicial, que se encargue
de determinar si una persona ha incumplido o no una ley, así
como la pena que le corresponde en su caso según la ley. También
es necesario un gobierno,
que tome en cada momento las decisiones que requiera la
administración y el buen funcionamiento de la sociedad. A
menudo, el gobierno se identifica con el poder ejecutivo. (A
priori estos poderes pueden repartirse y materializarse de
formas muy diversas. Por ejemplo, en principio podrían ser
ejercidos todos ellos por una misma persona.) En particular,
toda sociedad ha de disponer —para poder existir— de un cierto
poder coactivo, es
decir, de un poder de imponer la ley por la fuerza cuando sea
necesario, materializado en un cuerpo de policía, o en un
ejército, etc. En la práctica, este poder coactivo está limitado
a la población que habita un territorio determinado. Una unidad
territorial sometida a una misma autoridad y no sometida a una
autoridad de orden superior es un Estado. (Notemos que, según esta definición,
los Estados que componen los Estados Unidos de América no son
estados.)
Ahora bien, una cosa es que una sociedad necesite ciertas leyes para existir
y otra muy distinta que cualquier
sistema de leyes sea éticamente aceptable. Como es habitual, el
problema de determinar un sistema legal para una sociedad tiene
muchas soluciones, de las cuales unas serán racionales y otras
irracionales, por no hablar de que algunos puedan opinar que el
problema carezca de soluciones racionales.
Por despachar rápidamente este último caso, baste distinguir
entre el escéptico radical, que negará la legitimidad a
cualquier sociedad organizada y se considerará libre de
desobedecer cualquier ley (es lo que se llama un anarquista) y el escéptico
moderado, que reconozca la necesidad de un sistema legal, pero
que niegue que cualquiera de ellos pueda tener más fundamento
que la tradición o la voluntad arbitraria de los miembros de la
sociedad. Como de costumbre, el escepticismo es un aborto de
filosofía sin más fundamento que la negación total y sistemática
y que no conduce a ninguna parte, por lo que no hay razón para
prestarle más atención. (Cuando alguien se dispone a abordar
racionalmente un problema, hará bien en atender toda sugerencia
sobre cómo encararlo, pero perderá el tiempo escuchando a
alguien que, a priori
y sin razonamiento alguno, le asegura que el problema no puede
tener solución.)
La existencia de sociedades con leyes dogmáticas es una triste
realidad del mundo actual: existen países en los que la ley
prohíbe a las mujeres salir a la calle con la cara descubierta
(sin más patético fundamento que la creencia de que ésa es la
voluntad de Dios), o países en los que la ley prohíbe a sus
ciudadanos salir al extranjero sin la aprobación del gobierno, o
incluso leer prensa extranjera (y en los que el presunto
fundamento podrá ser en algunos casos más complejo y elaborado,
pero no menos dogmático y, por consiguiente, inmoral). En
general, un Estado —como no puede ser de otro modo— impone la
ley por la fuerza (o por la amenaza del uso de la fuerza), y
todo acto de violencia (o de amenaza) contra una persona es
inmoral si es irracional.
Del mismo modo que la Ciencia es la Ciencia racional (y todo lo
demás son pseudociencias) o que la Ética es la Ética racional (y
todo lo demás son pseudoéticas), podemos restringir el término Derecho al producto de la
razón cuando aborda el problema de determinar un sistema
racional de leyes para una sociedad. El análogo a la teoría del
conocimiento o a la crítica de la razón práctica es lo que
podemos llamar filosofía del
Derecho, es decir, el análisis de lo que debe
entenderse por un sistema jurídico racional. En realidad nos
vamos a centrar en lo que más propiamente se denomina Derecho penal, es decir, en
la rama del Derecho que determina las conductas que pueden
castigarse con una determinada pena.
Debemos destacar aquí que nuestro propósito no es exponer la
filosofía del Derecho (penal) en sí misma, lo que requeriría,
por lo menos, tanto espacio como el que estamos dedicando en
total a nuestra crítica de la
razón práctica, sino únicamente esbozarla en la medida
de lo necesario para comprender su relación con la Ética. Más
concretamente, sólo nos interesa el Derecho en la medida en que
puede ser relevante a la hora de juzgar si una determinada
acción es buena o mala.
Del mismo modo que "bien" y "mal", en el contexto de la Ética
—exactamente igual que en el de las matemáticas— expresan
simplemente la conformidad o disconformidad con la razón, los
términos análogos en el contexto del Derecho son "justo" e "injusto". Una ley es justa cuando es racional, y
el objetivo de la filosofía del Derecho es precisamente
concretar cómo ha de entenderse esto.
El primer paso es observar que la organización social es necesaria y, por consiguiente,
buena: elegir entre formar una sociedad o permanecer en
la anarquía no es realmente una opción, luego no puede ser malo
(en el sentido de inmoral) que una comunidad de personas se
organice en un Estado. En efecto, dejando de lado la mera conveniencia de la
organización social, debida a que permite logros que serían
imposibles sin ella (y que se traducen, por ejemplo, en un
aumento de la longevidad y calidad de vida de sus miembros), el
hecho indiscutible es que un Estado bien organizado se convierte
en un poder al que ninguna comunidad anárquica o mal organizada
puede hacer frente. La historia nos muestra claramente los
efectos devastadores del encuentro de una sociedad más
adelantada con otra más primitiva. Hoy en día, un colectivo de
anarquistas o una sociedad rudimentaria sólo pueden subsistir
confiando, no ya en no ser atacados por otras sociedades, sino
en que éstas dicten altruistamente leyes paternalistas de
protección y pongan empeño en hacerlas respetar. Así pues, el
mero hecho de que cualquier grupo de individuos tiene en
cualquier momento la opción de organizarse en una sociedad
inmoral e imperialista que sojuzgue a cualquier otro grupo más
débil que encuentre a su alcance, hace que la organización
social sea necesaria como único medio para protegerse de tal
amenaza. Puesto que no es malo defenderse de un ataque o amenaza
inmoral, no puede ser malo realizar lo necesario para ello. Al
contrario, es bueno en la medida en que sirve para defender a
personas que, por sí mismas, no sabrían cómo defenderse. Sin
embargo, una cosa es la necesidad de una organización social y
otra muy distinta que ésta se use como excusa para imponer una
autoridad arbitraria —luego inmoral, luego injusta— sobre un
grupo de personas.
Hemos elegido la legítima defensa como argumento más claro en
favor de la necesidad de la organización social, pero no es el
único. Es igual de legítimo defenderse de un enemigo potencial
que defenderse, por ejemplo, de las inclemencias de la
naturaleza. Para que una población —que no viva en un Edén—
pueda alimentarse, puede ser necesario cultivar organizadamente
la tierra y distribuir organizadamente los productos cultivados,
e igualmente pueden ser imprescindibles estrategias cooperativas
para protegerse de fieras, de enfermedades, etc. De hecho, no
hay ninguna diferencia esencial entre una enfermedad y una mala
persona. Ambas son simples amenazas.
De todos modos, la competencia entre distintas sociedades es un
factor que no puede dejarse de lado en ningún análisis. En
efecto: imaginemos que una sociedad ha llegado a un grado de
organización que sus miembros consideran suficiente para llevar
una vida satisfactoria. Alguien podría oponerse entonces a toda
innovación alegando que, si así están bien, ¿para qué quieren
correr el riesgo de mejorar si también podrían empeorar, si el
progreso podría traer consecuencias negativas juntamente con sus
presuntas ventajas? Tal razonamiento sólo sería válido si se
aplicara a un Estado que abarcara la totalidad del planeta (y
esto admitiendo que una invasión extraterrestre es altamente
improbable), pues, mientras existan otros Estados que podrían no
conformarse y continuar progresando, el inmovilismo es una
irresponsabilidad. Y no ya por el mero hecho de que los otros
Estados pudieran convertirse en una amenaza —que también— sino
por la mera posibilidad de que se produzca un cambio inevitable:
una epidemia, que se seque un río, etc. que sitúe a la población
en una situación de dependencia ante las sociedades vecinas,
mejor preparadas para hacer frente al cambio. Una desgracia es
mucho más grave para unos si les afecta más que a otros que
cuando afecta a todos por igual.
En resumen, negarse a constituir una sociedad ante la
posibilidad de que este hecho en sí sea inmoral es condenarse a
morir —o a vivir miserablemente— por puro escepticismo. Otra
cosa es preocuparse de no constituir un Estado que, por sus
características específicas, resulte ser inmoral.
Una falacia muy frecuente cuando se valora éticamente una
sociedad es compararla con una hipotética sociedad ideal que
jamás ha existido y que no hay garantías de que pueda llegar a
existir, en lugar de compararla con lo que realmente tiene
sentido compararla, a saber, con la ausencia de sociedad. Así,
por ejemplo, no es lo mismo una sociedad concebida para que un
grupo de personas (una clase social) se beneficie en detrimento
de otra (por ejemplo, una sociedad esclavista) —lo cual sería
obviamente injusto— que una sociedad en la que —por determinadas
circunstancias concretas— una persona en concreto pueda verse
perjudicada sin que ello pueda achacarse a una deficiencia del
sistema legal. (Por ejemplo —y no pretendemos poner un ejemplo
"típico", sino un ejemplo que carezca de sutilezas que requieran
ser matizadas— por haber recibido una pésima educación por parte
de sus padres, que lo ha vuelto un ser ignorante y conflictivo,
incapaz de guardar las formas necesarias para obtener y
conservar un trabajo con el que ganarse la vida). Ante una
situación así —y sin perjuicio de que la sociedad pudiera
perfeccionarse para prevenir más eficientemente situaciones de
marginalidad— hay que tener presente que es mucho más fácil que
determinadas circunstancias sitúen a una persona en inferioridad
de condiciones para sobrevivir en ausencia de toda organización
social que esto mismo en el contexto de una sociedad mínimamente
razonable.
Notemos que no estamos afirmando que una persona que, por las
circunstancias, haya acabado en una situación de marginalidad se
merezca "ser aplastado" por la sociedad, sino que afirmamos que
la posibilidad de que esto suceda no es —en principio— un
argumento por el que se pueda tachar de inmoral a una sociedad
(para lo cual tendría que tener una legislación que fomentara la
marginalidad, o que permitiera que determinadas personas
pudieran aprovecharse de la marginalidad de otras, etc.), sino
que, al contrario, una sociedad puede aportar medios para
reducir, paliar o evitar la marginalidad, mientras que los
inadaptados a la "vida salvaje" (los débiles, los que sufran un
accidente grave, etc.) carecen definitivamente de toda
oportunidad.
De cara a determinar las características que ha de tener un sistema jurídico justo, ya hemos dado la idea principal que permite justificar la imposición de leyes y el establecimiento de penas para las infracciones:
Una ley que impida a una persona actuar según su voluntad en una circunstancia dada y que la penalice en caso de infracción será justa en la medida en que sea una condición necesaria para que una estrategia cooperativa (razonable) sea viable, es decir, para compensar el beneficio que una persona podría obtener (o el perjuicio ajeno que pudiera resultar) del hecho de incumplir la ley mientras que otras personas la respetan.
Observemos que este párrafo no puede ni pretende ser la regla
maravillosa que permita al más simple distinguir lo justo de lo
injusto. Tal regla no existe, como no la hay para distinguir el
bien del mal o lo verdadero de lo falso. Notemos el "agujero
lógico" representado por la palabra "razonable" que hemos puesto
entre paréntesis. Lo único que pretende el párrafo anterior es
mostrar cómo puede tratarse el aspecto novedoso que el Derecho
introduce con respecto a la Ética, a saber, la legitimidad de
sancionar los actos delictivos
(es decir, las violaciones de la ley). Notemos que si esto sólo
pudiera concebirse como una mera venganza, sería inmoral. Así,
por ejemplo, no se necesita apelar a ningún argumento jurídico
para justificar que alguien haga lo necesario para impedir un
asesinato. Cualquiera que impida un asesinato habrá hecho bien,
por razones que ya hemos analizado sobradamente en las páginas
precedentes. La cuestión que plantea el Derecho es si está bien
castigar a un asesino, pese a que el castigo no sirve para
resucitar a su víctima. Si el castigo fuera concebido como una
venganza, sería inmoral, y lo que estamos argumentando es que no
es así, sino que establecer una pena para el delito de asesinato
se justifica como una condición necesaria para la viabilidad de
una estrategia cooperativa que no tiene nada de inmoral.
Detallemos el argumento en este caso concreto, a título
ilustrativo:
En principio, en ausencia de toda organización social, cada
persona es responsable de su propia protección, con lo cual,
alguien que quiera sobrevivir necesitará entrenamiento físico,
disponer de ciertas armas, o bien buscar la protección de
alguien más fuerte a cambio de lo que éste le quiera exigir. Por
el contrario, la sociedad permite una estrategia cooperativa que
resuelve más satisfactoriamente el problema: cada ciudadano
puede despreocuparse de su propia seguridad —hasta cierto punto—
si todos acuerdan no agredirse mutuamente. Ahora bien, como toda
estrategia cooperativa, sólo es conveniente si el cumplimiento
del acuerdo no se deja a la buena voluntad de cada cual, sino
que se impone mediante una ley respaldada por una pena adecuada
para los infractores. La única forma en que una persona puede
estar dispuesta a despreocuparse de su seguridad personal (y
quedar —relativamente— inerme) es que la sociedad organice una
policía que neutralice a cualquiera que muestre indicios
razonables de que planea cometer una agresión y que detenga a
cualquier sospechoso de haberla cometido, junto con un sistema
judicial que castigue con penas razonables a los que sean
declarados culpables de cualquier clase de agresión. En caso
contrario, descuidar la seguridad personal sería quedarse
indefenso ante cualquiera que decidiera no respetar el acuerdo
de no agresión, y no sería razonable en absoluto. (Quede claro
que con esto pretendemos justificar la legitimidad de prohibir y
perseguir el crimen, pero no necesariamente la de cualquier
técnica policial establecida a tal efecto. Analizar las
atribuciones que debe tener un sistema policial justo sería todo
un capítulo de la filosofía del Derecho.)
Ahora podemos distinguir entre el deber ético —el deber que debe acatar toda
persona simplemente para ser persona (para obrar en calidad de
ser racional)— y el deber
jurídico (el deber que debe acatar toda persona
simplemente por pertenecer a un Estado). El deber ético se
fundamenta en la razón pura (práctica), mientras que, si
entendemos el deber jurídico meramente como el deber de acatar
la ley, sólo tiene un fundamento racional en la medida en que la
ley sea justa (y el Estado la aplique con justicia). En tal
caso, el deber jurídico es parte del deber ético (es inmoral no
acatarlo). Por el contrario, el deber jurídico derivado de una
legislación injusta no tiene más fundamento que el poder
coactivo del Estado que la impone, y no hay razón para acatarlo
o —lo que es lo mismo— no es malo desobedecerlo, al menos en
principio. En lo sucesivo, siempre que hablemos de deber
jurídico se entenderá que es respecto de un sistema legal justo.
Es conveniente introducir también la noción de derecho jurídico. Notemos que, al discutir los principios de la Ética, hemos hablado de deberes y nunca de derechos. Ello es debido a que los derechos éticos son esencialmente reformulaciones de deberes éticos. Por ejemplo, decir que una persona tiene derecho (ético) a vivir es lo mismo que decir que las personas tienen el deber (ético) de no matar a otras personas (por lo menos, supuesto que sus víctimas no deseen morir), pero esto no significa que una persona esté (éticamente) obligada a defender la vida de otras personas. Hacerlo es altruista, no hacerlo es egoísta, pero no puede decirse que esté mal. Por el contrario, como ya hemos destacado, una ley que prohíba matar a las personas (jurídicas) no sólo supone que cada persona tiene el deber de no matar a las demás personas, sino también que el Estado tiene la obligación de proteger la vida de las personas y, más aún —y esto es nuevo con respecto a la Ética— de castigar a los asesinos (o incluso a los asesinos frustrados). Esto es lo que significa que una persona tiene derecho (jurídico) a la vida, y es más fuerte que el mero hecho de que toda persona tenga el deber jurídico de no matar a otras personas.
En principio, podría pensarse que el argumento por el que hemos
justificado una ley que prohíba el asesinato se puede
generalizar sustituyendo "asesinato" por cualquier otro acto
inmoral, con lo que podríamos concluir que cualquier ley que
prohíba algo inmoral será justa (algo inmoral de verdad, no algo
que mucha gente considere dogmáticamente inmoral). Esto sería
así si no fuera por una diferencia esencial entre la Ética y el
Derecho:
El razonamiento ético, al igual que el científico, carece de
toda restricción artificial, en el sentido de que una acción
será buena o mala en función de todas las circunstancias que
sean relevantes de un modo u otro, incluso de aquellas que
puedan ser desconocidas para quien ha de decidir en un momento
dado si debe hacer una cosa u otra. Estipular que un hecho no
debe ser tenido en cuenta a priori para decidir si algo está
bien o mal sería como decirle a un científico que, a priori, no
puede usar en sus argumentos (o en sus especulaciones)
determinada clase de información o de supuestos. Si hay indicios
racionales de que un determinado hecho (sea conocido o
desconocido) puede ser relevante para que una teoría científica
sea verdadera o falsa, cualquier intento de eliminar del método
científico la investigación del hecho en cuestión sería una
perversión absurda. Por el contrario, el Derecho está sometido
necesariamente a unas condiciones de objetividad que lo limitan
sustancialmente:
Si los miembros de una sociedad deben obedecer ciertas leyes y
van a ser castigados en caso de desobediencia, es imprescindible
que las leyes sean conocidas públicamente (sin perjuicio de que
su número y complejidad puedan exigir el asesoramiento por
expertos en leyes) y que sean lo suficientemente claras y
precisas como para que cualquiera pueda saber en un momento dado
si una acción que pueda llevar a cabo es legal o ilegal.
Sustituir todo un código penal por una única ley que diga
simplemente "Está prohibido
obrar mal" sería tan absurdo como inútil. Es necesario
especificar cuáles son los derechos y los deberes de cada
persona y con qué penas se castigará cada infracción. Más
precisamente: cualquier ley ha de estar formulada de tal forma
que las posibles infracciones sean objetivamente constatables, y
sólo podrá castigarse una infracción si se ha constatado
debidamente que realmente ha tenido lugar. (No creemos necesario
explicar aquí la necesidad de estos requisitos.)
Así por ejemplo, que un padre amenace a su hijo (mayor de edad)
con echarlo de casa si no estudia la carrera que él —el padre—
considera más conveniente, es un chantaje inmoral, pero ¿sería
posible enunciar una ley que determinara bajo qué circunstancias
pueden unos padres dejar de mantener económicamente a sus hijos?
No es razonable promulgar una ley que obligue a los padres a
mantener a los hijos de por vida, pues esto daría lugar a muchos
abusos por parte de los hijos y sería injusto para muchos
padres. Lo máximo que se puede hacer es estipular que los padres
tienen ciertas obligaciones para con los hijos hasta cierta
edad, junto con algunos derechos de herencia, etc. Pero
cualquier legislación sobre los derechos paterno-filiales, por
muchas cláusulas que tenga, siempre permitirá alguna clase de
chantaje inmoral y, por otra parte, si pretende hilar muy fino,
cabe la posibilidad de que su aplicación en situaciones no
previstas por el legislador pudiera ser inmoral, lo que la
convertiría en una ley injusta. De este modo, podemos decir que
el chantaje paterno que tomábamos como ejemplo es justo en el
sentido de que no es concebible una ley que pueda evitar tales
actitudes, pero, pese a ello, es inmoral. En general, no es
inmoral que un padre decida echar a su hijo de casa (podrá ser
egoísta, pero no necesariamente inmoral, y de ahí la
imposibilidad de prohibirlo por ley), pero sí que lo es si el
motivo es dogmático, cosa que un juez nunca podría determinar
objetivamente. Por consiguiente, el hijo no hará mal si falta al
respeto a su padre (por ejemplo, haciéndole creer que realmente
estudia la carrera que pretende imponerle, tal y como
discutíamos en su momento), pero siempre dentro de la legalidad.
Sería inmoral (por ser ilegal) que el hijo robara al padre el
importe del sustento que éste se niega a darle. La diferencia es
que el padre podría denunciar al hijo por robo, pero no por
mentirle sobre sus estudios.
De este modo, mientras que una etica-de-manual-de-boy-scout es una parodia de
Ética, un sistema jurídico justo es necesariamente un gigantesco
"manual de boy scout", en el que sólo tiene sentido considerar
aquellas circunstancias que pueden ser debidamente previstas y
reguladas objetivamente (sin perjuicio de que pueda haber vacíos
legales que las circunstancias ayuden a detectar y eliminar
paulatinamente). En general, podemos concluir:
Una ley que prohíba una conducta inmoral será justa en la medida en que la prohibición pueda formularse formalmente con el grado de objetividad que debe exigirse a cualquier ley para que su cumplimiento o incumplimiento pueda decidirse sin ambigüedad y con la garantía de que cualquier conducta que convierta en delictiva sea ciertamente inmoral, y no sólo una conducta con características similares a determinadas conductas inmorales sin serlo ella misma.
De acuerdo con lo dicho hasta aquí, está claro que no es
posible hablar de acciones que sean a la vez éticamente
correctas e injustas, pues para ello tendría que haber una ley
que obligara a hacer algo inmoral, y tal ley sería
necesariamente injusta. Lo más parecido a algo así sería una
situación como ésta:
Una persona agrede a otra y la amenaza de muerte. La víctima denuncia los hechos, pero no está en condiciones de probarlos, con lo que no es posible condenar al agresor. Temiendo que, en cualquier momento, el agresor pueda cumplir su amenaza, la víctima opta por anticiparse y matarlo.
Si los hechos sucedieran en el far west, es decir, en un contexto en el que
no existiera ningún estado de derecho al que la víctima pudiera
apelar, la conducta de la víctima podría considerarse éticamente
correcta en la medida en que pudiera sostenerse que el agresor
era realmente una amenaza y que no había otra forma razonable de
prevenirse ante ella. Ahora bien, en el contexto de un estado de
derecho, "tomarse la justicia por su mano" es injusto, e incluso
inmoral. En efecto, la prohibición del asesinato como condición
necesaria para que los miembros de una sociedad puedan
desentenderse de su propia seguridad personal no excluye el caso
en que alguien considera que alguien en particular merece morir.
Cualquier sistema legal justo admitirá que alguien mate en
legítima defensa, e incluso puede considerar como atenuante que
un homicidio haya sido involuntario, pero admitir que una
persona mate a otra a sangre fría en virtud de ciertas
conjeturas (más o menos fiables) en función de las cuales el
homicidio se podría considerar legítima defensa, dados los
requisitos de objetividad que ha de cumplir necesariamente
cualquier ley, implicaría admitir muchos asesinatos inmorales,
luego sería una ley injusta. Esto no significa que la víctima
deba esperar inerme a que su agresor cumpla su amenaza y termine
por matarla, sino únicamente limita sus posibilidades de acción
a prepararse para defenderse adecuadamente en caso de ataque,
sin que valga el principio de que "la mejor defensa es un buen
ataque". Quien piense que tal restricción es demasiado fuerte,
debería darse cuenta de que peor sería que no hubiera una ley
que prohibiera el asesinato.
En resumen: si a la ley que prohíbe el asesinato se le añadiera
una cláusula que disculpara los asesinatos a sangre fría en
"legítima defensa", la ley se prestaría a muchas aplicaciones
injustas, luego sería injusta. Por consiguiente, es justo que no
incluya tal clase de cláusula, luego "tomarse la justicia por su
mano" es no acatar una ley justa, luego es injusto y, más aún,
es inmoral, pues es una falta de respeto a todas las personas
que esperan —con razón— que la ley sea acatada. Por supuesto,
nunca podemos descartar que haya otros factores a tener en
cuenta, como que un Estado no consiga imponer la ley con toda la
eficiencia que se le podría exigir. Eso podría cambiar algunas
conclusiones. En tal caso podría haber una injusticia, no ya en
la ley, pero sí en el modo en que se aplica. La pregunta ante
tal posibilidad sería: ¿se produce una situación de indefensión
porque el Estado no actúa como debería actuar, o tal indefensión
es sólo aparente, pues no se le puede exigir al Estado que haga
más de lo que hace (como cuando libera a un culpable por falta
de pruebas)?
Podríamos hablar de una "ilusión
jurídica" que se produce cuando alguien valora
éticamente una actuación posible (como el tomarse la justicia
por su mano) atendiendo únicamente a la información que de hecho
se posee sobre unas circunstancias concretas (que pueden dejar
fuera de toda duda razonable la culpabilidad de una persona, o
el riesgo que supone para otras personas) sin tener en cuenta
las limitaciones que la existencia de un Estado de Derecho
impone necesariamente (de forma esencial y no a causa de
posibles imperfecciones del sistema) a la conducta de las
personas.
Observemos ahora que un Estado de Derecho puede exigir a las
personas más que la mera prohibición de (determinadas) conductas
inmorales. Por ejemplo, desde un punto de vista estrictamente
ético (es decir, sin añadir consideraciones jurídicas, que, en
realidad, también son parte de la Ética) podría decirse que no
es inmoral negarse a pagar impuestos, en el sentido de que, más
en general, nadie está obligado moralmente a contribuir a una
causa común, por justa que ésta sea (no hacerlo puede ser
egoísta, pero no inmoral). Sin embargo, una vez hemos admitido
que es lícito hacer lo necesario para que pueda existir una
organización social, una consecuencia inmediata es que es
necesario que sus miembros contribuyan a su mantenimiento, sea
con dinero o tal vez con trabajo personal (como en el caso de un
servicio militar obligatorio). Se puede discutir sobre cuál es
la forma más conveniente de materializar la financiación del
Estado, es decir, sobre cómo concretar un sistema tributario,
pero es indiscutible la necesidad de tal sistema. Admitiendo que
tal concreción se haya determinado de forma justa (es decir,
racional), la negativa de alguien a pagar impuestos es como la
actitud de los granjeros del ejemplo inicial de esta página que
pretendían escaquearse de pagar su parte del salario a los
voluntarios encargados de la protección común. No puede
permitirse que alguien se beneficie de la sociedad y, al mismo
tiempo, no contribuya a financiarla, pues esto supondría adoptar
una de las estrategias fraudulentas a las que da pie cualquier
estrategia cooperativa, y sólo es posible bajo el supuesto de
que (muchas) otras personas no hacen lo mismo.
Sin embargo, esto nos enfrenta a un problema nuevo: cuando
razonábamos que es justo prohibir el asesinato podíamos contar
con que, como mínimo, no es inmoral, ya que no perjudica a nadie
que no sea un asesino en potencia, y un asesino en potencia no
es una persona a la que haya que tener en cuenta en un
razonamiento ético. Sin embargo, exigir el pago de impuestos
perjudicaría a una hipotética persona que no estuviera dispuesta
a ello y, al mismo tiempo, de forma coherente, estuviera
dispuesta a renunciar a cualquier beneficio que la sociedad
pudiera reportarle. Más precisamente, la cuestión es si es justo
obligar a pagar impuestos a un anarquista radical y coherente
con sus convicciones. Obviamente, si consigue retirarse a un
paraje recóndito donde no tenga contacto alguno con la
civilización, se librará de hecho de pagar impuestos y no habrá
caso; pero, en la medida en que vaya a convivir con
civilizaciones vecinas, la situación resulta ser insostenible.
Alguien que desee no formar parte de ninguna sociedad es como
alguien que desee no enfermar nunca. Eso no le exime de cotizar
a la seguridad social (si es que su país tiene un sistema de
sanidad pública que exige una contribución obligatoria de todos
los trabajadores) porque, desee o no ponerse enfermo, tiene el
mismo riesgo que cualquier otro ciudadano más sensato de
necesitar de la sanidad pública.
En efecto, supongamos que un grupo de anarquistas afirma que no
quiere formar parte de país alguno (no que desea independizarse
y formar su propio país, lo cual sería otra cuestión
completamente distinta). Supongamos que se les concediera un
territorio más que suficiente para que trataran de llevar una
vida anárquica autosuficiente, viviendo del cultivo de la
tierra, etc. y sin más relación con las sociedades organizadas
que relaciones puntuales de intercambio de bienes. Observemos
que no tendrían derecho a exigir, por ejemplo, que se les
cedieran medicinas, ni siquiera a cambio de productos en especie
de valor equivalente al precio de las mismas, porque las
medicinas son el producto de una investigación de alto nivel que
sólo puede tener lugar en el seno de una sociedad organizada que
ellos se niegan a financiar con sus impuestos; observemos que no
podrían reclamar su derecho a salir de su territorio y viajar
por unas carreteras construidas gracias a la organización social
que ellos rechazan, etc. Pero, más aún, supongamos que, en
efecto, están dispuestos a renunciar a todo contacto con el
mundo civilizado. Aun así, observemos que si, de entre los
miembros de un país vecino surgieran ladrones que les robaran
sus pertenencias, no tendrían ningún derecho a exigir al país
vecino que persiguiera y castigara a los delincuentes, pues la
tarea de perseguir delincuentes requiere una financiación
estatal en la que ellos se niegan a participar, y el concepto de
castigo a un delito no puede sustentarse en términos exclusivos
de la Ética, sino que es un concepto jurídico que,
supuestamente, los anarquistas rechazan.
En general, el quid de la cuestión es que un anarquista, desde el momento en que no está dispuesto a aceptar las restricciones necesarias para que la sociedad sea viable como estrategia cooperativa, no existe jurídicamente como persona, es jurídicamente un objeto más, sobre el que se puede legislar, como se legisla sobre árboles o sobre monumentos históricos. En particular, ni siquiera puede poner coto a un territorio y decir "esto es mío" (o, mejor dicho, sí que puede hacerlo, pero "eso" será suyo en la medida en que disponga de la fuerza necesaria para imponerse y sólo en esa medida), pues la propiedad es un concepto jurídico, pues carece de sentido si no va acompañado de una ley que obligue a respetarla. Afirmamos, pues, que el único "derecho" que se puede conceder a un anarquista es el de exiliarse. Es absurdo que un grupo de personas deba abstenerse de organizarse socialmente sólo porque algunos no deseen hacerlo, y una sociedad no puede permitirse el lujo de albergar en su seno a un grupo de individuos que no estén dispuestos a acatar un sistema jurídico justo.
No obstante, es importante dejar claro que todo lo dicho se
refiere exclusivamente a anarquistas, es decir, a personas que
no quieren aceptar ningún sistema legal, y no a quienes no
tienen la capacidad, o tal vez la posibilidad, de hacerlo. Por
ejemplo, hoy en día, a las costas de los países más
desarrollados llegan con frecuencia inmigrantes ilegales en
condiciones deplorables que necesitan urgentemente asistencia
sanitaria. Alguien podría plantear, como acabamos de hacer con
respecto a los anarquistas, que no hay por qué prestar unos
servicios sanitarios a alguien que no ha contribuido a
financiarlos, pero ahora hay más factores a tener en cuenta. Lo
que antes afirmábamos es que, a un anarquista que pretenda
justificar racionalmente su negativa a participar en la
organización social, se le puede objetar que, siguiendo su misma
lógica, la sociedad puede negarse igualmente, si no ya a
reconocerle, sí al menos a garantizarle derecho alguno. No hay
que confundir esta refutación del anarquismo con un argumento
para negar el auxilio a un necesitado que no es que pretenda
abstenerse de contribuir a la organización social, sino que,
todo lo contrario, lo que pretende es que se le deje integrarse
en ella. Esto es un problema complejo que no tiene nada que ver
con lo que ahora nos ocupa. Pensemos también en el caso de un
país (con una cultura moderna estándar) que albergue una selva
en la que vive, más o menos aislado, un pueblo con una cultura
primitiva milenaria. No tiene sentido exigir a sus miembros el
cumplimiento de determinados deberes jurídicos, como realizar un
servicio militar, o cotizar a la seguridad social, o disponer de
títulos universitarios para ejercer la medicina, etc. El
problema de cómo actuar (racionalmente) ante este tipo de
situaciones es delicado, y está relacionado con el tratamiento
ético de niños, ancianos, enfermos mentales, etc., que estamos
dejando para más adelante porque, entre otros factores, son
relevantes los aspectos jurídicos generales que estamos
analizando ahora.
Refutado el anarquismo, podemos afirmar que la ley puede exigir conductas necesarias para el sostenimiento del Estado, como el pago de impuestos. Sin embargo, esto no dice nada sobre cómo determinar si un determinado sistema tributario es justo o es abusivo, y en otros casos se podría discutir incluso si una determinada conducta es necesaria o no para el sostenimiento del Estado, con lo que cabría la posibilidad de que una ley que la exigiera supusiera una imposición arbitraria y, por consiguiente, injusta para con aquellas personas que preferirían eximirse de ella (un servicio militar obligatorio, la escolarización obligatoria hasta una edad determinada que pudiera juzgarse demasiado alta, etc.) En esta dirección, empecemos observando que en el Derecho, al igual que en la Ética, se conjuga necesariamente una componente racional con una componente irracional, y es esencial comprender cómo se relacionan ambas, porque sería un error muy grave exigir una base racional donde es imposible que la haya, al igual que no exigirla donde sí debe haberla. Esencialmente, la razón pura no puede determinar por completo el contenido de un sistema jurídico por dos causas:
A la hora de tomar una decisión polémica, en el sentido de que haya disensión por cualquiera de los dos motivos anteriores, sería completamente dogmático y, por consiguiente, injusto, que se impusiera uno de los criterios de forma arbitraria, es decir, por puro ejercicio de la fuerza. La única solución adogmática al conflicto es adoptar el criterio de la mayoría: si no hay forma objetiva de determinar quién tiene razón (o ni siquiera puede decirse objetivamente que alguien haya de tenerla) entonces carece de importancia quién tiene razón, y lo único que importa es lo único que puede medirse a la vez de forma objetiva y adogmática, a saber, cuál es la opinión mayoritaria. Esto es la democracia, en oposición a la tiranía, en la que las decisiones públicas las toma arbitrariamente una persona o un grupo de personas por el mero hecho de que disponen de la fuerza bruta necesaria para ello. En este punto debemos recordar que el engaño es, a todos los efectos, equivalente a la fuerza bruta. Un tirano puede llegar al poder a través de unas elecciones gracias a una campaña política basada en el engaño, y mantenerse en el poder (renovando periódicamente su cargo mediante nuevas elecciones) gracias a un aparato de censura y propaganda estatal que induzca a la población a votarle a pesar de que no lo haría si estuviera mejor informada. Trivialmente, la democracia es justa y la tiranía es injusta, por dogmática (si pretende justificar de algún modo el abuso de poder, como apelando a la autoridad de Dios, o de Marx, u otras idioteces semejantes) o por puramente absurda (si la única justificación es quia nominor leo, "porque yo soy el más fuerte").
Uno de los argumentos más frecuentes con los que algunos
intentan justificar algunas tiranías consiste en señalar que la
gestión del tirano (o del partido tiránico de turno) ha sido
positiva para el país, o que ha supuesto una mejora respecto a
la situación en la que se encontraba el país antes de la subida
al poder del tirano en cuestión. No puede haber argumento más
absurdo: Supongamos que un tirano consigue el poder derrocando a
otro tirano, así como que las circunstancias hacen que sea
inviable organizar un régimen democrático de forma inmediata,
pues, de intentarlo, los sectores afines al tirano derrocado
podrían retomar el poder e instaurar otra tiranía. Podríamos
admitir entonces que no sería inmoral que el nuevo tirano
mantuviera el poder durante unos pocos años, los que se pudiera
considerar imprescindibles para estabilizar el país y
neutralizar a los partidarios de otros regímenes tiránicos.
Hecho esto, si, en efecto, la gestión del tirano hubiera sido
positiva para el país y hubiera mejorado la situación anterior,
nada le impediría convocar unas elecciones libres y someter a
referéndum su continuidad en el poder, o mejor aún, tutelar —sin
injerencias dogmáticas— la creación de unas instituciones y un
sistema legal democrático en un proceso transparente en el que
la población tuviera acceso libre a toda clase de información y
que culminara, pasado el mínimo tiempo imprescindible, en la
convocatoria de unas elecciones libres. Si, realmente, la
actuación del tirano hubiera sido tan satisfactoria, lo tendría
muy fácil para ser reelegido una y otra vez de por vida. Por el
contrario, si el gobierno legítimamente constituido decide
procesarlo por una lista de crímenes, entonces la presunta
bondad de su gestión es insostenible. Incluso hemos de tener
presente una situación en la que ni siquiera la aceptación
democráctica de una tiranía sería una garantía de justicia: nos
referimos al caso en que un tirano, durante el ejercicio del
poder, asesine sistemáticamente a sus oponentes, de modo que
llegue un momento en el que sus partidarios sean mayoría y, por
consiguiente, pueda permitirse el lujo de convocar unas
elecciones libres que lo ratifiquen como gobernante "legítimo".
Por otra parte, es crucial comprender que la legitimidad de la
democracia termina allí donde empieza la legitimidad de la
razón. Imaginemos dos países. En el primero hay un 10% de
ciudadanos que están encarcelados por delitos de asesinato.
Cualquiera de sus ciudadanos (no asesinos) nos asegurará que es
justo que así sea, puesto que se trata de un país democrático
con una constitución aprobada por una inmensa mayoría de los
ciudadanos, en la cual se reconoce el derecho a la vida y, por
consiguiente, la obligación del Estado de penalizar el
asesinato. En el segundo país hay un 10% de habitantes de raza
negra frente a un 90% de habitantes de raza blanca, y los
primeros viven en régimen de esclavitud. Cualquier ciudadano
blanco nos asegurará que es justo que así sea, puesto que se
trata de un país democrático en el que la ley que establece la
esclavitud de los negros fue aprobada por sufragio universal con
el 89% de los votos a favor. El paralelismo de ambos argumentos
es sólo superficial. Ya hemos argumentado que la prohibición del
asesinato es la condición necesaria para que los ciudadanos
puedan salvaguardar sus vidas confiando en una estrategia
cooperativa, luego es justo porque salvaguardar la propia vida
no es malo. En cambio, la legalización de la esclavitud consiste
únicamente en perjudicar a unos en beneficio de otros. No puede
presentarse como una condición necesaria para la viabilidad de
una estrategia cooperativa que beneficie a todos (excepto a
aquellos que especulen con beneficiarse rompiendo la
cooperación). Pero, aunque alguien se las ingeniara para
presentarlo así, no dejaría de ser cierto que sostener que
alguien debe ser esclavo por el color de su piel sería
irracional, luego inmoral (en cuanto que perjudica a personas),
luego injusto.
En general, concluimos que es injusto que una mayoría imponga
su criterio sobre una minoría en cuestiones en las que
objetivamente se puede argumentar que tal imposición es inmoral.
Así, por ejemplo, dado que la ley coránica es evidentemente
inmoral, cualquier sistema legal que la imponga es injusto por
muy mayoritaria que sea la población musulmana del país. Un
demócrata no es alguien que siempre es partidario de hacer lo
que prefiere la mayoría (ésa es la definición de borrego que
sigue al rebaño), sino alguien que, en todas aquellas cuestiones
sobre las que no hay un criterio racional objetivo y adogmático,
propugna que se lleve a la práctica la opinión mayoritaria, sin
perjuicio de que al mismo tiempo pueda defender una opinión
distinta (defenderla, no en el sentido de tratar de llevarla a
la práctica pese a ser minoritaria, sino en el de argumentarla
para tratar de convertirla en mayoritaria).
Esto plantea una situación muy compleja: ¿qué sucede si en un
Estado democrático una mayoría consigue, mediante un
procedimiento completamente legal, imponer una ley que perjudica
a una minoría y que puede considerarse objetivamente inmoral? El
caso es especialmente delicado si no hablamos, por ejemplo, de
un estado islámico, en el que la inmensa mayoría de las leyes
—aunque cuenten con el respaldo mayoritario de la población— son
inmorales y perjudican a quienes no comulgan con los principios
del islam, sino que hablamos de un estado civilizado en el que
las leyes inmorales son casos aislados. Por ejemplo, el aborto,
o es inmoral o no lo es. Si lo es, entonces tal situación se
daría en un país civilizado en el que el aborto esté permitido,
y si no lo es, sería el caso de un país civilizado en el que el
aborto esté prohibido. ¿Es inmoral violar una ley inmoral si ha
sido aprobada por un procedimiento estrictamente democrático?
En principio, parecería natural responder que no es inmoral,
sino que un individuo tiene derecho a rebelarse contra las leyes
injustas (y una ley inmoral es necesariamente injusta). Sin
embargo, admitir que cada ciudadano tiene derecho a decidir si
una ley es justa o no y, en caso de declararla injusta, no
reconocerla como tal, es en la práctica admitir que cada
ciudadano decida qué leyes está dispuesto a obedecer y cuáles
no, lo cual destruye el sistema legal desde su misma base. No
podemos dar una respuesta teórica a este conflicto porque su
causa reside precisamente en el precario estado de la Ética como
teoría racional objetiva, es decir, por el hecho de que
prácticamente nadie la reconoce como tal. Si existiera un
consenso sobre lo que es inmoral y lo que no lo es, equivalente
al que existe en Ciencia sobre lo que es verdad y lo que no lo
es, el problema estaría resuelto: oponerse a una ley inmoral
sería poco menos que un deber. Pero si no se admite el carácter
objetivo de la Ética en cuanto teoría racional, entonces es
tonto tratar de discutir racionalmente la solución de este
problema: en cuanto se admite que el marco de discusión (el
discurso racional) es el marco adecuado, entonces la solución
resulta automática.
Otro problema relacionado, aunque no es exactamente el mismo,
es el hecho de que cualquier organización democrática viable
conlleva necesariamente una serie de disfunciones que,
precisamente por ser inevitables, deben ser aceptadas, lo cual
no significa que no se pueda intentar corregirlas, pero siempre
dentro de cauces razonables que deben estar regulados
(justamente) por ley. Por ejemplo, es prácticamente inviable que
cualquier decisión que deba adoptar un gobierno se someta a
referéndum. Necesariamente, un gobernante o un parlamento
elegido democráticamente deberá tener un margen de acción
bastante amplio para tomar decisiones (en materia ejecutiva o
legislativa, respectivamente), y esto puede hacer que se adopten
medidas o leyes concretas que contradigan la voluntad
mayoritaria. También puede suceder que una acción de gobierno o
una ley se refiera a una cuestión técnica que afecta a un sector
minoritario de la población de modo que la mayoría de los
ciudadanos en cuya soberanía se sustenta teóricamente esa
decisión se declare carente de opinión al respecto. Si cada vez
que un ciudadano se considerara víctima de una injusticia por
una situación de este tipo u otras similares se considerara a su
vez con derecho a rebelarse contra el Estado, ninguna democracia
resistiría más de un año sin caer en la anarquía. Por ello es
necesario considerar que una ley aprobada democráticamente,
aunque sea polémica (al menos, si no puede considerarse
objetivamente inmoral) es justa en el sentido de que es conforme
a derecho y que, por tanto, debe ser respetada, sin perjuicio de
que el Estado de Derecho debe tener previstos métodos para que
pueda ser retirada también legalmente si hay indicios
suficientes de que su promulgación no fue acertada (esto incluye
el derecho de huelga, la obligación del Parlamento de debatir un
proyecto de ley por iniciativa popular, etc.)
Resumamos lo que hemos concluido hasta el momento: La
constitución de un Estado de Derecho democrático se justifica
racionalmente por la necesidad de regular estrategias
cooperativas que, en principio, no perjudican a nadie más que a
quien quiere aprovecharse de ellas violándolas. A su vez, la
necesidad de dicha organización estatal justifica, no sólo las
leyes que regulan dichas estrategias cooperativas (como la
prohibición del asesinato, etc.), sino también las que pueden
considerarse necesarias para la existencia del Estado y para la
regulación de la convivencia de sus ciudadanos, y teniendo en
cuenta que los ciudadanos deberán aceptar por necesidad que las
disfunciones que surjan en el funcionamiento del Estado, en la
promulgación de leyes o en las acciones de gobierno, deben ser
solventadas por los propios medios previstos por el sistema
legal, entendiendo que un sistema legal que no proporcionara los
medios adecuados para ello sería abiertamente injusto y no
merecería respeto. Dicho de otro modo, el Estado en cuestión no
sería completamente democrático.
Aquí hay que señalar que el concepto de "necesidad" de una ley no es necesariamente objetivo. ¿Es necesario que los ciudadanos de un país presten un servicio militar obligatorio? Quizá unos opinen que sí y otros opinen que no. Ante la imposibilidad de resolver la cuestión objetivamente, deberá acatarse la decisión de la mayoría. Cualquier otra opción sería una imposición por la fuerza sin razón (objetiva) alguna y, por consiguiente, inmoral.
También hay que entender que cuando hablamos de que una ley sea
"necesaria" no queremos decir que sea "necesaria en la forma
concreta que toma", sino que lo necesario es que determinen un
marco legal en un sentido o en otro. Esto extiende la
legitimidad jurídica mucho más allá del terreno de la Ética. Por
ejemplo, el derecho a la vida es la traducción jurídica del
hecho de que matar es —normalmente— malo, pero el derecho a la
propiedad (o equivalentemente, la legislación que establece la
propiedad privada) no tiene ninguna base ética. Si el comunismo
es inmoral e injusto, no lo es porque su planteamiento de que la
propiedad deba ser colectiva y no privada sea inmoral, sino
porque ningún régimen comunista ha logrado implantarse y
mantenerse hasta la fecha sin el apoyo de un ejército y de un
aparato propagandístico inmoral. Una organización social
requiere gestionar de un modo u otro los recursos y las acciones
(tierras, edificios, producción, prestación de servicios, etc.)
y esto puede hacerse de forma pública, de forma privada o de
forma mixta. No puede decirse de forma racional objetiva cuál es
la mejor forma de hacerlo, pero lo que es indudable es que es
necesario optar (democráticamente) por un modelo u otro. Si se
opta por un modelo de Estado capitalista, como es el caso de
todos los países democráticos actuales, eso a su vez justifica
todo un corpus legal sobre el derecho a la propiedad, la
tipificación del robo como delito, etc. De este modo, podemos
decir, por ejemplo, que robar es inmoral, pero ello es válido
únicamente en el seno de una sociedad que ha decidido
democráticamente reconocer la propiedad privada y ha establecido
en consecuencia una legislación que prohíbe el robo: robar es
inmoral porque es ilegal, y violar las leyes es inmoral.
En realidad podemos considerar ciertas acciones como inmorales
por razones jurídicas que no involucran al Derecho propiamente
dicho, pues podemos hablar de un "Derecho a pequeña escala"
necesario para organizar los pequeños asuntos cotidianos
relacionados con la convivencia en sociedad que sería imposible
regular "oficialmente". Por ejemplo, imaginemos que delante de
la taquilla de un teatro se forma una cola para sacar entradas
unas horas antes de que se pongan a la venta. Imaginemos que los
espectadores se ponen de acuerdo para no permanecer en su
puesto, sino que cada uno recuerda detrás de quién va y cada
cual se sienta en un banco, o se va durante un rato, etc. ¿Es
inmoral que alguien ajeno a todo esto llegue y se ponga el
primero en la cola y se niegue a coger turno cuando le explican
el sistema establecido? La respuesta es que sí. No le vale
alegar que él es ajeno a un pacto que no ha aprobado, porque lo
cierto es que se está beneficiando de violar una estrategia
cooperativa. Si no se hubiera establecido el pacto de guardar
los turnos, el nuevo espectador se habría encontrado con una
larga cola y no habría tenido más remedio que ponerse el último.
El nuevo espectador pretende negar validez a un pacto
cooperativo y, al mismo tiempo, obtener una ventaja de que dicho
pacto exista. Los demás espectadores tienen derecho a emplear
(moderadamente) la fuerza para obligar al nuevo a respetar su
turno, pues esto es una condición necesaria para que la
estrategia cooperativa sirva de algo. Aquí es esencial además
que establececer la estrategia cooperativa no perjudica a nadie.
Si el nuevo espectador se siente perjudicado, no es porque se
haya establecido tal estrategia, sino porque no se le permite
aprovecharse de ella violándola.
Un caso muy distinto sería el de un espectáculo con entrada
libre donde unos pocos espectadores entran en la sala y cada uno
"reserva" muchas butacas para amigos suyos que vendrán más
tarde, y se ponen de acuerdo ellos mismos para respetar sus
"reservas" y exigir que las respeten los espectadores que
lleguen después. Si entonces llega un nuevo espectador y se
encuentra "reservadas" las mejores butacas, tiene derecho a no
aceptar un pacto en el que él no ha participado, puesto que en
este caso no está tratando de beneficiarse de violar una
estrategia cooperativa, sino que está siendo perjudicado por la
mera existencia de la estrategia cooperativa.
Obviamente, ninguno de estos dos casos puede tratarse apelando
estrictamente al Derecho, en el sentido de que sería absurdo que
alguien fuera citado ante un tribunal por no haber respetado el
turno de una cola, o por haberse sentado en una butaca
"reservada", pero, desde un punto de vista ético, es posible
analizar la situación según los mismos esquemas que fundamentan
racionalmente el Derecho. Podríamos decir que los espectadores
que organizan los turnos de la cola han formado un pequeño
Estado de Derecho justo, mientras que los que organizan las
reservas han organizado otro con leyes abusivas. Por ello, no
acatar las "leyes" del primero es inmoral, mientras que no
acatar las del segundo no lo es.
Volvamos a la cuestión de qué clase de argumentos pueden justificar una ley que imponga deberes a los ciudadanos de un Estado. Hasta ahora hemos dado dos clases de argumentos: los relacionados con las estrategias cooperativas y los relacionados con las necesidades que supone la existencia del Estado. ¿Podríamos encontrar más? Por ejemplo: ¿es justa una ley que prohíba el aborto?, ¿es justa una ley que prohíba el maltrato a los animales? Es obvio que tales leyes no pueden justificarse con los argumentos que hemos dado hasta ahora. Una discusión en profundidad involucrará necesariamente más elementos de razonamiento que los estrictamente jurídicos, así que nos ocuparemos de ello más adelante. Aquí simplemente dejamos constancia de que una respuesta afirmativa requeriría encontrar nuevos argumentos (racionales) para justificar una ley.
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