John Locke

ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO

(Fragmentos y comentarios)

En esta obra, Locke retoma los problemas filosóficos planteados por Descartes y desarrollados por sus seguidores así como por otros pensadores, como Spinoza y Leibniz, pero los aborda desde un enfoque drásticamente distinto, en cuanto que erradica por completo los "razonamientos" escolásticos que minan la base de todos los sistemas filosóficos precedentes. Hay que reconocer que lo hace con más buena voluntad que rigor, ya que no parte del "marco cartesiano" y lo que obtiene es más psicología que teoría del conocimiento propiamente dicha. Aunque superficialmente la obra está organizada de forma muy clara y didáctica, en profundidad está llena de lagunas lógicas. No obstante, aunque —por razones distintas— sus fundamentos sean tan débiles como los de sus predecesores, Locke aporta nuevas observaciones de gran valor a la hora de construir una teoría del conocimiento seria. El ensayo está dividido en cuatro libros.

LIBRO I: De las nociones innatas.

Platón consideraba que todo el conocimiento es reminiscencia: cuando un hombre nace, su alma contiene todas las ideas que ha conocido en el mundo de las ideas, sólo que las ha olvidado temporalmente. Los sentidos le proporcionan vagos reflejos de las ideas que le ayudan a recordar. Así, por ejemplo, un círculo trazado en la arena es una imagen imperfecta de la idea de círculo, pero cuando alguien ve por primera vez un círculo en la arena le viene a la mente la idea de círculo perfecto, pese a que no está viendo, ni podrá ver jamás, un círculo perfecto. Aristóteles, por el contrario, consideraba que el alma de un recién nacido es como una hoja en blanco en la que la experiencia va escribiendo poco a poco. Las ideas como la de círculo perfecto se forman por abstracción. Quien ve un círculo en la arena puede formarse la idea de círculo perfecto haciendo abstracción de las imperfecciones accidentales de la figura que está contemplando.

Entre estas dos posturas, Descartes se quedó en el término medio: consideraba que tenemos ideas adventicias, es decir, ideas que nos vienen de fuera a través de la experiencia, pero también ideas innatas, como la idea de Dios, que la tenemos pese a no tener ninguna experiencia de Él.

Locke dedica su primer libro a argumentar en contra de la existencia de ideas innatas y anunciar su tesis principal, que defenderá más adelante, según la cual todas nuestras ideas provienen de la experiencia. Los argumentos de Locke son esencialmente psicológicos. A menudo hace referencia a niños, deficientes mentales, o indios americanos para mostrar que cada uno es cada cual y que no hay ideas innatas comunes a todos los hombres. Veamos un ejemplo de su estilo de argumentación:

Un niño no sabe que tres más cuatro son igual a siete hasta que puede contar hasta siete y posee el nombre y la idea de igualdad, y sólo entonces, cuando se les explican esas palabras, admite aquella proposición o, mejor dicho, percibe su verdad. Pero no es que asienta a ella de buena gana, porque se trate de una verdad innata; ni tampoco que su asentimiento faltase hasta entonces por carecer de uso de razón, sino que la verdad se hace patente tan pronto como ha establecido en su mente las ideas claras y los distintos significados de aquellos nombres. Y es entonces cuando conoce la verdad de esa proposición con el mismo fundamento y con los mísmos medios por los que conocía antes que una vara y un cerezo no son la misma cosa, y por lo que también llegara a conocer mas tarde que una misma cosa sea y no sea a la vez, como demostraremos más adelante de manera detallada. De esta forma, mientras más tarde llegue alguien a tener esas ideas generales a las que se refieren estos principios, o a conocer el significado de esos términos generales que las nombran, o a relacionar en su mente las ideas a las que se aluden, más tarde será, asimismo, cuando se llegue a sentir a esos principios cuyos términos, junto con las ideas que nombran, no siendo más innatos que pueden serlo las ideas de gato, o de rueda, tendrán que esperar a que el tiempo y la observación los hayan familiarizado con ellas. Sólo entonces tendrá la capacidad de conocer la verdad de esos principios, al ofrecerse la primera ocasión de relacionar con su mente esas ideas, y observar si concuerdan o difieren, según el modo en que se expresan con aquellas proposiciones.

En el primer capítulo, Locke argumenta de este modo contra el carácter innato de todo principio especulativo (es decir, referente a la naturaleza del mundo), mientras que en el segundo niega igualmente la existencia de principios prácticos innatos (es decir, referentes a la ética y al derecho). En el tercero aborda el caso de algunas ideas específicas, como la idea de Dios:

Pero aún si concediéramos que la humanidad, en todas partes, tuviera la noción de un Dios (lo cual contradice la historia), de ello no se seguiría que fuese una idea innata. Porque, suponiendo que ningún pueblo careciera de un nombre para designar a Dios, o que no le faltara acerca de Él alguna noción por oscura que fuera, con todo, no se sacaría la conclusión de que se trata de impresiones naturales en la mente, como tampoco los nombres de fuego, de sol, de calor o de número prueban que las ideas a que se refieren esos términos sean innatas sólo por el hecho de que los hombres conozcan o reciban de manera universal los nombres y las ideas de esas cosas. [...] Porque, como el lenguaje común de cada país proporciona palabras a los hombres, difícilmente carecerán éstos de alguna idea acerca de esas cosas de cuyo nombre hacen un uso frecuente; y si se trata de algo que conlleve las nociones de excelencia, de grandeza, o de extraordinario, que sea algo que interese e impresione la mente con el temor de un poder absoluto e irresistible, será una idea que, muy probablemente, penetrará muy hondo y se extenderá mucho, especialmente si se trata de una idea grata a las luces comunes de la razón, y naturalmente deductible de todo cuanto conocemos, como ocurre con la idea de Dios. Porque son tan patentes en todas las obras de la creación las huellas visibles de una sabiduría y un poder extraordinario, que toda criatura racional que las considere atentamente no puede por menos que descubrir en ellas a la divinidad. Y como el influjo que el hallazgo de un ente tal deberá ejercer necesariamente sobre todos los que tengan una noción sobre él es tan poderoso y conlleva una carga tan grande de reflexión y comunicatividad, me parece sumamente extraño encontrar en la tierra una nación entera de gente tan salvaje que carezca de la noción de Dios, lo mismo que encontrar una que carezca de las nociones de número o del fuego.

Así pues, Locke considera que la existencia de Dios también se deduce de la experiencia (y no de un sofisma cartesiano que parte de la idea innata de Dios para demostrar que se corresponde necesariamente con un ser que existe realmente). Dicho sea de paso, Locke es extremadamente anticuado en materia de religión. Se cree la Biblia a pies juntillas, y habla de Adán como quien habla de Julio César. (Aunque esto no impidió que algunos lo acusaran de ateísmo, como a todo filósofo —de la época— que se precie.)

LIBRO II

A lo largo de los treinta y tres capítulos de este segundo libro, Locke trata de explicar cómo el entendimiento llega a formarse todas sus ideas a partir de la experiencia. Como ya hemos visto, Locke usa el término idea para referirse a cualquier contenido mental. Las ideas las clasifica en ideas de sensación e ideas de reflexión:

2. Todas las ideas vienen de la sensación o de la reflexión. Supongamos, entonces, que la mente sea, como se dice, un papel en blanco, limpio de toda inscripción, sin ninguna idea. ¿Cómo llega a tenerlas? ¿De dónde se hace la mente con ese prodigioso cúmulo, que la activa e ilimitada imaginación del hombre ha pintado en ella, en una variedad casi infinita? ¿De dónde saca todo ese material de la razón y del conocimiento? A esto contesto con una sola palabra: de la experiencia; he allí el fundamento de todo nuestro conocimiento, y de allí es de donde en última instancia se deriva. Las observaciones que hacemos acerca de los objetos sensibles externos o acerca de las operaciones internas de nuestra mente, que percibimos, y sobre las cuales reflexionamos nosotros mismos, es lo que provee a nuestro entendimiento de todos los materiales del pensar. Éstas son las dos fuentes del conocimiento de donde dimanan todas las ideas que tenemos o que podamos naturalmente tener.
3. Los objetos de la sensación, uno de los orígenes de las ideas. En primer lugar, nuestros sentidos, que tienen trato con objetos sensibles particulares, transmiten respectivas y distintas percepciones de cosas a la mente, según los variados modos en que esos objetos los afectan, y es así como llegamos a poseer esas ideas que tenemos del amarillo, del blanco, del calor, del frío, de lo blando, de lo duro, de lo amargo, de lo dulce, y de todas aquellas que llamamos cualidades sensibles. Cuando digo que eso es lo que los sentidos transmiten a la mente, quiero decir que ellos transmiten desde los objetos externos a la mente lo que en ella produce aquellas percepciones. A esta gran fuente que origina el mayor número de las ideas que tenemos, puesto que dependen totalmente de nuestros sentidos y de ellos son transmitidas al entendimiento, la llamo sensación.
4. Las operaciones de nuestra mente, el otro origen de las ideas. Pero, en segundo lugar, la otra fuente de donde la experiencia provee de ideas al entendimiento es la percepción de las operaciones interiores de nuestra propia mente al estar ocupada en las ideas que tiene; las cuales operaciones, cuando el alma reflexiona sobre ellas y las considera, proveen al entendimiento de otra serie de ideas que no podrían haberse derivado de cosas externas: tales son las ideas de percepción, de pensar, de dudar, de creer, de razonar, de conocer, de querer y de todas las diferentes actividades de nuestras propias mentes, de las cuales, puesto que tenemos de ellas conciencia y podemos observarlas en nosotros mismos, recibimos en nuestro entendimiento ideas tan distintas como recibimos de los cuerpos que afectan a nuestros sentidos. Esta fuente de ideas la tiene todo hombre en sí mismo, y aunque no es un sentido, ya que no tiene nada que ver con objetos externos, con todo se parece mucho y puede llamársele con propiedad sentido interno. Pero, así como a la otra la llamé sensación, a ésta la llamo reflexión, porque las ideas que ofrece son sólo aquellas que la mente consigue al reflexionar sobre sus propias operaciones dentro de sí misma. Por lo tanto, en lo que sigue de este discurso, quiero que se entienda por reflexión esa advertencia que hace la mente de sus propias operaciones y de los modos de ellas, y en razón de los cuales llega el entendimiento a tener ideas acerca de tales operaciones. Estas dos fuentes, digo, a saber: las cosas externas materiales, como objetos de sensación, y las operaciones internas de nuestra propia mente, como objetos de reflexión, son, para mí, los únicos orígenes de donde todas nuestras ideas proceden inicialmente. Aquí empleo el término “operaciones” en un sentido amplio para significar, no tan sólo las acciones de la mente respecto a sus ideas, sino ciertas pasiones que algunas veces surgen de ellas, tales como la satisfacción o el desasosiego que cualquier idea pueda provocar.
5. Todas nuestras ideas son o de la una o de la otra clase. Me parece que el entendimiento no tiene el menor vislumbre de alguna idea que no sea de las que recibe de unos de esos dos orígenes. Los objetos externos proveen a la mente de ideas de cualidades sensibles, que son todas esas diferentes percepciones que producen en nosotros: y la mente provee al entendimiento con ideas de sus propias operaciones. Si hacemos una revisión completa de todas estas ideas y de sus distintos modos, combinaciones y relaciones, veremos que contienen toda la suma de nuestras ideas, y que nada tenemos en la mente que no proceda de una de esas dos vías. Examine cualquiera sus propios pensamientos y hurgue a fondo en su propio entendimiento, y que me diga, después, si todas las ideas originales que tiene allí no son de las que corresponden a objetos de sus sentidos, o a operaciones de su mente, consideradas como objetos de su reflexión. Por más grande que se imagine el cúmulo de los conocimientos alojados allí, verá, si lo considera con rigor, que en su mente no hay más ideas que las que han sido impresas por conducto de una de esas dos vías, aunque, quizá, combinadas y ampliadas por el entendimiento con una variedad infinita, como veremos más adelante.

Por otra parte, Locke divide las ideas en simples y complejas. Son ideas simples de sensación los colores, los sabores, los sonidos, el calor y el frío, la solidez, etc.; ejemplos de ideas simples de reflexión son la idea de percepción o la de volición, pero también hay ideas simples que proceden simultáneamente de la sensación y de la reflexión, como las ideas de placer y de dolor. A partir de las ideas simples, la mente, siempre según Locke, se forma ideas complejas por distintos procedimientos de combinación que no vamos a detallar aquí.

En el capítulo XXI, Locke expone su punto de vista sobre el problema del libre albedrío:

Para retornar a nuestra investigación en torno a la libertad, creo que la cuestión no radica propiamente en saber si la voluntad es libre, sino en si el hombre es libre. De esta manera creo lo siguiente:
Primero, que la medida en que cualquiera pueda, por dirección o elección de su mente, prefiriendo la existencia de cualquier acción a la inexistencia de esa acción, y viceversa, pueda hacer que esa acción exista o no exista, en esa misma medida él es libre. Porque si dirigiendo el movimiento de mi dedo puedo hacer, mediante el pensamiento, que se mueva el dedo que antes estaba en reposo, o viceversa, me parece evidente que soy libre respecto a esa acción. Y si puedo, también por medio del pensamiento, eligiendo lo uno sobre lo otro, emitir palabras o guardar silencio, es evidente que tengo la libertad de hablar o de mantenerme en silencio; y un hombre será libre hasta el punto en que su potencia de obrar o de dejar de obrar alcance, según la determinación de su pensamiento que le haga elegir lo uno a lo otro. Pues ¿acaso podemos concebir una libertad mayor en un hombre que la de tener la potencia de hacer según su voluntad? Y en la medida en que cualquiera pueda, eligiendo una acción a su ausencia, o el reposo a cualquier acción, producir esa acción o reposo, en esa medida puede hacer lo que es su voluntad. Porque una elección semejante de una acción frente a su ausencia, es la volición de ella; y difícilmente podríamos hacer que se imaginara a un ser cualquiera con más libertad que la que le proporciona el ser capaz de hacer lo que su voluntad le dicta. De tal manera que, en lo que se refiere a la acción, y dentro del alcance de la potencia que esté en él, un hombre parece que es tan libre como es posible que lo haga la libertad.
22. En lo que se refiere a la acción de la voluntad, el hombre no es libre
Pero la mente inquisitiva del hombre, que quiere borrar, hasta donde pueda, todo pensamiento de culpa, incluso hasta el punto de situarse en un estado peor que el de la necesidad fatal, no se contenta con eso: no le satisface la libertad, si no alcanza más allá de ella misma; y se tiene como un argumento correcto el que un hombre no sea en absoluto libre, si no lo es en la acción misma de la volición tanto como en actuar según lo que su voluntad le dicta. Así pues, en lo que se refiere a la libertad del hombre, hay todavía otra cuestión: ¿será un hombre libre en su voluntad?; esto es lo que me parece que se quiere significar cuando se disputa sobre si la voluntad es o no libre. Y en lo que a ello se refiere, me imagino lo siguiente:
23. Cómo no puede ser un hombre libre en el ejercicio de su voluntad
En segundo lugar, puesto que el ejercicio de la voluntad, o la volición, es una acción, y puesto que la libertad consiste en una potencia de actuar o de no actuar, el hombre, en lo que se refiere al ejercicio de su voluntad, o al acto de la volición, no puede ser libre, cuando la acción que esté en su poder ha sido propuesta a su pensamiento como algo que debe hacerse en ese momento. La razón de ello es manifiesta, pues como la acción depende de su voluntad es inevitable que exista o que no exista, y su existencia o inexistencia, como no pueden sino seguir la determinación y preferencia de su voluntad, hace que él no pueda evitar la volición de la existencia o inexistencia de esa acción; es decir, que es absolutamente necesario que se incline por lo uno o por lo otro, o sea, que prefiera lo uno a lo otro, puesto que una de las dos cosas debe seguirse necesariamente y puesto que la cosa que elige proviene de la elección y determinación de su mente, o, lo que es lo mismo, de su volición; ya que si no la tuviera, ello no ocurriría así. De suerte que, en lo que se refiere a la acción misma de la voluntad del caso anterior, un hombre no es libre, ya que la libertad estriba en la facultad de obrar o de no obrar, de la cual carece entonces el hombre respecto a la volición. Porque un hombre se encuentra en una necesidad inevitable de elegir el hacer o el dejar de hacer una acción que esté en su poder, una vez que la cuestión se ofrece de esa manera a su pensamiento, por lo que necesariamente tendrá que inclinar su volición hacia lo uno o hacia lo otro, con lo que la acción que sin duda alguna se seguirá, o la ausencia de la acción, según los designios de su volición, será realmente voluntaria. Pero como el acto de la volición, o el de preferir una de las dos cosas, es algo que no se puede evitar, es evidente que, en ese sentido, un hombre se encuentra bajo una necesidad, y que, por tanto, no es libre a no ser que puedan coexistir libertad y necesidad y que un hombre pueda ser libre al tiempo que está forzado. Además, el hacer a un hombre libre en este sentido, es decir, mediante el que la acción de querer hacer algo dependa de su voluntad, supone un antecedente de la voluntad que determina los actos de esta voluntad, y otro antecedente que determina los del anterior, y así in infinitum; por lo que en el momento en que uno de estos antecedentes existen, las acciones del siguiente no pueden ser libres. Y como no hay ningún ser, hasta el punto en que puedo imaginar otros seres, capaz de una libertad semejante de voluntad, eso impide que mi voluntad pueda elegir el ser o el no ser de cualquier cosa en su potencia que haya sido considerada de semejante manera.

De este modo, Locke afirma que el hombre es (evidentemente) libre, pero advierte que esta afirmación no ha de entenderse como contradictoria con la tesis de Spinoza, según la cual la voluntad del hombre está determinada por las leyes de la física, como cualquier otro aspecto del mundo. Sin embargo, esto no significa que Locke suscriba el punto de vista de Spinoza:

29. ¿Que es lo que determina la voluntad?
En tercer lugar, como la voluntad no es sino una potencia que tiene la mente para dirigir las facultades operativas del hombre hacia el movimiento o el reposo, en tanto en cuanto éstas dependan de una dirección semejante, a la cuestión de ¿qué es lo que determina la voluntad?, la verdadera contestación y la más propia debe ser que es la mente. Porque aquello que determina la potencia general de dirigir en una dirección particular, sea ésta o aquélla, no es sino el agente mismo, cuando ejerce la potencia que tiene de esa manera particular. Y si esta contestación no resulta satisfactoria, parece evidente que el sentido de la pregunta ¿qué es lo que determina la voluntad?, es éste: ¿qué es lo que mueve a la mente, en cada caso particular, para determinar su potencia general de dirigir, en este o aquel movimiento particular o en el reposo? A ello respondo que el motivo que nos impulsa a mantenernos en el mismo estado o acción, es tan sólo la satisfacción momentánea que encontramos en ello; que el motivo que nos incita a cambiar, consiste siempre en un malestar, ya que nada nos puede impulsar a cambiar un estado o a emprender una acción nueva, si no es algún estado molesto. Este es el principal motivo que actúa sobre la mente para ponerla en acción, y a lo cual llamaremos, en aras de la brevedad, determinación de la voluntad, concepto que explicaré con más detenimiento después.

Así pues, Locke admite explicaciones causales sobre la voluntad de naturaleza psicológica, pero en ningún momento entra a considerar si las causas psicológicas que determinan la voluntad tienen a su vez causas físicas (o son otra forma de percibir estados físicos, que es lo que diría Spinoza). De la relación entre el alma y el cuerpo, o entre la mente y la materia, se ocupa en el capítulo XXIII, pero su conclusión fundamental es que nada podemos decir a ciencia cierta. Con más detalle, Locke empieza desconfiando de la noción abstracta de sustancia:

1. Cómo se forman las ideas de substancias particulares
Estando la mente provista de gran número de ideas simples adquiridas por los sentidos, tal como las halla en las cosas exteriores o por la reflexión sobre sus propias operaciones, se da cuenta también de que un determinado número de estas ideas simples van constantemente unidas; y como se presume que pertenecen a una sola cosa y como existen palabras adecuadas para aprehensiones comunes, se las une en un solo sujeto y se las llama por un solo nombre... No imaginamos cómo estas ideas simples puedan subsistir por sí mismas, nos acostumbramos a suponer algún substratum en donde subsisten y a éste lo llamamos sustancia.
 2. Nuestra idea oscura de substancia en general.
De manera que si alguien examina su propia noción de sustancia pura en general, encontrará que no posee más idea de ella que la de que es una suposición de no sabe qué soporte de cualidades que son capaces de producir ideas simples en nosotros, cualidades que se conocen con el nombre de accidentes. Si a alguien se le preguntara «cuál es el sujeto en donde el color o el peso están inherentes, sólo podría responderse «que las partes extensas y sólidas»... La idea que tenemos y designamos con el nombre general de sustancia no es más que el soporte supuesto o desconocido de unas cualidades que existen y que imaginamos que no pueden existir sine re substante, sin algo que las soporte, a lo que llamamos sustancia.
3. De las clases de sustancias
Obtenida así una idea oscura y relativa de la sustancia en general, llegamos a formarnos ideas de clases particulares de sustancias, como la de hombre, caballo, oro, etc.; si alguien posee de estas sustancias una idea más clara que la de ciertas ideas simples que coexisten juntamente, apelo a la experiencia propia de cada uno.
4. No tenemos ninguna idea clara o distinta de la sustancia en general
Cuando hablamos o pensamos de cualquier clase de sustancia corpórea, como un caballo, una piedra, etc., aunque la idea que tenemos de ellas no es sino la reunión de varias ideas de cualidades sensibles que acostumbramos a unir en la cosa llamada piedra o caballo, sin embargo, porque no podemos concebir cómo podrían subsistir solas, suponemos que existen en un sujeto común que las sostiene, y a este soporte le damos el nombre de sustancia aunque es cierto que no tenemos tampoco una idea ni clara ni distinta de lo que es ese soporte.

Descartes, contradiciendo a quienes dudan de la existencia del alma, había afirmado que, no sólo tenemos evidencia de la existencia del alma, sino que nuestro conocimiento del alma es mucho más claro y distinto que el de las cosas materiales, cuya existencia nadie duda. Por el contrario, Locke afirma que la noción de alma como sustancia pensante, en general, es tan oscura como la de materia como sustancia extensa en general:

5. Tenemos una idea tan clara de la sustancia espiritual como de la corporal
Lo mismo sucede con respecto a las operaciones de la mente, a saber, el pensar, el razonar, etc.; como no admitimos que subsisten por sí mismas ni aprehendemos cómo pueden pertenecer al cuerpo o ser producidas por él, pensamos que son acciones de alguna otra sustancia que llamamos espíritu. Pero no poseemos una noción más clara de la sustancia de cuerpo; el uno se supone que es el substratum de las ideas simples que tenemos del exterior; y el otro, el substratum de las operaciones que experimentamos dentro de nosotros mismos. Es claro que la idea de sustancia corpórea en la materia está tan remota de nuestras concepciones y aprehensiones como la de sustancia espiritual o espíritu; por lo tanto, no por carecer de la noción de sustancia espiritual podemos concluir su no existencia; y por la misma razón, no podemos negar la existencia del cuerpo.
23. La cohesión de las partes sólidas en el cuerpo es tan difícil de concebir como el pensamiento en un alma
Si alguien afirma que no sabe lo que es aquello que piensa en él, quiere decir que no sabe qué es la sustancia de esa cosa pensante; pero tampoco, según me parece, conoce qué es la sustancia de una cosa sólida. Pero, además, si dice que no sabe cómo es que piensa, le contesto que tampoco sabe cómo es que es extenso, es decir, cómo están unidas sus partes, las partes sólidas de su cuerpo, cómo es la coherencia que forma la extensión.[...]
Me gustaría que alguien me explicara cómo las partes de oro o de bronce (que hace un momento, mediante la fundición, estaban tan sueltas las unas de las otras como las partículas del agua o la arena de un reloj) llegan a unirse en poco tiempo, y a juntarse tan fuertemente las unas con las otras, que las fuerzas de los brazos más fornidos no logran separarlas. Supongo que un hombre reflexivo se encontrará perdido si intenta satisfacer a su entendimiento con una explicación, o convencer al entendimiento de otro hombre.

Obsérvese que no se refuta este argumento apelando meramente al insuficiente conocimiento de la física en tiempos de Locke (en particular, al desconocimiento de las fuerzas eléctricas y de la teoría atómica, que explican las fuerzas de cohesión). Si no fuera porque, en esa época, la teoría de la gravitación newtoniana se consideraba polémica, Locke podría haber preguntado más llanamente por qué dos trozos cualesquiera de materia se atraen entre sí, haciendo observar que la respuesta "por la acción de la gravedad" no es una explicación, sino una mera descripción, un mero poner nombre, al hecho de que la materia se atrae entre sí. Incluso una explicación moderna, por ejemplo en términos relativistas, como que "la materia deforma el espacio-tiempo", no responde realmente a la pregunta de Locke, pues obligaría a explicar por qué la materia deforma el espacio-tiempo. No es éste el lugar para abordar la cuestión, pero la única forma de responder a la pregunta de Locke es justificar de algún modo que la pregunta es improcedente.

28. La comunicación del movimiento mediante impulsos o pensamientos es igualmente inteligible
Otra idea que tenemos del cuerpo es el poder comunicar el movimiento mediante impulsos; y otra idea que tenemos de nuestra alma es la potencia de provocar el movimiento mediante el pensamiento. Estas ideas, es decir, la del cuerpo y la del alma, son ofrecidas a diario por la experiencia. Pero si, una vez más, investigamos sobre la manera en que esto se realiza, nos encontraremos sumidos en las mismas tinieblas. Porque en el caso del aumento del movimiento mediante impulso con el cual un cuerpo pierde el mismo movimiento que el otro adquiere, que es el caso más frecuente, no podemos tener una concepción distinta que la del paso del movimiento de un cuerpo a otro cuerpo, lo cual resulta, a mi parecer, tan oscuro e inconcebible como la manera en que nuestras mentes hacen que nuestros cuerpos se muevan o se detengan por medio de pensamientos, lo cual es algo que podemos advertir a cada momento. El aumento del movimiento mediante impulsos, que se observa que sucede o que algunas veces se piensa que ha sucedido, es todavía más difícil de comprender. Todos los días tenemos experiencias y evidencias claras del movimiento producido a la vez por el impulso y por el pensamiento; pero cómo se produce es algo de difícil comprensión, por lo que en las dos ocasiones nos encontramos igualmente perdidos. De manera que como quiera que consideremos el movimiento y su comunicación, bien sea a partir del cuerpo, bien del espíritu, la idea que pertenece al espíritu es al menos tan clara como la que pertenece al cuerpo. Y si consideramos la potencia activa del movimiento, o, como la he llamado, la motilidad, es mucho más clara en el espíritu que en el cuerpo; porque dos cuerpos, situados en reposo, el uno junto al otro, nunca podrán proporcionarnos la idea de una potencia en uno de ellos para mover al otro, excepto por un movimiento prestado; en tanto que la mente nos ofrece todos los días ideas de una potencia activa capaz de mover cuerpos; y, por tanto, resulta útil la consideración de si la potencia activa no puede ser el atributo propio de los espíritus, y la potencia pasiva la de la materia. De lo que podemos inferir que los espíritus creados no están totalmente separados de la materia, ya que son activos y pasivos a la vez. El espíritu puro, es decir, Dios, solamente es activo; mientras que la materia pura sólo es pasiva, por lo que podemos afirmar que aquellos seres que son activos y pasivos al mismo tiempo participan de una y otra potencia. Pero, sea como fuere, pienso que las ideas que tenemos acerca del espíritu son igual en número y en claridad de las que tenemos sobre el cuerpo, ya que las sustancias de lo uno y de lo otro son igualmente desconocidas para nosotros; pues la idea de pensar para el espíritu resulta tan clara como lo es la de extensión para el cuerpo, y dado que la comunicación del movimiento por el pensamiento, que atribuimos al espíritu, resulta tan evidente como la comunicación por impulso que adscribimos al cuerpo. La experiencia constante nos hace sensibles a ambas cosas, aun cuando la limitación de nuestros entendimientos no pueda comprender ni la una ni la otra. Porque, cuando la mente quiera contemplar más allá de esas ideas originales que adquirimos a partir de la sensación o reflexión y penetrar en sus causas y maneras de predicción, veremos que no descubre nada que no sea su propia cortedad de miras.

Así Locke se opone a las tesis racionalistas en virtud de las cuales la razón humana puede ir más allá de la información que nos ofrecen los sentidos a la hora de entender el mundo:

32. No conocemos nada de las cosas más allá de nuestras ideas sobre ellas
Por todo lo cual no debemos extrañarnos, ya que, como solamente poseemos unas cuantas ideas superficiales de las cosas, que los sentidos descubren para nosotros en su aspecto exterior, que la mente, al reflexionar sobre lo que experimenta en su interior halla, carecemos de todo conocimiento que vaya más allá, y mucho más acerca de la constitución interna y de la verdadera naturaleza de las cosas, porque estamos desprovistos de las facultades que puedan llegar a ello.

En particular, como ya indicábamos, Locke concluye que nada se puede decir sobre si el alma (el sustrato de nuestros pensamientos) es o no una sustancia distinta de la materia. En realidad esto no es lo mismo que no decir nada, pues admitir que los dos casos podrían darse es negar la validez de los argumentos que niegan una de las dos posibilidades:

Porque como no hay una contradicción mayor en suponer que el pensamiento exista separado e independientemente de la solidez, de la que la hay en suponer que la solidez existe de manera separada e independiente del pensamiento, puesto que en ambos casos se trata de ideas simples independientes la una de la otra; y como, por otra parte, tenemos en nosotros ideas tan claras y dispersas, sin solidez, es decir, lo inmaterial, y una cosa sin pensamiento, es decir, la materia, y, especialmente, si consideramos que no ofrece mayor dificultad concebir que pueda existir el pensamiento sin materia, que lo que es imaginar que pueda pensar la materia. Porque siempre que intentemos ir más allá de esas ideas simples que recibimos a partir de las sensaciones y de la reflexión, e introducirnos en el interior de la naturaleza de las cosas, inmediatamente nos vemos sumergidos en las tinieblas y en la oscuridad, en la perplejidad y en las dificultades, para solamente contemplar nuestra ceguera e ignorancia.

LIBRO III

El libro tercero está dedicado al lenguaje. Locke explica cómo usamos las palabras para referirnos a las ideas, y analiza el proceso de abstracción que ello conlleva. En particular, insiste en que las ideas abstractas son creaciones del entendimiento para referirse al mismo tiempo a una variedad de cosas concretas, pero que, en contra de lo que creía Platón, no tienen ninguna existencia objetiva:

11. Lo general y lo universal son criaturas del entendimiento y no pertenecen a la real existencia de las cosas
Para volver a las palabras generales, es claro, por todo lo que se ha dicho, que lo general y lo universal no pertenecen a la existencia real de las cosas, sino sólo a los signos, sean palabras o ideas. Como ya se dijo, las palabras son generales cuando se usan como signos de ideas generales, y de esta manera se pueden aplicar indiferentemente a muchas cosas particulares; y las ideas son generales cuando se forman para representar muchas cosas particulares; pero la universalidad no pertenece a las cosas mismas, todas las cuales son particulares en su existencia, incluso aquellas palabras e ideas que son generales en su significación. Por ello, cuando abandonamos lo particular, las generalidades que quedan son tan sólo criaturas de nuestra propia hechura: su naturaleza general no es más que la capacidad que se les otorga por el entendimiento de significar o representar muchas particulares. Porque su significación no es sino una relación que la mente humana les añade.

Locke dedica mucho espacio a explicar la naturaleza del lenguaje para prevenir sus abusos. A modo de disculpa ante el temor de parecer prolijo, dice lo siguiente, denuncia que bastaría por sí sola para erigirle un monumento por su contribución a la filosofía:

Cuando se considera el rompecabezas que se hace con las esencias, y hasta qué punto toda suerte de conocimientos, razonamientos y conversaciones son interrumpidos y embrollados por el descuido y confuso empleo de la aplicación de las palabras, quizá se piense que merecía la pena dejar el asunto totalmente cerrado. Y me será perdonado el que me haya detenido tanto en un argumento que, en mi opinión, necesita ser inculcado, pues los errores en que con frecuencia incurren los hombres en este aspecto, no sólo son un gran impedimento para el conocimiento verdadero, sino que a menudo se admiten como si de ese conocimiento se tratara. Con frecuencia, los hombres podrían ver que la cantidad de razón y verdad es bien poca, o quizá ninguna, en aquellas opiniones pedantes de las que ellos están orgullosos, si pudieran ir más lejos de los sonidos que están de moda, y observaran qué ideas están o no comprendidas bajo aquellas palabras en las que basan todos sus argumentos y con las que disputan de una manera tan confiada. Puedo pensar que he prestado algún servicio a la verdad, a la paz y al aprendizaje si, extendiéndome en este tema, consigo que los hombres reflexionen sobre el uso que hacen del lenguaje, y les doy motivo para sospechar que, desde el momento en que es frecuente en otros, también les puede ocurrir a ellos el que muchas veces tengan en sus labios y escritos palabras muy buenas y autorizadas que, sin embargo, sean de un significado incierto, escaso o nulo; y que, por eso, no es absurdo el que sean cuidadosos en este mundo, ni el que se presten a que las palabras que ellos utilizan sean examinadas por otros.

En referencia a los autores antiguos dice algo que, por desgracia, hoy se puede aplicar con más razón a los autores modernos, desde Hegel hasta nuestros días:

Pero como no hay escritos en los que tengamos que ser muy solícitos para averiguar su significado, excepto aquellos que contienen verdades que debemos creer, o leyes que tenemos que obedecer, y que nos pueden acarrear serias inconveniencias si nos equivocamos sobre su sentido o las transgredimos, podemos mostrarnos menos preocupados por el sentido de otros autores quienes, puesto que sólo escribieron sus propias opiniones, no nos sitúan ante una necesidad imperiosa de conocerlas mayor que la que ellos tienen por conocer las nuestras. Y dado que nuestro bien o nuestro mal no dependen de sus decretos, nos sentimos seguros en la ignorancia de sus nociones, y, por tanto, al leerlos, si no usaron sus palabras con la debida claridad y perspicuidad, podemos apartarlos de nosotros y, sin ánimo de injuriarles, decir para nuestros adentros:

Si non vis intellegi, debes neglegi.

A este respecto, el capítulo X no tiene desperdicio, y no resistimos la tentación de incluirlo casi íntegro, ya que tal vez sea la única parte de todo el Ensayo que, no sólo no ha perdido, sino que incluso ha ganado dramáticamente vigencia con el paso de tres siglos. En el capítulo XI, el último de este tercer libro, Locke propone remedios para los abusos del lenguaje, con lo que vuelve a su ingenuidad habitual, pues tratar de corregir con sensatez la pedantería, la necedad y la vanidad de quienes quieren pasar por intelectuales sin la inteligencia que ello requiere, es como tratar de conquistar una ciudad pidiendo por favor su rendición.

LIBRO IV

El cuarto libro está dedicado al conocimiento propiamente dicho. El punto de partida de Locke es la siguiente afirmación, característica de su punto de vista:

1. Nuestro conocimiento se refiere sólo a nuestras ideas
Desde el momento en que la mente, en todos sus pensamientos y razonamientos, no tiene ningún otro objeto inmediato que sus propias ideas, las cuales ella sola contempla o puede contemplar, resulta evidente que nuestro conocimiento está dirigido sólo a ellas.

En el capítulo II, Locke distingue distintas formas de obtener afirmaciones verdaderas (es decir, conocimiento) sobre nuestras ideas. Una es el conocimiento intuitivo:

1. Conocimiento intuitivo
[...] Me parece que la diferencia que hay en la claridad de nuestro conocimiento depende de las diferentes maneras de percepción de la mente sobre el acuerdo o desacuerdo de cualquiera de sus ideas. Porque si reflexionamos sobre nuestras maneras de pensar encontraremos que algunas veces la mente percibe el acuerdo o desacuerdo de dos ideas de un modo inmediato y por sí mismas, sin la intervención de ninguna otra: a esto pienso que se le puede llamar conocimiento intuitivo. Pues en estas ocasiones, la mente no se esfuerza en probar o en examinar, sino que percibe la verdad como el ojo la luz, solamente porque se dirige a ella. Así la mente percibe que lo blanco no es lo negro, que un círculo no es un triángulo, que tres son más que dos e igual a uno más dos. Tales clases de verdades la mente las percibe a primera vista a partir de las ideas juntas, por mera intuición, sin la intervención de ninguna otra idea, y esa especie de conocimiento es el más claro y el de mayor certidumbre de que la debilidad humana es capaz. [...] Y es de esta intuición de la que dependen toda la certidumbre y evidencia de la totalidad de nuestros conocimientos; certidumbre que todo el mundo encuentra tan evidente que no se imagina una mayor y, por tanto, no se necesita una mayor. [...] El que exija una certeza mayor que ésta no sabe lo que pide, y demuestra tan sólo que tiene el propósito de ser escéptico, sin ser capaz de lograrlo. [...]
2. Conocimiento demostrativo
El segundo grado de conocimiento es aquel en que la mente percibe el acuerdo o desacuerdo de cualquier idea, pero no inmediatamente. [...] Entonces, en este caso, cuando la mente no puede reunir sus ideas por una comparación inmediata, para percibir su acuerdo o desacuerdo, o por una yuxtaposición o aplicación la una de la otra, se ve obligada mediante la intervención de otras ideas (de una o de más, según los casos) a descubrir el acuerdo o desacuerdo que busca; y a esto es a lo que llamamos razonar. De esta manera, cuando la mente desea saber el acuerdo o desacuerdo en magnitud entre los tres ángulos de un triángulo y dos rectos, no puede hacerlo por medio de una mirada inmediata y comparándolos entre sí, porque los ángulos de un triángulo no pueden tomarse en conjunto y compararse con otro u otros dos ángulos; y de esta manera, la mente no tiene un conocimiento inmediato o intuitivo. En este caso la mente necesita acudir a otros ángulos, con respecto a los cuales los tres ángulos de un triángulo tengan una igualdad, y una vez haya descubierto que son iguales a dos rectos, llegue al conocimiento de que los anteriores eran también iguales a dos rectos. [...] Ahora bien, en cada paso que da la razón en el conocimiento demostrativo, hay un conocimiento intuitivo sobre el acuerdo o desacuerdo que pretende con respecto a la próxima idea intermedia que utiliza como prueba; pues si no ocurriera de esta manera, entonces ese paso también requeriría una prueba, ya que sin la percepción de dicho acuerdo o desacuerdo no se produce ningún conocimiento.

Junto a estas dos formas de obtener conocimiento, Locke admite una tercera muy peculiar:

14. El conocimiento sensible de la existencia particular de los seres finitos
Estas dos, es decir, la intuición y la demostración, son los grados de nuestro conocimiento; cuando se quede corto en uno de éstos, con toda la seguridad con que se acepte, no será sino fe u opinión, pero no conocimiento, al menos en todas las verdades generales. Hay, sin embargo, otra percepción de la mente que se emplea en la existencia particular de los seres finitos que están fuera de nosotros, y que sobrepasando la mera probabilidad, y no alcanzando, sin embargo, totalmente ninguno de los grados de certidumbre antes establecidos, pasa por el nombre de conocimiento. No puede haber nada con una certeza mayor que el que la idea que recibimos de un objeto exterior esté en nuestras mentes: éste es el conocimiento intuitivo. Pero el que haya en nuestra mente algo más que meramente esa idea, el que de aquí podamos inferir la existencia cierta de algo fuera de nosotros que corresponda a esa idea, es lo que algunos hombres piensan que se debe cuestionar; porque los hombres pueden tener en sus mentes semejantes ideas, cuando tales cosas no existen, ni semejantes objetos afectan sus sentidos. Pero pienso que en este sentido estamos dotados de una evidencia que sobrepasa toda duda. Pues yo preguntaría a cualquiera si no está irremediablemente consciente en sí mismo de tener una percepción diferente cuando mira el sol por el día y cuando piensa en él durante la noche; cuando saborea el ajenjo, o huele una rosa, y cuando solamente piensa en ese sabor o en ese perfume. Así pues, encontramos que existe la misma diferencia entre cualquier idea revivida en la mente por la memoria y cualquiera que llega a nuestra mente por los sentidos, que la que existe entre dos ideas distintas. Y si alguien afirmara que un sueño puede provocar lo mismo, y que todas esas ideas pueden ser producidas en nosotros sin los objetos exteriores, estará muy contento de soñar que yo le puedo contestar esto: 1. Que no reviste gran importancia el que le aumente o no sus escrúpulos, porque si todo es un sueño, el razonamiento y las argumentaciones no tienen ninguna utilidad, estando desprovistos de verdad y de conocimiento. 2. Que yo pienso que admitirá que hay una diferencia muy manifiesta entre soñar que está en el fuego, y estar en este momento en él, pero si quiere aparecer tan escéptico como para mantener que lo que yo llamo estar en este momento en el fuego no es más que un sueño, y que, por tanto, no podemos saber con certidumbre si una cosa tal como el fuego existe realmente fuera de nosotros, le responderé que, como encontramos con certidumbre que el placer y el dolor se sigue a la aplicación de ciertos objetos en nosotros, de cuya existencia nos apercibimos, o soñamos que nos apercibimos por medio de nuestros sentidos, esa certidumbre es tan grande como nuestra felicidad o nuestra desgracia, independientemente de las cuales el conocimiento o la existencia no nos interesan. Así que creo podemos añadir a las dos anteriores clases de conocimiento una tercera: el de la existencia de objetos externos particulares; por medio de esa percepción y conciencia que tenemos de la entrada actual de ideas a partir de ellos, y deducir que existen tres grados de conocimiento: intuitivo, demostrativo y sensitivo, en cada uno de los cuales hay diferentes grados y modos de evidencia y de certidumbre.

En suma, Locke sustituye la "demostración" cartesiana de que existen los objetos externos (basada en que existe Dios y Dios no nos va a engañar) por un simple "está claro que existen, ¿no?". De este modo, sustituye una falacia sin valor por un mero agujero.

En el capítulo III Locke insiste en que nuestro conocimiento no va más allá de nuestras ideas, y añade que, en realidad, dadas las limitaciones tanto de nuestra percepción como de nuestro raciocinio, es mucho más limitado que nuestras ideas, en el sentido de que podemos plantearnos muchos problemas que probablemente nunca seremos capaces de resolver, problemas matemáticos, como la cuadratura del círculo, o problemas físicos, que requerirían que pudiéramos observar con detalle estrellas distantes o partículas diminutas, cosa que no nos es posible. Junto a estas objeciones de hecho, Locke aduce otras más fundamentales:

14. En vano buscamos un conocimiento cierto y universal
Así, pues, inútilmente nos esforzaremos por descubrir por medio de nuestras ideas (el único camino cierto de un conocimiento verdadero y universal) qué otras ideas deben encontrarse constantemente unidas a las de nuestras ideas complejas de cualquier sustancia, [...] Así que, dejando que sean lo que fueren nuestras ideas complejas de cualquier especie de sustancia, no podemos, partiendo de las ideas simples que forman esas ideas complejas, determinar con certeza la coexistencia necesaria de ninguna otra cualidad cualquiera. Nuestro conocimiento, en todas esas investigaciones, no alcanza mucho más allá que nuestra experiencia. [...] Porque de todas las cualidades que coexisten en el sujeto, sin esa dependencia y conexión evidente de sus ideas unas con otras, no podemos saber que dos de ellas coexistan con más certidumbre de la que la experiencia, a través de nuestros sentidos, nos informa. Así que aunque veamos el color amarillo y, después de un ensayo, encontremos el peso, la maleabilidad, la fusibilidad y la fijeza unidos en un trozo de oro, sin embargo, como ninguna de esas ideas tiene una dependencia evidente o una conexión necesaria con las demás, no podemos saber con certidumbre que donde estén cuatro de esas ideas, la quinta se encontrará también allí, aunque esto sea muy probable, ya que la probabilidad más elevada no asegura la certidumbre, sin la cual no puede existir un conocimiento verdadero. Porque esta coexistencia no puede ser conocida más allá que en cuanto percibido, y no puede ser percibido en sujetos particulares, sino mediante la observación de nuestros sentidos o, en general, por la conexión necesaria de las ideas mismas.

Más sencillamente, que aunque veamos que un trozo de oro es maleable, nada nos asegura que cualquier otro trozo de oro que encontremos vaya a ser maleable también, ya que sólo percibimos la maleabilidad del trozo de oro que estudiamos, y nunca la necesidad de que el oro sea maleable. No la percibimos, ni hay, por otra parte, ninguna clase de argumento que nos permita demostrarla. Esto en cuanto al conocimiento de los objetos materiales, y con mayor razón (por argumentos ya expuestos) en lo tocante al conocimiento de los espíritus. Locke insiste en que ni siquiera podemos decir nada sobre si la materia puede o no puede pensar. Por el contrario, Locke considera que sería teóricamente posible desarrollar deductivamente la ética y el derecho, de forma análoga a como se hace en matemáticas.

En el capítulo IV se plantea un problema fundamental al que conduce el idealismo de Locke:

Es evidente que la mente no conoce las cosas de forma inmediata, sino tan sólo por la intervención de las ideas que tiene sobre ellas. Nuestro conocimiento, por ello, sólo es real en la medida en que existe una conformidad entre nuestras ideas y la realidad de las cosas. Pero ¿cuál será ese criterio? ¿Cómo puede la mente, puesto que no percibe nada sino sus propias ideas, saber que están de acuerdo con las cosas mismas?

Para responder a esto, Locke empieza con el siguiente argumento (bastante pobre, sin duda):

4. Primero, todas las ideas simples se conforman realmente a las cosas
Las primeras son las ideas simples, porque como la mente, según ya se ha mostrado, no puede forjarlas de ninguna manera por sí misma, tienen que ser necesariamente el producto de las cosas que operan sobre la mente de una manera natural, y que producen en ella aquellas percepciones para las que han sido adaptadas y ordenadas por la sabiduría y la voluntad de nuestro Hacedor. De aquí resulta que las ideas simples no son ficciones nuestras, sino productos naturales y regulares de las cosas que están fuera de nosotros, que operan de una manera real sobre nosotros, y que de esta manera llevan toda la conformidad que se pretendió, o que nuestro estado requiere; pues nos representan las cosas bajo aquellas apariencias que ellas deben producir en nosotros, y por las cuales somos capaces de distinguir las clases de sustancias particulares, de discernir los estados en que se encuentran, y de esta manera tomarlas para nuestras necesidades y aplicarlas a nuestros usos. Así, la idea de blancura, o la de amargo, tal como está en la mente, respondiendo exactamente a ese poder de producirla que hay en cualquier cuerpo, tiene toda la conformidad real que puede o debe tener con las cosas que están fuera de nosotros. Y esta conformidad entre nuestras ideas simples y la existencia de las cosas resulta suficiente para un conocimiento real.

(Nótese que la referencia al Hacedor es sólo una muletilla típica en Locke, que dice "como Dios manda" en el sentido general de "como tiene que ser", de modo que no estamos ante una copia del argumento cartesiano que apoya en la bondad divina la realidad del mundo exterior.) Mucho más razonable es su segunda observación:

5. Segundo, todas las ideas complejas, excepto las ideas de sustancias, son sus propios arquetipos
En segundo lugar, como todas nuestras ideas complejas, a excepción de las de las sustancias, son arquetipos forjados por la mente, y no intentan ser copia de nada, ni referirse a la existencia de ninguna cosa que sirva como original, no pueden carecer de ninguna conformidad necesaria para un conocimiento real. Porque aquello que no está destinado a representar ninguna cosa sino a sí mismo, nunca puede ser capaz de una representación errónea, ni puede apartarnos de una verdadera aprehensión de cosa alguna, por su disimilitud con ella; y así son, con excepción de las sustancias, todas nuestras ideas complejas. Las cuales, según he mostrado en otro lugar, son combinaciones de ideas que la mente, por su libre elección, reúne sin considerar que tengan ninguna conexión con la naturaleza. Y de aquí resulta que en todas estas clases las ideas mismas son consideradas como los arquetipos, y las cosas son consideradas únicamente en tanto en cuanto se ajustan a ellos, de manera que no podemos por menos que estar infaliblemente seguros de que todo el conocimiento que tenemos sobre estas ideas es real, y que alcanza las cosas mismas. Porque en todos nuestros pensamientos, razonamientos y discursos de esta clase, no nos dirigimos a la consideración de las cosas sino en tanto en cuanto se conforman a nuestras ideas. De manera que, en este caso, no podemos menos que alcanzar una realidad cierta e indubitable.

Esto le basta para fundamentar el conocimiento matemático:

6. De aquí la realidad del conocimiento matemático
No dudo que se admitirá fácilmente que el conocimiento que tenemos de las verdades matemáticas no es sólo un conocimiento cierto, sino también real, y no la mera y vacía visión de una quimera insignificante del cerebro. Y, sin embargo, si lo consideramos detalladamente, encontraremos que se trata sólo de nuestras propias ideas. El matemático considera la verdad y las propiedades que pertenecen a un rectángulo o a un círculo únicamente en cuanto están en unas ideas de su propia mente. Pues seguramente nunca encontró ninguna de esas dos verdades existiendo matemáticamente, es decir, precisamente, en su vida. Y, sin embargo, el conocimiento que tiene de cualquiera de las verdades o propiedades que pertenecen a un círculo, o a cualquier otra figura matemática, es el de algo verdadero y cierto, incluso de cosas realmente existentes, ya que las cosas reales no van más allá, ni se tienen en cuenta en tales proposiciones sino en cuanto se conforman con aquellos arquetipos de la mente. En la idea de un triángulo, ¿es cierto que sus tres ángulos son iguales a dos rectos? En caso afirmativo, también será cierto de un triángulo dondequiera que realmente exista. Y si cualquier otra figura existente no responde exactamente a la idea de triángulo que tiene en su mente, en absoluto se refiere a esa proposición. Y por todo ello él tiene la certidumbre de que su conocimiento sobre tales ideas es un conocimiento real, porque, como no pretende que las cosas vayan más lejos de su conformidad con aquellas ideas suyas, está seguro de que conoce lo que se refiere a esas figuras, en el momento en que ellas tenían una existencia meramente ideal en su mente, así como se tendrá también la verdad de aquéllas cuando tengan una existencia real en la materia, puesto que sus reflexiones solamente giran en torno a esas figuras que son las mismas dondequiera y como quiera que existan.

Aunque pueda parecer convincente, este argumento tiene (al menos) una laguna lógica importante, y es que el hecho de que el conocimiento matemático no haga referencia a los objetos reales lo libra, ciertamente, del problema de lograr que nuestras ideas trasciendan nuestra mente y se correspondan con los objetos reales, pero esta observación negativa no puede bastar para justificar la tesis positiva de que nuestro conocimiento matemático es real. Prueba de ello es que Locke considera que su argumento vale igualmente para la ética como para las matemáticas, y aquí ya no parece tan convincente:

7. Y del conocimiento moral
De lo anterior se evidencia que el conocimiento moral es tan capaz de una certidumbre real como el matemático. Pues como la certidumbre no es sino la percepción del acuerdo o desacuerdo de nuestras ideas, y la demostración no es sino la percepción de dicho acuerdo, con la intervención de otras ideas o medios, nuestras ideas morales, lo mismo que las matemáticas, siendo arquetipos en sí mismas, y, por tanto, siendo ideas adecuadas y completas, todo el acuerdo o desacuerdo que encontremos en ellas producirá un conocimiento real, al igual que el conocimiento de las figuras matemáticas.

Cuando trata de enfrentarse al núcleo del problema, su argumentación hace aguas por todas partes:

12. En la medida en que nuestras ideas están de acuerdo con esos arquetipos que están fuera de nosotros, en esa misma medida nuestro conocimiento sobre ellos es real
Así, pues, afirmo que para tener ideas de las sustancias que por su conformidad con las mismas pueden ofrecernos un conocimiento real, no es suficiente [...] con reunir ideas tales que no sean inconsistentes, aunque nunca hayan existido de esa manera; [...] Pero como se supone que nuestras ideas de las sustancias son copias, y se refieren a unos arquetipos que están fuera de nosotros, deben haber sido tomadas de cosas que existen o han existido, y no deben consistir en ideas reunidas según el capricho de nuestros pensamientos, sin someterse a ningún modelo real del que hayan sido tomadas, aunque no podamos advertir ninguna inconsistencia en una combinación tal. La razón de esto es que, como no conocemos cuál sea la constitución real de las sustancias de la que dependen nuestras ideas simples, y cuál sea efectivamente la causa de la estricta unión de algunas de ellas con otras, y de la exclusión de otras, hay muy pocas de las que podamos asegurar que son consistentes o inconsistentes en la naturaleza, más allá de lo que la experiencia y la observación sensible alcanzan. Por tanto, la realidad de nuestro conocimiento sobre las sustancias se funda en lo siguiente: que todas nuestras ideas complejas sobre ellas deben ser tales, y únicamente tales, que estén formadas de otras simples que se haya descubierto que coexisten en la naturaleza. Y así, aunque nuestras ideas son verdaderas, por más que tal vez no sean copias muy exactas, son, sin embargo, los sujetos de todo conocimiento real (si es que podemos tener alguno) que tengamos de ellas. Y este conocimiento, como ya se ha mostrado, no alcanza muy lejos, pero cuando así es, será un conocimiento real.

En el capítulo XI aporta más argumentos, pero no más concluyentes:

4. Primero, porque no podemos tener ideas de sensación si no es por el concurso de los sentidos
Es evidente que esas percepciones se producen en nosotros por causas exteriores que afectan nuestros sentidos; porque quienes carecen de los órganos de cualquiera de los sentidos nunca podrán hacer que se produzcan en su mente las ideas que afectan a ese sentido. Esto es tan evidente que no admite la menor duda, y, por consiguiente, no podemos sino tener la seguridad de que ingresan por los órganos de los sentidos, y de ninguna otra manera. Es obvio que los órganos mismos no producen estas sensaciones, pues, en el caso contrario, los ojos de un hombre en la oscuridad deberían también producir colores, y su nariz debería percibir el aroma de las rosas en el invierno; y, sin embargo, vemos que nadie gusta el sabor de una piña hasta que va a las Indias, donde esta fruta se encuentra, y la prueba.

Aquí Locke no tiene en cuenta que los órganos de los sentidos (al igual que las Indias) son parte de esos objetos externos cuya realidad se está cuestionando, por lo que usarlos como argumento es una petición de principio.

5. Segundo, porque una idea que deriva de una sensación actual, y otra derivada de la memoria, son percepciones muy distintas
Porque algunas veces me doy cuenta de que no puedo evitar el que se produzcan esas ideas en mi mente, pues cuando tengo los ojos cerrados, o lo están las ventanas de la habitación, aunque pueda, conforme a mis deseos, traer a mi mente las ideas de luz o de sol, las cuales se alojaron en mí memoria mediante sensaciones anteriores, y de la misma manera pueda apartar de mí esa idea, y traer a la vista las ideas del olor de una rosa, o del sabor del azúcar, sin embargo, si vuelvo los ojos hacia el sol en el mediodía, no podré evitar las ideas que la luz o el sol me producirán. De manera que existe una diferencia manifiesta entre las ideas que hay en mi memoria (sobre las cuales, si solamente estuvieran allí, tendría constantemente el mismo poder de disponer de ellas y rechazarlas, según me pareciera) y aquellas otras ideas que forzosamente se me imponen y que no puedo evitar tener. Y, por tanto, se debe necesitar alguna causa exterior, y la resuelta actuación de algunos objetos que están fuera de mí, cuya eficacia yo no puedo resistir, para producir aquellas ideas en mi mente, independientemente de que yo lo quiera o no. Además, no hay nadie que no pueda percibir en sí mismo la diferencia entre la contemplación del sol, a partir de la idea que tiene en la memoria, y el contemplarlo efectivamente en un momento determinado, dos cosas cuya percepción es tan distinta que muy pocas de sus ideas se distinguirán tanto la una de la otra. Y, por tanto, él tendrá un conocimiento cierto de que las dos no son producto de su memoria, o acciones de su mente y fantasías suyas, sino que la visión actual tiene una causa fuera de él.

Ciertamente, todo el mundo tiene conciencia de que ambos tipos de ideas son muy diferentes, pero que sean muy diferentes no es una prueba de que unas provengan de algo externo y las otras no, y, aun si provienen de algo externo, nada garantiza que vengan de algo externo similar a las ideas mismas. Dejamos que el lector refute por sí mismo los argumentos siguientes:

6. Tercero, porque el placer o el dolor que acompañan a la sensación actual no acompañan a la vuelta de aquellas ideas fuera de los objetos exteriores
Añádase a esto el que muchas de aquellas ideas se producen en nosotros con dolor, el cual recordaremos después sin la menor ofensa. Así, cuando las ideas de calor o frío son recibidas por nuestras mentes, ello no nos provoca ninguna molestia. Pero cuando nosotros sentimos estas ideas, experimentamos bastante desagrado, e igualmente lo volvemos a experimentar si éstas se repiten, pues esta molestia se ocasiona por el desorden que los objetos externos causan en nuestros cuerpos cuando estos objetos se les aplican. E igualmente recordamos las molestias del hambre, de la sed o de la fatiga sin sentir ningún dolor en absoluto; y, sin embargo, o nunca debieran molestarnos, o deberían hacerlo constantemente, tantas veces cuantas pensáramos en ellos, si no fueran más que ideas flotantes en nuestra mente, y apariencias que llenaran nuestra imaginación, sin que la existencia real de las cosas nos afectara desde fuera. Lo mismo podríamos decir del placer que acompaña a algunas sensaciones actuales; y aunque las demostraciones matemáticas no dependen de los sentidos, sin embargo, el examen que realizamos por medio de diagramas aporta un gran motivo de crédito a la evidencia de nuestra vista, y parece dotarla de una certidumbre que se aproxima a la de la demostración misma. Pues resultaría muy extraño el que un hombre admitiera como una verdad indiscutible que dos ángulos de una figura que ha medido por líneas y ángulos de un diagrama fueran el uno mayor que el otro, y que, sin embargo, dudara de la existencia de aquellas líneas y ángulos, que le han servido para realizar la medición.
7. Cuarto, porque nuestros sentidos se ayudan unos a otros, por el testimonio de la existencia de las cosas externas, y nos permiten predecirlas.
Nuestros sentidos son, en muchos casos, los informadores de la verdad de sus mensajes sobre la existencia de las cosas sensibles que están fuera de nosotros. Aquel que vea el fuego podrá, si dudara de que se trata de algo más que de una mera fantasía, sentirlo y convencerse de su existencia metiendo la mano dentro de él. Y nunca sentiría un dolor tan agudo si se tratara de una mera idea o de un fantasma, a menos que el dolor sea también una mera fantasía, cosa absurda, pues no podrá sentir que se quema solamente con el recuerdo de la idea, cuando su quemadura ya esté curada. De esta manera, mientras escribo esto, veo que puedo cambiar la apariencia del papel, y, dibujando las letras, decir de antemano qué idea nueva exhibirá en el momento siguiente, tan sólo por los trazos que mi pluma va haciendo en él, trazos que no aparecerán (aunque mi fantasía dedique todos sus esfuerzos a ello) si mi mano no se mueve, o aunque mi pluma se mueva, si mis ojos permanecen cerrados; y cuando estos caracteres estén trazados sobre el papel, no podré por menos que verlos como están, esto es, no podré por menos que tener las ideas de las letras que he escrito. De lo que resulta, manifiestamente, que no se trata de un mero pasatiempo o juego de mi propia imaginación, desde el mismo momento en que advierto que los caracteres, que fueron escritos según los deseos de mi propio pensamiento, ya no les obedecen, ni dejan de ser cuando así me lo imagino, sino que continúan afectando a mis sentidos de una manera constante y regular, de acuerdo con las figuras que dibujé. A todo lo cual, si añadimos que la visión de aquéllos suscitará, en otro hombre, unos sonidos semejantes a los que yo de antemano intenté que significaran, habrá muy pocos motivos para poder dudar que aquellas palabras que yo escribí existan realmente fuera de mí, puesto que causan una serie bastante larga de sonidos regulares que afectan a mis oídos, sonidos que no pueden ser los efectos de mi imaginación, ni que mi memoria podría retener en ese orden.
8. Esta certidumbre es tan grande como nuestra condición necesita
Sin embargo, si después de todo esto cualquiera se mostrara tan escéptico como para desconfiar de sus sentidos, y para afirmar que todo cuanto ve y oye, siente y gusta, piensa y hace, a lo largo de toda su existencia, no es sino la serie de engañosas apariencias de un sueño prolongado que no tienen ninguna realidad, de tal manera que pone en cuestión la existencia de todas las cosas, o nuestro conocimiento sobre cualquier cosa, a ese yo le rogaría que considerara que, si todo es un sueño, entonces él también sueña que formula ese problema, de manera que no importa mucho el que un hombre que está despierto le responda o no. Con todo, si así lo prefiere, podrá soñar que le contesto esto: que la certidumbre sobre la existencia de las cosas in rerum natura, cuando tenemos el testimonio de nuestros sentidos, no solamente es tan grande cuanto permite nuestra constitución, sino cuanto nuestra condición necesita. Porque como nuestras facultades no están tan adecuadas a la completa extensión del ser, ni a un conocimiento perfecto, claro y comprensivo de las cosas, libre de toda duda y escrúpulo, sino para preservarnos a nosotros mismos, en los que se dan estas facultades, y en los que se acomodan a los usos de la vida, éstas sirven perfectamente a sus propósitos si nos dan noticia cierta de aquellas cosas que nos convienen, o de aquellas que no nos convienen. Pues aquel que pueda ver una lámpara ardiendo, y haya experimentado la fuerza de su llama al poner su dedo en ella, no dudará el que esto es algo que existe fuera de él que le daría, y que le produce un gran dolor; lo cual es una seguridad suficiente, puesto que ningún hombre requerirá una certidumbre mayor para gobernar sus actos que la que tiene a partir de sus mismas acciones. Y si nuestro soñador quiere comprobar si el calor potente de un horno de vidrio no es sino una mera imaginación de la fantasía de un hombre dormido, metiendo su mano dentro quizá se despierte a una certidumbre mayor de la que pudiera desear, lo cual sería algo más que una mera imaginación. De manera que esta evidencia es tan grande como pudiéramos desearla, pues nos resulta tan cierta como nuestro placer o nuestro dolor, es decir, nuestra felicidad, nuestra miseria, más allá de las que no nos importa el conocer o el existir. Tal seguridad sobre la existencia de las cosas que están fuera de nosotros nos resulta suficiente para encaminarnos hacia el bien y para evitar el mal que éstas provocan, en lo cual consiste el interés que podamos tener en conocer la existencia de tales cosas.

El último epígrafe es de naturaleza muy distinta a los anteriores y es el único del que se puede extraer algo de provecho. No es un argumento teórico, sino práctico: el mundo externo se nos impone como real, en el sentido de que nadie puede permitirse el lujo de dudar de su existencia y obrar en consecuencia: si veo que mi casa está en llamas y yo estoy dentro de ella, de nada me sirve argumentar que tal vez mi casa no exista. Si quiero seguir viviendo tendré que tratar de apagar el fuego o salir huyendo como pueda. Podemos decir que el incendio (y mi casa) son reales en un sentido de la palabra "real" que se apoye en la necesidad práctica que tengo de aceptarlos como reales. Locke no llega a plantearlo en estos términos, pero sí que pone numerosos ejemplos a lo largo de su Ensayo en los que ataca al escepticismo apuntando a la yugular: todo escéptico es necesariamente hipócrita, en el sentido de que abandonará sin duda su escepticismo en cuanto se juegue algo por mantenerlo. Si mantener una opinión no es sólo presumir de ella en una tertulia, sino ser consecuente con ella a la hora de la verdad, entonces todo escéptico es un farsante.

9. Pero no alcanza más allá de la sensación actual
En definitiva, entonces cuando nuestros sentidos comunican en un momento determinado cualquier idea a nuestro entendimiento, no podemos menos que tener la seguridad de que algo existe realmente en ese momento fuera de nosotros, algo que afecta a nuestros sentidos y que por medio de él llegamos a tener noticias suyas, en nuestras facultades aprehensivas, y que produce actualmente esa idea que percibimos entonces; y no podemos de esta manera dudar de su testimonio hasta el punto de poner en duda el que tales colecciones de ideas simples que, por medio de nuestros sentidos, hemos llegado a ver unidas, existen realmente juntas. Pero este conocimiento se extiende tan lejos como el presente testimonio de nuestros sentidos, que, ocupados en los objetos particulares que en ese momento los afectan, no van más allá. Porque si pude ver una colección semejante de ideas simples, a la que suelo denominar hombre, que existían todas ellas reunidas hace un minuto, y ahora estoy solo, ya no puedo estar seguro de que existe ahora ese mismo hombre, puesto que no hay ninguna conexión necesaria entre su existencia de hace un minuto y su existencia actual. Puede haber dejado de existir de mil maneras, desde el momento en que mis sentidos recogieron el testimonio de su existencia. Y si no puedo estar seguro de que el hombre último que vi hoy tiene ahora existencia, menos seguridad podré tener de que lo está alguien que se halla más lejos de mis sentidos, y al que no he visto desde ayer o desde el año pasado y mucho menos podré tener ninguna seguridad de la existencia de personas a las que nunca vi. Y, por tanto, aunque sea altamente probable que millones de hombres existan en este momento, sin embargo, mientras escribo esto, en la soledad, no puedo tener de ello esa certidumbre a la que estrictamente llamamos conocimiento; aunque el alto grado de probabilidades me pueda situar más allá de la duda, y haga razonable el que yo actúe con la seguridad de que existen en este momento hombres (y hombres a los que conozco y con los que tengo trato) en el mundo. Pero esto es la probabilidad, no el conocimiento.
10. Es una locura esperar que todas las cosas tengan demostración
Por todo ello podemos hacer una observación sobre lo vano y estúpido que resulta el que un hombre, dotado de un conocimiento tan estrecho, y a quien la razón le ha sido otorgada para dilucidar las distintas evidencias y probabilidades de las cosas, y para, de acuerdo con ello actuar, digo que cuán vano es esperar una demostración y una certidumbre sobre cosas que no son susceptibles de ello, y rehusar el asentimiento a proposiciones totalmente racionales y actuar muy en contra de verdades claras y evidentes, porque no se pueden reconocer de una manera tan evidente como para superar no ya la razón, sino incluso el menor pretexto de duda. Aquel que en los asuntos normales de la vida no quiera admitir nada que no tenga una demostración directa y clara, sólo podrá estar seguro de que en este mundo ha de perecer rápidamente. La salubridad de su comida o bebida no le darán un motivo suficiente para aventurarse a tomarlo; y me gustaría saber qué es lo que podría hacer basado en unos fundamentos semejantes, que no estuvieran sujetos a duda u objeción.

Los dos últimos epígrafes muestran perfectamente cómo Locke se debate entre el escepticismo teórico y la refutación práctica del escepticismo. Ahora bien, aunque aceptemos la existencia de una realidad externa que origina nuestras ideas, los planteamientos de Locke nos dejan sin resolver un problema que él mismo ha planteado: si admitimos que los objetos afectan a nuestros sentidos y que éstos, a través de los nervios, envían la información al cerebro, donde éste a su vez se forma las ideas que constituyen lo único a lo que nuestra mente tiene acceso realmente, entonces, ¿qué nos garantiza que nuestras ideas tengan el más mínimo parecido con los objetos que suponemos que las han producido? Galileo ya había planteado que las cualidades secundarias que percibimos en los cuerpos (el color, la temperatura, etc.) las ponen en ellos, de forma más o menos arbitraria, nuestros sentidos, de modo que una mano puede percibir como caliente un cuerpo que la otra mano perciba como frío, etc., pero aceptaba que las cualidades primarias (la forma, el peso, la velocidad, etc.) corresponden a propiedades objetivas que poseen los objetos en sí mismos, y que no dependen de nuestra forma de percibirlos. Locke piensa igual, pero sus propios argumentos denuncian que en realidad no tenemos ninguna garantía de que las cualidades primarias sean realmente primarias, en el sentido de objetivas. En suma, si aceptamos el planteamiento de Locke, nos encontramos con la desagradable consecuencia de que la realidad queda oculta tras el "velo de la percepción", velo que no nos deja ver los objetos como son en sí mismos, sino únicamente tal y como los percibimos, tal y como nos los representamos en nuestra mente, y no podemos juzgar hasta qué punto nuestras representaciones mentales se ajustan a la realidad exterior que presuntamente las genera precisamente porque el único contacto que tenemos con dicha realidad son nuestras representaciones mentales, nuestras ideas, usando el término que Locke propone.

Los capítulos que nos hemos saltado tratan de cuestiones más técnicas sobre el conocimiento (sobre la "verdad", el razonamiento, las máximas o postulados generales de la razón, las identidades lógicas, los tipos de razonamientos, las conjeturas, etc.) En el capítulo X Locke "demuestra" la existencia de Dios, y en los últimos capítulos analiza el conocimiento proveniente de la revelación divina, para terminar con un pequeño capítulo (el XXI) sobre la clasificación de las ciencias. Nosotros terminaremos, a título de curiosidad, exponiendo los argumentos del capítulo X:

Locke parte del hecho de que nadie puede dudar de su propia existencia, con lo cual ya tenemos la garantía de que algo existe a ciencia cierta. Así pues, dado que el hombre sabe que él mismo existe:

3. También sabrá que la nada no puede producir un ser; por tanto, que tiene que existir algo producido por la eternidad
Por lo mismo, el hombre sabe, por una certidumbre intuitiva, que la pura nada no puede producir mejor un ser real que el que sea igual a dos ángulos rectos. [...] Si, por tanto, sabemos que hay algún ser real, y que la nada no puede producir ningún ser real, resulta una demostración evidente que ha existido algo desde la eternidad, puesto que lo que no ha existido desde la eternidad tuvo un comienzo, y lo que tuvo un comienzo debió ser producido.

Observemos que el argumento es —como no podía ser de otro modo— falaz, pero no por juegos de palabras escolásticos, sino por un cúmulo de confusiones mucho más sutiles, como suponer un tiempo absoluto en el cual evoluciona el mundo, o suponer arbitrariamente que ha de haber una causa primera, etc. En los pasos siguientes, las arbitrariedades se multiplican:

4. Y ese Ser Eterno debe ser el más poderoso
Además, resulta evidente que lo que tuvo su ser y su principio de otro, debe tener también todo cuanto contiene ese ser, y todo cuanto le pertenece. Todas las potencias que tenga las habrá recibido y tendrán su origen en la misma fuente. Esta fuente eterna, por tanto, de todas las cosas deberá ser también la fuente de origen de toda potencia, y de esta manera este ser eterno tendrá que ser también.
5. Y el que más conocimiento tiene
Además, el hombre encuentra en sí mismo la percepción y el conocimiento. Nosotros podemos avanzar un paso más y tener la certidumbre de que no existe solamente un ser, sino que, al mismo tiempo, este ser existente está dotado de inteligencia y es capaz de conocimiento. Hubo un momento, pues, en que no éramos capaces de conocimiento y en el que el conocimiento empezó a ser, o, más bien, en que desde la eternidad hubo un Ser capaz de conocimiento. Si se dice que hubo un tiempo en que ningún ser tenía conocimiento alguno, cuando el Ser eterno no estaba dotado de todo entendimiento, replicaré que era imposible que hubiera habido alguna vez, en ese caso, ningún conocimiento, pues es imposible que las cosas absolutamente carentes de conocimiento, y que operan ciegamente, y sin ninguna percepción, puedan haber producido un ser dotado de conocimiento, lo mismo que resulta imposible que un triángulo haga por sí mismo que sus tres ángulos sean mayores a dos rectos. Porque tan repugnante resulta para la idea de materia sin sentido el poder incluir en sí misma la sensación, la percepción y el conocimiento, como repugnante es a la idea de triángulo el que pueda incluir unos ángulos mayores a dos ángulos rectos.
6. Y, por tanto, Dios
De esta manera, a partir de la consideración sobre nosotros mismos y sobre lo que nosotros encontramos infaliblemente en nuestra propia constitución, nuestra razón nos lleva al conocimiento de la siguiente verdad segura y evidente: que existe un Ser eterno, todopoderoso y sapientísimo, y que no tiene la mayor importancia el que se le llame Dios o no. La cosa es evidente y, si se considera esta idea con detenimiento, será fácil deducir de ella todos estos otros atributos que deberemos atribuir a este Ser eterno. Y si, con todo, existe alguien tan insensatamente arrogante como para suponer que solamente el hombre es capaz de conocimiento y sabiduría, y, sin embargo, es el producto de la mera ignorancia y de la casualidad, y que todo el resto del universo se mueve solamente a partir de un ciego azar, le rogaré que considere con detenimiento esta máxima, muy racional y coherente, de Tulio (De legibus, libro 2). «¿No resulta evidente que nadie puede ser tan estúpidamente arrogante como para pensar que tiene en él mismo una mente y un entendimiento, y, sin embargo, no existe ninguna que esté por encima de todo el universo?, o como para pensar que estas cosas que difícilmente puede llegar a comprender con toda la penetración de su ingenio, se mueven sin ninguna razón» [...]

En resumen: la prueba de que Dios existe es que si lo niegas serás un estúpido porque lo dice Cicerón. A continuación Locke alude al argumento cartesiano:

7. Nuestra idea del Ser más perfecto no es la única prueba de la existencia de Dios
No me voy a detener aquí a examinar hasta qué punto la idea del Ser más perfecto, que el hombre se forja en su mente, es una prueba o no de la existencia de Dios, Pues, como los temperamentos de los hombres son muy diferentes, al igual que lo son la aplicación de sus pensamientos, algunos argumentos prevalecen en unos aspectos, y otros en otros, para confirmar la misma verdad. Y, con todo, creo que hay algo que puedo afirmar, y es que es una manera equivocada de establecer esta verdad y de acallar a los ateos, el hacer radicar un punto de vista tan importante como éste en un solo fundamento, y el tomar como prueba única de la existencia de Dios la idea que algunos hombres tienen en sus mentes, ya que es evidente que otros no tienen ninguna idea, y que la que otros tienen es peor que si no tuvieran ninguna, además de que muchos tienen ideas muy diferentes.

Así pues, Locke no se atreve a afirmar explícitamente que el argumento de Descartes no es válido, pero implícitamente lo dice, ya que éste parte de la base de que todos tenemos la idea (innata) de Dios y Locke dice explícitamente que hay quienes no tienen esa idea.

Los fragmentos seleccionados deberían bastar para que el lector comprenda cómo las minuciosas reflexiones de Locke —pese a su falta de rigor y solidez — inyectaron una buena dosis de sensatez y de ideas frescas a la filosofía de su época, que ya empezaba a oler a rancio.

Volver:      Historia        Filosofía