ANTERIOR |
EL MUNDO AL FINAL DEL SIGLO XVI |
SIGUIENTE |
---|
Con el siglo XVI, los historiadores dan por terminado el
Renacimiento europeo. La cultura clásica, que había
costado dos siglos de recuperar, ya estaba sólidamente
asimilada, e incluso en vías de superación. En Europa se
estaban formando los mejores intelectuales del mundo, que ya apenas
podían compararse con los de ninguna otra cultura
coetánea o anterior.
Entre las mentes más brillantes de la época se
encontraban el danés Tycho Brahe y el alemán Johannes
Kepler. Sus caracteres eran muy
distintos, pero se complementaban a la perfección. Kepler se
dejaba llevar por las teorías más imaginativas, mientras
que Brahe era un minucioso observador que había recopilado
valiosísimos datos durante treinta y ocho años. Una vez
le dijo a su ayudante: No
construyáis una cosmografía fundada en abstractas
especulaciones; basadla en los sólidos cimientos de la
observación y desde allí ascended gradualmente para
averiguar las causas. Entre ambos estaban compilando y
analizando los datos de Brahe con la intención de contrastar sus
dispares teorías cosmológicas.
Más pintorescas aún que las de Kepler eran las
teorías de Giordano Bruno, y lo peor era que, además de
pintorescas, eran descaradamente heréticas. Llevaba algunos
años instalado en Venecia, pero una discusión con su
protector hizo que éste lo entregara a la Santa
Inquisición en 1600. que lo
llevó a Roma y lo torturó para convencerlo de que su
concepción de un universo infinito era herética. Como
Bruno no juzgó concluyentes esos argumentos, acabó siendo
condenado a morir en la hoguera. Sus últimas palabras,
antes de que el fuego acabara con su vida, fueron: Las edades futuras no me negarán
que he vencido, porque no he tenido miedo de morir... prefiero una
muerte honrosa que una vida de cobarde. Y es que, aun hoy en
día, no hay indicios que auguren un final definitivo de la Edad
Media.
Galileo Galilei había mantenido algún contacto con
Giordano Bruno. Ese año tuvo una hija, Virginia, fruto de su
relación con la veneciana Maria
Gamba, con la que no llegó a casarse, probablemente por
falta de recursos económicos.
William Gilbert, el
médico de la reina Isabel I de Inglaterra, publicó un
tratado titulado De magnete,
en el que describía sus experiencias sobre
electrostática y magnetismo. Distinguió entre cuerpos idioeléctricos (aislantes) y
aneléctricos
(conductores), construyó el primer electroscopio, es decir, un
aparato para detectar cargas eléctricas, descubrió la
imantación por influencia, observó que la
imantación del hierro desaparece cuando se calienta al rojo
vivo, comprobó que el polo norte magnético no coincide
exactamente con el astronómico (es decir, que las
brújulas no apuntan exactamente al norte geográfico) y
fue el primero en considerar que la Tierra es un gran imán.
Siguiendo esta idea, construyó una esfera imantada y
estudió el campo magnético que producía. Nunca
nadie antes que él había llevado tan lejos los
métodos experimentales.
En el terreno artístico, en Inglaterra triunfaba la
enigmática figura de William Shakespeare, del cual no se
conserva ninguna carta o escrito personal. Su existencia (cuestionada
en más de una ocasión por algunos historiadores)
sólo está atestiguada por diversos documentos legales y
por referencias de sus contemporáneos. Los retratos que se le
atribuyen son dudosos. Si su creación ha pasado a la posteridad,
no ha sido precisamente por sus esfuerzos. Era reacio a publicar sus
obras, tal vez porque pensaba que restarían público a las
representaciones de su compañía. Sólo unas pocas
de sus obras vieron la imprenta en vida del autor, y en muchos casos
gracias a
ediciones piratas.
Puede decirse que Shakespeare nunca ideó un argumento
original. Sus dramas se basan siempre en hechos históricos, en
leyendas o en obras de otros autores. Su originalidad consiste en que
supo dotar a sus obras de un dinamismo, una imaginación, una
retórica, una poesía, una grandiosidad y, sobre todo, de
una trascendencia nunca igualada. Entre sus últimos
éxitos se encontraba el drama Julio
César, inspirado en las Vidas
paralelas, de Plutarco, sobre todo en la de Bruto, que es el auténtico
protagonista. Ahora estaba trabajando en Hamlet,
al parecer, basada en el Fratricidio
castigado, de Thomas Kyd, que a su vez se basaba en una antigua
leyenda danesa. Con Hamlet se
abre un nuevo periodo en la obra de Shakespeare, el de las grandes
tragedias y las comedias amargas.
El auge del teatro isabelino no tenía parangón en
Europa. Shakespeare era su exponente más destacado, pero
había muchos más dramaturgos y poetas de éxito.
Ben Jonson estrenaba Las fiestas de
Cintia. El año anterior, George Chapman, que parece ser
el "poeta rival" al que
Shakespeare alude en sus Sonetos,
había publicado una de sus mejores comedias: All fooles. Un joven de veintiocho
años llamado Thomas Dekker
estrenaba las comedias Old Fortunatus
y The shoemaker's holiday.
Thomas
Heywood compuso el drama histórico Eduardo IV.
En Francia destacaba como poeta François
de Malherbe. Había gozado de la protección de un
hijo natural del rey Enrique II, luego había tratado sin
éxito de conseguir la del rey Enrique III con un poema de
imitación italiana titulado Las
lágrimas de san Pedro. Ahora terminaba uno de sus poemas
más representativos: la Consolación
al señor Du Périer sobre la muerte de su hija.
También en España estaba en auge el teatro. Lope de
Vega había descubierto un filón en este género, y
componía comedias en verso a una velocidad pasmosa, que poco a
poco lo estaban convirtiendo en uno de los autores más
celebrados. Como poeta, uno de los más afamados era Luis de
Góngora. Componía con igual talento romances y letrillas
de carácter popular y poemas más cultos de estilo
petrarquista. En éstos últimos iba introduciendo de forma
gradual elementos cada vez más sofisticados, audaces e
innovadores en cuanto a léxico, sintaxis, alusiones
mitológicas, etc. De este año es su canción Qué de invidiosos montes levantados,
sobre un tema inspirado en Petrarca y en Torcuato Tasso, donde este
nuevo estilo no hace sino asomar levemente, aunque ya encontramos
algunos atrevimientos sintácticos, como estos acusativos
griegos: "Desnuda el brazo, el pecho
descubierta...", que, aunque ya aparecen, por ejemplo, en la
poesía de fray Luis de León, no dejaban de ser chocantes
para el lector medio.
Sin embargo, España estaba a la retaguardia
de la cultura europea. Aunque
las disposiciones de Felipe II sobre la prohibición de estudiar
en el extranjero se habían suavizado, la rígida censura
eclesiástica desalentaba cualquier intento de pensamiento
innovador y, aunque en España florecieran los artistas y los
humanistas, el progreso científico y filosófico estaba
estancado.
Tampoco iba bien la economía. En los últimos
años, una epidemia de peste se había extendido por el
país, de norte a sur, y había menguado en un 15% la
población. La falta de mano de obra había incrementado
los salarios en un 30%. España
había construido un inmenso imperio que recientemente se
había duplicado con la anexión de Portugal, pero el
poderío económico español se basaba
fundamentalmente en el comercio con las Indias Orientales y en la
explotación de los recursos americanos. El primero había
sido fructífero mientras
España y Portugal conservaron el monopolio, pero ahora otras
potencias estaban interfiriendo: los armadores ingleses fundaron la
Compañía de las Indias Orientales, los corsarios ingleses
saqueaban
impunemente los barcos y los puertos españoles (ese año
intentaron sin éxito apoderarse de Jamaica), mientras que los
neerlandeses habían llegado a las Molucas por primera vez el
año anterior, dispuestos a arrebatarle a España su papel
de intermediaria. (A decir verdad, había sido España
quien había cerrado el mercado oriental a los Países
Bajos.)
Respecto a las riquezas de América, consistían
esencialmente en la
explotación de la mano de obra indígena (o de esclavos
negros traídos de África) en cultivos o en
minería. Debido a sus ricas minas de plata,
Potosí se había convertido en la mayor ciudad del Nuevo
Mundo. Pero los metales preciosos y la abundancia de productos que
llegaban a España sólo contribuían a aumentar una
inflación cada vez más desenfrenada y, por otra parte,
apenas bastaban para financiar los enormes gastos de la corte, gastos
militares en tiempos de Felipe II y ahora, con Felipe III, lujos y toda
clase de derroches. La ineptitud de Felipe II había sido
sucedida por el desinterés de Felipe III y la ambición de
su valido, el duque de Lerma, cuya firma tenía el mismo valor
que la del monarca, y que no tenía otro objetivo de Estado que
el enriquecimiento personal. El valido supo sacar partido hasta de sus
enfermedades, ya que instauró la costumbre de hacerse regalar
joyas para "alegrar" la sangre y predisponerla a las sangrías,
según él. Felipe III acallaba sus esporádicos
remordimientos de conciencia por desatender sus deberes como rey
recluyéndose unos días en algún convento para
hacer penitencia hasta que se le pasara la inquietud.
La expansión colonial española no había
terminado: la zona de mayor actividad era a la sazón Nuevo
México, desde donde Juan de Oñate y sus colonos estaban
explorando vastas regiones del suroeste de Norteamérica. El
navegante Pedro Fernández de Quirós tenía un
proyecto muy original: al igual que muchos geógrafos, estaba
firmemente convencido de la existencia de
un continente austral desconocido hasta entonces. Había
intentado convencer al virrey del Perú para que le financiara
una expedición, pero, al no obtener resultados, ahora estaba en
Roma, presentando su idea al Papa Clemente VIII, quien le dio una carta
de recomendación para el rey Felipe III.
Ese año murió el duque de Osuna, que fue sucedido por
su hijo Pedro
Téllez-Girón, de veintiséis años,
que no tardó en ser desterrado de Sevilla por su vida disipada y
escandalosa.
Portugal no acababa de asimilar su anexión a
España. En el país había surgido un curioso
movimiento conocido como sebastianismo,
consistente en la creencia en que el rey Sebastián no
había muerto en África, sino que se había salvado
y un día volvería a reclamar su corona. Al parecer el
sebastianismo surgió como una modificación de unos
romances de principios de siglo que auguraban la llegada de un
príncipe portador de felicidad y gloria para el pueblo
portugués. El caso fue que de vez en cuando surgía
alguien que afirmaba ser el rey Sebastián, incitaba a la
rebelión y terminaba con la cabeza separada del cuerpo.
Por lo demás, los portugueses seguían con sus "negocios" en África. Recientemente habían descubierto el Imperio de Monomotapa, localizado en una meseta situada cerca de la costa de Mozambique, pero convenientemente aislada de ella. Los comerciantes trataban de convencer al rey para que les confiara la explotación de sus minas, pero, de momento, lo máximo que habían conseguido, es que el rey les permitiera trabajar a su servicio como funcionarios y recaudadores de impuestos.
Inglaterra estaba siguiendo una trayectoria opuesta a la de
España, reflejo de la personalidad de la reina Isabel I,
totalmente opuesta a la del que había sido su adversario, Felipe
II: Mientras éste había logrado enemistarse con buena
parte de sus súbditos, por razones políticas o
religiosas, Isabel I se había esforzado por cohesionarlos a
todos y hacerse querer; mientras Felipe II había arruinado al
estado en guerras absurdas, Isabel I había evitado los
enfrentamientos durante todo el tiempo que le fue posible, ahorrando y
enriqueciendo su país. Cuando la guerra ya no pudo evitarse, la
supremacía inglesa sobre España era rotunda, y el
conflicto sólo redundó en beneficios para Inglaterra, ya
que ahora los corsarios ingleses se consideraban legitimados para
emprender cualquier acción contra España, y lo
hacían provechosamente.
En abril, un navegante
inglés llamado William Adams
fue apresado en Japón y enviado a Osaka, donde el shogun
Tokugawa Ieyasu lo tomó como consejero, con el propósito
de crear una marina moderna.
En los últimos años, sólo
una mancha
deslucía los éxitos de su reinado: la rebelión
irlandesa. El año anterior, el conde de Essex había
firmado una tregua con
Hugh O'Neill para poder así regresar a Inglaterra a justificarse
ante la reina por sus repetidos fracasos. Isabel I juzgó
irresponsable su conducta y
lo despojó de todos sus cargos. Luego envió un poderoso
ejército a Irlanda y O'Neill tuvo que retroceder. Los irlandeses
contaban con alguna ayuda de España, pero resultó
ineficaz.
Isabel I, a sus sesenta y siete años, seguía siendo la
reina virgen, y con ella se
extinguía la dinastía Tudor. Había designado como
heredero al rey Jacobo VI de Escocia, el hijo de María Estuardo,
que tenía ahora treinta y cuatro años y había sido
capaz de restaurar la autoridad real en su país, muy deteriorada
desde hacía varias generaciones. Incluso había logrado
imponerse sobre la Iglesia Presbiteriana escocesa.
También Francia seguía un camino ascendente. El rey
Enrique IV había descubierto lo que la reina Isabel I tuvo claro
desde el primer momento y Felipe II nunca llegó a comprender:
que, en cuestiones de religión, un rey ha no ha de preocuparse
por complacer a Dios, sino a sus súbditos. Con una habilidad que
Felipe II nunca tuvo, había logrado resolver los conflictos
religiosos en Francia y, ahora, con una habilidad que Felipe III nunca
adquiriría, estaba entregado a convertir su país en una
gran
potencia:
Para evitar corrupciones y malversaciones, adjuntó
lugartenientes generales a los gobernadores de provincias, a los que
enviaba con frecuencia comisarios de inspección. No quiso
nombrar ningún primer ministro, sino que se rodeó de
buenos consejeros. Entre ellos destacaba Maximilien de Béthune, el
barón de Rosny, un
protestante que escapó de la matanza de san Bartolomé,
combatió junto a Enrique IV cuando sólo era rey de
Navarra y desempeñó un papel decisivo en la
promulgación del edicto de Nantes. Una vez convertido en rey de
Francia, Enrique IV lo puso al frente de los asuntos económicos,
y el barón resultó ser un excelente administrador, un
contable meticuloso y ahorrativo que reorganizó los impuestos,
redujo los cargos públicos y así saneó las cuentas
del reino. Sin embargo, no dudó en realizar las inversiones
necesarias para reactivar la economía: mejoró los
transportes restaurando y construyendo carreteras y puentes,
acondicionó ríos y canales, incrementó la
vigilancia de los transportes. Por otra parte, reunió un
considerable arsenal y emprendió la construcción de una
línea de fortificaciones.
Otro consejero de Enrique IV fue su ayuda de cámara, Barthélemy de Laffemas, que
le recomendó la promulgación de leyes encaminadas a
reducir la exportación de materias primas y la
importación de productos manufacturados. Además,
impulsó la elaboración de productos de lujo, a menudo con
la colaboración de artesanos extranjeros. Así prosperaron
las tapicerías de los Gobelinos,
las armas de París, los paños de Reims y Provins, los encajes de Senlis, la cristalería de Melun, etc. La consigna de Laffemas
fue Producir francés.
El año anterior, Enrique IV había llamado a Olivier de Serres, un hugonote que
explotaba moreras y gusanos de seda, que ahora publicaba un Tratado de agricultura,
colección de consejos e informaciones para administrar bien una
explotación. Gracias a la difusión que le dio el rey, el
libro tuvo mucho éxito. Más adelante publicó un
librito sobre La recolección
de la seda.
Con la Paz de Augsburgo,
Alemania
había encontrado también un equilibrio religioso basado
en el principio cuius regio, eius
religio, segun el cual cada territorio profesaba la
religión de su príncipe. Hacía ya casi doscientos
años que
los emperadores eran elegidos en la casa de Austria, y el papel de los
príncipes electores se había reducido a un mero
formalismo, ya que siempre elegían al rey de romanos designado
por el
propio emperador. Sin embargo, el protestantismo les había dado
nueva
relevancia. En efecto, los Austrias, aunque tolerantes con el
protestantismo (por necesidad), eran católicos, pero los
príncipes electores de Brandeburgo y Sajonia eran luteranos, y
el del Palatinado era calvinista. El cuarto elector laico era el rey de
Bohemia (el propio emperador y, tras su muerte, su heredero), luego,
junto con los tres arzobispos electores, formaba una mayoría
católica de
cuatro contra tres que bastaba para mantener el título imperial
en la casa
de Austria, pero si se perdía el electorado de Bohemia...
El emperador Rodolfo II estaba retirado en Praga por sus problemas
de salud, pero su hermano, el archiduque Matías, ejercía
sobre los díscolos príncipes alemanes toda la autoridad
que podía esperarse que ejerciera un emperador. Por otra parte,
Matías estaba realizando muchos progresos en la lucha contra los
turcos en Hungría, lo que le confería bastante prestigio.
También Suiza mantenía un equilibrio religioso,
sólo que algo más precario. Ginebra era la Roma del
protestantismo, y ejercía una fuerte influencia sobre los
cantones protestantes, con los que había entablado una
sólida alianza. pero, en la Confederación
Helvética
había también cantones católicos en los
que la Contrarreforma había actuado con eficiencia. Pese a ello,
los suizos eran conscientes de lo que les había costado
conquistar su independencia y lo difícil que era para una
pequeña agrupación de ciudades escapar de las ambiciones
de las potencias europeas. Por ello, en un caso insólito en la
historia de la humanidad, ambas partes se abstuvieron de llamar aliados
exteriores en contra de la facción opuesta. Por esta
época Suiza mantenía una tradicional alianza con Francia
que quedó consolidada tras el equilibrado final de las guerras
de religión francesas.
El Papado no tenía ya el poder político y la
influencia que había ostentado en la Edad Media, pero tampoco
era la vergüenza que había llegado a ser durante el
Renacimiento. Clemente VIII, continuando la labor contrarreformista de
sus antecesores, estaba devolviendo a la Iglesia Católica la
dignidad perdida, y ahora ya parecía que Dios tuviera algo que
ver con ella.
En Roma, Caravaggio había conseguido su primer encargo de
destino público: las pinturas de la capilla Contarelli, en la iglesia
de San Luis de los Franceses.
Los tres óleos que pintó para la ocasión, entre
los que destaca El martirio de san
Mateo, lo convirtieron en el centro de atención del mundo
artístico romano. En los años siguientes, no cesaron de
llegarle nuevos encargos.
Entre los mecenas italianos de la época destacaba el duque de
Mantua, Vincenzo Gonzaga. El
año anterior había realizado un viaje a Flandes, y entre
su séquito figuraba un viola y cantante de treinta y dos
años llamado Claudio
Monteverdi. Allí descubrió la obra de los grandes
maestros de la canción polifónica.
La zona más candente de Europa era la de los Países
Bajos. Oficialmente, España nunca había reconocido la
independencia de las Provincias Unidas. Los Países Bajos
Españoles, en cambio, sí que eran nominalmente
independientes, bajo la soberanía de Alberto de Austria e Isabel
Clara Eugenia, la hermana de Felipe III de España. Sin embargo,
su "independencia" requería el apoyo constante del
ejército español. A mediados de junio, Mauricio de Nassau
desembarcó en Sas de Gante
y amenazó Nieuwpoort.
El archiduque Alberto acudió en su defensa al frente de un
pequeño ejército y se dispuso a atacar unas dunas donde
Mauricio había tomado posiciones. La marea y la
artillería de la flota neerlandesa obligaron a la
caballería española a replegarse precipitadamente sobre
el centro, causando el desconcierto y la derrota. Luis de Velasco, que dirigía
la retaguardia española pudo refugiarse en Nieuwpoort y defender
la plaza. El enfrentamiento fue conocido como la batalla de las dunas. Fue el primer
desastre grave que los españoles sufrieron en los Países
Bajos.
Después de Mauricio de Nassau, una de las principales
personalidades de las Provincias Unidas era Johan van Oldenbarnevelt, que
había sido confidente de Guillermo de Orange y luego uno de los
principales diplomáticos neerlandeses, artífice de las
alianzas con Francia e Inglaterra. Últimamente, las fricciones
entre ambos iban en aumento. Mauricio de Nassau acusó a van
Oldenbarnevelt de no haberle prestado el apoyo necesario en el sitio de
Nieuwpoort.
Polonia y Suecia estaban en guerra. Teóricamente, el rey de
Polonia, Segismundo III Vasa, católico, era también rey
de Suecia, pero su tío Carlos de Sudermania, protestante,
proclamado regente de Suecia, gobernaba el país. El año
anterior, Segismundo III había tratado de invadir Suecia, y
ahora era Carlos el que enviaba un ejército a Polonia con mejor
fortuna. Mientras tanto, Dinamarca, bajo el reinado de Cristián
IV, que también era rey de Noruega, se había convertido
en la principal potencia comercial del Báltico.
Rusia parecía incapaz de salir del atraso al que la
había condenado el yugo mongol. El campesinado vivía en
la miseria y tendía a emigrar hacia las estepas siberianas,
uniéndose a los cosacos, por lo que el zar Borís Godunov
promulgó leyes que restringían el derecho de
desplazamiento y autorizó a los terratenientes a perseguir
durante cuatro años a los campesinos fugitivos.
Tras haber
anulado su matrimonio con Margarita de Valois, la intención de
Enrique IV de Francia era
casarse con su amante, Gabrielle
d'Estrées, con la que tenía un hijo llamado César, pero la opinión
pública no veía con buenos ojos que Francia tuviera un
delfín bastardo. El asunto se resolvió con la repentina
muerte de Gabrielle, y entonces el rey se prendó de Henriette d'Entragues, que tuvo un
hijo en julio, pero murió a
los pocos días de nacer.
En agosto, una facción de la nobleza japonesa se rebeló contra el shogun Tokugawa Ieyasu, iniciando unas hostilidades que terminaron el 21 de octubre, cuando Ieyasu obtuvo una rotunda victoria en Sekigahara. Después hizo ejecutar a los principales sublevados, entre los que se encontraba el general Konishi Yukinaga, el que había dirigido la campaña japonesa en Corea.
El Imperio Otomano llevaba ya un tiempo en la dinámica en la
que España acababa de entrar: los sultanes, sin nada ni nadie
que cuestionara su autoridad absoluta, no mostraban ningún
interés por la política y se entregaban a una vida de
lujo y placer, confiando el gobierno a visires que se sucedían
más o menos rápidamente según su mayor o menor
ineficacia o corrupción. El sultán actual era Mehmet III,
y sus generales tenían que hacer frente a los austríacos,
al príncipe de Valaquia, Miguel el Bravo, a los persas y, al
mismo tiempo, sofocar insurrecciones en Constantinopla y en Asia.
El sha de Persia, Abbas I, con un ejército integrado
principalmente por georgianos y armenios, estaba expandiendo sus
fronteras hacia el noreste, a costa de los uzbekos, a los que el
año anterior les había conquistado los territorios de Mashad y Harat. Al tiempo que pacificaba
algunas provincias rebeldes, de tanto en tanto pacificaba
también su familia cegando o asesinando a varios de sus hermanos
e hijos.
Al norte de la India, el gran mogol Akbar, partiendo del principio
de que, si no tomaba la iniciativa de conquistar los reinos vecinos,
éstos caerían en la tentación de atacarle primero,
había extendido su imperio dotándolo de salidas al mar
tanto por el este como por el oeste, lo que revitalizó el
comercio.
China seguía bajo la dinastía Ming, la que ya
hacía más de dos siglos que había librado al
país del gobierno mongol. En las últimas décadas
los ejércitos chinos habían ocupado amplias regiones al
norte de la Gran Muralla, imponiendo la soberanía imperial a
diversos pueblos turcos y mongoles. También estaban
interviniendo en Vietnam y en el Tíbet. El emperador actual era Wanli, cuya autoridad estaba
ensombrecida por la de los todopoderosos eunucos.
El jesuita Matteo Ricci seguía en China. El año
anterior se había instalado en Nankín,
donde fue muy bien recibido. Estaba tratando de gestionar que se le
permitiera visitar Pekín, ya que los extranjeros tenían
prohibido el acceso a la ciudad. Con sus estudios geográficos
sobre el país, Ricci trataba de probar que China era ciertamente
el país que Marco Polo llamaba Catay en su libro. Esto no estaba
claro en Europa debido a que Marco Polo había llegado a China
por tierra, y ahora había sido "redescubierta" por mar.
Los jesuitas Antonio de Monserrat y Pedro Páez habían
sido rescatados tras seis años de esclavitud. Fueron llevados a
Goa gravemente enfermos. El primero murió, mientras que
Páez se recuperó después de ocho meses de
convalecencia.
En el sureste asiático, a lo largo del
siglo que ahora
terminaba se habían producido y resuelto muchos conflictos entre
los distintos reinos de la zona. La parte occidental se había
unido en el reino de Birmania, pero la mayor potencia de la zona era el
reino de Siam, que unos
años antes había derrotado a los birmanos y ahora
disputaba a Vietnam la supremacía sobre Camboya. Con la derrota
de los birmanos, el reino de Lan Xang, que estaba bajo su dominio,
pasó a un estado de anarquía.
Finalmente, el rey Enrique IV de Francia se avino a escuchar también a sus consejeros en cuestiones matrimoniales, y en diciembre se casó con María de Médicis, sobrina del gran duque Toscana, Fernando I, que aportó una sustanciosa dote. No obstante, este matrimonio no puso fin a los devaneos amorosos del monarca.
Enrique IV de Francia |
Índice | Don Quijote de la Mancha |