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MUNDO AL FINAL DEL SIGLO XVII |
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Si entre los siglos XV y XVI Europa había logrado recuperar
la cultura clásica, a lo largo del siglo XVII había
logrado algo —al parecer— más difícil, ya que
ningún depositario anterior de dicha cultura lo había
logrado: superarla. No sin muchas vacilaciones, Europa había
logrado entender que los sabios de la antigüedad eran menos sabios
de lo que parecían a primera vista, y ya no dudaba en
cuestionarlos y contradecirlos tanto en astronomía, como en
mecánica, como en filosofía, como en medicina, como en
cualquier otra rama del saber. Las matemáticas eran el
único terreno en el que los antiguos no podían ser
refutados, pero sí superados con creces, y, en efecto, los
matemáticos estaban haciendo progresos espectaculares con el
cálculo diferencial. Estaba de moda plantear y resolver
problemas físico-geométricos consistentes en encontrar
curvas con propiedades especiales: la catenaria,
la tautócrona, la braquistócrona, etc.,
problemas que unos pocos años atrás habrían
resultado muy complicados, si no imposibles de resolver.
La ciencia moderna se gestaba
principalmente en Inglaterra, en Francia y en las Provincias
Unidas;
Italia había perdido el liderazgo, pero seguía contando
con intelectuales solventes, y Leibniz estaba haciendo un gran
esfuerzo
por situar a Alemania en primera línea. La Confederación
Helvética tenía también buenas universidades,
Dinamarca había dado algunas figuras notables, como los
astrónomos Tycho Brahe y Olaüs Römer, que había
calculado el tamaño del sistema solar. Precisamente por el
consejo de Römer, Dinamarca aceptó en 1700
el calendario gregoriano: del domingo
18 de febrero pasó al lunes 1 de marzo. Lo mismo hicieron los
estados
alemanes. Notemos que este año era el primero en que
el calendario gregoriano difería del juliano desde su
implantación: según el calendario juliano era
bisiesto, pero según el gregoriano, no. Por consiguiente, a
partir de
esa fecha hubo once en vez de diez días de desfase entre ambos
calendarios.
Por sus graves crisis políticas, Polonia ya no era lo que
había sido en tiempos de Copérnico, Suecia también
permanecía en un segundo plano, y, como siempre, España
estaba totalmente al margen del progreso científico. El proceso
de Galileo había sido un pulso entre ciencia y religión
que, a la larga, había ganado la ciencia, pues ningún
otro pensador europeo había vuelto a tener problemas con la
Iglesia —por
revolucionarias que fueran sus teorías— fuera del campo estricto
de la teología. Esto también era cierto en España,
pero por el motivo inverso: porque en España no se toleraba
ninguna opinión novedosa en el campo que fuera, y nadie se
arriesgaba a pensar nada nuevo. En las universidades españolas
se seguía enseñando el sistema Ptolemaico. Obviamente,
esto se trasladaba a América: En las colonias norteamericanas
había universidades que, con cierto retraso comprensible, se
hacían eco de los avances científicos ingleses; y en las
colonias sudamericanas había universidades que, sin retraso
ninguno, imitaban la incompetencia de las universidades
españolas.
El 11 de julio, a instancias de Leibniz (al tercer intento), el príncipe elector Federico III de Brandeburgo fundó en Berlín la Sociedad de Ciencias de Brandeburgo.
Ese año se editó la traducción francesa del Ensayo sobre el entendimiento humano
de Locke, versión que aumentó notablemente su
difusión por Europa. Leibniz, tras sus intentos frustrados de
debatir privadamente con el filósofo inglés,
empezó a escribir una réplica.
El cartesianismo había triunfado en los círculos
filosóficos, especialmente en Francia. Entre los cartesianos
más famosos se encontraba un sacerdote llamado Nicolás de Malebranche, que
había ingresado en el Oratorio
hacía cuarenta años (ahora tenía ya sesenta y
dos). Partiendo de la filosofía cartesiana, había
elaborado sus propio sistema filosófico, al que calificaba de
auténticamente cristiano, por oposición a la
escolástica, de la que denunciaba su origen pagano (pues se
basaba en la filosofía griega).
El arte europeo también había progresado
ininterrumpidamente. Durante el renacimiento, el progreso
artístico había estado ligado en gran medida a los
progresos técnicos (los arquitectos desarrollaron
técnicas que permitieron construir bóvedas, eliminar
contrafuertes, abrir más ventanas en las paredes, etc., los
pintores desarrollaron la perspectiva, el tratamiento del color y
de la
luz, estudiaron las proporciones anatómicas, etc., los
escritores pulieron la gramática y el léxico de cada
lengua, depuraron la prosa, crearon nuevas formas poéticas,
etc.) En el siglo XVII los artistas dominaban las técnicas de su
arte y disponían de mucha mayor libertad para desarrollar los
estilos personales más diversos. Dentro de la diversidad, la
tendencia general en todas las artes fue la de pasar del gusto por
la
simplicidad y placidez clásica a una complejidad cada vez mayor,
llegando en muchos casos a lo violento y recargado. Hacia mediados
del
siglo XVIII esta tendencia se agotaría y se produciría un
retorno al clasicismo, y los críticos de la época se
referirían al arte del periodo precedente (es decir, al que
ahora nos ocupa) con el calificativo de barroco. No está claro a
ciencia cierta el origen de esta palabra, pero hay acuerdo en que,
en
su
origen, era una forma despectiva de referirse al abigarramiento
excesivo.
La explosión artística europea había llegado a
una envergadura tal que no podríamos haber dado cuenta detallada
de su desarrollo o de sus protagonistas. A lo largo del siglo XVII
se
construyeron majestuosas catedrales y lujosos palacios rodeados de
jardines, florecieron los pintores, escultores, poetas, etc.
Naturalmente, los artistas se agrupaban en las cortes de los
príncipes más importantes, que, o bien sentían
simplemente afición por el arte y protegían a los
artistas, o bien comprendían la importancia psicológica
que podía tener una imagen de lujo y magnificencia. Por citar
tan sólo el ejemplo más representativo, el rey
Luis XIV de Francia había protegido a pintores como Charles Le Brun, Pierre Mignard (ya
fallecidos), Antoine Coypel,
o Hyacinthe Rigaud, que
ese año
ingresaba en la Academia, y recibía el encargo del rey de
retratar a su nieto,
el duque Felipe de Anjou; escultores como François Girardon, Antoine Coysevox, que estaba
trabajando en la tumba de
Colbert,
o Pierre Puget, y
arquitectos
como Louis Le Vau, Jules
Hardouin-Mansart, André Le Nôtre, famoso por sus
diseños de jardines, especialmente los de Versalles, y que
fallecía ese mismo año, François
Brondel, que había ejecutado un proyecto de ampliación de
París, Libéral
Bruant, o Claude
Perrault,
diseñador de la fachada
oriental del Louvre.
La música requiere un tratamiento separado. La
evolución de la música en Europa occidental a lo largo
del siglo XVII es equiparable a la evolución que habían
seguiso las demás artes a lo largo del renacimiento. Fue durante
este último siglo cuando los compositores desarrollaron las
técnicas musicales básicas que conformarían la
música clásica europea: las técnicas
armónicas que durante el renacimiento se habían aplicado
casi
exclusivamente a la música sacra, fueron aplicadas
también —con un grado de sofisticación cada vez mayor— a
la música profana, lo que se tradujo en el desarrollo de la ópera, el ballet y la música de cámara.
Para ésta se exploraron las posibilidades
expresivas de diversos instrumentos, alejándose cada vez
más del simple esquema de un solista —sustituto de la voz
humana— acompañado más o menos pobremente por otros
instrumentos en segundo plano, y se idearon nuevas formas
musicales (es
decir, nuevas
estructuras para las composiciones: la sonata, la sinfonía
(derivada de la obertura operística) el concierto, el concerto grosso, en el que
intervenían varios solistas, etc. El clave se convirtió en el
instrumento de acompañamiento por excelencia para la
música profana (a menudo combinado con violonchelos y
contrabajos, con los que
constituía el llamado bajo
continuo) como el órgano
lo era para la música sacra. El núcleo de la
innovación musical había estado a principios de siglo en
los Países Bajos, pero pronto se había desplazado hasta
Italia,
donde cada ciudad tenía su propia escuela de músicos.
Alemania también poseía una sólida
tradición musical que tenía su origen en la música
religiosa protestante. El instrumento más destacado era el
órgano. Entre los principales compositores de la época
destacaban Johann Pachelbel,
de cuarenta y siete años, nacido en Nuremberg, autor, entre
otras obras, de Pensamientos
musicales sobre la muerte, Cuatro variaciones de corales para
teclado,
Divertimento musical, Seis suites para dos violines con bajo
continuo,
Seis aires con variaciones, etc. y Dietrich Buxtehude, organista
de
origen escandinavo, autor de cantatas, corales, preludios y fugas,
chaconas (para órgano) así como de varias suites para
clavicordio.
Una familia alemana que había dado numerosos músicos
de prestigio era la familia Bach.
Su representante más antiguo del que se tiene constancia era un
molinero y citarista llamado Veit
Bach, fallecido a principios de siglo, cuyo hijo menor, Johannes Bach, fue panadero
aficionado a la música. Tuvo tres hijos, Johannes, Christoph y Heinrich, que fueron los
primeros
Bach dedicados profesionalmente a la música. Fueron
compositores, violinistas y directores de orquesta. Del segundo
hijo de
Johannes, llamado Christoph,
como su tío, había nacido Johann
Ambrosius Bach, famoso
violinista y trompetista, que
había fallecido cinco años atrás dejando un hijo
de diez años (ahora tenía ya quince) llamado Johann Sebastian Bach.
Entonces se
había trasladado a Ohrdruf,
donde su hermano mayor, Johann
Christoph Bach, que había estudiado con Pachelbel,
trabajaba como organista. Su excelente voz de soprano le había
permitido ingresar en el coro de la escuela de San Miguel de Lüneburg, cerca de Hamburgo,
donde tuvo
ocasión de estudiar música y humanidades.
El retraso en el desarrollo de las técnicas musicales frente
a las demás artes hace que a la música del siglo XVII se
la catalogue habitualmente como música
antigua, y se reserve el término de música barroca para
referirse a la música mucho más sofisticada que empezaba
a producir la última generación de compositores, como
Arcangelo Corelli (que ahora publicaba la quinta y más famosa de
sus colecciones de sonatas para violín) o Giuseppe Torelli. El
duque de Mantua acababa de contratar a otra joven promesa de la
música: se llamaba Tommaso
Albinoni, tenía veintinueve años y había
nacido en Venecia. Había publicado su primera colección
de sonatas a la edad de veintitrés años, y se la
había dedicado al cardenal —también veneciano— Pietro
Ottoboni. Seis años atrás había estrenado su
primera ópera: Zenobia, reina
de los palmiranos. Ahora publicaba una segunda colección
de
sinfonías y conciertos dedicada a su nuevo patrono, el duque.
Otro veneciano notable era un seminarista llamado Antonio Vivaldi, de veintidós
años, que acababa de ser nombrado diácono y ya
había compuesto algunas sonatas para violín. Alessandro
Scarlatti seguía en Nápoles, dedicado a la
composición de óperas y de música religiosa
(oratorios,
cantatas, etc.). Tenía diez hijos, de entre los que el sexto, Domenico Scarlatti, de
quince años, destacaba ya como organista y compositor.
En Francia, el compositor más destacado era François Cuperin, que a sus
treinta y dos años había estrenado ya dos misas para
órgano y varias sonatas al estilo de Corelli.
Los intrumentos musicales evolucionaban y se perfeccionaban. En
los
últimos quince años, Antonio Stradivarius había
abandonado las directrices de su antiguo maestro, Niccolò Amati,
para
investigar nuevas posibilidades técnicas, y sólo
recientemente, tras descartar algunos pasos en falso, encontró
un modelo que juzgó satisfactorio y que ahora empezaba a
fabricar de forma sistemática.
En el terreno político, la característica principal
del siglo que ahora terminaba había sido la consolidación
del absolutismo monárquico: los reyes de los principales
países europeos habían logrado imponerse sobre los
parlamentos que durante mucho tiempo habían limitado sus
prerrogativas, habían sometido a la nobleza y habían
organizado una legislación, un sistema de recaudación de
impuestos y, en suma, un gobierno centralizado que los convertía
en la última autoridad ante la que debían responder todos
los gobernadores locales. Todo esto venía acompañado de
(si no posibilitado por) la creación o el fortalecimiento de
potentes ejércitos regulares, que no sólo aseguraban la
autoridad del rey dentro de las fronteras de su estado, sino que a
menudo les servían para dirigir una política exterior
enérgica, destinada a alcanzar la hegemonía sobre las
naciones vecinas.
El arquetipo de monarca autoritario era, sin duda, Luis XIV de
Francia, el rey Sol, que a sus sesenta y dos años seguía
dirigiendo Francia con mano firme, más firme si cabe que en
épocas anteriores, ya que, a medida que habían ido
falleciendo sus principales ministros y consejeros, auténticos
artífices del absolutismo francés, los había ido
sustituyendo por dóciles servidores que se limitaban a seguir
sus directrices. Actualmente, su mayor preocupación era el
problema de la sucesión del
rey Carlos II de España. La muerte del heredero reconocido,
José
Fernando de Baviera, había vuelto a suscitar toda clase de
intrigas. La reina María Ana de Neoburgo había vendido su
influencia a los autríacos para tratar de convencer a su marido
de que nombrara heredero al archiduque Carlos, pero Luis XIV
compró todas las influencias que pudo hasta lograr que, en un
testamento fechado el 2 de octubre,
el ya moribundo Carlos II nombrara heredero de todos sus reinos al
duque Felipe de Anjou, con prohibición expresa de cualquier
clase de fragmentación del Imperio Español. (Al parecer,
su decisión se basó precisamente en que consideró
que el ejército francés era el único capaz de
garantizar la integridad de los dominios españoles.)
Rodeado de reliquias e imágenes, Carlos II murió el 1 de noviembre a los treinta y nueve
años. Sus últimas palabras fueron: "Me duele todo". El 10
de noviembre Luis XIV recibió la
noticia en Fontainebleau, suspendió una
jornada de caza, declaró luto oficial y regresó de
inmediato a Versalles. El 12 de
noviembre conoció el testamento, convocó un
consejo extraordinario donde, como de costumbre, escuchó a sus
ministros sin decir nada. Al día siguiente reunió a su
hijo, el Gran
Delfín Luis, y a sus tres nietos, los duques de Borgoña,
Anjoy y Berry y, dirigiéndose a Felipe de Anjou dijo: He aquí al rey de España,
y luego le aconsejó:
Sed buen español, ése es desde ahora vuestro primer deber. Pero acordaos de que habéis nacido en Francia; mantened la unión de ambos reinos y con ella la paz y la felicidad de Europa.
El embajador español, Castell
Dos Rius, fue a palacio y pronunció un discurso en
castellano (que Felipe no entendió) y, finalmente, le
besó
la mano a la vez que pronunciaba una frase que hizo historia: Ya no hay Pirineos. Mientras
tanto,
en Madrid se nombró un consejo de regencia presidido por el
cardenal
Portocarrero, que había sido el principal defensor de la
candidatura francesa a la sucesión, aunque también
contaba entre sus miembros con partidarios del archiduque Carlos,
entre
ellos María Ana de Neoburgo.
Obviamente, al emperador Leopoldo I no le gustó nada el
testamento de Carlos II, y se puso inmediatamente a contagiar su
disgusto a cuantos príncipes europeos pudo ganar para su causa.
Ya se había ganado la lealtad del duque de Bruswick
ascendiéndolo a príncipe elector de Hannover, y ahora
convertía hacia su partido a uno de los más poderosos
aliados de Luis XIV, el príncipe elector Federico III de
Brandeburgo y duque de Prusia, al que, como ya ostentaba la
máxima dignidad posible dentro del Sacro Imperio Romano
Germánico, lo ascendió nada menos que a rey de Prusia.
Después del propio emperador, nadie podía haber
más predispuesto contra el candidato francés que el rey
Guillermo III de Inglaterra, no tanto en calidad de rey de
Inglaterra
como de gobernador de las Provincias Unidas. Una alianza sólida
entre Francia y España supondría la mayor
catástrofe imaginable para los intereses comerciales de los
neerlandeses. Inglaterra era la principal excepción en Europa al
auge del absolutismo. Desde la revolución puritana, el
Parlamento inglés había adquirido un lugar preponderante
en la política, lugar que había conservado tras la
restauración monárquica, y especialmente tras el
derrocamiento del rey Jacobo II y el advenimiento de Guillermo
III. En
efecto, con Guillermo III se había llegado a un perfecto acuerdo
tácito entre el rey y el parlamento: el rey dejaba en manos del
parlamento la política interior y, a cambio, éste apoyaba
al monarca en la política exterior, que convertía a
Inglaterra en aliada de las Provincias Unidas. Esta preponderancia
del
parlamento, que gozaba ya de una gran tradición, estaba cada vez
más arraigada en la legislación inglesa.
El duque de Anjou tenía importantes detractores en la propia
España. En efecto, la monarquía española no era
absoluta, pues cada uno de los reinos que la integraban tenía su
propio parlamento y sus fueros tradicionales que el rey estaba
obligado
a respetar. Castilla estaba prácticamente sometida a la voluntad
de la corona, pero no así Cataluña, Valencia y Navarra,
que temían que un rey francés impusiera en España
una monarquía centralista de corte francés.
En Dinamarca, el absolutismo había sido instaurado por el rey
Federico III. Desde el año anterior reinaba su nieto, Federico
IV, al que le habían bastado unos meses para sufrir su primera
derrota ante el jovencísimo Carlos XII de Suecia. En efecto,
Federico IV estaba tratando de apoderarse del ducado de Holstein,
pero
el duque Federico IV era cuñado de Carlos XII, quien, a sus
dieciocho años, se puso al frente del ejército y
rechazó a los daneses hasta las mismas murallas de Copenhague,
donde el rey Federico IV se vio obligado a rendirse, para firmar
más tarde la paz de Travendal.
Éste fue sólo el primer episodio de la llamada guerra del Norte, pues, para
defenderse del ataque sueco, el rey Federico IV había firmado
una alianza con Rusia y Polonia, así que ahora Carlos XII
decidía volverse contra el zar Pedro I, a cuyo mal organizado
ejército venció fácilmente en Narva
el 30
de noviembre. A continuación se dirigió contra el
rey Augusto II de Polonia.
Polonia era a la sazón el reino más débilmente
organizado de Europa. En los últimos años había
sufrido grandes presiones por parte de Rusia y del Imperio
Otomano,
que, junto con las diversas crisis sucesorias, habían
fortalecido a una nobleza que estaba volviendo el país
prácticamente ingobernable. Su rey actual era el príncipe
elector de Sajonia, y es que, si bien la autoridad del emperador
Leopoldo I sobre los príncipes alemanes era meramente nominal,
cada uno de ellos era prácticamente un monarca absoluto. El
elector de Sajonia se había convertido en rey de Polonia, el
elector de Brandeburgo estaba a punto de ser coronado como rey de
Prusia y el elector Maximiliano II de Baviera había estado a
punto de convertir a su hijo en rey de España.
No podía decirse que el zar Pedro I fuera un monarca
absoluto. Rusia poseía un parlamento, la duma, en el que la nobleza, los boyardos, tenía una gran
autoridad. Tampoco disponía de un ejército regular, pero
el zar había emprendido una campaña de
occidentalización de su país que, entre otros objetivos,
incluía sin duda el de instaurar el absolutismo. La alianza con
Dinamarca contra Suecia la había entablado después de
firmar con los turcos el tratado
de
Constantinopla, por el que los otomanos reconocían el
dominio ruso sobre las costas del mar de Azov. Fue entonces cuando
el
zar se propuso obtener el acceso al Báltico, lo que
suponía arrebatarle a Suecia algunos territorios, y de
ahí su alianza con Dinamarca y Polonia. La derrota que
sufrió reafirmó su convicción de que Rusia
necesitaba grandes reformas.
Tampoco la monarquía portuguesa era absoluta, pero el rey Pedro II estaba haciendo grandes progresos en esa dirección gracias a las minas que oro que recientemente habían sido descubiertas en Brasil. El rey se había reservado la mitad de los beneficios, y así podía disponer de dinero sin necesidad de pedírselo al Parlamento, lo que le permitía abstenerse de convocarlo.
El resto de países europeos eran potencias menores que
trataban de encajar de la forma más ventajosa posible en el
marco internacional. Quizá la más notable era la
Confederación Helvética, que había logrado que su
neutralidad fuera respetada en los múltiples conflictos que se
habían desarrollado a su alrededor. En la última mitad
del siglo XVII su economía había experimentado un
considerable crecimiento. Gozaba de una próspera industria
textil (principalmente de lana y seda), Berna destacaba por su
producción de armas y la fabricación tradicional de
relojes de pared se enriqueció con la de relojes de bolsillo.
El ducado de Lorena navegaba penosamente entre la influencia
francesa y austríaca; junto a los grandes ducados alemanes,
convivían muchos otros minúsculos, cuya división
hacía que Alemania permaneciera, tanto política, como
económica, como militar, como culturalmente, muy por debajo de
sus posibilidades; y finalmente estaban los estados italianos: el
sur
formaba parte del Imperio Español, al igual que el Milanesdo, en
el norte; el centro lo
constituían los Estados Pontificios, donde el Papa conservaba
cierto ascendiente, más bien moderado, sobre la política
europea. Ese año murió Inocencio XII y fue sucedido por
el cardenal Giovan Francesco
Albani,
que adoptó el nombre de Clemente
XI. El norte de Italia estaba dividido en otro mosaico de
pequeños estados, la mayoría gobernados por antiguas
familias aristocráticas: Cosme III de Médicis era el gran
duque de Toscana, Francesco Farnesio era el duque de Parma, Fernando Gonzaga era el duque
de
Mantua, etc. El más poderoso de todos era el ducado de Saboya, a
la sazón gobernado por Víctor Amadeo II. Además
estaba la república de Génova (que poseía la isla
de Córcega) y la república de Venecia, cuya incesante
lucha contra los turcos en el Mediterráneo había cobrado
un nuevo impulso gracias a la conquista del Peloponeso.
En los últimos años, los turcos habían
sufrido una serie de derrotas ante los austríacos, los polacos,
los venecianos y los rusos que habían obligado a ceder numerosos
territorios, en especial Hungría, que había vuelto a
manos de los Austrias. Desde la firma de la paz de Karlowitz, los
turcos no tuvieron más remedio que reconocer la crisis.
Empezaron a enviar embajadores a los principales estados europeos
(hasta entonces, quien quería tratar algo con el sultán
tenía que enviar una embajada al sultán), y confiaron la
política exterior a los fanariotas,
que era el nombre que recibían los descendientes de la antigua
aristocracia bizantina, porque residían en el barrio de Fanar, en Estambul. El lujo
de la
corte del sultán y de los turcos más influyentes
dependía cada vez más de la importación de
productos europeos, lo que supuso una afluencia hacia occidente de
oro
musulmán. Este comercio enriquecía a Occidente y
empobrecía al Imperio, pues la importación de productos
de lujo no enriquecía la actividad económica.
Además, las actividades comerciales corrían a cargo
fundamentalmente de los judíos, armenios y, sobre todo, griegos,
mientras los campesinos y soldados musulmanes se empobrecían.
Por el este, Iraq sufría continuos ataques por parte de beduinos
de Arabia, kurdos y otros pueblos nómadas de las
montañas.
Durante el reinado del Sha Sulaymán, Persia había
sufrido periodos de hambres, epidemias, un terremoto, ataques de
los
cosacos y numerosas revueltas. Ahora, bajo Husayn, las cosas no
iban
mucho mejor. Influido por los teólogos chiitas, el sha puso fin
a la tolerancia religiosa y desató persecuciones contra los
sunníes y otras sectas minoritarias.
En la India, el gran mogol Aurangzeb había destacado como
hombre de estado, pero su fanatismo religioso le estaba empezando
a
pasar factura. Había expulsado a bailarinas y músicos de
su palacio, prohibió el cultivo y consumo de
alucinógenos, así como los juegos de azar, el alcohol y
la prostitución. Rechazó cualquier concesión a las
costumbres hindúes, en particular, prohibió la costumbre
de
que las viudas fueran quemadas vivas con sus esposos, suprimió
las fiestas hindúes, nombró funcionarios encargados de
vigilar la aplicación de la ley islámica y castigar los
casos de blasfemia o herejía, se opuso a la restauración
de viejos templos hindúes, prohibió la
construcción de otros nuevos e incluso derribó algunos
para construir mezquitas en su lugar. Restauró el impuesto sobre los infieles,
que
debían pagar todos los no musulmanes, gravó con un 5% las
mercancías de los comerciantes hindúes, evitó
reclutar funcionarios de esta religión y publicó un
edicto con varias leyes vejatorias, como la que prohibía a los
no musulmanes usar palanquín, o montar buenos caballos.
Estas medidas multiplicaron las rebeliones, no sólo por parte
de los hindúes, sino también de diversas sectas
musulmanas. Entre sus medidas de represión, Aurangzeb
había hecho ejecutar al gurú de una secta hindú
llamada sikh, y su
sucesor, Govind Singh, se
convirtió en
uno de sus más acérrimos enemigos. Reclutó un
ejército de unos ochenta mil hombres a los que hizo creer que
morir defendiendo la fe era un honor y no una estupidez. Para
reforzar
su identidad, les propuso añadir el apodo de Singh (león) a su nombre, y
adoptar una indumentaria con cinco distintivos: llevar sable,
cuchillo,
barba, un peine (!), un brazalete y calzones cortos.
Pero la mayor espina que tenía clavada era el Imperio
Maratta, contra el que llevaba dos décadas en una guerra
infructuosa. Ese año murió de enfermedad el emperador
Rajaram, y su viuda Tarabai
se
proclamó regente de su hijo Shambaji
II y dirigió la lucha contra los mongoles con la misma
efectividad que sus predecesores.
El estado islámico más floreciente de la época
era el Marruecos del alawí Mulay Ismaíl. Había
organizado una red de ciudades fortificadas que le permitieron
enfrentarse con igual efectividad a las tribus rebeldes, a los
otomanos
y a los europeos. Su ejército llegó a contar con unos
150.000 esclavos negros. Estableció su capital en Mequínez, que fue remodelada
con el trabajo de unos tres mil obreros y diez mil mulas. El
resultado
fue conocido como el Versalles
marroquí, y al propio Ismaíl se le llegó a
llamar el Luis XIV marroquí.
Había tratado de entablar una alianza con Francia en contra de
España, pero en esa época Luis XIV tenía ya sus
miras en la sucesión española y declinó el
ofrecimiento. Puestos a declinar, declinó incluso conceder a
Ismaíl la mano de una de sus hijas ilegítimas, cosa que
ofendió un tanto al marroquí.
Desde el advenimiento de la dinastía Qing, China era cada vez
más próspera. Teóricamente, se trataba de una
dominación extranjera, como lo había sido la de la
dinastía Yuan, de los mongoles, pero en realidad se produjo una
asimilación por ambas partes. El emperador Kangxi se
comportó como un emperador chino tradicional: viajó para
conocer su país, corrigió injusticias, se rodeó de
letrados y protegió a los artistas. Militarmente,
convirtió a Mongolia en un protectorado chino, se
extendió hacia el norte hasta pactar una frontera con Rusia, y
penetró en el Tíbet. Después de recibir al Dalai
Lama, patrocinó la impresión de obras religiosas budistas.
Bajo el gobierno de los Tokugawa, Japón estaba alcanzando una
cierta estabilidad. El comercio estaba favoreciendo lentamente la
prosperidad de algunos núcleos urbanos.
El sureste asiático estaba fragmentado en numerosos reinos
entre los que existía un relativo equilibrio de fuerzas. Entre
los más influyentes estaba el reino de Siam, que había
mantenido buenas relaciones con Occidente bajo el reinado de Phra Narai, el cual había
confiado el comercio exterior a un aventurero griego llamado Constantinos Faulcon, quien
había enviado dos embajadas a la corte de Luis XIV. No obstante,
Phra Narai había muerto hacía dos décadas y una
reacción nacionalista había terminado deteriorando
completamente las relaciones con Europa.
Otro proceso destacado que había tenido lugar durante el
siglo XVII fue la colonización de América del Norte.
Aunque en un principio habían intervenido España,
Inglaterra, Francia, las Provincias Unidas e incluso Suecia,
finalmente
sólo quedaban las tres primeras. España dominaba la
región de Nuevo México, las colonias inglesas se
distribuían a lo largo de la costa oriental, desde Virginia
hasta Nueva Inglaterra, y el territorio situado más al norte
había pasado de manos repetidas veces entre Inglaterra y
Francia, con el nombre de Nueva Escocia o Acadia, según el
dueño de turno. Actualmente estaba bajo dominio francés.
Francia dominaba la parte nororiental del continente (Canadá) y
estaba empezando a ocupar Luisiana, la franja de territorio
alrededor
del Mississippi comprendida entre el territorio inglés y el
español.
La naturaleza de las colonias era muy diferente en el caso de
cada
país. La ocupación de Nuevo México
era muy dispersa, y consistía esencialmente en soldados y
misioneros distribuidos en cuarteles desde los que trataban de
organizar la existencia de los nativos. La población francesa en
Canadá tampoco era muy numerosa. Se concentraba fundamentalmente
en los márgenes del río San Lorenzo, donde vivían
algo más de 10.000 colonos, que habían alcanzado el
autoabastecimiento. Se llevaban bien con los indios (excepto con
los
iroqueses), con los que mantenían relaciones comerciales y de
defensa mutua, hasta el punto de que los indios eran el principal
recurso de los franceses para mantener sus posiciones
frente a los ingleses.
Por el contrario, las colonias inglesas estaban mucho más
pobladas. Nueva Inglaterra contaba con unos 94.000 habitantes,
dedicados a la agricultura y ganadería en pequeñas
propiedades, explotaciones forestales, construcciones navales y al
contrabando de madera, ron y melaza con las Antillas francesas. La
población era en general rigurosamente puritana y contaba con
grandes ciudades. Las colonias centrales (Nueva York, Nueva Jersey
y
Pennsylvania) contaban con unos 53.000 habitantes de los
orígenes
más diversos: las dos terceras partes de la población la
formaban franceses, neerlandeses, alemanes y suecos. Por último,
en las colonias meridionales vivían unos 108.000 habitantes,
esclavos incluidos, que cultivaban tabaco y algodón en grandes
plantaciones. Había pocas ciudades y puertos y las funciones
públicas las dominaba una aristocracia culta de grandes
propietarios. La esclavitud, aunque mucho más significativa en
el sur, se daba también en las colonias del norte, así
como en el territorio francés.
Prueba de la prosperidad de las colonias inglesas era que
habían empezado a comerciar entre sí, cosa que no
había sido bien vista en la metrópoli. El año
anterior se había promulgado el Acta
de la lana, por la cual se
prohibía a las colonias embarcar lana o productos de lana a
otras colonias. Así, las colonias que necesitaban lana estaban
obligadas a comprarla a Inglaterra (a un precio, evidentemente,
más caro que el que podía ofrecerles una colonia
más cercana). No menos evidentemente, el Acta de la lana era una
invitación al contrabando.
Por su parte, las colonias españolas en América
contaban con unos 500.000 españoles y criollos (descendientes de
españoles nacidos en América), que convivían unos
8.000.000 de indios, unos 500.000 esclavos negros, unos 500.000 mestizos (mezcla de blancos e
indios) y unos 300.000 mulatos
(mezcla de blancos y negros). La sociedad estaba estructurada en
una
jerarquía racista: los españoles ocupaban los altos
cargos administrativos, los criollos ocupaban los gobiernos
locales y
eran dueños de minas y haciendas, los mestizos y mulatos
tenían vedados los cargos públicos y se les dificultaba
en ingreso en la jerarquía eclesiástica y en ciertos
gremios de artesanos. La zona inferior de la escala la ocupaban,
naturalmente, los indios y, aun por debajo de ellos, los
descendientes
de indios y negros (conocidos como pardos,
morenos, cholos, etc.) Por otra parte, algunos esclavos
negros
lograban escapar y se refugiaban en las selvas y los montes. Se
los
conocía como cimarrones.
Desde la llegada de los españoles, la población india
había disminuido drásticamente. Se calcula en que
México quedaban un millón y medio de indios, que
suponían el 10% de la población en la época
precolombina. No obstante, en las últimas décadas la
población había empezado a remontar. Ante la
reducción de la mano de obra disponible, las explotaciones de
indios por encomenderos habían empezado a perder terreno frente
a las haciendas, en las
los
trabajadores eran hombres libres, si bien muy a menudo obligados
por
deudas. Una buena parte de la población indígena estaba
en manos de las órdenes religiosas (dominicos, franciscanos,
jesuitas, etc.) Su comportamiento fue muy diverso, y hubo casos de
frailes que velaron por el bienestar de los indios y otros que se
aprovecharon de ellos como el que más.
Si España mantenía prácticamente intacto su
imperio continental, no podía decirse lo mismo de las islas.
Buena parte de las Antillas había sido ocupada por diferentes
países: Francia dominaba las más meridionales: Granada,
San Vicente, Santa Lucía, Martinica, Dominica y Guadalupe,
además de la parte occidental de La Española; Inglaterra
había ocupado Barbados, Montserrat, Antigua, Barbuda, Jamaica y
las islas Vírgenes occidentales, mientras que las orientales
estaban en poder de Dinamarca; las Provincias Unidas poseían
Curaçao, etc. España retenía la parte oriental de
La Española, Puerto Rico y Cuba, dedicada principalmente al
cultivo de tabaco.
Franceses y neerlandeses se habían dedicado también a
romper el monopolio portugués del comercio con las Indias
Orientales. España conservaba las Filipinas, pero los
neerlandeses se habían hecho con las Molucas y los ingleses se
habían tenido que conformar con establecerse en la India. Por
otra parte, la costa africana era lo suficientemente extensa como
para
que cada cual encontrara donde hincar el diente. La creciente
demanda
de esclavos había alterado sustancialmente la economía
africana, pues ahora proliferaban los pueblos dedicados a la venta
de
esclavos. El reino del Congo, que había sido uno de los
principales proveedores, había desaparecido y su capital estaba
abandonada. Ahora, uno de los proveedores a gran escala era una
confederación de pueblos ashanti
con capital en Kumasi.
Dominaba una amplia zona en la costa septentrional del golfo de
Guinea,
y comerciaba con oro y esclavos.
Pero la colonia europea más importante en África era la de los bóers neerlandeses, en el extremo sur del continente. Desde su enclave inicial en El Cabo, la colonia se estaba extendiendo. En los últimos quince años se había acrecentado con la llegada de hugonotes expulsados de Francia, que ahora constituían la sexta parte de la población. Cultivaban la tierra a través de esclavos comprados en Mozambique o Madagascar.
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