EL INGENIOSO
HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Primera
parte, capítulo XIV (fragmento)
Y queriendo leer otro papel de los que había reservado del
fuego, lo estorbó una maravillosa visión —que tal
parecía ella— que improvisamente se les ofreció a los
ojos; y fue que por cima de la peña donde se cavaba la sepultura
pareció la pastora Marcela, tan hermosa, que pasaba a su fama su
hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban
con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a
verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían
visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de
ánimo indignado le dijo:
—¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas
montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste
miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a
ufanarte en las crueles hazañas de tu condición?
¿O a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el
incendio de su abrasada Roma? ¿O a pisar arrogante este
desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre
Tarquino? Dinos presto a lo que vienes o qué es aquello de que
más gustas, que, por saber yo que los pensamientos de
Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida,
haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos
aquellos que se llamaron sus amigos.
—No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho
—respondió Marcela—, sino a volver por mí misma y a
dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que
de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y,
así, ruego a todos los que aquí estáis me
estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni
gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos.
Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y
de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me
améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me
mostráis decís y aun queréis que esté yo
obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me
ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por
razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por
hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría
acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno
de ser aborrecido, cae muy mal el decir «Quiérote por
hermosa: hasme de amar aunque sea feo». Pero, puesto caso que
corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los
deseos, que no todas hermosuras enamoran: que algunas alegran la
vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y
rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y
descaminadas, sin saber en cuál habían de parar, porque,
siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser
los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor
no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto
así, como yo creo que lo es, ¿por qué
queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más
de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como
el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me
quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más,
que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura
que tengo, que tal cual es el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla
ni escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada
por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por
habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser
reprehendida por ser hermosa, que la hermosura en la mujer honesta es
como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema
ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son
adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no
debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes
que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean,
¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por
corresponder a la intención de aquel que, por solo su gusto, con
todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo nací
libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos:
los árboles destas montañas son mi
compañía; las claras aguas destos arroyos, mis espejos;
con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y
hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he
enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los
deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a
Grisóstomo, ni a otro alguno el fin de ninguno dellos,
bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi
crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus
pensamientos y que por esto estaba obligada a corresponder a
ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su
sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije
yo que la mía era vivir en perpetua soledad y de que sola la
tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi
hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso
porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento,
¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su
desatino ? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara,
hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió
desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad
ahora si será razón que de su pena se me dé a
mí la culpa! Quéjese el engañado,
desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas
esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el
que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo
no prometo, engaño, llamo ni admito. El cielo aún hasta
ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de
amar por elección es escusado. Este general desengaño
sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y
entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí
muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere
a ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de tomar
en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco déjeme
como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata no me sirva; el
que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta
fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida ni
los buscará, servirá, conocerá ni seguirá
en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su
impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi
honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la
compañía de los árboles, ¿por qué ha
de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo,
como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas;
tengo libre condición, y no gusto de sujetarme; ni quiero ni
aborrezco a nadie; no engaño a este ni solicito aquel; ni burlo
con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de
las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene.
Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de
aquí salen es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que
camina el alma a su morada primera.
Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna,
volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado
de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados tanto de su
discreción como de su hermosura a todos los que allí
estaban. Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa
flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de quererla
seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que
habían oído. Lo cual visto por don Quijote,
pareciéndole que allí venía bien usar de su
caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la
mano en el puño de su espada, en altas e inteligibles voces dijo:
—Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se
atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa
indignación mía. Ella ha mostrado con claras y
suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la
muerte de Grisóstomo y cuán ajena vive de condescender
con los deseos de ninguno de sus amantes; a cuya causa es justo que, en
lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los
buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con
tan honesta intención vive.