Pero el problema es que la información se resiste a ser tratada como una mercancía. Cuando se encontraba estrechamente vinculada a un soporte físico, éste podía venderse y comprarse sin problemas. Pero con su tratamiento en soporte informático, y al ser el coste de su reproducción una porción ínfima del coste de su producción, las leyes del mercado devienen inaplicables, y la facilidad de circulación de información a través de Internet multiplica dicho efecto. Ello ya provocó en su día el estallido de la burbuja de las “dot.com”, y convierte la llamada piratería informática en un fenómeno imparable.
En esta situación, la extensión del capitalismo a la “economía de la información” no puede dejarse al libre juego del mercado, y les obliga a olvidarse de los dogmas neoliberales para recurrir al control político directo, al más puro estilo feudal. Lo hicieron con el llamado “canon digital”, y lo intentan ahora con la llamada Ley de Economía Sostenible. No se trata sólo de la disposición final permitiendo el cierre administrativo de páginas web de descargas, sino que recorre toda la Ley bajo la bandera de la llamada “propiedad intelectual”, concepto aberrante en sí mismo que pretende una inviable extensión de la propiedad sobre las cosas a la propiedad sobre las ideas, o sobre una información que, en definitiva, no es sino una sucesión de ceros y unos.
Los capitalistas están ahora probando su propia medicina: después de décadas proclamando la inevitabilidad de las leyes económicas, topetan ahora con la inevitabilidad de la libre circulación de información en la era de Internet: no se trata sólo de que los internautas encuentren sistemáticamente vías para sortear las prohibiciones, como el P2P o los anonimizadores, sino que la experiencia industrial china o las filtraciones de Wikileaks muestran la dificultad de mantener los secretos encerrados bajo siete llaves.
De hecho, la objetividad económica a lo que apunta es al carácter público de la Economía de la Información. Y es desde el sector público desde donde puede impulsarse de forma eficaz, no supeditándola al lucro privado, sino en una perspectiva socialista.
Hay que destacar que ya actualmente una gran parte de la información que circula por Internet ha sido generada al margen de circuitos comerciales, como resultado de una actividad voluntaria y libre de ocio creativo. Ello se extenderá si el incremento de la productividad material junto con las limitaciones al crecimiento material lleva al resultado lógico de reducir la jornada de trabajo forzoso, como propugnamos con la Ley de las 35 horas. Y para aquéllos cuyo nivel de calidad y la buena recepción de sus obras haga conveniente que se dediquen en exclusiva a la producción cultural, hay mecanismos de retroalimentación para que los receptores satisfechos de sus trabajos puedan hacer constar su satisfacción y justificar su retribución pública como trabajadores de la cultura, que no hay que confundir con los negociantes de la cultura que no pretenden vivir de su trabajo, sino de su propiedad.