Todos los orificios de las cañerías de mi vida gotean los fluidos seminales de las ideas que tuve, que quise poner en marcha y que finalmente tiré a la papelera.
Ahora trabajo de fontanero, compongo con mi barra de plomo y mi hornillo de gas apaños sobre las cañerías rotas de los demás y de las propias y escondidas. Soplo con suavidad sobre las gotas fundidas que chorrean las heridas cauterizadas con cariño ardiente de metal fundido.
Detecto las fugas en las miradas. El temblor de un iris en su fase de plenitud me da la pista de un sentimiento en fuga. Entonces me presento y me declaro, pues como si no, puedo acceder a restañar los íntimos canales por donde fluyen los influjos del alma.
Mis hábiles dedos detectan cada estría, cada rugosidad amenazante de fractura y por supuesto, cada poro o boquete por donde se destila el dolor y el placer, el amor y el odio. Aplico un fuego suave, el del afecto que calienta y que jamás quemó más que la soledad implacable.
Es hermoso mi trabajo, liquidador de las fugas de la vida y de la muerte. Restaurar el cauce de los sentimientos hacia su armonía imposible, una nueva tarea para el titán maldito. Jamás podré jubilarme, no tengo sustitutos, ni dios ni amo, no tengo más fin que perseguir los chorros de la vida que yo mismo voy perdiendo. Recoger tu amor mientras cierro tus boquetes me ayuda a prolongar mi tiempo que nunca pude cortar en su flujo constante e inútil.
Y los flujos siguen su curso, siempre anárquicos y lineales, en tensión perpetua. La vida sigue el cauce de la energía que provoca el rozamiento de nuestras vidas sobre la tierra. No hay suficientes fontaneros para arreglar todos los desperfectos. Cada año mueren más ahogados en las avenidas formadas por el odio más allá de las montañas. Para volver de nuevo, dispuestos a arreglarnos las penas y las grietas producidas en nuestras bombas de presión, en nuestras cámaras de achique, para tapar las goteras y soldar las fisuras en cicatrices que nos endurecen pero nos permiten seguir adelante.