ATRACCIÓN - REPULSIÓN

La risa idiota descubría mi ansiedad ante tu presencia. No tenía el más mínimo escondrijo donde guarecerme de la vergüenza que me embargaba tras tu nueva aparición. Veinte años hace que me escabullí de ti, veinte años sumergido en el río, despejando la humedad que pudría mi cerebro en aquella isla del delta, donde un atardecer lejano te declaré mi amor. No estuve a tu altura, ni a tu anchura, ni siquiera estuve, fui un espectro visitante de tu presencia magnifica e implacable. Tu mirada exigente llegó a aterrorizarme tanto que tuve que hipnotizarme a mí mismo para escapar a tu magnetismo avasallador.

 

Por eso emprendí la huida, porque comprendí que a tu lado nunca sería más que un complemento de tu vestuario y yo deseaba SER, sentirme bien en mis huellas y en mis arrugas, verme sin el presentimiento de estar convirtiéndome en la sombra de un pensamiento. La rabia como siempre la imaginaba, porque si la sentía de verdad tu sólo tenías que mirarme dejando caer los parpados suavemente al tiempo que recreabas en tu mente un año de castigo suave pero implacable que desde ese preciso instante me haría sentir aún más, mi infinita miseria frente a ti.

 

Intenté poner fin a todo de una forma definitiva y me lancé desde el ático de un rascacielos para estampar mi miserable figura en el embaldosado de la tienda donde tu compras tus modelitos. Como era de esperar mi caída solo resultó una divertida peripecia para el público asistente, pues tus ojos retuvieron atentos mi precipitado movimiento, haciendo balancearme los últimos metros como a una grácil pluma de paloma. Mi inmunidad resultaba un espectáculo anodino para ti. Sólo habías salvado a tu peluche más gracioso.

 

Siempre había un pétalo de rosa al inicio de cada uno de tus pasos. Un pétalo, pisado con desinterés, fluyendo fibras húmedas entre el pavimento y tu suela de cuero auténtico repujado en la industria alicantina. Un amor exprimido sobre el asfalto ardiente de tus ojos de cuervo voraz y ahora, llega mi final, por fin.

 

Me lo advertiste siempre que tuviste ocasión, este idilio sería el último de mi vida porque tu no podías compartir a ningún hombre..., ni siquiera con su propia libertad. Con un rápido movimiento introdujiste tus afiladas falanges en mi costado y extrajiste en una precisa maniobra mi riñón derecho. Ardiente del fuego interno de la vida recién extraída, el órgano rezumaba el calor que ya no volvería a tener. Lo devoraste, sí, con fruición caníbal mientras clavabas tu mirada en mi rostro aterrorizado y compungido de dolor. El segundo estaba condicionado a mi fidelidad, mi carne era suya, yo era su alimento...ahora lo soy.

 

Rojo, el color del dolor y del placer, tu color favorito. Todo es rojo y un inmundo olor se desprende de las últimas filigranas que componen el perfil de mi cuerpo que se va disolviendo cada vez que piensas en mí, con esa intensidad sólo dada en ciertos vampiros de la literatura infantil. Vertí un saco de tierra sobre la mesa más grande y me tendí sobre el. Quería el fin y sentía alegría de quererlo. Te llamé y te pedí que pensases en mí, que me recreases en tus pensamientos. Lo deseabas y lo hiciste. Las lineas palidecían y las gotas de tinta se entremezclaron con los oscuros terrones arcillosos. Mi cuerpo precipitó a la cubeta terrera mientras yo mismo pasaba a ser por fin y para siempre, una idea más de tu turbulenta mente. El aceite espeso convertido en grasa coloreada a través de la tierra fue el mejor vehículo de aparición material para este triste espectro que ya es sólo-pensamiento y algún dibujo que manifiesta el recuerdo lascivo que exhala los restos de la memoria. Barruntos de una época mejor en la que "era".