EL POSTÍN

                                FOTOGRAFÍA Y DISTINCIÓN EN EL SIGLO XIX

                                                                                                                     Justo Serna  y   Encarna García Monerris

                                                                                                                                Universidad de Valencia 

 

 

(Publicado en Albiñana, Salvador, y Serna, Justo (eds.), Encantados de conocerse. Fotografía retrato y      distinción en el siglo XIX.        Valencia, Consorci de Museus de la Comunitat Valenciana, 2002, págs. 26-61]

 

[Un resumen de lo que supuso la exposición y el sentido  de las fotografías pueden leerse en Justo Serna, "Totes le ànimes" y   "La moda elegant", dos artículos aparecidos en El País, Quadern, 26 de  septiembre de 2002. Presento aquí la versión en castellano de ambos textos: "Todas las almas" y "La moda elegante"].

 

 

La fotografía es un logro contemporáneo, un orgullo del ochocientos. Es una técnica que mediante la luz y mediante sustancias químicas obra el prodigio de registrar la imagen de un objeto. En este sentido realiza, consuma, completa el viejo sueño mimético del ser humano. Pero es también un arte, un arte propiamente deicida, un modo de recrear lo externo, de negarlo, de matizarlo, de corregirlo, de embellecerlo. Por eso, la fotografía es sobre todo una manera de representar y representarse, de traducir el mundo y de rehacerlo con grandes o leves retoques, con filtros, con encuadres, con luces, con un escenario ideado expresamente que altera el orden de las cosas. A diferencia de la pintura, el instante que plasma lo capta el objetivo y se adhiere al soporte. Roland Barthes insistió en ello en La cámara lúcida e hizo de esta peculiaridad la condición misma de la fotografía. En efecto, un lienzo, aun cuando represente un momento que fue real, ese momento supuestamente congelado en la retina del pintor que su arte reproduce sobre la tela, es resultado de una larga elaboración: a la tela se adhieren diferentes instantes que no son los que finalmente se reflejan, las largas horas de pose.

Por el contrario, la fotografía anterior a la digitalización puede necesitar mucha preparación, una dilatada elaboración, pero aquello que a la postre se capta es ese momento único e irrepetible que hubo en la vida real de quien fue retratado, por ejemplo. El tiempo es un instante, cierto: ese presente eterno que es el que únicamente vivimos, del que tenemos constancia; pero  el tiempo dura, se extiende y se prolonga en una sucesión, en una yuxtaposición de momentos. La pintura figurativa puede optar por una representación realista y puede darnos un fragmento de vida que, observado bien, jamás existió, porque no hubo nunca ese instante que es posible técnicamente en la fotografía. Por eso, los lienzos más realistas son a la postre los más elaborados, los más artificiosos, aquellos en los que mayor esfuerzo se invirtió en busca de la autenticidad. Si en conclusión es eso la pintura, habríamos de admitir que la fotografía sería el arte verdaderamente realista. Sin embargo, la fotografía es también extremo artificio técnico, pero sobre todo es larga preparación y pose que desnaturaliza, recreación del escenario; es encuadre del mundo, un encuadre que secciona, que recorta sólo una parte de la realidad posible para incluirla en el campo visual; es, en fin, representación sofisticada, laboriosa y connotación, valor significativo y añadido simbólico.

No hace falta que seleccionemos una foto especial para comprender esa clase y esa sucesión de artificios. Podemos echar un simple vistazo a un retrato banal del ochocientos, a una pieza sin ningún valor particular. Se trata, en este caso de un retrato de grupo, hecho de manera corporativa, destacando lo que a todos ellos mancomuna: los miembros de una brigada de bomberos se fotografían mostrando lo que son, haciendo ostentación de sí mismos, de sus atavíos, de sus aparejos, de su orden jerárquico y funcional, en perfecta disposición, preparados para cumplir su misión. El espectador puede concluir que la vida de aquellos empleados está captada, que la realidad se ha traducido en imágenes. Sin  embargo, está recreada expresamente, ahormada hasta un punto que hoy nos incomoda. No es el instante milagrosamente captado de unos profesionales en ejecución; es, por el contrario, la laboriosa puesta en escena de una circunstancia artificial. Ahora bien, no creamos que ese hieratismo o esa impostación son lo exclusivamente artificial: aun cuando los hubiéramos sorprendido trabajando, la mirada del fotógrafo se hubiera detenido en un instante ya visto, en un esquema perceptivo previo y reconocible, probablemente aquel que captura y reproduce el momento simbólico que define al bombero para el ojo del observador. 

La foto reproduce lo que las miradas han codificado como esquema perceptivo. Hoy en día, cuando el medio se ha democratizado y todos apresamos nuestro entorno con instantáneas, solemos pensarlo perezosamente como la forma más directa y natural de captar lo que existe al otro lado del objetivo. Evitamos los ademanes impostados, las actitudes artificiosas, la preparación excesiva, y todo ello para lograr la naturalidad a la que aspiramos. De hecho, en el mundo de hoy concedemos un gran prestigio a esa naturalidad, confiando en que así y sólo así será posible tener una relación directa con la realidad y el medio que nos acoge. Pero ésta es una idea reciente y tiene que ver con la crítica contemporánea hecha contra las imposturas, los corsés y la artificiosidad burguesas. En efecto, el siglo XX ha sido demoledor de muchas de esas coerciones heredadas del ochocientos, una centuria pacata, contenida, una centuria que hiciera de la morigeración su ideal y su freno. El siglo XX ha arremetido contra buena parte de esas convenciones morales e, inspirándose en fuentes diversas, ha hecho de la vuelta a la naturaleza una de sus metas. Sin embargo, la lucha contra la artificiosidad, que nos ha traído ventajas indudables, es también una superstición. Ya Freud nos advirtió que todo en el ser humano acaba convertido en cultura, en artificiosidad y convención, en reglas aprendidas y en códigos de expresión y de relación, y, por tanto, todo acaba siendo creación, alteración de ese orden supuestamente natural, hasta el punto de que aquello de que nos valemos es prótesis que nos prolonga, que nos completa o que nos transforma.

Freud era, sin embargo, muy crítico del exceso de represión cultural, del exceso de corsés y de hormas que aquejaba a nuestros antepasados del siglo XIX: una parte de las pulsiones humanas se contenían con el fin de hacerlas desaparecer, dada la creencia de que esos instintos amenazaban la estabilidad y la identidad del sujeto social y el orden mismo de su entorno. En efecto, el ideal o la norma de aquellos buenos burgueses del ochocientos eran la represión y la sofocación de la libido, el freno de todo sentimiento que amenazara con desbordarse. Un muchacho o una muchacha podían incurrir en peligros emocionales, podían recaer en vicios o desenfrenos, gravosos para la economía familiar o dañinos para el honor del linaje. Por eso, las fotografías nos muestran tan comúnmente a padres severísimos, a madres de trato distante, a damas contenidas y siempre vigiladas, a varones circunspectos, serios. Así era la vida o, al menos, así la pensaban y así la representaban.

Pero el siglo XIX es también la época romántica, es decir, aquel momento en que se exaltó lo sublime, el desequilibrio, la sinrazón como fuentes del placer estético y de identidad. Bajo inspiración romántica la naturaleza fue tenida como el recinto en el que exaltar los sentidos. Lo sublime, que es una categoría estética, era también un modo de dar cuenta de lo natural, una manera de mirar los mares embravecidos, los bosques oscurísimos, los precipicios amenazadores y las tormentas desencadenadas. El abismo era la tentación de lo sublime y era la frontera misma de los sentidos. Ese deliberado desequilibrio amenazaba un orden laboriosamente construido desde el siglo XVIII, el orden de la razón y el orden de la contención, un ideal de sistema y de armonía que tenía también su consecuencia estética. Lo paradójico es que muchos de quienes propugnaban el orden y la estabilidad eran resultado de la revolución política que se extendió por toda Europa. 1789 acabó sangrientamente con el ideal racionalista e ilustrado que aún podían encarnar las viejas monarquías. Para muchos, la revolución fue precisamente un acto sublime, una expresión desbordada de quienes se tomaron como hacedores de su propio mundo.

Sin embargo, lo que vino después no fue la permanente conmoción ni el trastorno político: al menos, muchos de quienes habían intervenido en la revolución, de quienes la habían protagonizado, se retrajeron y postularon una contención, un freno. La revolución pudo haber sido necesaria, pero el orden había que estabilizarlo. Lo sublime había que reservarlo en todo caso para el deleite estético y para el disfrute de los sentidos. No obstante, la construcción de un orden burgués, que es tarea política, fue también labor cultural y moral, de modo que el desborde de los sentimientos sería muy pronto condenado. La amenaza de lo sublime no era sólo institucional: podía impedir también el curso normal de la vida, la relación estable del mundo social, la convivencia y sociabilidad burguesas. Ser burgués en aquel tiempo era confiar en el progreso material, era aguardar un futuro de prosperidad, era proyectar en los hijos y en el mañana la prolongación de uno mismo. Ser burgués era, para los contemporáneos, dedicarse al comercio, a la fabricación, a acumular y a explotar propiedades, esperando legar a los descendientes un patrimonio mayor al recibido o al logrado.

La revolución política, que se ideó para acabar con cierto estado de cosas, fue obra de jóvenes exaltados, hijos de la prosperidad deseosos de rehacer la realidad y el orden de acuerdo con sus metas o quimeras. La revolución fue en Francia, en España y en otros países de la Europa continental el instrumento de edificación del mundo burgués, la fórmula que permitió derribar leyes y prerrogativas, privilegios y atavismos. Algunos de sus protagonistas tenían planes muy detallados de la sociedad futura, y no desmayaron en sus intenciones políticas a pesar de las resistencias o del cansancio que dicha empresa les podía ocasionar. Otros, por el contrario, tuvieron una idea más modesta de los objetivos revolucionarios y pronto aspiraron a detener lo que era una conmoción y un exceso. La sangre vertida y los odios provocados hicieron que muchos de aquellos jóvenes exaltados apostaran por la contención. Si de lo que se trataba era de constituir políticamente la nación, de dar un marco legal y regular a las aspiraciones de progreso, de bienestar, de prosperidad material, la sociedad no podía estar en permanente sacudida y conmoción. No todos aceptaron, por supuesto, esta vuelta a la moderación, tan parecida a un conservadurismo político y moral;  ni todos confiaron en la bondad de los regímenes liberales que resultaron de la revolución, tan restrictivos, con representación tan limitada; ni todos se contentaron con la riqueza o la prosperidad, puesto que la realización plena del individuo y de sus capacidades no se reducía a la expresión material de los bienes y de las posesiones. Pero una parte importante de esos exaltados burgueses se contuvieron y se adaptaron a un nuevo orden político que al tiempo que nacía de la revolución necesitaba negarla. Los excesos que aquélla había supuesto eran ahora contemplados como una amenaza a evitar, como una exaltación arriesgada que podía poner en crisis los logros obtenidos, el orden. La contención debía poner freno a ideales políticos que tal vez fueron un acicate en su juventud pero que ahora sólo eran peligros innecesarios, quimeras o ensoñaciones o trastornos sublimes. 

La sociedad burguesa posterior a la revolución se concibe a sí misma como una sociedad del orden, como una sociedad en la que los adultos racionales y razonables, reservados y contenidos aumentan el bienestar de los suyos procurando rodearles de un confort material. Los sentimientos pueden atentar contra el buen estar y contra el bienestar, porque los afectos del alma amenazan siempre con desatarse, con desbordarse. Los jóvenes serían así naturalmente románticos y propenderían hacia el radicalismo expresivo y emocional, quimeras sentimentales que era preciso evitar. Es decir, el siglo empezó con dos manifestaciones exaltadas, con la revolución y con el movimiento romántico, pero la centuria se afirmará con regímenes restrictivos y con morigeración. El buen orden lo exige: el talento, la propiedad, el patrimonio, el linaje, la familia, la honra, la virtud doméstica se entremezclan y son lo que dará el tono de vida del buen burgués. La pasión ha de ahormarse, los niños son el mañana en el que se vierten la expectativas de continuidad familiar, los jóvenes han de contenerse y prepararse para suceder a sus mayores o para adoptar sus papeles. Por eso fue tan común la edición decimonónica de un viejo libro de Fénelon, Las aventuras de Telémaco.  Fue éste un libro óptimo para aprender francés –la lingua franca del ochocientos--, pero lo fue también para aherrojar a esos jovencitos, para adiestrarles y refrenarles como adultos que estaban a punto de ser.

¿Y el amor, los sentimientos, las emociones? ¿Dónde están y cómo se manifiestan? Lo sublime, que sería su expresión, queda reducido a una esfera propiamente estética o queda relegado por amenazador a un plano oculto: lo pulsional, lo instintivo, el placer son peligrosos disolventes de ese orden familiar en el que cada miembro tiene una tarea que cumplir y un papel que representar. Quedan, en efecto, relegados, fuera de campo, esos estados del alma, ajenos a la visibilidad del público, vergonzosas manifestaciones que han de buscar otros cauces de expresión, íntimos o fingidos: los diarios privados, la correspondencia o, mejor incluso, la literatura. Los documentos personales, que pueden ser objeto de inspección familiar, suelen tener frenos emocionales evidentes, aun cuando su rastreo revele los trastornos de la pasión que los contemporáneos no pudieron evitar. En cambio, la poesía, el teatro y sobre todo las novelas –el género por antonomasia del siglo XIX— dan salida a esas pulsiones y emociones. Las novelas no exaltaron necesariamente esa pasión, pero daban cuenta de ella. Los adulterios, las relaciones extramatrimoniales, los libramientos amorosos, que son tema dominante, en aquella literatura de ficción, serían la prueba de ese orden emocional sofocado por el buen burgués. La literatura, aun cuando condene esos excesos emocionales y deplore las terribles consecuencias que puede acarrear la pasión si se desatiende el interés, testimonia acerca de esas frustraciones, deseos, fantasmas libidinosos. Pero las novelas eran ficción, y al serlo, eran ideación de un mundo posible, ontológicamente inexistente, un mundo creado por la imaginación de un autor aun cuando éste predicara realismo, copia o mímesis. Muchas novelas escandalizaron, precisamente, porque se tomaron con reproducción del mundo externo y porque presentaban un orden disuelto, amoral o simplemente inmoral, de acuerdo con los cánones de aquella contención burguesa. Las novelas amenazaban porque podían decir lo que sus destinatarios soñaban, callaban, deseaban o fantaseaban.

Las fotografías también tenían autor, también eran resultado de una elaboración, y de la capacidad de imaginar la propia realidad. Se decía que eran copia o reproducción del mundo externo. Se decía que un retrato captaba exactamente al fotografiado, tal como era, con su identidad y su apariencia, con sus modos de presentarse y de mostrarse. Pero la técnica fotográfica, variada y cambiante, aplicada sobre géneros diversos (paisajismo, retratos, etcétera), acabó dependiendo del mercado desde muy pronto. Las novelas también tenían su público, sus compradores. Los lectores formaban una red y las adquisiciones, las ventas, eran el indicador de los gustos y de las variaciones de la demanda. Pero las personas “retratadas” por las novelas, aunque pudieran inspirarse en modelos reales, eran transfiguraciones, recreaciones o incluso invenciones. Si había escándalo lo provocaban en todo caso personajes de ficción a los que el lector siempre podía condenar o secretamente admirar. Por el contrario, las personas que aparecen en las fotografías eran tipos humanos reales, individuos de carne y hueso que reclamaban los servicios de los retratistas. Por tanto, estos profesionales debieron adaptarse a las demandas de su público, de lo que éste quería o pedía de sí mismo, de lo que unos u otros querían mostrar, perpetuar y predicar de su identidad. Pero debieron adaptarse también al mismo tiempo a las convenciones del nuevo arte, a la composición de las escenas y de las poses, heredadas en parte del viejo retratismo pictórico o inventadas en el ochocientos para representar el interior burgués o el exterior respetable.

Mirar o mirarnos dependen siempre de ciertos esquemas perceptivos: vemos sólo lo que queremos o estamos en disposición de ver de acuerdo con el marco referencial en el que hemos sido socializados, porque no hay una mirada prístina, natural, inocente. A nuestros ojos llegan la perspectiva con que hemos sido educados, los enfoques de nuestros antepasados y que, conscientemente o no, se alojan en nuestro interior; llegan modelos de representación de la realidad a partir de los cuales apreciamos, distinguimos, delimitamos y precisamos. Ver es distinguir, en efecto: identificar algo dándole cierto sentido. La mirada, pues, es depósito de miradas previas, un sedimento de formas de ver. Mirar, por tanto, es una tarea propiamente cultural: porque al observar ponemos en ejecución reglas, convenciones y registros, propios o ajenos. Mirar es hacerlo siempre desde un sentido común: el sentido común –decía Aristóteles— es un repertorio de evidencias, un conjunto de certidumbres a las que damos un significado incontrovertible y que no discutimos porque las tomamos como hechos mismos, como datos naturales, porque las concebimos que tienen que ser así y no de otro modo. 

Los burgueses del siglo XIX se miraban de cierta manera, se observaban a sí mismos de acuerdo con unas poses o ademanes o formas de estar y presentarse ante los suyos y ante los otros. El retrato fotográfico les servirá para ir forjando precisamente esa imagen en la que ellos quieren verse y que les vean los demás. Hay una intencionalidad manifiesta compartida la mayor parte de las veces con el retratista en la adopción de determinadas actitudes, gestos. La vida humana, indicaba Erving Goffman, es siempre una sucesión de marcos de relación, unos escenarios que cambian y por los que pasamos adaptándonos o adoptándolos. Esos marcos tienen un código que rige los comportamientos adecuados, una serie de convenciones o de reglas visibles o invisibles que sirven para establecer la paz social y para anticipar presumiblemente las conductas propias o ajenas. Vivimos en escenarios en los que desempeñamos papeles aprendidos y en los que algunas veces nos salimos del guión. El guión establece qué cabe esperar razonablemente de individuos que, por lo común, suelen ser obedientes. Por eso, muchas expectativas se cumplen: cuanto más formalizado esté el escenario más previsible tiende a ser el comportamiento de los que allí actúan. La importancia, la fuerza y la incidencia de esas reglas generalmente implícitas se hacen evidentes cuando se vulneran: una conducta que atenta contra esas convenciones compartidas que no hace falta enumerar es objeto de reprobación o de represión o de condena, provocando el desajuste de los otros actores sociales o el estupor momentáneo. Son varios los papeles que representamos en escenarios distintos y no siempre esos guiones son coherentes entre sí: a veces hay solapamientos, confusiones o en ocasiones nos damos libertades e improvisamos saliéndonos del guión.

La vida del burgués en el siglo XIX es una sucesión de guiones cotidianos fuertemente codificados, con escenarios muy reconocibles, con convenciones establecidas. En ese mundo que parece haber contenido la pasión, que parece haber refrenado la expresión sublime, todo gira en torno a la familia y delimita lo privado y lo público: allí se suceden espacios en los que se establece lo correcto, lo aceptado o lo tolerado. En ese recinto familiar y en ese orden burgués, la fotografía cumplió un papel aglutinante, cohesivo y forjador de la propia identidad personal y del linaje. “Mediante las fotografías –indicaba Susan Sontag--, cada familia construye una crónica de sí misma, un conjunto de imágenes portátiles que atestigua la solidez de sus lazos (...). La fotografía se transforma en rito de la vida familiar en el preciso instante en que la institución misma de la familia (...) empieza a someterse a una operación quirúrgica radical. A medida que esa unidad claustrofóbica, el núcleo familiar, se distanciaba de un grupo familiar mucho más vasto, la fotografía acudía para conmemorar y restablecer simbólicamente la continuidad amenazada y la borrosa extensión de la vida familiar. Esos rastros fantasmales, las fotografías, constituyen la presencia vicaria de los parientes dispersos. El álbum fotográfico familiar –concluía Sontag-- se compone generalmente de la familia en un sentido más amplio, y con frecuencia es lo único que ha quedado de ella”.

Pero más acá de ese espacio extenso, más acá de la familia que se ramifica y se bifurca y se amplia y se distancia, el burgués construye, en primer lugar, su intimidad. Como anotara Simmel, la intimidad, que es lo distintivo de lo privado, es el recinto del secreto, de la reserva, de aquello que permanece ajeno a la visibilidad de los extraños. Fue en tiempos burgueses cuando esa idea de la intimidad y esa noción de lo privado recibieron mayor empuje. La calle es siempre una amenaza y un desorden; la casa es la preservación de lo propio, de lo valioso, del patrimonio y de sus beneficiarios. El secreto de lo íntimo evita el desborde público de los sentimientos y protege a los indefensos, particularmente a las mujeres y a los niños, los ángeles del hogar, la joya de lo doméstico. Nuestro concepto de la casa, de la vivienda, viene de entonces y nuestra idea de la intimidad como esfera preservada, reservada, secreta, también se origina en ese ámbito y en ese tiempo. Los burgueses adoptaban papeles en el interior y en el exterior --como nosotros mismos, aunque de naturaleza diferente ahora— y representaban sus guiones habituales sabiendo qué correspondía a lo público y qué a lo privado. En el exterior está el anonimato, en el interior el nombre y el reconocimiento de cada uno. Los muebles, que se adensan en el espacio del hogar, pregonan el nombre de su propietario y encarnan su calidad, su naturaleza. Por eso, es tan común que en el interior burgués se agolpen bienes, colecciones y piezas de un decorado que hoy nos parece sofocante.

 “Si entramos en un cuarto burgués de los años ochenta –decía Walter Benjamin--, la impresión más fuerte, a pesar de toda la ‘amenidad’ que quizás irradie, es la siguiente: ‘Nada tienes que buscar aquí’. Nada tienes que buscar aquí porque no hay un solo rincón en el que no hubiese dejado su huella quien lo habita: en los estantes hay chucherías, en los butacones hay pañitos con sus iniciales, visillos ante los ventanales y rejillas ante la chimenea (...). Habitar aquellos aposentos afelpados no era más que seguir una huella fundada por la costumbre (...). Huellas que él mismo ha impreso en cojines y en sillones, las de sus parientes en las fotografías, las de sus bienes en fundas y estuches, huellas todas que parecen dejar a veces los cuartos tan superpoblados como un columbario”.

Más allá del interior burgués, los retratos familiares suelen recrear un escenario convencional, ideado por los retratistas, de acuerdo con lo que es común, habitual, entre los fotógrafos en el estudio, y les hacen representar un papel que resume, abrevia y condensa todos los escenarios posibles. Las fotografías, estas fotografías, son un híbrido entre lo que sería propiamente privado o lo que sería externo, y, por tanto, tienen algo de secreto, de íntimo, de reservado, y tienen algo de exhibición pública. Los retratos no se hacen necesariamente en el hogar, en el recinto propio, sino que se recrea en estudio y se decora con un mobiliario o atrezzo que da forma, sentido y símbolo a la imagen del fotografiado, el grupo familiar o el sujeto solo.

Esos retratos son una suerte de tarjeta de presentación, un modo de pregonar expresamente una identidad colectiva o individual, y por tanto son deliberados y no se captura la chiripa del instante, la casualidad de la vida, la contingencia del momento, sino que se representan con pormenor, con detalle, aquello que el cliente quiere mostrar y aquello que el fotógrafo añade para completar el cuadro, para hacerlo significativo.  No se trata sólo de problemas técnicos, sino de una predisposición anímica que fue común entre nuestros bisabuelos. Como nos recordaba Ernst Gombrich en La máscara y la cara, en el siglo XIX era psicológicamente inaceptable fotografiar la impresión instantánea, el discurrir insólito e imprevisto de lo ordinario:  de haber visto fotografiadas esas circunstancias contingentes, los burgueses decimonónicos las habrían considerado indecorosas y totalmente irreconocibles. De hecho, hay un modo especial de retratarse en el ochocientos que se llama carte de visite, el soporte más numeroso, el modo más eficaz y populoso de captarse y representarse ante los demás, que es sobre todo la manera de impedir el azar del instante, la chiripa de la vida. Caballeros y damas bien dispuestos, acomodados o acodados, de pie o sentados, con mobiliario de estudio y con atrezzo, siempre bien vestidos, con sus mejores levitas o con sus sedas más finas. Pero no se oye el frufrú de las muselinas ni el rumor de los retratados. La vida es caos, la carte de visite es orden y contención.

¿Cuál es la representación corriente de estos individuos retratados? Los varones se nos muestran con seriedad, con gravedad incluso. Aparecen sin revelar debilidad o duda o sentimiento expreso, como hombres fuertes, con experiencia, con aplomo, uniformados propiamente cuando el empleo militar lo permite. Nada hay tan fotogénico como ese énfasis castrense que da la guerrera, parece inferirse de esos retratos. Pero fuera de esa representación uniformada hay otras aposturas más mundanas. En efecto, a algunos de esos caballeros, cuando son de psicología más desenvuelta, cuando son de modales menos hieráticos, se les representa con galanura, con elegancia, dominadores y seguros, firmes, urgentes.  Si no eran calaveras o elegantes, lo parecían: el mundo estaba a sus pies y las damas debían temer su cacería, sus incursiones. Decía Simmel que la aventura era como la cacería, que la captura erótica era como la caza. La propia relajación de sus músculos, aparente o real, subrayada o espontánea, da énfasis a esa imagen de dandi, de aventuero, que algunos de los fotografiados exhiben. Hay que tener mucha confianza en uno mismo en la posición social que ocupa para mostrarse así, para revelarse de ese modo.

           ¿Y a las mujeres? ¿Cómo se nos muestran? A las damas y damiselas las vemos ataviadas con elegancia, con sus mejores atuendos, con las sedas más delicadas, con ricos vestidos reforzados con miriñaques y corsés que adivinamos debajo de los largos pliegues. Pero sobre todo las vemos con humildad, con evidente respeto a la cámara, con recogimiento y con sencillez maternal, haciendo explícito el único papel que las define propiamente y que las expresa en el ochocientos, la atribución que deben cumplir ante la familia, la comunidad.

¿Cuáles son las poses más habituales que adoptan los retratados? A muchos se les suele disponer de pie junto a columnas, símbolo obvio de poder, o sentados en vistosos sillones de fieltros nobles y velludos mostrando su dominio, su relajación masculina. Como nos decía Peter Burke, “las columnas clásicas corresponden a las glorias de la antigua Roma, mientras que la presencia de una silla con aspecto de trono confiere al modelo una apariencia regia”. Pero además de su valor simbólico, esas piezas del mobiliario eran elementos de apoyo, para sujetarse o recostarse incluso, justamente en una circunstancia –la exposición ante el fotógrafo— que debía durar mucho tiempo. Primero fue la columna o la cortina –nos recordaba Walter Benjamin en la Pequeña historia de la fotografía--, pero pronto hubo críticos que rechazaron el embeleco: cómo van a crecer columnas sobre una alfombra. Por eso, estos elementos serían reemplazados o retocados o acompañados por cortinas, tapices, caballetes:  y todo ello –apostillaba Benjamin-- “a medio camino entre la ejecución y la representación, entre la cámara de tortura y el salón del trono”.

Por su parte, las mujeres, que se las toma como emblema de fragilidad, se nos muestran con elementos que suavizan su roce físico con el mundo, rodeadas, pues, de tapices, cortinas o almohadillas. A algunas damas se las retrata arrodilladas, orando, por ejemplo, mostrando explícitamente recogimiento y sumisión, en circunstancias vistas mil veces, con explícito efecto déjà vu. Otras se nos presentan contemplando algún álbum o leyendo, haciendo como que se lee, pero probablemente no con novelas, tan apreciadas por las mujeres del ochocientos, sino con misales o cualquier otro ejemplar de literatura piadosa. Otras manifiestan o afectan poses maternales con niños que llevan en el regazo o a los que acompañan o acogen, mostrando excepcionalmente alguna ternura que se nos antoja auténtica, contemporánea, nuestra, como la de esa dulce dama a quien parece embellecerla su libramiento afectivo.

Son muchos y son muchas, son efigies que se multiplican. Se ha repetido insistentemente que la fotografía es un arte democrático, una forma de acercar las cosas a las mayorías; se ha subrayado que el retrato mismo será un logro al alcance de cualquiera, algo que antes estaba vedado para casi todos. En fecha tan temprana como 1831,  según anotaba Jean Jaurès y después recogía Gisèle Freund, un parisino expuso su retrato al mismo tiempo que el de Luis Felipe y junto a él una inscripción en la que se decía:  "Ya no existe distancia alguna entre Felipe y yo; él es rey-ciudadano, yo soy ciudadano-rey". Se trataba de un deseo, de una exaltación democrática y popular, que se aprestaron a reproducir un historiador socialista (Jaurès) y una fotógrafa y teórica progresista (Freund). Sin embargo, frente a una afirmación tan aventurada y bienintencionada, que refleja la creencia popular de que ya no hay barreras y de que las distancias estamentales han desaparecido, la fotografía sirvió aún, durante mucho tiempo, como arte de postín, como instrumento de distinción.

En efecto, la fotografía seguiría siendo un medio para realzar la diferencia, para subrayar las distancias y para distinguir a unos de otros, a los adinerados y prestigiosos frente al resto. ¿Por qué razón? Porque ni todas las fotografías eran iguales, ni reflejaban idéntica preparación, cuidado o presentación, ni todos los retratistas eran equivalentes (ah, un Nadar, un Disdéri, un Ludosivisi), ni las ropas suntuosas o los muebles nobles que acompañaban denotaban lo mismo. No se buscaba la naturalidad ni lo instantáneo, que como decíamos era inaceptable, sino que precedía al retrato una elaboración vagamente inspirada en la pintura. Del retratismo pictórico a la carte de visite o a la carte postale –los formatos más extendidos de entonces-- vemos desarrollarse, multiplicarse y miniaturizarse el arte fotográfico, tarjeta de identidad para nobles, burgueses y grandes de la sociedad, modo de comunicación, de acortar literalmente distancias.

En el pasado, los monarcas tenían serías dificultades para hacer llegar su imagen a los súbditos. Cuenta Peter Burke, por ejemplo, la vasta gama o repertorio de soportes o medios técnicos y artísticos empleados para difundir la efigie de Luis XIV. Tiempo después, los soberanos del ochocientos contaron con el retrato fotográfico para hacerse ver, conocer y reconocer, como son los casos, por ejemplo, de María Cristina de Habsburgo o de Isabel II, cuya imagen adusta y regia aparece entre el incontable número de burgueses, nobles y políticos de esta colección.

Es decir, la reina española se aviene a hacerse un retrato, porque la fotografía no es un arte vulgar, sino un medio que permite transmitir también la efigie distinguida y la calidad del cliente. Y ello a pesar de las condenas o de las prevenciones de los clérigos ante esa imagen congelada del retratado. Como señalaba Walter Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía, no era extraño ver en la prensa artículos inspirados por la Iglesia en los que se deploraba el diabólico arte francés, justamente por lo que tenía de audacia humana frente a Dios. Si el hombre había sido creado a imagen del Supremo, reproducir su efigie auxiliado por medios técnicos era poco menos que una arrogancia culpable. Sin embargo, los soberanos europeos se valieron de este medio precisamente para difundir su rostro. No se trata de que transmitieran una imagen accesible, abierta o campechana, sino todo lo contrario: la imagen que se difunde sigue siendo regia, majestuosa, distante, rodeada de magnificencia. En menor escala, las familias distinguidas no ofrecen de sí mismas un cuadro de relajada simpatía o de afabilidad, sino que subrayan con elementos nobles, enfáticos y redundantes su calidad, su condición, su distinción, su apostura o su aplomo.

Justamente por eso, hoy nos parecen retratos de gran envaramiento, poses regias, artificiosas, escenas forzadas, situaciones ajenas al discurrir cotidiano, incluso cuando los niños o los adolescentes aparecen en esas fotografías. Excepcionalmente se puede encontrar alguna fotografía en que el retratado sonríe. Cuando así ocurre, es alguna mujer, que parece atreverse a revelar ese sentimiento. Las fotografías expresan gravedad, tal vez porque la tradición pictórica impuso esa convención de la seriedad. Hablando de Luis XIV, nos recuerda Peter Burke que su rostro revela en alguna ocasión afabilidad, pero nunca es la de una efigie sonriente: la sonrisa no se consideraba un rictus correcto para el rey de Francia. Con los burgueses del ochocientos, sucede algo similar. La sonrisa abierta, franca, desenvuelta, expresa una espontaneidad inadecuada.  En principio, no hay ternura que mostrar, no hay sentimiento instantáneo que revelar, no hay estados afectivos que se desvelen: personas de identidad fija, estable, firme. Sólo algunos de los retratistas mayores –Nadar, por ejemplo-- lograron dar vida a su retratos, imperfección y ambigüedad suficientes como para insuflar movimiento y discurrir a lo que eran efigies estáticas. A esa cualidad, Gombrich la llamó la "contrapartida del observador", porque era un modo que el fotógrafo tenía de convocar la atención del espectador, de estimular su proyección.

Por eso, cuando esta prodigiosa impresión de vida no se da, cuando esta ambigüedad no se consuma con el auxilio del observador, entonces el estatismo de la efigie apaga el brillo de la foto; por eso, algunos de ellos parecen retratos de muertos, tan inquietantemente parecidos a los retratos de fallecidos. Llevando este asunto a sus límites, podríamos decir que hay incluso la costumbre de fotografiar a los muertos o de fotografiarse con ellos. Así se hace explícita la semejanza de los vivos y de los fallecidos o manifestando la vecindad con la muerte. Decía Roland Barthes que a la imagen retratada puede llamársela propiamente Spectrum, con esa connotación fantasmal a la que alude la palabra. El retratado es un fantasma, algo así como un ectoplasma, y la fotografía con muertos no hace sino redundar en ese hecho. Se retrata a niños muertos para conservar su efigie, para retener su recuerdo, para atesorar a un pariente, lo cual es paradójico porque ese recuerdo lo es de alguien que ya no tiene hálito vital. Se les dispone como si estuvieran dormidos o se les deja incluso con los ojos abiertos para dar impresión de vida. Es probable que aún no estén muertos, pero lo parecen. Son figuras derrengadas, propiamente derrotadas, sin vida, sin esa provisión de futuro a la que aspiran el padre, la madre y quienes los rodean o los han dispuesto para ser retratados. Pero esos ojos o esos párpados sólo revelan la muerte.

Lo sorprendente para nosotros, para esos espectadores de ahora que nos hemos distanciado de la amenaza y de la representación de la muerte, es que debamos hacer un esfuerzo para distinguir la mirada de esos fallecidos de la de los vivos que los rodean, miradas también apagadas. Es común recordar aquí los ojos del Papa Inocencio X, de Diego Velázquez, ese rostro duro, sibilino, inquietante. Por contraste, podemos insistir que no siempre observamos un brillo en la mirada de los vivos fotografiados que denote propiamente vida, turbulencia, un brillo, un gesto o un ademán que pregonen alguna emoción. Los muertos retratados carecen de hálito, por supuesto, pero su efigie, sus rostros o esos párpados cerrados o esos ojos apagados que nos miran con extravío se convierten en el único testimonio de autenticidad, la última y la única prueba de que alguien existió y tuvo un cuerpo. Ese retrato de niño fallecido es la huella que resta y que la familia se apresta a conservar. Hoy nos parece indecoroso, escandaloso o al menos de pésimo gusto captar la imagen de alguien ya fallecido, seguramente porque nuestro trato con la muerte es distante, neutro: tendemos a alejar de nosotros ese hecho fatal y tendemos a vivir como si la finitud no nos alcanzara. Pero ese escándalo que es siempre la muerte --y sobre todo la muerte de un niño-- era un hecho cotidiano en el siglo XIX, una circunstancia muy común incluso entre las familias distinguidas.

Por tanto, retratar a un vástago fallecido o incluso a un pariente adulto era un adelanto, un avance técnico que podía servir para retener o afianzar en el recuerdo lo que inevitablemente se había perdido. Nos incomoda especialmente la fotografía insólita de esa anciana ya depositada en su ataúd, leve y artificiosamente incorporado su torso para poder ser vista y retratada desde nuestra posición. El cuadro carece de cualquier otro elemento o mobiliario: únicamente la soledad de esa fallecida de la que adivinamos unas pupilas negras que sólo pueden deberse al retoque. Nos inquieta, en efecto, que a ese cadáver se le retrate e incluso debemos hacer un esfuerzo especial para no calificar ese hecho de obsceno.

Pese a lo que tendemos a pensar, la obscenidad no es tanto lo que tiene que ver con la pornografía o con la representación sicalíptica, como lo que se muestra y no debería ser mostrado. Por tanto, lo obsceno --como nos recordara Jean Baudrillard-- tiene que ver con el ojo y no tanto con el objeto ni con el referente representado o mostrado. Es la mirada la que convierte en insólita, reprochable o condenable una imagen, la que prohíbe que ciertas cosas se presenten o se retengan con el arte de la fotografía. Para nosotros no es escandaloso un desnudo e incluso forma parte del esteticismo retratista contemporáneo, pero para nuestros antepasados del siglo XIX, para esos burgueses de buen tono y recatados, la epidermis o la malla de un cuerpo fotografiado eran una tentación, una perla que se ofrece, una joya que se atesora.

Como nos recordaba Publio López Mondéjar en Las fuentes de la memoria, frente a la abundancia de retratos de difuntos, apenas existen desnudos en las colecciones fotográficas españolas. No escandalizaba la efigie del muerto, pero sí que conmovía el cuerpo desvestido, aun cuando fuera con intenciones artísticas. Mostrar belleza muscular o apostura viril, con plenitud anatómica, no era justamente lo que aquellos recatados caballeros deseaban hacer explícito.

Desde la aparición del daguerrotipo, pero sobre todo desde la multiplicación de la foto en papel, pendió siempre una amenaza sobre el nuevo medio: era su posible conversión en instrumento pornográfico. El Estado francés, por ejemplo, no dudó en tutelar la moral y la decencia burguesas ante la proliferación temprana de desnudos, aprovechando el soporte de la carte de visite. En 1850, por ejemplo, según nos recuerda Gisèle Freund, se prohíbe y castiga la venta pública de fotografías sicalípticas como delito de ultraje a la moral y a las buenas costumbres. Por eso no debe sorprendernos que en esta colección los retratos de desnudos femeninos sean escasos y, además, no estén firmados. Por eso no debe chocarnos que la reproducción de la cópula, de la fornicación, del apareamiento o de las picardías propiamente sexuales sea excepción. Había un submundo de los sentidos y de la carne, de la lubricidad de la mirada, a evitar.

El decoro, darse tono, el buen gusto, la exaltación de la vida familiar en procura del beneficio, del patrimonio y del honor burgués predominaron en estos repertorios fotográficos que muchas dinastías acumularon. Con los retratos cuidadosamente escogidos, preparados, los caballeros y las damas de entonces se afirmaban contra el riesgo de la carne y contra la tentación de lo sublime, contra la contingencia y contra la muerte. Con retratos tan elaborados, se apoderaban del presente, lo delimitaban, y se posesionaban imaginariamente de un pasado fantaseado o real, hecho de abolengo y de recuerdos linajudos. Con retratos tan escenográficos, con una dramaturgia tan explícita, se apropiaban también de un espacio nuevo, el mundo burgués, la sociedad de postín que ellos o sus progenitores estaban creando, un espacio móvil, inseguro, que precisaba la estabilidad de la foto fija.

 

 

                                   REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

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                                      Id., Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico. Barcelona, Crítica, 2001.

 

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Erving Goffman, La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires, Amorrortu, 1987.

 

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