Durante casi cuatrocientos cuarenta años, desde 1450
aproximadamente hasta 1886, la composición de los textos fue
exclusivamente
manual, tomando el cajista las letras una a una de sus respectivos
cajetines y depositándolas en el componedor. Formaba así, lentamente,
los
moldes que servirían de base a la tirada, a su vez lenta y penosa
después
de someter la forma o molde a una serie de arreglos y ajustes para evitar
defectos de impresión.
En el siglo XIX, cuando el periodismo tomó auge, especialmente en
la sociedad norteamericana, se necesitaban legiones de cajistas para
componer y compaginar todos los días los periódicos que salían a la
calle
en busca de lector. A partir de finales de ese siglo y principios del
presente, las legiones eran de linotipistas, que, vistos a cierta distancia
y en penumbra, formaban, con sus maravillosas máquinas, imágenes
fantasmagóricas de quijotes que iban al encuentro de su particular molino.
¿O acaso sugerían caravanas de camellos atravesando, uno tras otro en fila
india, un interminable desierto?
Desde 1886 hasta la década de los cincuenta del presente siglo, la
composición manual fue cediendo el puesto, despacio pero ineluctablemente,
a la fotocomposición o composición fotográfica. Esta venía pugnando
por
introducirse desde 1896 (primeros trabajos del húngaro E. Porzsol),
mediante pruebas y más pruebas de prototipos que fracasaban unos tras
otros, hasta que en torno a 1950 se hizo viable lo que después se llamó
primera generación de fotocomponedoras, que no eran otra cosa que
linotipias transformadas (Fotosetter, Monophoto, ATF, Hádego, Linofilm).
Esta transformación consistía, esencialmente, en suprimir el crisol
donde
se mantenía el metal con que se fundían las líneas y en sustituir las
matrices de latón por otras que portaban una película con la imagen de
una
letra, la cual, a medida que el teclista pulsaba una tecla, se colocaba
delante de un haz de luz estroboscópico que las fotografiaba unas tras
otras para formar las líneas de texto. En torno a 1984 comienza la que se
conoce como quinta generación de fotocomponedoras, y precisamente en 1985
se inaugura la autoedición gracias a la feliz combinación de un programa
de
compaginación, el PageMaker de Adobe; un lenguaje de descripción de
páginas, el PostScript, también de Adobe, y una impresora de láser, la
LaserWriter, de Apple. Prácticamente en una generación, cuando más en
dos,
en el Viejo Continente se ha pasado de la composición manual y
linotípica
del texto a la autoedición con un breve paso por la fotocomposición. Es
decir, de la galaxia Gutenberg a la constelación Marconi...; un cambio tan
profundo e importante, que los directamente afectados por él aún no lo
han
asimilado.
El ordenador, con toda su compleja tecnología, arrinconaba
cualquier otro sistema de formación de páginas (composición y
compaginación) y pasaba a convertirse en el centro de todas las
preocupaciones de compositores, compaginadores, técnicos editoriales y
editores. Los adelantos en estas nuevas tecnologías, especialmente en los
programas de composición y compaginación, se dan en espacios de tiempo
inverosímiles, de forma que cuando aún no se ha conseguido asimilar una
versión, cuando todavía no se ha obtenido de ella todo lo que puede dar,
aparece otra que deja obsoleta la anterior y que obliga a una nueva puesta
al día, y así sucesivamente. Por ejemplo, a los avances registrados
hasta
ahora se añade otro que viene a revolucionar la ya de por sí
revolucionaria
autoedición profesional: la técnica del SGML (standard generalized
markup
language 'lenguaje de marcación estándar generalizada'), herramienta
informática que sirve para poner marcas en un documento y determinar la
naturaleza de cada una de sus partes; por ejemplo, en un libro, una marca
distingue una nota a pie de página, o un título o subtítulo, y señala
su
relación con el resto del documento. Sin embargo, para aplicarlo, ¿cuál
es
el criterio?; ¿en función de qué conocimientos técnicos se marcan las
partes de un libro y se preparan para su posterior realización? Las cosas
pueden complicarse, desde este punto de vista, con el reciente surgimiento
de programas tecnológicos para la grabación directa de la plancha de
impresión a partir del ordenador, sin necesidad de seguir los viejos pasos
del tratamiento de planchas. Me refiero a lo que en inglés (¿cómo no?)
se
denomina computer-to-plate (del ordenador a la plancha) o bien
direct-to-plate (directo a la plancha), que suele abreviarse en C-t-P. Este
procedimiento, introducido en 1994 (hijo de la revolución digital
-autoedición-iniciada en 1985), permite grabar la plancha de impresión
ófset a partir de los datos registrados en el ordenador. Se trata de
planchas compuestas de poliéster que trabajan con energía térmica en
lugar
de luz, como anteriormente, y que sustituyen los principios analógicos por
los digitales. Sin embargo, la introducción de estas dos novedades viene,
como no podía ser de otra manera, cargada de interrogaciones. ¿Cómo
asimilará tantos y tan profundos cambios el mundo editorial?
Este es, sin duda, un gran problema. Sin embargo, no es todo el
problema. Resulta mucho más preocupante, desde nuestro punto de vista,
todo
lo relativo a la formación profesional de quienes intervienen en el
proceso. Las personas que manejan los ordenadores suelen ser jóvenes que
los utilizan con asombrosa facilidad. Estas máquinas no les presentan
problemas, salvo aquellos que se derivan de las propias tecnologías
informáticas relacionadas con el equipo físico o maquinario (hardware) y
con el equipo lógico o programario (software).
La cuestión que nos preocupa no tiene, pues, nada que ver con los
ordenadores ni con los programas que en ellos corren. Estos nos permiten
obtener sin esfuerzo alguno verdaderos refinamientos tipográficos o
bibliológicos. Un viejo tipógrafo como yo no deja de asombrarse día
tras
día de que sea tan fácil obtener aquello que artesanalmente era tan
difícil. De mis tiempos de cajista de imprenta recuerdo cuán raro era
hallar un filete o raya de una sola pieza que midiera tantos cíceros como
necesitábamos; lo normal era que tuviéramos que formarlo con varias
piezas,
las cuales, en lo impreso, delatarían, con sus soluciones de continuidad,
las penurias del taller. Recuerdo también lo penoso que resultaba componer
una sola letra o palabra de cursiva en un contexto de letra redonda, pues
había que abandonar la caja en que se componía, sacar otra, componer las
letras o palabras de cursiva, guardar la caja en su chibalete y volver a la
anterior para continuar la composición. Y así podría relatar casos y
casos
que pondrían de manifiesto cuán difícil era dotar de cierta elegancia
a un
impreso complejo. Las linotipias simplificaron y agilizaron la tarea de
composición. Pero la letra impresa perdió calidad, ya que la
composición
linotípica podía ser peor, en algunos casos, que la letra de caja
gastada
por el uso. Es cierto que desde 1899 existían las monotipias, que
producían
letra siempre nueva, por ello preferible incluso a la letra tipográfica de
caja ya utilizada, pero la monocomposición no fue nunca un sistema de
composición generalizado.
Hoy, sin embargo, con las nuevas tecnologías informáticas, todo
ello se consigue con la máxima facilidad y con una calidad infinitamente
mayor. Dependiendo del equipo informático de que uno se valga, el cambio
de
tipo, cuerpo, familia, estilo, etc., es cuestión de unos segundos:
definirlo en el software y pulsar la tecla intro. ¿Y alfabetizar una larga
lista de palabras, frases o párrafos? Antiguamente, horas y días.
Actualmente, unos segundos, acaso unos minutos, dependiendo de la
extensión
de la lista. Y un índice alfabético, que antes podía llevar días de
trabajo
si era extenso (señalizar los elementos, sacar fichas, alfabetizarlas,
componerlas), ocupa ahora unas pocas horas. Compaginar un texto seguido
(por ejemplo, una novela) puede llevar unas horas, sin duda muchas menos
que juntando líneas de linotipia, las cuales, en algunos casos, eran
defectuosas (más estrechas de un lado que del otro) y había que
compensar
sus dimensiones con finas tiras de papel. A mayor abundamiento, tanto la
composición manual como la linotípica estaban expuestas a los temibles
empastelamientos, esas desorganizaciones del material que obligaban a
rehacer la composición. Pues bien: estos son imposibles con la
tecnología
informática.
Llegados a este punto, seguramente surgirá la pregunta: si todo es
tan bello, tan fácil, tan maravilloso, ¿dónde radica el problema?; ¿por
qué
esa reticencia que parece subyacer en todo lo expuesto hasta el momento?
Pues bien: el problema es el hombre, como siempre. El problema radica en
que la máquina es maravillosa y los programas que en ella se utilizan son
asimismo maravillosos, pero el hombre que los maneja solo sabe, desde el
punto de vista bibliológico y tipográfico, eso: manejar la máquina y
los
programas. Carece de los conocimientos necesarios para componer una página
bella, equilibrada, armónica, coherente, dotada de la estética que
Gutenberg y los primeros impresores confirieron a sus impresos. Parece como
si hubiéramos querido renunciar a Gutenberg; pero no solo a un Gutenberg,
al Gutenberg técnico: también hemos renunciado al Gutenberg estético,
equilibrado, armónico, medido. Al Gutenberg que compuso su famosa y
bellísima Biblia de 42 líneas...
Esta es, pues, nuestra tragedia. Los impresos bibliológicos
actuales han perdido la belleza, el equilibrio, la armonía, el ritmo y la
estética que les es inherente. Un libro sobre arte se compone y dispone
como si fuera un informe anual sobre la marcha de una empresa. Ya no se
concede valor alguno a los blancos de la página ni a las dimensiones de la
caja de composición o mancha, que muchas veces aparece centrada en la
página de papel, siendo así que un bibliólogo sabe que esa no es la
posición; en consecuencia, los márgenes tampoco serán los adecuados.
Se
desconoce el espíritu de la letra. No importa cuál sea el estilo que se
emplea: una romana antigua o moderna puede valer para componer un informe
comercial, y una letra paloseco, para un manual sobre la historia del
Medievo. Carecen de importancia los formatos, de manera que tanto da si se
trata de un cuento infantil o de una novela rosa. El cuerpo de la letra y
su interlineado son cuestiones indiferentes para los "nuevos tipógrafos":
someten el tipo a los más exagerados estrechamientos o lo magnifican con
un
ancho inverosímil. En cualquier caso, la tipografía no es eso, pero eso
es
lo que nos ofrecen estos que hemos llamado "neotipógrafos". Y, desde el
punto de vista bibliológico, la tragedia es similar: ya no se emplean las
llamadas páginas de cortesía o de respeto (de cortesía o de respeto
hacia
el lector, claro); no hay una clara delimitación entre los principios, el
cuerpo y los finales del libro; no importa cuánto blanco tengan los
comienzos de capítulos o partes, ni la grafía de antetítulos,
títulos y
subtítulos; la disposición de las tablas o cuadros puede ser un
desastre,
pero no importa; ¿qué más da que las ilustraciones tengan formatos
inadecuados y que no hayan recibido un tratamiento individualizado para
valorar de ellas lo que en ellas es valorable y solo eso?
Tradicionalmente, la formación de un cajista, de un corrector
tipográfico y de otros profesionales de la tipografía y del libro
llevaba
un mínimo de cinco años de aprendizaje antes de permitir que se lanzase
sin
paracaídas a desarrollar su oficio. Actualmente esa formación no existe
prácticamente o ha quedado muy restringida. Los cursos de posgrado que se
desarrollan en algunas universidades, en algunos de los cuales yo mismo soy
profesor, no solo duran poco tiempo para trasmitir una formación íntegra
o
al menos suficiente, sino que en muchos casos están mal enfocados y
desequilibrados en cuanto a contenidos y el profesorado puede no ser
siempre satisfactorio. La universidad, además, no debería tomar sobre
sí
este tipo de enseñanza, que es esencialmente técnica. Es cierto que se dan
también otros cursos por entidades privadas o confesionales, pero en
general, con las excepciones de rigor, sufren prácticamente de los mismos
defectos. A mi ver, los gremios de editores e impresores deberían tomar
cartas en el asunto con mucho más interés que hasta el momento. Y, sobre
todo, los gobiernos, responsables últimos de la calidad formativa de sus
ciudadanos, deberían programar ciclos de formación profesional con
vocación
de continuidad. Un país que tenga buenos profesionales, cualquiera que sea
su campo de actuación, dispone de un tesoro inmenso. La calidad de vida de
sus ciudadanos depende en gran medida de ello. Pero no solo de los oficios
de relumbrón, de los que aparecen todos los días en los medios de
comunicación social (pienso en el omnipresente diseño...), sino de todos
los oficios, por humildes que parezan.
Nos encontramos, pues, en un momento delicado de la evolución de
las técnicas del impreso y del escrito. Hemos pasado, a lo largo de la
historia, del rollo al volumen, y ahora de nuevo al rollo... Hay
diferencias, naturalmente: el rollo de la Antigüedad se leía
horizontalmente y el texto en la pantalla del ordenador es de lectura
vertical; el primero se escribía a mano y se manifestaba gracias al
contraste de la tinta sobre el papiro, mientras que en el segundo permanece
en situación de existencia virtual y solo se manifiesta cuando se le llama
a pantalla y cuando se obtiene una copia por impresora; el texto del rollo
antiguo lo trazaba pacientemente un amanuense o escriba que conocía su
oficio, y el texto de ordenador lo teclea una persona que, teóricamente al
menos, solo sabe hacer eso.
Hemos alcanzado, pues, el grado de ignorantes ilustrados. Sabemos
cosas, incluso muchas cosas, pero no las que hay que saber. Conocemos todas
las técnicas que el desarrollo pone a nuestra disposición, pero
ignoramos
cómo aplicarlas correctamente para obtener impresos que resulten bellos,
equilibrados, armoniosos, estéticos. Nos falta asimismo el conocimiento
humanístico; en muchos casos hemos llegado directamente al ordenador y nos
hemos puesto a formar impresos sin conocer la historia de la letra, del
escrito, de la imprenta, del libro. No es bueno ignorar nuestros inicios y
a nuestros antepasados. La historia no nos perdonará la indiferencia hacia
nuestros predecesores y el desprecio que ello supone por técnicas y
procedimientos aureolados por más de cinco siglos de práctica,
dedicación y
estudio. Este bello, maravilloso oficio que consiste en poner la cultura
sobre un soporte merece mejor suerte y mejor trato por nuestra parte.
Tampoco deberíamos arrinconar una terminología riquísima y santificada
por
el uso de los que nos precedieron en el arte para colocar en su lugar
terminachos que nos llegan de fuera. La bibliología no es cosa de este
instante, no ha nacido con el ordenador; por el contrario, el ordenador es,
de alguna manera, hijo de la bibliología. Porque es obvio que sin la
escritura y sin el libro el desarrollo de la humanidad hubiera sido
incomparablemente más lento.
El conocimiento de esta realidad es imprescindible para que los
responsables de la formación de los nuevos tipógrafos adquieran
conciencia
de que no basta conocer cómo funciona una máquina: hay que enseñar a los
nuevos artesanos la vieja tipografía y la bibliología para que sepan
aplicarlas con propiedad, para que formen bellos impresos y alegren
nuestros ojos mientras los leemos, contemplamos o estudiamos.
Hay otro aspecto que no quiero pasar por alto: el mundo editorial.
Los cambios tecnológicos, que no ha sabido asimilar, le han afectado de
tal
manera que, de no asentar su existencia sobre nuevas bases que sean
racionales, corre serio peligro de perder el norte. Los nuevos editores
pretenden ofrecer un producto competitivo no solo en el precio, sino
también en la calidad, pero sin calidad. Las nuevas empresas editoriales,
que han venido a ocupar el lugar dejado por las editoriales clásicas, hoy
hundidas, quebradas o absorbidas por otras más fuertes, carecen de
personal
suficientemente formado y responsable para hacerse cargo de las tareas de
edición. Así, ya no hay secretarios de redacción, coordinadores,
técnicos
editoriales, correctores de estilo, correctores tipográficos, etc.; ya no
hay comités editoriales, asesores editoriales, correctores de concepto.
Los
equipos de especialistas que se formaban en torno al departamento de
redacción (muchas veces procedentes de la universidad) se han diluido en
la
nada y ya no ejercen su benéfica influencia sobre el editor y, en
definitiva, sobre la cultura volcada en los libros.
Puede parecer un panorama desolador, pero no hay que engañarse: es,
en efecto, un panorama desolador. Este panorama es el que se contempla hoy
en las naciones llamadas desarrolladas, como España y otras de la Unión
Europea. Sin embargo, aquellos países que, sin patrioterías inútiles,
sepan
o acepten que aún se hallan en situación de subdesarrollo o en vías de
desarrollo, deben aplicarse inteligentemente la receta: pónganse la venda
antes de que se produzca la herida. Aplíquense a formar convenientemente a
sus jóvenes para convertirlos en los nuevos artesanos que sin duda van a
necesitar cuando el siglo XX llegue a su cumbre y nos deposite amablemente
en el siglo XXI; en ese momento, ¿iremos cuesta abajo, o se nos hará todo
cuesta arriba?
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