“Si el placer me ha mirado a los ojos y cogido por mano, yo me he dejado llevar por mi cuerpo, y me he comportado como un ser humano”. Estas frases, que quizá hayan reconocido, son el inicio del estribillo de la canción El jardín prohibido, que el italiano Sandro Giacobbe catapultó al éxito en 1976 y se quedó en el imaginario colectivo de varias generaciones. Canción que versiona Anto Rodríguez, asturiano afincando en Madrid, al inicio de su obra Lo otro: el concierto, representada en esta última edición del Festival Russafa Escènica. En un ejercicio de imaginación improvisada, estas palabras podrían aplicarse al público de la sala Palmireno de la Universitat de València, donde se exhibió, como singular motivo de asistencia a esta peculiar, interesante y divertida pieza escénica, por aquello de experimentar placer por ir al teatro.
La canción mencionada es la primera del repertorio que el artista nos regala. Un repertorio diverso y posmoderno. Y lo es por la variedad de temas interpretados, desde No voy a llorar de Mónica Naranjo, hasta Caballo de rejoneo de Isabel Pantoja, cuando en realidad canta Noche de fallas de El Tití (en un claro guiño a esta tierra y al colectivo LGTB), pasando por Everybody de Back Street Boys. Y, sobre todo, por la diferente manera de presentarlos a la audiencia: cantando mientras escucha una de las canciones con auriculares sentado en una silla, tocando acordes en el minúsculo teclado de una tablet desde el suelo del escenario, o realizando la coreografía exacta que acompañaba a otra de las composiciones, aunque en solitario y no en grupo como la original.
Todas ellas se van sucediendo a medida que el protagonista cuenta con detalle y cierta ironía situaciones vividas en relación a la familia, las amistades, el instituto, la casa donde pasaba sus veranos y muchos fines de semana, las ciudades donde ha transitado, la asistencia a conciertos, las series de televisión (desde Cristal hasta Agujetas de color de rosa…) o las películas que vio y le impactaron (muchas de Almodóvar), la copla o su época universitaria. Y todo ello, destacando repetidamente su sorpresa o lamento porque las expresiones artísticas mencionadas se consideren “mala cultura”, al no formar parte de la alta cultura (teatro, danza, ópera…) sino de la cultura popular. Además, en su monólogo, aunque de soslayo, pero no menos presencia, se entrelazan cuestiones sociales complejas como la muerte, el abandono, la sexualidad, el maltrato, la enfermedad, la influencia de la familia y la sociedad, entre otras.
Todos esos referentes, y en concreto los vinculados con actividades artísticas, dicho de otro modo, su experiencia de consumo cultural, conforman, junto con la formación y la disponibilidad de medios para reproducir contenidos artísticos, lo que desde un punto de vista de la economía de la cultura se denomina capital cultural. Este es uno de los principales determinantes de la participación en este contexto, más allá de la renta, la edad, o la clase social, y por ello requiere de cierto estudio. Esto es lo que traté de explicar, no sé si con acierto, durante el coloquio posterior a la representación. Organizado por el aula de artes escénicas de la Universitat de València y el propio festival, el mismo perseguía comentar y analizar la obra desde el consumo cultural, línea de investigación en la que trabajo desde hace tiempo en colaboración con más colegas.
La charla se centró, además, en la relevancia de conocer los motivos y las barreras de la participación cultural, entendida esta tanto como práctica (tocar un instrumento, ir a clases de arte dramático o cantar en un coro, tocar en un grupo) y como consumo (asistencia al teatro, danza, conciertos, etc.). En este sentido, se destacó lo valioso que resulta disponer de información sobre el consumidor de artes escénicas para entidades y festivales que programen tales actividades, con el fin de poder tomar decisiones de gestión más precisas y convenientes. El objetivo final: acercar las artes a la gente y hacerla disfrutar, evolucionar, aprender… La tertulia se completó, y fue de agradecer, con la participación del público. En definitiva, fue un encuentro breve pero interesante, tal y como señaló con posterioridad una asistente en el perfil de Instagram del festival al decir que “el coloquio posterior fue muy enriquecedor” y que le había resultado un “planazo de martes por la tarde”.
Sin embargo, como docente e investigador en estas lides me hubiera gustado contar más cosas vinculadas a la experiencia de consumo cultural. Así, podría haber profundizado sobre el rol del capital cultural en la experiencia de consumo describiendo algún estudio. En concreto, hubiera descrito el trabajo que llevamos a cabo hace un tiempo y en el que descubrimos que la gente joven con formación musical muestra una preferencia más amplia por diferentes y más complejos géneros de música, como el clásico, el blues-jazz o la electrónica, frente a quienes no tienen tal formación y eligen menos géneros, siendo estos además más masivos.
También hubiera contado la relevancia de analizar la experiencia de consumo, es decir, de estudiar los efectos experimentados durante el espectáculo. Y lo hubiera hecho porque resulta vital conocer y analizar desde lo sentido por el público, hasta las emociones que les afloraron, lo que pensaron, las acciones que desearon hacer, o la influencia que ejerció el resto de asistentes en dicha experiencia. Les habría dicho que en las diferentes investigaciones que hemos venido realizando desde la Universitat para estudiar la experiencia de la asistencia a diferentes actividades artísticas (teatro, música, exposiciones) sobresalen principalmente los aspectos de tipo sensorial y emocional.
Me gustó que, de alguna forma, esto nos lo mostrara un espectador cuando compartió su valoración de la obra diciendo que se había sentido muy a gusto, que le había transportado a varios momentos de su vida y a diferentes personas, y que le dieron “ganas de abrazar” al actor por la ternura que sentía. Una cuestión esta última que Anto Rodríguez vinculó al “majismo”, movimiento que utiliza para llegar a la audiencia de otra manera. Ejerce pues la libertad creativa para producir un espectáculo, pero considera también al público. Un enfoque que nos muestra la importancia de conocer las opiniones y valoraciones de la audiencia, bien a través de encuentros de este tipo o a través de estudios de público más exhaustivos.
Todo esto lo pensé volviendo a casa caminando tranquilamente aquella fabulosa noche de finales de septiembre con una temperatura más que agradable. También canturreé El jardín prohibido, completando su estribillo: … Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo… que siempre he considerado un epítome del cinismo machista, pues trata de justificar con malas artes una infidelidad, una irregularidad. Nada más lejos de lo que supone consumir teatro… pero también música, cine, exposiciones. Por ello, es merecido reconocer el trabajo y el esfuerzo de todos aquellos festivales, aulas universitarias de artes escénicas y estudios académicos de consumo cultural que tratan de impulsarlo.