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LA RÚBRICA DE SERVITUTIBUS EN LOS FUEROS DE VALENCIA
Pascual Marzal Rodríguez
Universitat de València
La presente ponencia se estructura en dos partes diferenciadas. La primera le da nombre y analiza la rúbrica sobre servidumbres de los Fueros de Valencia en la edición del siglo XVI del notario Francisco Juan Pastor,1 y cuyas páginas son deudoras de trabajos como los de Arcadi García, Febrer Romaguera y especialmente del profesor Francisco L. Pacheco Caballero.2 En la segunda parte, intento descubrir la proyección de la materia de servidumbres en otras fuentes del Derecho, sobre todo en su vertiente más conflictiva, a través de pleitos y litigios planteados en diferentes tribunales durante la época foral y la Nueva Planta.
Los Furs fueron recopilados por Pastor y publicados entre 1547-1548 con el título Fori Regni Valentiae. Nos han llegado escasas noticias de este compilador Valenciano.3 Como el resto de notarios, debemos subrayar que no tuvo una formación jurídica universitaria, aunque sí un lógico conocimiento de la práctica. A título particular, y siguiendo los pasos de otro notario, Luis de Alanya, concluyó la tarea de reunir en un mismo cuerpo jurídico, los fueros que habían sido aprobados desde Jaime I hasta la fecha de su edición.4 Tomó los materiales existentes y, por tanto, una gran parte de la sistemática adoptada procedía de los textos medievales y, en consecuencia, de sus posibles autores. Que conozcamos, participaron en la redacción de los primitivos fueros varios juristas famosos: el aragonés Vidal de Canellas o los catalanes Albert d’Alabanyà y Pere Albert.
En la recopilación latina de fueros, las disposiciones sobre servidumbres se reunieron en una rúbrica titulada fue De servitutibus et aqua, la cual seguía en orden a las De usufructo y De cloacis.5 Desde los textos del Derecho romano se produjo la conexión entre la materia de servidumbres y las aguas.6 Según Biondi no está claro el motivo de tal emparejamiento “si no es considerando que las primitivas servidumbres se referían a las aguas”, es decir, a exigencias agrícolas. Este argumento corrobora la importancia que en el mundo romano e igualmente en el valenciano, adquirió la agricultura de regadío, aunque no respondía “en ningún modo, a exigencias sistemáticas”.7
En el texto romance de los Fueros, cuyo original se conserva en el Archivo Municipal de Valencia, la rúbrica fue denominada De servitut d’aygua e d’altres coses. Pastor imitó sin más esta designación. Desconozco el sentido exacto de la expresión e altres coses. En un principio creí que esta locución convertía la rúbrica en un posible cajón de sastre para situar normas sin una ubicación clara. Sin embargo, hay un dato que creo permite descartar esta suposición. La rúbrica latina contenía treinta y ocho fueros de Jaime I, cuyo contenido se repitió en la edición valenciana, mientras que la de Pastor, sólo añadió tres disposiciones de monarcas posteriores, dos de Pedro II y una de Fernando El Católico, sobre problemas puntuales relativos al reparto de las aguas públicas en tiempos de escasez y sequía (cuestión que sigue siendo de actualidad), y a la competencia de los jurados de la ciudad de Valencia en materia de acequias del río Turia.8 Es decir, encajaban sin más en el título de la rúbrica, haciendo innecesaria aquella expresión y demostraban que esta materia no evolucionó, al menos, legislativamente durante todo el periodo foral. La única conjetura que me permitía explicar esta denominación consistía en aplicar el sentido común. El primitivo redactor de los Fueros hizo una mala lectura del texto latino. En lugar de entenderlo como “de las servidumbres y de las aguas”, creyó que se trataba “de las servidumbres de aguas”. Como la rúbrica contenía disposiciones sobre otras servidumbres prediales rústicas y, además, también urbanas, tuvo que incorporar e altres coses. De hecho, el título de la rúbrica no incluía ninguna coma tras la expresión servitut y, además, estaba escrita en singular y sin ninguna conjunción copulativa que la uniera con d’aygua.9
La rúbrica De servitutibus fue ubicada, del mismo modo que en el Código de Justiniano, en el libro III y seguía en orden —como en los textos originarios— a las De usufructo y De cloachis.10 En otra obra jurídica muy próxima en el tiempo a esta recopilación, Institucions dels Furs i privilegis del Regne de València, una síntesis de normas forales escritas por el magistrado de la audiencia de Valencia, Pere Hieroni Tarazona, se incluyó la rúbrica De cloachis dentro del título De les servituts y acueductos,11 mientras dejaba igualmente en un epígrafe separado, las cuestiones relativas al usufructo. Parece, en consecuencia, que los Fueros no siguieron la técnica legislativa del Derecho justinianeo en el que se distinguía entre unas servidumbres personales y otras prediales, según las formulara en época ya tardía el jurista Marciano.12 Al contrario, concibieron el usufructo como un derecho real autónomo, diferente de las servidumbres, y omitieron toda regulación del uso y la habitación.13
Concepto y clases de servidumbres
Del mismo modo que en el Derecho romano, no existe en los Fueros una definición de servidumbre. Y es que, como advirtió Biondi, antes que una institución única de servidumbres, lo que aparecieron fueron figuras concretas con un contenido propio y tipificado.14 Tampoco los comentaristas medievales valencianos se detuvieron en esta cuestión que, por el contrario, ya venía expresada por autores del prestigio como Bártolo para las servidumbres prediales.15 Los intentos por incluir en un mismo concepto los distintos tipos de servidumbres tienen en la doctrina del ius commune su formulación posterior. Por ejemplo, Antonio Mathaei afirmaría que la “servidumbre era un derecho que poseíamos en una cosa ajena que nos aprovechaba a nosotros o a un bien nuestro”.16
Asimismo, no figura en la compilación valenciana un uso de la terminología de fundo dominante y fundo sirviente que, en este caso, sí sería utilizada por los glosadores forales como en las Notae super foris de Giner Rabaça (hijo).17 Tampoco contienen una clasificación clara. La rúbrica contenía una separación no demasiado estricta, entre servidumbres urbanas y rústicas, inspirada en diferentes partes del Corpus.18 La categorización de las servidumbres ha variado históricamente. El Derecho justinianeo las dividía en personales y prediales, incluyendo en las primeras al usufructo, el uso y la habitación, mientras que las prediales comprendían tanto las urbanas como las rústicas.19 Con la Recepción, los glosadores y comentaristas introdujeron una división tripartita entre servidumbres personales, reales y mixtas.20 Las personales pasaron a llamarse mixtas, incluyendo como antes el usufructo, el uso y la habitación; las prediales o reales continuaron con el mismo contenido, mientras que se denominó servidumbres personales a un conjunto de instituciones nacidas bajo el feudalismo y que encarnaban situaciones jurídicas de sometimiento próximas a la esclavitud. Esta clasificación no fue estrictamente seguida por toda la doctrina posterior.21 Tampoco los autores valencianos parece que se hubieran detenido en ella, pues a lo largo de sus aclaraciones manejaron principalmente las clasificaciones de personales y prediales o la de continuas y discontinuas — según se necesitaran o no actos del hombre para desplegar su eficacia— y forzosas —impuestas por la ley— y voluntarias.22
De esta afirmación podemos extraer como consecuencia que nunca hubo una lista cerrada de servidumbres, lo que dificultó la clasificación de algunas de las instituciones que aparecían dentro y fuera de la Rúbrica estudiada; sobre todo, porque la doctrina del Derecho común tendió a concebir como servidumbre cualquier derecho limitativo de la propiedad ajena. Así, según el autor que consultemos, encontraremos el mismo supuesto de hecho con una calificación jurídica diferente. Ilustraré con algunos ejemplos esta aseveración. En Fueros, en rúbrica distinta a la de servidumbres, se recogía la prohibición de encender fuegos en tierras de propiedad particular durante los meses de verano. Tarazona la incluyó, sin más, dentro las servidumbres, mientras que Arcadi García la concibió como una limitación que padecía el propietario por interés público, porque se trataba de situaciones que no suponían un derecho real en cosa ajena.23
Otro supuesto, el del árbol cuyas ramas invadían el predio vecino, fue regulado en Fueros dentro de la rúbrica de servidumbres, prohibiendo al titular del fundo sirviente que cortara dichas ramas salvo que le causaren algún perjuicio.24 Este caso reflejaba un supuesto de hecho habitual dado el tipo de sociedad rural y la geografía agreste del territorio valenciano. Los agricultores, con la intención de aprovechar al máximo la zona cultivable en lugares con acentuados desniveles entre los predios, plantaban los árboles muy cerca de los lindes. En la práctica esta figura evolucionó, de un no hacer por parte del titular del fundo sirviente, a un padecer una servidumbre de paso, cuando el propietario del fundo dominante tuviera necesidad de recolectar sus frutos. Lo interesante de esta modalidad de servidumbre fue que siguió utilizándose en Valencia consuetudinariamente tras la abolición de los Fueros, llegando su práctica hasta nuestros días, a pesar de lo regulado en el Código Civil.25 Como en los anteriores ejemplos, tampoco ahora existió unanimidad al calificarla. Para Arcadi García no se trataba propiamente de una servidumbre, sino de una limitación del dominio por interés privado, mientras que Alfredo Granell la ha definido como una servidumbre especial.26
Además de estos casos, otros tipos de servidumbres enunciadas en el Derecho romano, fueron recogidas en Fueros en rúbricas distintas de la que ahora analizamos. Como la servidumbre relativa a abrevar el ganado (servitus pecoris ad aquam adpulsus), que se regulaba como una obligación de todo señor territorial de poseer dos abrevaderos en sus tierras, a los que podían acceder cualquier vecino propietario de animales en los términos del lugar.27 Ni tampoco trataban de la servidumbre o derecho de pasto (ius pascendi) que se recogía en otros títulos. Dentro de esta modalidad destacaban los llamados amprius que según el jurista Matheu y Sanz eran una servidumbre predial rústica por la que los habitantes del término de Valencia poseían un derecho de pacer sus ganados de forma franca y libre en los términos de los señoríos tanto eclesiásticos como nobiliarios de todo el Reino. Los problemas derivados de los mismos, sus quejas y reclamaciones, eran resueltos por los propios jurados de la ciudad de Valencia.28
Cuestiones generales
Los preceptos contenidos en la rúbrica describen, como hemos dicho, cuestiones sobre servidumbres concretas, si bien he pretendido su sistematización para una mejor comprensión y claridad expositiva. Comencemos por las cuestiones generales de toda servidumbre. Podemos extraer algunas de estas características que aparecen diseminadas a lo largo toda la rúbrica.29
a.- La utilidad. Con una pésima redacción, los fueros recogen este principio. Fue tomado del Digesto en donde se advertía que las servidumbres no serían válidas si no se constituían a favor de los predios.30 Siempre debía constar la utilidad para el fundo dominante que se traducía en un padecer o no hacer en el fundo sirviente. De ahí, que el legislador valenciano explicara determinados comportamientos que no constituían servidumbre, como pasear, recolectar fruta o comer en el predio ajeno, pues en todos ellos no había un beneficio evidente para el predio dominante.31 Entre la jurisprudencia de época posterior este criterio va a ser determinante para comprobar la existencia o no de servidumbres y, en consecuencia, autorizar determinados actos al propietario del fundo dominante. En las sentencias se remarcan expresiones como que l’obra era necessaria o que se hizo ad utilitatem et non ad emulationem.32
b.- Los predios sobre los que se crea la servidumbre debían pertenecer a distinto propietario, pues sí que aparecía expresa y literalmente recogida la regla del Digesto nemine res sua servit, que en la redacción valenciana quedó como sigue: …en la sua cosa nengú per dret no pot haver servitut. Es decir, nadie podía constituir servidumbre sobre cosa propia, porque se estarían ejercitando facultades como propietario y no como titular del fundo dominante.33
c.- También fue admitida como característica de las servidumbres, la indivisibilidad, o con otras palabras, que estos derechos reales se originaban o desaparecían en su totalidad. Utilizando palabras de Bártolo: Servitus est tota in toto et tota in qualibet parte totius.34 No fue un principio que se recogiera literal en los fueros pero se deducía claramente de varios preceptos que trataban de la constitución o extinción de servidumbres en los casos de condominio, en los que el consentimiento de todos los copropietarios era indispensable para su nacimiento o extinción.35
No se hablaba de la vecindad de los fundos ni de la perpetuidad de la constitución como caracteres de las servidumbres, lo que no implicaba que no se predicaran de ellas, sino que únicamente no fueron expresados como tales requisitos, ya que se consideraron inherentes a la propia institución.
d.- Pasemos a tratar ahora el nacimiento y extinción de las servidumbres. Los intérpretes forales extrajeron de la regulación foral el principio de que todo bien se presumía libre, por tanto, la existencia de la servidumbre debía probarse, según afirmó Albert d’Alabanyà: domus presumitur libera nisi probetur servitutem debere.36 Así lo recoge igualmente la jurisprudencia foral, como en la sentencia dictada en el proceso entre Jaume Valterra y Sebastián Gonçales, de 24 de diciembre de 1614: Obra nos pot fer in solo alieno no constant de servitut quae res praesumitur libera.37
La libertad de los predios podía estar limitada por disposiciones de carácter municipal o real, así como prácticas consuetudinarias, además del supuesto más habitual: que se hubiera ganado el nacimiento de una servidumbre por el paso del tiempo. En este sentido, los Fueros recogían dos formas de constitución: a través de título otorgado por el propietario o propietarios —en caso de un inmueble común— del predio sirviente38 y mediante la prescripción adquisitiva. En el primer caso, y en consonancia con la ausencia de un numerus clausus, consideraron válida cualquier carga en el fundo sirviente siempre que no fuera contra Derecho o, como expresaba la norma, que no sie vedat en dret.39
De la misma forma que el Derecho justinianeo, las normas forales permitieron la adquisición y pérdida de servidumbres por el transcurso de los plazos de la praescriptio establecidas en el Código, aunque en el derecho valenciano se simplificó esta norma romana. En ella se hablaba de diez años entre presentes y veinte entre ausentes, mientras que el fuero aplicó el mismo plazo de 10 años en ambos casos.40 Una simplificación cuyo origen no está todavía claro. Carmen Lázaro apunta la posibilidad de que los redactores de los fueros utilizaran como inspiración en este caso no sólo los textos justinianeos, sino también alguna glosa.41
Además del transcurso del tiempo la norma exigía el conocimiento y tolerancia por parte del titular del fundo sirviente o en expresión latina su scientia et patientia.42 Estas condiciones no fueron recogidos como requisitos adicionales, sino como sustitutivos de la buena fe y justo título que siempre se considerarán elementos indispensables para iniciar la prescripción.43 La glosa ratificará esta interpretación: Quid si inveniatur fenestra iam facta a tanto tempore quod allegatur praescriptio? Dic quod debent demoliri cum sint factae contra forum… Sed si interveniet scientia illorum valet praescriptio…;44 y en la práctica serán alegados siempre que se pretenda justificar la prescripción adquisitiva de una servidumbre: la qual posessió seu quassi de tenir la dita finestra la té… hu, dos, tres, cinch, deu, quince, vint, treinta y mes anys ab sciència, paciència y tolerància dels circunsvehyns.45 Una tendencia que seguirá igualmente en los años de la Nueva Planta.46
Sólo en los casos de las servidumbres discontinuas en las que no existiera justo título, la jurisprudencia exigió para su adquisición el paso de los plazos de la prescripción inmemorial que, en estos casos, fueron fijados en cuarenta años.47
El precepto foral recogía, igual que una norma del Código, que la servidumbre no pudiera prescribir por el paso de dos años, advertencia innecesaria si tenemos en cuenta la regulación anterior.48
Como causas de extinción, se aceptaron expresamente la renuncia del propietario del fundo dominante, la confusión de los propietarios de fundo sirviente y dominante49 y, por último, la prescripción extintiva por el paso de diez años. En relación con este último supuesto, el fuero mencionaba que por el no uso prescribían las servidumbres rústicas. Los comentaristas lo extendieron a las urbanas, y no hicieron ninguna distinción si se trataba entre presentes o ausentes.50 Sólo se exceptuó el caso recogido en Digesto sobre la imposibilidad momentánea en el uso de la servidumbre, como ocurría con la fuente que dejó de manar y que era utilizada por el predio dominante para regar. Por ello cuando la situación volviera a su estado anterior, recobraba su vigencia la servidumbre.51
Después de estas breves menciones a cuestiones o principios que podríamos denominar generales al conjunto de las servidumbres, la rúbrica reúne en sus leyes varios ejemplos de servidumbres prediales urbanas y rústicas.
Las servidumbres prediales
En una sociedad como la valenciana, en la que la agricultura tuvo un papel determinante y, por tanto, el uso del agua, un neófito en estos temas pensaría que el inicio de la regulación contenida en la rúbrica se referiría a aquellas servidumbres conectadas con el mundo rural. Sin embargo, la rúbrica De servitutibus comenzaba regulando algunos supuestos de servidumbres urbanas, lo que nos hace pensar nuevamente en la inspiración de los textos latinos, ya que tanto Código como Digesto inician sus títulos con esta materia.52 Esta impronta nuevamente se apreció en los ejemplos contenidos en sus preceptos, dado que se plasmaron los modelos romanos relativos a luces y vistas, paredes y salientes, y desagües, es decir iura luminum, parietum y stillicidorum.53
Sintetizando esta materia, respecto de las servidumbres de luces y vistas, sólo tres fueros con reiteraciones y escasa claridad tratan de dar solución a esta conflictiva materia vecinal.54 Con dificultad podemos extraer dos principios generales. El primero que se permitió edificar sin limitación de altura aunque se perjudicaran las vistas y luces de su vecino, siempre que existiera plaza o calle pública entre ambos. Cuando no mediara esta separación, habría que estar a otro tipo de especificaciones que no quedaron del todo claras. En otro precepto se estableció la modalidad altius non tollendi, como una servidumbre voluntaria por lo que si nuestro vecino construyera más alta su casa teniendo a nuestro favor la servidumbre de que no se elevara, estaría obligado a derribarla.55
El segundo caso, trata de las ventanas próximas a la casa del vecino o cuando existieran en la pared medianera. La norma aclaraba que ningún vecino podía abrir ventanas, miradores, ni tejados por donde pudiera verse alguna estancia de su vecino.56 En este supuesto, si existiera servidumbre prescrita, aquel que construyera estaría obligado a respetar y permitir que siguiera gozando de luz o vistas en el antiguo muro o, si éste se reedificara, a construirle otra ventana nueva. Para las servidumbres de luces, el vecino debía permitir que el titular del fundo dominante recibiera, según regulaba la norma, “luz competente”. La expresión era poco afortunada y planteará bastantes problemas de interpretación. En uno de los procesos consultados, se precisa que dichas palabras prohibían quitar totalmente la luz al vecino y, por el contrario, exigían que la casa dominante recibiera “luz suficiente” para que pudiera “ser habitada”.57 La cuestión no es baladí, y ya fue abordada por la doctrina. Autores como Chaepolla inician el estudio de esta modalidad de servidumbre preguntándose Quid significe lumen.58 Los textos del Derecho común le dan varios contenidos: que se pueda ver el cielo o que pueda entrar claridad, siendo esta última, la opción más seguida por los autores.59
Respecto de las servidumbres relativas a medianerías y salientes, como en otras ocasiones, la técnica de legislador fue similar: enormemente casuística y parca en preceptos, la mayoría de los cuales se dedicaron a cuestiones relativas a la pared medianera o comuna, como se le denomina en varios fueros y a las facultades de los copropietarios respecto de la misma. Así, tomando el principio romano de que dicha pared no podía deshacerse y rehacerse, se incorporó en buena lógica, una aclaración de Jaime I por la que se autorizaba al medianero a repararla, mejorarla, etc.60 Tampoco se permitía ninguna acción del vecino que pudiera dañarla o menoscabarla, citando expresamente la construcción de baños.61 Con el paso del tiempo se extendió a otros supuestos como construcción de hornos, chimeneas, etc. no recogidos en Fueros, pero trasladados por la doctrina del ius commune, principalmente de la obra de Chaepolla.62 Contamos con un proceso donde se discutieron estas cuestiones respecto de una letrina construida en una pared medianera por la que pasaban humedades al vecino. Si aplicáramos estrictamente la norma, esta letrina debía eliminarse. A pesar de ello, el propietario del fundo dominante demostró que había sido construida cuarenta años atrás sin oposición del otro medianero. La sentencia dictada el 29 de enero de 1612 reconoció que la servidumbre estaba válidamente prescrita y sólo permitió que dicha letrina pudiera trasladarse a otro lugar de la medianera, sufragando los gastos el titular del fundo sirviente.63
Como copropietario de aquella pared y en consonancia con las servidumbres de luces, podía asimismo cubrir ventanas del vecino, siempre que no tuviera derecho a ellas por prescripción.64 La pared medianera tendrá siempre este carácter, salvo que se reconstruyera sobre el solar de uno o, de estar construida, existiera un espacio entre ésta y la del vecino. En estos casos, la construcción pierde su carácter de copropiedad y el vecino únicamente podrá apoyar en ella vigas —servidumbre tigni immittendi — u otros elementos constructivos —oneris ferendi— con autorización de su propietario o si adquiriera tal derecho por prescripción.65
En cuanto a las servidumbres de desagüe sólo dos referencias escasas y parciales tratan el derecho del propietario de la pared medianera a verter las aguas en los tejados de su vecino.66 Por ello, algún autor consideró que la servidumbre stillicidii o fluminis, según se utilizaran o no canales para dejar caer el agua pluvial sobre el predio sirviente, no se aplicó en la Valencia foral.67 Creo que no es criterio suficiente para mantener esta opinión el hecho de que los Fueros apenas la regulen. La omisión se produjo en numerosas instituciones utilizadas durante el Antiguo Régimen, bien introducidas por la práctica notarial, consuetudinariamente o por traslado de los principios y doctrina del ius commune. Por el contrario, los Fueros sí que plasmaban la posibilidad de echar las aguas de la lluvia sobre la calle y que los voladizos de las casas pudieran extenderse con este objeto, una tercera parte de la anchura de la vía pública.68
Dentro de las servidumbres de desagüe, los tratadistas también incluyen las relativas a las alcantarillas que, en Valencia, aparecen en rúbrica aparte y cuya inspiración fue el título del Digesto De Cloacis. Era una regulación breve, pues únicamente contenía tres preceptos. Igual que hemos hecho hasta ahora, la principal regla que podemos extraer de ellos, es que autorizaban a cualquier vecino a limpiar sus alcantarillas o conectarlas con la red pública, aunque tuviera que atravesar la propiedad de su vecino. Eso sí, debía sufragar a su costa cualquier obra o daño que se produjera en el fundo sirviente.69
Pasemos a las servidumbres rústicas. Las normas forales se refieren a los dos grandes grupos existentes en el Derecho romano: iura itinerum o servidumbre de paso y los iura aquarum o derechos para tomar agua.70 En el primer grupo, los preceptos forales no reflejan la distinción romana entre iter, actus y via, en función de la anchura del paso, ni tampoco hay norma en donde se regulen las consecuencias según se lleve a cabo a pie, a caballo o carro.71 El principio general es que nadie pueda pasar por tierras ajenas salvo que exista una vía o camino público o posea una servidumbre constituida.72 Además prevén como una servidumbre forzosa y gratuita, a diferencia del Derecho romano donde es voluntaria, el derecho que todo propietario tiene a acceder a sus tierras cuando estuviera rodeado por predios de otros titulares, sumándose a lo regulado en Fueros de Aragón y Fuero Viejo de Castilla.73 Como una consecuencia negativa74 también se regula la obligación de aquellos propietarios de predios colindantes con vías públicas, de repararlos tras las lluvias y avenidas de ríos, pues en caso contrario, deberán soportar en sus tierras una servidumbre de paso.
Por su parte, la servidumbre de acueducto tuvo una regulación muy similar al supuesto anterior, dado que igualmente se estableció como forzosa y gratuita siempre que el titular del fundo dominante no pudiera regar su campo porque estuviera rodeado de propiedades vecinas; además iba acompañada de la complementaria de paso para limpiar o reparar los conductos por los que el agua discurría.75 También recogía los Fueros, pero con carácter voluntario, la servidumbre de tomar agua de pozo ajeno (servitut aquae haustus), con el lógico complemente accesorio de derecho de paso hasta el mismo.76
Las servidumbres en otras fuentes del Derecho valenciano
Como en otros trabajos que he realizado sobre el Derecho privado, el estudio de la legislación ha sido para mí el primer paso. La justificación estaba clara si pensamos que la técnica legislativa empleada durante la Edad Media no fue rigurosa, ni pretendió crear un ordenamiento jurídico armonioso. Al contrario, los vacíos legales, las omisiones y los problemas de interpretación fueron frecuentes. El título de la presente comunicación no significaba, por tanto, que la rúbrica De Servitutibus fuera su objeto último. Al contrario, era el principio, la excusa para profundizar en esta materia. El siguiente paso era analizar qué habían dicho los autores forales sobre ellas. Salvo los comentaristas medievales que ya hemos mencionado anteriormente, como Guillermo Jaffer o Giner Rabaça, donde se apostillaron con algunas notas los textos legales, los principales juristas valencianos como Pedro Belluga, Cerdán de Tallada, Jerónimo León, Matheu y Sanz, Crespí de Valdaura o Nicolás Bas y Galcerán, apenas las mencionaban.77 Entre las escasas referencias localizadas, hemos de citar las ya utilizadas de Matheu y Sanz al incluir los amprius entre las servidumbres rústicas, o de Crespí sobre la prescripción de las servidumbres discontinuas; pocas más podemos añadir como la del a las que pocas más podemos añadir abogado Nicolás Bas, cuando afirmaba que las servidumbres podían constituirse tanto sobre el dominio directo como sobre el útil. Y en este último caso, el enfiteuta no pagaba luismo, ni tenía que obtener licencia del señor directo.78
Me pregunté el por qué. Por qué una materia tan cotidiana, que sin duda dificultaba y enrarecía la convivencia, era olvidada u omitida por estos juristas. Una situación muy similar había ocurrido en el resto de la doctrina del Derecho común. A diferencia de otras parcelas como el derecho hereditario, contractual, matrimonial, etc. apenas existieron autores que dedicaron sus tratados a estas cuestiones. Yo he manejado principalmente el de Chaepolla, al que pocos autores pueden sumarse.79 Algo parecido había ocurrido en el estudio del Derecho penal, ya que la doctrina apenas abordó su sistematización hasta bien entrada la Edad Moderna, aunque en este caso, la razón estaba clara. La ciencia del Derecho era civil. Los delitos eran castigados en procesos criminales donde poco saber jurídico podía introducirse. De este modo, la enseñanza que se impartía en las universidades estaba enteramente volcada al derecho civil y los escalafones de la judicatura se iniciaban siempre por las plazas de alcaldes del crimen… Sin embargo, esta argumentación no podía trasladarse a las servidumbres pues los planes de estudio, por ejemplo el de Valencia de 1651, obligaba al catedrático de Digesto Viejo a explicar la rúbrica De servitutibus.80
La regulación contenida en Fueros era parcial, con extensos vacíos que necesitaban, como en otras ocasiones, ser cubiertos por otras fuentes del Derecho. Si no lo hizo la doctrina foral ¿Qué ocurrió? La práctica foral nos debería dar respuesta. Una nueva sorpresa nos llevamos cuando el arte de notaría más importante y reputado de la época foral, el del notario Gregorio Tarraza, Compendium sive epithome theoricae artis notariae…de contractibus, ultimis voluntatibus et iudiciis…,81 no hace mención de ellas. Trata del usufructo igualmente como de un derecho real autónomo, y de forma breve comenta el uso y la habitación, pero nada dice de las servidumbres.82 Tampoco aborda su estudio otro arte de notaría de la época, el de Vicente Juan Exulve, Praeclarae artis notariae, tomi duo.83
Una limitada cata de protocolos notariales me ha confirmado que raramente la constitución de servidumbres se protocolizaban.84 Esta ausencia no significa que nunca se plasmaran en documentos públicos, ya que pruebas aportadas en litigios nos daban a conocer pactos entre partes por las que se constituían o rescindían algún tipo de servidumbres. Se trataba normalmente de servidumbres urbanas y rústicas en las que se autorizaba al propietario del fundo dominante a abrir o cerrar ventanas, con expresiones como es vena o compre la llum —se venda o compre la luz—, o se les permitía el derecho de paso por tierras propias. Cuando no existía tal acuerdo, los demandantes afirmaban que era una servidumbre robada utilizando las siguientes locuciones: llum furtada, aigua furtada o pas furtat.
Sin embargo, seguí pensando que los problemas cotidianos generados por este tipo de figuras jurídicas, debieron de existir y resolverse. Sólo me quedaba, por tanto, buscar entre los diferentes tribunales de la época, los litigios y pleitos donde se debatieran estas cuestiones. Del estudio de los mismos y, más allá del uso que hemos hecho de ellos en las páginas anteriores, he podido extraer las siguientes conclusiones.
La primera de ellas es que las cuestiones relativas a servidumbres, en pocas ocasiones llegan al tribunal de la Real Audiencia y, mucho menos, al Consejo Supremo de la Corona de Aragón, a pesar de tener jurisdicción en esta materia por vía de apelación.85 Asimismo, he constatado que en caso de ser evocadas o recurridas ante estos órganos judiciales, la mayoría de procesos, no finalizan con sentencia, sino prematuramente con acuerdos, transacciones y desestimientos de las partes.86 En uno de estos pleitos que puede servir como ejemplo, dos vecinos de la ciudad de Valencia litigaron en primera instancia como consecuencia de una servidumbre de luces y vistas. El fundo sirviente soportaba cuatro ventanas que daban al interior de un patio del mismo. Dos de esas ventanas fueron autorizadas por el propietario en un documento notarial, las otras dos se realizaron sin esa autorización pocas semanas antes de iniciarse la disputa. El propietario del fundo sirviente reclamó ante el tribunal de primera instancia, en este caso el mustaçaf, quien personado con los peritos certificaron que se había realizado sin autorización una obra nueva e inmediatamente la tabicaron. El titular del predio dominante reclamó a la audiencia, pero iniciadas los trámites procesales, renunció a continuar el proceso.87 Era evidente que el coste del proceso no compensaba proseguir el litigio.
La segunda de aquellas conclusiones, hace referencia a la competencia o jurisdicción para resolver estas cuestiones que, podemos afirmar, correspondía a varios tribunales. Atendiendo al ambiguo criterio existente en época foral que atribuía la capacidad para juzgar en primera instancia a aquel tribunal que primer fique la mà —“el primero que ponga la mano”, equivalente al primer tribunal que entrara a conocer de un asunto—, he encontrado varias referencias sobre cuestiones relativas a servidumbres en los tribunales del justicia civil, portant-veus del general gobernador, el tribunal de los cavacequieros y del mustaçaf o almotacén. Este último tenía, además, expresamente atribuida la jurisdicción “en cosas de servidumbres de unas casas a otras”.88 La mayoría de estas jurisdicciones serán aglutinas tras la abolición de Fueros en los alcaldes mayores.89 A este cúmulo de instancias procesales, debemos añadir las jurisdicciones señoriales, extendidas por la mayor parte del reino gracias a la jurisdicción Alfonsina, mediante la cual conocían las causas civiles los jueces nombrados por la nobleza feudal.
A pesar de los numerosos tribunales competentes, y esta sería la tercera conclusión, sigue siendo difícil rastrear los problemas sobre servidumbres. Las razones son variadas. En unos casos porque la documentación ha desaparecido, como en el caso del mustaçaf y de muchos tribunales señoriales; en otros porque permanece oculta entre miles de cuestiones de jurisdicción voluntaria resueltas por los justicias y tribunal del portant-veus; y, en último lugar, porque en ocasiones se resolvían de forma oral como en el caso de los cavacequieros.
Sin embargo, con los pleitos localizados puedo añadir a las anteriores conclusiones, algunas aclaraciones sobre la práctica y conflictividad de esta materia.
1º.- Una gran mayoría de los pleitos se inician interponiendo una de las partes, un interdicto posesorio llamado en la Valencia foral, ferma de dret.90 Su contenido principal consiste en solicitar del tribunal que se le mantenga en la pacífica posesión de una situación de hecho, como puede ser pasar por un camino, poseer una ventana, etc. Para ello se alega como cláusula de estilo que desde cinch, deu, vint, trenta, quaranta, cinquanta y mes anys y de temps que memòria de homens no es contrari te y ha tengut pas y entrada y eixida a sinc cafissades de terra… y que lo ha hecho —en el caso de servidumbres de paso— a peu, com a cavall y cavalcadures carregades…91 Para no ser perturbado por terceros solicita dicha ferma de dret, en la que además también se fija una cantidad como sanción para aquel que la contravenga.92
2º.- Los litigios son determinantes porque perfilan, dan vida al derecho y nos proporcionan respuesta a cuestiones que no estaban claras, ni tampoco reguladas en la legislación. Por poner un ejemplo relativo a las servidumbres de luces. ¿Qué ocurría si nuestro vecino tenía ventanas, balcones o miradores no en la medianera como regulaba la norma, sino en otra pared que, dando igualmente a la casa del vecino, estaba separada de aquella? ¿Hasta dónde alcanzaba su derecho o servidumbre de luces cuando yo deseara levantar una nueva casa? Atendiendo al principio plasmado en los fueros y ante la falta de una legislación complementaria, deberíamos afirmar que se encontraría en su derecho de imponerla e impedir dicha construcción. Sin embargo, la realidad nos demuestra lo contrario. En numerosos pleitos se aclara el precepto y su significado, afirmándose en uno de ellos, que la persona que per servitut està obligada a donar-la a la casa del vehy, tansolament se li prohibix edificar, de tal manera, que totalment li lleve la llum y tantum pot ser obligada a que done llum quanta baste per a que la cassa del vehy puixa ésser habitada….93
Las cuestiones que las fuentes prácticas nos aportan son reveladoras. Así conocemos que la servidumbre de vistas se llamaba “vulgarmente” prospectuy —también per a espayar la vista—, una adaptación simplificada de la expresión latina servitus ne prospectui officiatur.94 Los matices no acaban ahí. En otro proceso se nos aclara que la servidumbre de luz se respetaba en Valencia “por costumbre de esta ciudad” en nueve palmos.95
La jurisprudencia interpretó y adaptó el texto foral. En un litigio planteado ante la Audiencia de Valencia un vecino deseaba elevar su casa con otra altura, privando de luz y vistas a su vecino de enfrente. Había una calle entre las dos viviendas y, a tenor del fuero, la cuestión parecía fácil de responder. Sin embargo, las calles angostas de nuestras ciudades exigieron la adaptación de las normas. En este proceso, se sentenció que para poder elevar dicha edificación debía tener la calle nueve palmos de ancho y doscientos de largo.96 Una solución que no poseía fundamentación legal.
3º.- Fueron muy frecuentes los litigios en los que se vieron implicados conventos y monasterios. En la mayoría se trató de servidumbres urbanas de vistas. Era lógico que fueran las manos muertas las más celosas en velar por ellas, por su intimidad y recogimiento pero también porque sus rentas permitían llevar adelante procesos que para otros pleiteantes serían demasiado gravosos. La cuestión tuvo tanta trascendencia que J. Bautista de Luca,97 inició sus comentarios a esta materia sobre la servitute altius non tollendi aedificia —derecho a impedir que se edifique más de cierta altura— y, en concreto, sobre el privilegio de los religiosos circa prohibendum aspectum vel introspectum in eorum monasteria vel conventus. Según De Luca la polémica se basaba en determinar hasta dónde llegaba la prerrogativa de estas instituciones religiosas y si podía imponerse frente a las legislaciones de los diferentes reinos, citando expresamente la legislación castellana y de la Corona de Aragón.98 Entre las opiniones más reputadas de la doctrina hispánica estuvo la de Antonio Gómez, que afirmó que los lugares píos no gozaban del privilegio de limitar la libertad del propietario, salvo que éste llevara a cabo la obra sin beneficio alguno y en perjuicio evidente de su vecino, en cuyo caso, la mano muerta podía exigirle que le vendiera la servidumbre de no ejecutar aquellos actos.99
Como toda cuestión doctrinal, no fue tajante y las disputas alcanzaron la jurisprudencia de los tribunales. Uno de los litigios que sintetiza la cuestión fue el que se planteó ante la Audiencia de Valencia entre el Convento de San Joan de la Ribera y Frances Geroni Arboreda. El primero pretendía prohibir la apertura en la fachada de la casa de Arboreda de unas ventanas por las que podrían verse las celdas y patio del Convento, lo que atentaba contra honestatem religiossorum. El demandado alegó que por fueros cualquiera podía abrir las ventanas en su fachada existiendo, como en este caso, una calle entre ambas edificaciones.100
A lo largo del proceso se dictaron dos sentencias. La primera a favor del Convento, el 14 de junio de 1624, en la que se impuso el argumento de que el demandado no obtenía ningún beneficio ni utilidad abriendo dichas ventanas y, por el contrario, podía atentar contra la soledad y quietud en la que debían vivir las comunidades religiosas.101 La segunda sentencia llevaba fecha de 5 de noviembre de ese mismo año, y revocó la anterior. Entre los fundamentos aportados destacó aquel que consideró demostrada la utilidad para su propietario, estimando que con la apertura de dichas ventanas se incrementaba el valor de la edificación.102
Pero más allá de cuestiones concretas lo que pretendo destacar fue la falta de unos criterios claros y determinantes en la jurisprudencia. De hecho, los litigios continuarían con argumentaciones muy similares en los años posteriores. Uno de los más interesantes que he encontrado tras la Nueva Planta, se produjo entre el Convento del Remedio de la ciudad de Valencia y doña María Flores.103 Ahora se discutía si ésta tenía derecho a edificar su casa junto a dicho convento. La institución eclesiástica alegó que “permitiéndose dicha fábrica, se registrarían las principales celdas de los religiosos y lo interior de él”. Por su parte, la parte demandada aportó como fundamento que: “Es proposición assentada y comúnmente admitida entre todos que el dueño del suelo, área o cosa inmueble, puede en él edificar ad limitum suae voluntatis. Y es la razón legal porque cualquiera en su territorio es moderador et arbitrer; y procede dicha facultad aunque sea con detrimento de vecino, quando no ay ley, estatuto o costumbre prescrito que prohíba edificar hasta cierto modo y latitud o no tenga servidumbre constituida o prescrita y se dexan los palmos de luz prevenidos por la ley…”
A lo largo de la alegación jurídica descubrimos una cuestión interesante: como argumento indubitado se acepta por las dos partes que el privilegio de la “honestidad” era siempre reconocido cuando se trataba de conventos y monasterios de monjas.104 Un ejemplo más del casuismo imperante en el Derecho del antiguo régimen.
DEL ESTADO DE LOS HOMBRES Y DE LA PATRIA POTESTAD EN EL DERECHO FORAL VALENCIANO.
PASCUAL MARZAL RODRÍGUEZ.
Universitat de Valencia.
A finales del Antiguo Régimen muchos autores seguían abordando al inicio de sus tratados las cuestiones que dan nombre a este artículo1. Esta sistemática tenía su entronque en los libros del derecho justinianeo, en concreto había sido tomada de la Instituta. En ella, su libro primero en el título tercero se iniciaba bajo el título Del derecho respecto a las personas. A continuación, los títulos siguientes hablaban de los ingenuos (hombres libres), de los libertinos (los manumitidos), quiénes y por qué causas no podían manumitir, de la derogación de la la ley Furia Caninia y los títulos octavo y noveno De los que o son dueños de sí, o están bajo la potestad de otro y De la patria potestad. Por todo ello, bajo estos epígrafes, los juristas comentaron a lo largo de los siglos cuestiones de muy diversa índole, relativas a la división de los hombres según su naturaleza y estado civil y los privilegios, derechos y limitaciones que en función de los mismos les correspondían. Además también hablaban del poder que el padre tenía sobre la persona y bienes de sus hijos o del peculio de estos. Aspectos que, desde una sistemática actual, serían tratados en diferentes lugares cuyo punto de unión sería la capacidad jurídica y la capacidad de obrar, sin que desconozcamos que algunas cuestiones podrían tratarse perfectamente desde el punto de vista del derecho de familia.
Inicio y final de la capacidad jurídica.
En la documentación práctica del periodo foral los conceptos de persona y ser humano se utilizan indistintamente y, en torno a ellos, los juristas tratan de precisar el momento concreto en que estos apelativos pueden aplicarse a un ser vivo, para que su existencia tenga efectos jurídicos. El derecho valenciano sigue la teoría romana que considera nacido al individuo desde el momento de la separación del seno materno, siempre que posea figura humana, pues se descartan los partos de seres monstruosos. Los juristas estiman que hasta ese momento el feto es “una esperanza”, algo que puede llegar a tener vida, pero que todavía no posee naturaleza humana2.
A pesar de ello esta afirmación no es tan general, ni absoluta. Ya en las disposiciones romanas el feto era tenido en cuenta en determinadas ocasiones, y especialmente para todo aquello que le pudiera favorecer como, por ejemplo, cuando era instituido heredero el nasciturus, o bien cuando a éste se le nombraba tutor. Este último caso no debió ser muy habitual según afirma el jurista Nicolás Bas quien, a pesar de ello, le dedica uno de los capítulos de su obra. Nos dice que estos nombramientos debían realizarse ante el justicia civil, en un proceso sencillo que tomaba como base las declaraciones de testigos, casi siempre parteras, que certificaban la preñez de la madre3.
El hombre, según su naturaleza, podía ser varón o hembra, aunque también se planteaba el caso excepcional del hermafrodita; si bien, ya durante la época existió el convencimiento de que en estos supuestos siempre prevalecía uno de los dos sexos. Y así si primaba el masculino, se le aplicaban los efectos jurídicos como si fuera varón y viceversa4. Esta cuestión se aplicó, sobre todo, en algunos pleitos hereditarios en los que se exigía al sucesor la condición de varón, como ocurría en mayorazgos, sustituciones hereditarias, legados etc.
La edad de las personas servía igualmente como criterio diferenciador, aunque sus particularidades y requisitos los examinaremos en el epígrafe siguiente.
Muchas de las clasificaciones que se realizaron para diferenciar a los hombres nos ilustran sobre las realidades sociales de la época. En este sentido, la más importante es la que mantuvo la división entre el libre y el esclavo, al que los textos valencianos se refieren indistintamente como catiu o esclau5. La persona libre era aquella nacida de padres que ya lo eran o al menos de madre que lo era, pues el hijo adquiría desde el derecho romano, la condición jurídica de ésta en términos de esclavitud o libertad; no así en cuanto a honores y gracias, en los que seguía la condición del padre6.
Dentro de los hombres libres, en una sociedad estamental de clases privilegiadas, se distinguía entre nobles y plebeyos. A aquellos se les denominaba de muy diferente forma -caballeros, donceles, generosos, “dones” etc.-. En su seno aparecía una nobleza de sangre que había demostrado la posesión inmemorial de su condición nobiliaria durante más de cien años y entre ellos se encontraban los grandes apellidos de familias llegadas, en muchos casos, con la reconquista. Junto a ella, existía otra nobleza de privilegio a la que se accedía por concesión real, un proceso de ennoblecimiento que se generalizó de forma acentuada en el siglo XVII. Muy próximos a ellos existió una nobleza ciudadana de carácter menor a la que pertenecían los llamados ciudadanos honrados –ciutadans honrats-. Formaban parte de esta oligarquía aquellos que podían demostrar que no habían trabajado en oficios mecánicos y que poseían una determinada renta7. Por otro lado, también se diferenció entre eclesiásticos –regulares y seculares- y legos, cuyos requisitos y pormenores vienen tratados ampliamente en el derecho común y exceden de los fines de esta obra.
No era sencillo pasar de uno a otro estamento. La sociedad del Antiguo Régimen asigna a cada persona un papel cuyo contenido es difícil de cambiar. Pero así y todo, existieron algunos mecanismos que favorecieron el ascenso social. En este sentido, el grado universitario de doctor en leyes, cánones o medicina permitía obtener un estatus próximo a la nobleza, con la consecuencia más importante de exonerar del pago de determinados impuestos. De todas formas, el elemento más importante de movilidad social fue siempre la riqueza, con la que se podía conseguir la nobleza de privilegio o emparentar con nobleza empobrecida para que los futuros vástagos adquirieran en una o dos generaciones el privilegio nobiliario. Disponemos de un caso que resulta ilustrativo de una sociedad en decadencia en la que un viejo notario se desposa con una joven noble de una familia venida a menos. Tras su muerte, los familiares del anciano impugnaron su disposición testamentaria en la que dejaba heredera a su joven consorte cuando aquél falleció, con alegatos del tenor siguiente: “Y no solamente consta con evidencia que dicho Calderer [notario] era viejo en tiempo del matrimonio que contraxo con doña Sicilia, sino que también era coxo y achacoso, con muchos accidentes y enfermedades que padecía; de tal suerte que con razón le podían llamar un retrato de duelos”8.
Por el contrario, el esclavo era aquel que había caído en cautiverio fruto de la guerra si era enemigo de la fe católica –herejes, mahometanos y judíos-, pues se prohibía a los cristianos tener esclavos de su misma religión; también se consideraba esclavo, lógicamente, a quien nacía de madre esclava. Este individuo carece de capacidad jurídica, y los autores hablan de él, como de un objeto, una res, que se compra o vende, que se lega en testamento o que se arrienda9.
Lógicamente, la muerte natural provocaba la extinción de la capacidad de la persona. Sin embargo, existían determinados supuestos en que el hecho cierto de la muerte no se podía probar. Para eludir los problemas que esta incertidumbre provocaba, el derecho creó las declaraciones de ausencia que en Valencia se solicitaban pasados treinta años desde que aquella desaparición se produjo. En algunas ocasiones, los tribunales reducían este plazo cuando el fallecimiento se presumía como muy probable y el demandante aseguraba con una fianza la restitución de los bienes que adquiriera del ausente10.
Asimismo se practicó la figura de la muerte civil, en virtud de la cual el individuo perdía su capacidad para realizar válidamente actos jurídicos. Los dos supuestos clásicos que la provocaban fueron: el ingreso en determinadas órdenes religiosas y la condena a penas de privación perpetua de libertad11. No disponemos entre nuestros autores de una obra como la del francés François Richer Traité de la mort civile12 en la que se analiza extensamente las cuestiones derivadas de estos casos. Un detenido análisis de esta cuestión, nos hace dudar de la afirmación de Coing quien considera que esta institución nació al margen del derecho común13. Y no lo pensamos porque, al menos en el primer caso, el origen de aquella práctica arrancaba o fue fomentada por el propio derecho canónico, en concreto, por las disposiciones contenidas en algunas de las sesiones del Concilio de Trento que, sin duda, sancionaban algunas prácticas establecidas en los preceptos de determinadas órdenes religiosas. Fue su sesión 25 la que estableció que ningún religioso regular pudiera poseer, como propios, bienes muebles o inmuebles con independencia del título por el que los hubiera recibido. El fraile como tal, no tenía capacidad civil y sólo se reconocía, en algunos casos, a la institución jurídica –convento o monasterio- a la que pertenecía. En qué supuestos. El mismo Concilio los especificó: siempre que no se tratara de la orden de San Francisco y de las llamadas menores de observancia. Desde el ingreso en alguna de ellas, el fraile se consideraba muerto civilmente y, por ello, dejaba de existir para el mundo jurídico. En consecuencia, las donaciones no podía aceptarlas ni él ni su orden; y si le correspondía suceder por testamento, se delaba la herencia a otro de los llamados; tampoco podía heredar ab intestato; y además, desde el ingreso en religión, su testamento podía publicarse y ejecutarse con los efectos correspondientes14.
Capacidad de obrar
La persona debe reunir una serie de cualidades que le habilitan para realizar válidamente actos jurídicos, pero durante esta época no existe un concepto genérico de capacidad de obrar válido para todos ellos, sino que se relaciona con cada negocio jurídico15 y especialmente con la capacidad para contratar, como hace el notario Tarraza en su Compendium. Según este autor, existen cuatro requisitos que impiden celebrar un contrato: la condición jurídica, la edad, la enfermedad y la comisión de determinados delitos16. El primero ya lo hemos tratado anteriormente; es decir, quien carezca de capacidad jurídica, carece a su vez, de la posibilidad de contratar. Enfermo para contratar se considera al furioso, al mentecato y sordomudo con las matizaciones que tradicionalmente se realizan sobre el intervalo lúcido. Y en cuanto a los delitos que limitan esta capacidad para contratar se refiere al pródigo, al autor de los delitos de lesa majestad, apostasía, herejía, entre otros.
La edad como condicionante jurídico
Sin embargo, de todas estas limitaciones la más importante es la edad. Su cómputo se realiza desde el momento del nacimiento y no de la concepción o el bautismo17, aunque debe subrayarse que salvo para cuestiones jurídicas, la sociedad valenciana del siglo XVII no vive obsesionada por esta cuestión, como queda constatado en la mayoría de los documentos judiciales. En ellos, siempre que declara un testigo y al ser interrogados sobre su edad declaran que poseen tantos años poch més o menys, esto es, “poco más o menos”. No hay una certeza, sino una aproximación sobre la edad que uno posee.
La vida del ser humano se divide en varias etapas a las que el derecho les fija una edad y determinadas consecuencias jurídicas. De este modo, hasta los siete años se habla de infancia18 y sus principales repercusiones afectan a las pensiones de alimentos que pueden percibir, las adopciones de las que son objeto y su posible capacidad laboral. Sobre estas cuestiones ya nos extenderemos en lugar oportuno, ahora sólo añadiré que el menor de siete años no puede ser obligado a realizar ningún trabajo, entre los que se incluye el servir en determinadas casas o a determinados sujetos, práctica que en la época se denominaba possar a servir en amo o afermar19. Toda norma puede incumplirse, pero del trabajo de Isabel Baixauli podemos afirmar que esta limitación doctrinal sobre el trabajo de los menores era seguida en la práctica, pues en la totalidad de casos analizados por esta historiadora, los afermados poseían siete o más años20.
A partir de esta edad y, con carácter general, la legislación foral se aparta del derecho común. En primer lugar, porque no establece el final de la pubertad en doce o catorce años, según se trate mujeres o varones, sino en quince, edad que se aplica indistintamente a ambos sexos y cuya principal consecuencia es el reconocimiento al menor de la capacidad para hacer testamento21. En segundo lugar, porque tampoco sigue el límite de los veinticinco años como el ius commune para declarar la mayoría de edad, sino que se considera alcanzada ésta al cumplir los veinte años. Esta norma es general y sólo se excepciona en aquellos supuestos en que expresamente esté regulado de otra forma, pues determinados actos y cargos no pueden ser realizados, aceptados o desempeñados hasta que la persona no alcance los veinticinco años22.
Además de estas limitaciones, el derecho foral añadía otra que condicionaba la facultad para celebrar contratos entre los veinte y veinticinco años. La norma que regulaba este supuesto fue aprobada en 1527. En ella, se ordenaba que aquellos que se encontraran comprendidos entre dicha edad no podrían contratar, salvo que estuvieran casados; pues de encontrarse solteros debían aportar el consentimiento de sus padres o de dos familiares próximos23. La interpretación de esta norma causó numerosos litigios que pretendieron ser resueltos en un fuero aprobado en las cortes de 1626. En esta nueva disposición aclaró que la prohibición se extendía a todo tipo de contratos, ya fueran realizados por varones como por hembras, exceptuándose dos casos: los realizados por razón del matrimonio de los contratantes y los efectuados por aquellos que dispusieran de dispensa de edad otorgada por el rey24.
La declaración de mayoría de edad recibió en el derecho valenciano especial atención, tanto por los problemas que planteaban los menores que contrataban fingiendo haberla alcanzado, como por aquellos que querían certificar la que realmente poseían. Esta situación se palió con un fuero de 1537 en el que se aprobaba que únicamente se aceptaran como válidas las declaraciones de mayoría de edad que se hicieran con participación del tribunal del justicia civil y en el que se exigía la declaración de varios testimonios, dos si eran los padres o cuatro cuando no lo eran25. La obra del jurista Nicolás Bas habla de esta declaración en uno de sus capítulos y nos constata que a finales del periodo foral era un procedimiento ampliamente utilizado: “La práctica de obtener estas declaraciones es poner su escritura el mayor de edad ante el iusticia, y iuez ordinario suyo, en donde narre el día de su nacimiento, presentando, si pudiere ser, el item, o partida del baptismo, y como ya tiene los veynte años cumplidos, concluyr pidiendo, se reciba sumaria información de testigos para prueba de su mayor edad, y recibida se declare tiene la mayor edad de veynte años, y como a mayor puede intervenir en qualesquiera contratos”26.
En una época de privilegios, había excepciones a la regla general y como atestiguan los autores, era habitual entre las clases altas de la sociedad la práctica de acudir al monarca para que concediera la venia de edad. No sabemos exactamente las razones que movían a realizar estas peticiones, pero si pensamos en sus consecuencias –habilitar para la administración de bienes y realización de negocios jurídicos- debemos pensar que se trata de jóvenes nobles que heredan patrimonios a los que debían atender sin la mediación de tutores y curadores. Ese parece que fue su origen, según se desprende de las palabras existentes en una norma del Código justinianeo que regula la cuestión27. En una primera época, se aprovechaba la convocatoria de cortes para solicitarlas al monarca, sin embargo, durante el siglo XVII y debido a la tardanza en que aquellas se convocaban, fue el Consejo Supremo de la Corona de Aragón, el encargado de resolver las peticiones28. La justificación jurídica de que el rey podía otorgarlas se encontraba, como en tantas otras ocasiones, en el derecho común; en concreto, los autores remitían a una disposición del Código de Justiniano, y especialmente a las palabras de Bártolo que la consideraba un atributo del mixto imperio29. El rey, por tanto, podía dispensar a un menor de las limitaciones contenidas en el derecho civil.
Con esta venia alcanzaban la mayoría de edad sujetos todavía muy jóvenes, tan es así que entre los juristas se preguntaron cuál debía ser la edad mínima para poder obtenerla. El derecho común la fijaba en veinte y dieciocho años, para varones y mujeres respectivamente. En Valencia se acudió a una novela del emperador León 28, en la que sólo se exigía que el menor debía poseer la prudencia necesaria para regir sus actos. Una afirmación vaga en exceso que los autores recondujeron a un criterio más objetivo: si dicha prudencia se presumía al finalizar la pubertad, esta concesión real debía otorgarse una vez cumplidos los quince años30. Alegaban que si para poder testar eran necesarios quince años, no podía exigirse menos edad al menor que quisiera contratar. Algún autor añadía que necesariamente debían estar casados, pero la mayoría entendían que el rey podía concederla aunque fueran solteros. En la práctica, los menores que deseaban obtener esta venia de edad, acudían al tribunal del Justicia para, mediante una sumaria información de testigos, demostrar su “idoneidad”, esto es, que eran mayores de quince años y poseían juicio suficiente para administrar sus bienes. La norma del Código a la que ya nos hemos referido anteriormente era más minuciosa y expresaba que los testigos debían demostrar “la regularidad de sus costumbres, la probidad de su ánimo y la certeza de su honesta vida”31. Esta declaración se presentaba, junto con el resto de la documentación, en el Consejo Supremo de la Corona de Aragón32.
Obtenida la venida de edad se pierde el privilegio de la restitutio in integrum33. Esta figura nació en el derecho romano para proteger los actos de los menores a los que el derecho presumía faltos de un juicio plenamente formado y, por tanto, sujetos a engaños34. De ahí que el privilegio de restitutione in integrum consista en un beneficio o remedio judicial del que disfruta cualquier menor, cuando resulte perjudicado en sus derechos o patrimonio para que se le restituya a la situación existente antes de perfeccionarse el negocio jurídico. Los autores advierten que este remedio se utiliza sólo cuando el contrato fue válidamente celebrado, pues en caso contrario, si adoleciera de algún otro defecto o fuera irrito y nulo, la reclamación judicial debería basarse en otros argumentos35. En el derecho común se permite la renuncia del mismo mediante juramento, lo que está prohibido por fueros, pues se presume que fue prestado bajo coacción36. Para solicitarla se exige además que se haya producido un daño en el patrimonio del menor, cuya apreciación se deja a arbitrio del juez, y con independencia de que haya o no participado el tutor o curador37.
En fueros también se reconocía este derecho a las corporaciones municipales y la doctrina lo extendió a otras instituciones como iglesias, lugares píos -hospitales, monasterios, conventos etc.-38.
La restitución podía pedirla el menor personalmente o su tutor o curador si poseía un mandato especial para ello. El plazo para interponerla variaba: hasta los veinte años, podían solicitarse en cualquier momento; de los veinte a veinticinco años sólo podía hacerlo durante los dos años siguientes a la celebración del contrato. Limitación que se extendía a los municipios y resto de manos muertas, aplicando la misma norma39.
En la práctica notarial los contratos en los que participan menores insertan algunas cláusulas que intentan salvaguardar los derechos del contratante frente a la restitutio. En concreto, no es extraño que les soliciten la presentación de la venia de edad, que presten juramento o incluso que avalen con fiadores el cumplimiento de su obligación para el caso de producirse aquélla40.
En el derecho valenciano no existe la figura de la tutela mariti, esto es, una prohibición como la que recogen algunos derechos territoriales, en virtud de la cual se impide a la mujer casada realizar cualquier tipo de contrato sin licencia de su marido41.
La patria potestad42.
Se trata de una de las figuras jurídicas más complejas por la multitud de aspectos e instituciones con las que está íntimamente relacionada. Una cuestión tan básica como el delimitar su contenido sigue su discusión entre los juristas de la Época Moderna ¿Hasta dónde alcanzan las facultades de los padres sobre la persona y bienes de sus hijos? La respuesta a esta contestación varió a lo largo de los siglos y nunca estuvo del todo clara. En el derecho romano clásico las facultades del padre, único titular de la potestas, eran absolutas y, así se afirmaba, no sin exageración, que aquél podría incluso vender al hijo como esclavo. Del mismo modo, no había patrimonios separados dentro de la familia, cualquier bien pertenecía igualmente al padre porque existía un vínculo tan estrecho que ambos llegaban a concebirse como una misma persona43. Pero esta configuración tan absoluta de los poderes paternos cambió ya en las propias leyes romanas y especialmente en el derecho justinianeo, reconociendo un conjunto de bienes a los hijos –teoría de los peculios- sobre los que el padre tenía diferentes facultades en función del origen de los mismos. El cristianismo acentuó los aspectos éticos en la relación paternofilial haciendo hincapié en la crianza, corrección y educación de los hijos, esto es, en la decentis et honeste emmendationis et modicae coertionis, en palabras del jurista Nicolás Bas44.
Su origen es claramente romano, si bien, algunos autores lo legitiman con párrafos tomados del Antiguo Testamento. Otros, veían en la patria potestad un derecho natural que pertenecía al cabeza de familia varón para custodiar y proteger los miembros sometidos a su potestad. Fuera uno u otro, lo cierto era que en la patria potestad existían dos ámbitos diferenciados: uno moral, que abarcaba la corrección moderada, la educación, el consejo e incluso algún autor, añadía la autorización para contraer matrimonio; otro patrimonial, en donde se discutían las atribuciones –como administrador, usufructuario, propietario etc-. que poseía el padre sobre los bienes adquiridos, heredados o donados etc. a los hijos, o, incluso, las obligaciones del padre para criar y alimentar a los hijos o dotar a las hijas.
Sin duda, el aspecto patrimonial se impuso sobre el ético que quedó reservado a la esfera privada de la familia, y aunque la corrección o enmendación de los hijos “debía ser moderada”, no son habituales los pleitos en los que se reclamen o se cuestionen por abusos estos derechos paternos. Por el contrario, el ámbito patrimonial determinó la evolución de esta figura y en la Edad Moderna, no es extraño que algún autor identifique la patria potestad con “un dominio económico que tiene el padre sobre su hijo”45.
Los peculios
Con la teoría del peculio se delimitan las facultades de padres e hijos sobre sus respectivos patrimonios. Pero son cuestiones conflictivas, que no quedan del todo resueltas en la legislación foral y que adquirieron especial trascendencia cuando los bienes de los hijos poseyeron cierta entidad. La grandes categorías en que se clasifican los peculios se recogen en fueros utilizando los caracteres del derecho común, del que se apartan sólo en aspectos puntuales. Así, fue un principio aceptado por la doctrina valenciana que sobre los bienes castrenses (obtenidos al servir en el ejército) o los cuasicastrenses (esto es los conseguidos en cargos u oficios de la administración civil o eclesiástica o en ejercicio de la abogacía, cátedra etc.) el padre no adquiría el dominio, el usufructo, ni incluso poseía la administración sobre ellos, pues eran de libre disposición por el hijo46.
Los bienes profecticios son los que adquiere el hijo por medio del patrimonio del padre, o por razón de éste y son propiedad de aquel, pudiendo, en consecuencia, hacer con ellos lo que estime oportuno, como fue reconocido por sentencia de la audiencia de 5 de octubre de 1623 entre don Pedro Roca y Pedro Juan Pérez47.
Donde se plantean más incógnitas, existen más intereses enfrentados entre las familias del esposo y su cónyuge y, en consecuencia, más problemas jurídicos, es respecto de los adventicios o ganados por el hijo con su trabajo, recibidos de la madre, parientes maternos o de algún extraño por donación, herencia o legado. En ellos la propiedad queda en el hijo y al padre le corresponde el usufructo, afirmación que se mantiene incluso aunque los bienes estén gravados con fideicomiso o mayorazgo. El derecho común mantuvo el principio de que el usufructo del padre perduraba mientras el hijo estuviera sometido a la potestas del padre. Sin embargo, las legislaciones de los diferentes reinos limitaron esta facultad y así, por ejemplo en Castilla, finalizaba a los veinticinco años, mientras que en los fueros valencianos se fijaban como límite los veintidós años48. Este tope cronológico posee en Valencia una matización aprobada en las cortes de 1564 y que priva al padre de este usufructo cuando el hijo muere antes de tener facultad para testar, esto es, antes de los quince años. Si falleciera después, se seguiría la regla general, reteniendo el usufructo hasta que su hijo, de haber vivido, hubiera cumplido los veintidós años49.
A pesar de todo, el casuismo jurídico del Antiguo Régimen no acaba aquí y la regla anterior sufre numerosas matizaciones recogidas en fueros y en la doctrina. De este modo, el padre nunca podrá usufructuar los bienes adventicios: cuando expresamente fueran entregados al hijo con esta condición; cuando son donados por el rey, príncipe o algún miembro de la familia real; cuando los adquirió con oposición del padre; si son entregados en dote o donación propter nuptias; cuando lo que recibe el hijo es el usufructo de unos bienes, pues se aplica la máxima servitutis servitus nequit dari; y, por último, cuando fallece intestado uno de los hijos y le suceden en sus bienes su padre y un hermano pues, en este caso, el padre no puede usufructuar los bienes heredados por el hijo supérstite50.
El padre podía renunciar a este usufructo siempre que no lo hiciera en fraude de acreedores, como así lo recogió la jurisprudencia de la audiencia51. El jurista Nicolás Bas hace una afirmación sobre esta materia que es necesario resaltar. Según él, que cese el usufructo a los veintidós años no significa que desaparezca igualmente la patria potestad a esta edad. En el planteamiento de la doctrina, siempre está latente la máxima de que las legislaciones municipales sólo corrigen el derecho común, en aquello que regulan expresamente. Y, por tanto, para este autor a partir de los veintidós años, la patria potestad quedaría intacta en sus restantes aspectos, especialmente en aquel que asigna al padre la legítima administración de estos bienes. Administración que le correspondería igualmente en los bienes adventicios sobre los que no poseía el usufructo52.
La administración del padre sobre estas propiedades posee unos requisitos que varían en función de si éste tiene o no derecho al usufructo sobre los mismos. En caso negativo, se le exige que realice inventario, preste caución, y sus bienes están obligados tácitamente ante su mala gestión. Garantías que desaparecen cuando el padre sí que posee el usufructo53. Las normas sólo limitan la capacidad del padre como administrador en los quitamientos de censales, violarios y debitorios en cuyo caso, las cantidades obtenidas deben depositarse ante jueces competentes, y si el padre deseara utilizarlas tendría que hacerlo con autorización judicial -de la real audiencia, el tribunal de la gobernación, de los barones en sus tierras etc.-, prohibiendo que ningún notario pudiera recibir estos quitamientos en otra forma, bajo pena de privación de su oficio54
Siempre que el hijo se emancipe o case, el padre pierde la legítima administración del patrimonio que pertenece a aquel55. Hay que subrayar que en estos casos y mientras el hijo sea menor de edad, el padre es su tutor o curador: patre est enim legitimus administrator filii in potestate constituti, non vero filii emancipati, huius enim tutor est et non administrator56. El problema será deslindar las atribuciones del padre cuando ejerza en uno u otro sentido. Sobre la tutela de estos hijos la doctrina subraya que pertenece al padre antes que a nadie y que este nombramiento puede hacerse sin citar a los parientes más próximos: “Si el hijo fuere menor de edad y se hallasse emancipado o por otra causa fuera la patria potestad, no tiene la legítima administración el padre, pero como el hijo menor no deva estar sin tutor, o curador, se le debe señalar, y deputar (si legítimamente no le tuviere) y en este caso lo ha de ser forçosamente el padre, por tocarle de derecho la tutela del hijo emancipado. Lo que se podrá practicar para decretársela es, proponer su libello, narrar el hecho de la emancipación, y pedir que como a padre se le decrete, sin proponer parientes para que sean citados y convocados, pues no ay necesidad de esto aviéndosele de dar precissamente la tutela al padre...”57
En los restantes bienes donde el padre no es usufructuario, tampoco puede tener la legítima administración de estos bienes y sólo podrá ser nombrado tutor cuando el hijo sea menor de edad58
¿La mujer puede ser titular de la patria potestad?
Una de las cuestiones más importantes y menos claras en la legislación foral es si fallecido el padre, corresponde la patria potestad a la madre59. La confusión nace principalmente de dos fueros. El primero que afirma que cuando el padre hubiera fallecido los hijos quedarían en “poder” de su madre60. Y el segundo que permitía adoptar a las mujeres que tuvieran más de treinta años y no poseyeran hijos. Ambos preceptos hacían intuir que la patria potestad correspondía también a la mujer. Yo hace años que afirmé que sí61. Arcadi García llegaba a igual conclusión utilizando estos preceptos y entroncándolos con una tradición visigoda, que permitiría hablar de una potestad conjunta que restaría en el cónyuge sobreviviente62. Jordá Fernández mantiene una teoría muy similar en virtud de la cual “la mare tindria aquesta potestat solament després de la mort del pare, però no abans ni conjuntament”. Por tanto, los padres poseerían la patria potestad simultáneamente y fallecido alguno de los dos restaría en el supérstite63.
Hoy debo rectificar esta afirmación o al menos ponerla en duda, en base a la autoridad y argumentos que proporciona la doctrina valenciana, especialmente el jurista Nicolás Bas. Según este autor, la idea romana de que la potestas sólo correspondía al padre, está plenamente vigente en la Valencia foral y por ello interpreta la expresión contenida en la norma anteriormente referida, en el sentido de que fallecido el padre, la educación de los hijos seguiría en “poder” de la madre: Nam forus non loquitur de patria potestate, sed de educatione et dicit quod patre mortuo educentur filii penes matrem64 esto es, haría referencia a una parte de la patria potestad, la menos importante económicamente. Otro argumento aportado por él, y sancionado también por la jurisprudencia, fue que la mujer no podía tener la legítima administración de los bienes adventicios, ni, por supuesto, el usufructo65. Se le negaba, por tanto, uno de los pilares de la patria potestad. El notario Tarraza añadía otra razón al hablar de la emancipación de los hijos sometidos a patria potestad, negando esta facultad a las mujeres: Foeminae no possunt emancipare quia non habeat emancipatos in potestate 66. Con todo, es una materia sobre la que quedan todavía muchos interrogantes que sólo con un estudio monográfico y profundo podrán dilucidarse, pues nada se dice de los casos en que la legislación permite que la mujer pueda adoptar, aunque no es un supuesto habitual en la práctica.
En el derecho foral existe una declaración de patria potestad que suele solicitar el padre que está interesado en que conste documentalmente esta condición. Sobre todo, en aquellos supuestos en donde puede usufructuar algunas rentas. Se interpone ante el tribunal del justicia civil con el contenido siguiente:
Fulano de Tal proposant com millor pot diu: que del matrimoni que contractà in facie sanctae matris Ecclesiae ab Sutana de Tal, procreà en fills llegítims y naturals a Fulano de Tal y Sutano de Tal, y al present se troben menors de vint y dos anys, y constituhits sots la patria potestat del proposant. E com Fulano de Tal abuelo materno dels dits menors, els hacha deixat diferents bens, lo usufruyt dels quals, segons disposicions de justícia y furs del present Regne, es propri del proposant, y juntament li competix la llegítima administració dels sobredits bens adventicis.
Per tant, et alias, omni meliori modo etc. Requir li sia rebuda una summaria informació de testimonis a fi y effecte de verificar y probar lo desus dit. Y constant per aquella de praedictis, aut saltim de necessariis, pariter, requir sia declarat competirli al dit proposant la llegítima administració dels sobredits bens adventicis per lo dret de la patria potestat, juntament ab lo dret de fer los fruyts seus, per ser així etc. Implorant etc.67.
El fin de la patria potestad
Varios son los supuestos en que se extingue la patria potestad. Los fueros recogen los tres más habituales: por matrimonio o emancipación del hijo y muerte del padre68.
El matrimonio
En la mayoría de territorios de la Europa occidental se admitió, apartándose del derecho romano, que el matrimonio extinguía la patria potestad69. En la práctica valenciana se plantearon algunos pleitos suscitados por la interpretación de la expresión pendrà muller o su correspectiva de pendra marit que recogían los fueros que trataban esta cuestión. Estaba claro que debía existir matrimonio, pues la promesa de la futura unión conyugal no era suficiente, ni tampoco en caso de matrimonio espiritual, el simple ingreso en religión, ya que era necesaria la profesión. En consecuencia, no cesaba la patria potestad cuando las familias celebraban ante notario los pactos, contratos o capitulaciones matrimoniales. La razón se encontraba en que, siendo el matrimonio un sacramento consensual en el que los contrayentes prestaban su consentimiento, no era suficiente para extinguir la patria potestad. Faltaba algo más. La doctrina consideraba que para salvaguardar los derechos de las familias contrayentes la interpretación del fuero debía hacerse completándola con las disposiciones del derecho canónico, en concreto, el capítulo 24 del Concilio de Trento en el que se establecía que la celebración del matrimonio debía efectuarse prestando los contrayentes su mutuo consentimiento con palabras de presente ante sacerdote o párroco, y no como ocurría en las capitulaciones matrimoniales en los que las palabras eran de futuro matrimonio70.
Y esta extinción se producía, en opinión de Bas, aunque el padre no consintiera en dicho matrimonio, para quien celebrado éste, era indiferente que se hiciera con o sin consentimiento paterno. La doctrina también se planteaba otro supuesto, el de la hija que enviudara si volvería a la potestad del padre, y la respuesta fue negativa: filia viudata non reincidit in patris potestatem in Regno71 .
Emancipación.
Cesa igualmente esta figura por la emancipación, esto es, por un acto formal en el que la autoridad judicial y a petición de ambas partes, se declara disuelto este vínculo72. La doctrina reconoce que es un supuesto que raramente se da en la práctica: in Regno insolita et inusitata sit emancipatio, praemaxime non concurrente iusta causa 73. Por ella desaparece la patria potestad que tiene el padre con su hijo o el abuelo con su nieto. Pueden emancipar todos aquellos que se encuentren en línea ascendiente y masculina y posean al emancipado en potestad, en consecuencia, las madres no están facultadas para ello: Foeminae no possunt emancipare quia non habeat emancipatos in potestate74. Se efectúa con consentimiento del padre o abuelo hijo o nieto y ante el juez y con escritura. La donación de bienes no es necesaria. Como consecuencia de la emancipación el padre pierde el usufructo que le corresponde en los bienes adventicios, a diferencia del derecho común, en el que se le reservaba la mitad de los frutos75.
Se admite también la emancipación forzosa, es decir, aquella que se impone al padre mediante sentencia judicial cuando lo castigara cruelmente y contra oficio de piedad76. A estos supuestos recogidos en los fueros la doctrina añade otros: cuando les obliga a pecar, prostituyéndolos, sometiéndolos a prácticas incestuosas etc.77
El hijo que posteriormente renuncia a la emancipación no entra de nuevo en la patria potestad78.
La muerte
Se disuelve este vínculo jurídico tanto por el óbito del padre como del hijo, aunque con la matización relativa al usufructo que conservaría el padre hasta los veintidós años si aquel falleciera después de los quince. En este causa también se añaden los supuestos de muerte civil por ingreso en religión o prisión perpetua, incluyéndose en este último supuesto, el caso en que cayera en cautiverio.
Por último, la casuística doctrinal añade otros supuestos, como el de la obtención de títulos nobiliarios como ejemplo que extingue la patria potestad. Así lo afirma Nicolás Bas, cuando el hijo o la hija obtiene la dignidad de duque, marqués, conde etc., ya que estima que es incompatible con seguir sometido a la autoridad paterna79. Con todo, hay que tener presente que la mayoría de edad en Valencia no implica el final de la patria potestad pues se aplica de nuevo la concepción romana de sujeción a la autoridad paterna más allá de ella.