... Para muchos de los que nos hemos criado en Villavaliente, como en otros tantos pueblos, es imposible separar nuestras vidas y recuerdos de las primeras tardes de otoño, en las que se veía la marcha cansada de las bestias que tiraban de un arado preparando la tierra para recibir lluvia y semillas. Esas mañanas de invierno, con escarcha y revuelo en la casa; los chillidos del cerdo, el humo de la caldera en la que hierve el agua, la reunión de abuelas, hijas, madres y vecinos en torno a carne, sal, y especias, guisos de chorizo y morcilla que se catan y discuten al caer la tarde. Las noches eternas, oscuras, cuajadas de estrellas, de calor de lumbre y sabor a patata y ajos asados. La primavera, la impaciencia por las lluvias que no llegan, la preocupación por la helada de mayo, que una vez más, roba la fruta de un año que iba bueno. El sol y la luz que lo llenan todo, es tiempo de siega, nunca el agua del cántaro ha sabido tan fresca, las eras se transforman en el centro de la vida, en ellas se extiende la parva, se trilla,  se descansa en espera del viento. Ya se preparan en los lebrillos los frutos del hortal antes de embotellar la conserva; se limpian los lagares en los que pisar la uva, las tinajas que acogerán el cambio de mosto en vino. Otra vez llueve, es otoño... se cierra el ciclo, es hora de labrar la tierra...