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EL MERCADER DE VENECIA
No puedo ver caer la arena del reloj sin pensar en alfaques y navíos, y ver mi rico Andrea encallado en la arena con el palo mayor hundido bajo el flanco hasta besar su tumba. ¿Cómo ir a la iglesia y mirar el sagrado edificio hecho de roca 30
sin pensar en el peligro de los acantilados,
que con sólo tocar el lado del navío
haría desparramarse por el agua todas las especias,
vestiría con sedas el agua enfurecida,
y haría en un momento que lo que tanto vale
no tuviese valor? ¿Cómo pensar
en todo esto sin pensar también
que me entristecería si ocurriera?
Pero no digáis nada; sé que Antonio
está triste pensando en su mercadería.
ANTONIO.
Creedme, no es así. Doy gracias a mi suerte,
pues no confié todas mis venturas a un único navío
ni a un único lugar; ni tampoco toda mi riqueza
a los peligros del presente año.
No es, pues, la mercancía lo que me entristece.
SOLANIO.
Entonces es que estáis enamorado.
ANToNIo.
Calla, calla.
SOLANIO.
¿No estáis enamorado? Digamos que estáis triste
porque no estáis alegre; y que igualmente fácil
sería que rierais, cantarais, confesaros contento,
porque no estáis triste. ¡ Ah, por Jano bifronte!
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Extrañas criaturas conformó en su tiempo la Naturaleza:
los hay que con los ojos entornados
reirán como loros con ver sólo un flautista,
y quienes con la cara avinagrada
no enseñan ni los dientes sonriendo
aunque Néstor jurase que es graciosa la chanza.
Entran Bassanio, Lorenzo y Gratiano.
Ahí llega Bassanio, vuestro más noble amigo,
y Gratiano, y Lorenzo. Quedaos, pues, con Dios;

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