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EL MERCADER DE VENECIA
¡ Oh, dulce tormento, que pone en boca del verdugo
respuestas que me salvarán!
Dejad que enfrente mi destino, conducidme a los cofres.
PORTIA.
¡ Adelante, pues! Que uno de ellos me encierra
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y habéis de encontrarme si en verdad me amáis.
Nerissa, vosotros, manteneos a distancia.
Que suene la música mientras elige,
y si fallase, como el del cisne tenga su final
extinguido en la música. Y para que el símil
mejor funcione, serán río mis ojos
y lecho acuoso de su muerte. ¿Y si acierta?
¿ Qué será entonces la música? La música será
un júbilo de trompas, como el de los súbditos que a un rey
recién coronado le saludan. Será
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como el dulce clamor que cuando rompe el día
sube hasta el oído del novio soñoliento,
convocándole a sus nupcias. Vedle cómo camina
con idéntica majestad, aunque con más amor
que el joven Alcides tuvo al rescatar
el tributo de vírgenes que la doliente Troya había pagado
al monstruo del abismo: Yo la víctima seré,
y éstas, que ahí quedan, las mujeres del Dárdano,
que, con lágrimas sobre su rostro, salen a contemplar
el discurrir de la gesta: ¡ Ea, Hércules, pues!
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Vive tú, pues yo vivo.., y con mayor anhelo
asisto yo al combate que tú, que estás en la batalla.
Una canción, mientras Bassanio medita
sobre los cofres.
Decidme dónde nace el amor.
¿En el cerebro nace? ¿O en el corazón?
¿Quién lo engendra? ¿Quién lo arruya?

ToDos.
Decidme, quién, decidme...
El amor nace en los ojos
y son miradas su alimento,
muere el amor como nace

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