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ACTO UI, ESCENA 2.~
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en la cuna, su aposento.
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Que vuelen... ding, dong... campanas.

ToDos.
Que vuelen... ding, dong... que vuelen.
BASSANIO.
Las cosas nunca son lo que aparentan.
Siempre engaña al mundo su ornamento.
¿Qué hay en una corte, por muy impura y corrompida,
que, disfrazada con los encantos de la voz,
no pueda ocultar lo vil de su apariencia?
¿Qué horrenda herejía, en religión, que una frente austera
no pueda bendecir y aprobar con los sagrados textos
ocultando su gravedad con hermosos adornos?
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¿ Hay un vicio tan simple que no muestre
signos de la virtud en su exterior?
¿ Cuántos cobardes hay, de corazón tan falso
como peldaños en la arena —llevando en su mejilla
la cólera de Marte y las barbas de Hércules,
de hígados tan blancos como la leche si por dentro miras—
que el excremento sólo asumen del valor
para mostrarse como horribles? Fijaos en la belleza
y habéis de comprobar que puede comprarse a peso,
y de ahí el prodigio de la naturaleza, pues
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son más livianas quienes mayor cantidad llevan.
Y sucede lo mismo con los rizos de oro, que, enroscados tal
sierpes,
juguetean lascivos con el viento,
acariciando dudosas bellezas, que no son
sino la propiedad de otra cabeza en que crecieron
y cuya calavera yace en la tumba ya.
Así, no es sino engañosa orilla el ornamento
de un peligroso mar, velo hermosísimo
que oculta a una belleza india; resumiendo,
es la apariencia de verdad con lo que el tiempo astuto se
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para engañar al más sagaz. Así pues, oro fastuoso, áspero alimento de Midas, te rechazo; también a ti, mercenario pálido y vulgar

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